BUCLES DE ORO Y EL ALFÉREZ CASTILLO
EL CAMPO DE LA MINA era llamado así en la jerga del prisionero por estar situado a poca distancia de unos criaderos de carbón donde trabajaban los cautivos. Este campo, con su formidable aparato de alambradas, garitas, perros policías y focos delatores alumbrando la zona rastrillai, estaba destinado únicamente a los prisioneros de guerra condenados por los Tribunales Militares rusos. (Los prisioneros no condenados se encontraban en un campo próximo —el famoso número 3 de Borovichi—, donde meses más tarde habría de registrarse la epopeya más grande realizada en Rusia por la masa desesperada de los privados de libertad).
Al campo de La Mina fuimos destinados los cuatro españoles condenados a veinticinco años: Rosaleny, Castillo, Rodríguez y yo. Meses más tarde se unieron a nosotros unos treinta españoles con diversos años de condena sobre sus espaldas. Entre éstos, José Mena, de Morón de la Frontera; Enrique Maroto, de Tarragona; Emilio Rodríguez y José María González, el de «tengo una mancha y la lavo como puedo». También se unió a nosotros, condenado a perpetuidad, el sargento Antonio Cavero, que aún sigue en Rusia sufriendo la arbitrariedad en él cometida al ser calificado como «criminal de guerra», por haber disparado, durante una batalla, contra un prisionero ruso que se fugaba…, con lo cual perdía —ante todas las convenciones del mundo— su condición de «prisionero»…
Cuando ellos llegaron, Rosaleny fue hospitalizado, primero por pleuresía, más tarde por lesión pulmonar contraída en la cárcel de Jarkof; otra dolorosa separación, rodeada de incógnitas.
Cuando ingresamos en este campo, tras quince días de castigo en la cárcel por insolencias pronunciadas en el proceso contra el Tribunal, nos encontramos con cuatro centenares de alemanes condenados por los rusos, como nosotros, a penas que oscilaban entre los diez y los veinticinco años. Su condición era especialmente penosa, pues sus connacionales no condenados acababan de ser repatriados.
En este campamento el alférez Castillo declaró una huelga de hambre que duró diez días y estuvo a punto de llevarle a la sepultura; fue arrastrado por el suelo por negarse a trabajar; fue golpeado dos veces y encarcelado tres. En este campamento, Victoriano Rodríguez escaló diez días consecutivos el tejado de la cárcel y se descolgó por una trampa abierta por él, hasta el interior, para llevar ropas y alimentos a Castillo. En este campamento los españoles asaltaron la cárcel, echando la puerta abajo para liberarme, cuando me encerré en una celda, voluntariamente, por solidaridad con el alférez.
En este campamento colaboré en la destrucción de un retrato de Lenin que presidía nuestra barraca; robé, de noche y a solas, la correspondencia dirigida por nuestras familias y que los rusos iban a destruir sin entregarnos; organicé un «servicio azul» de donativos secretos para reforzar la alimentación de los enfermos; colaboré con los alemanes en la organización de unos inocentes juegos olímpicos que distrajeran a los soldadicos; declaré una huelga de hambre y escribí dos cartas a Su Excelencia el ministro de Asuntos Exteriores, señor Vichinsky. En este campamento fui delatado por un soldado, y los españoles, a espaldas mías, se juramentaron para matarle, robaron un hacha para hacerlo y los rusos tuvieron que encerrar al delator, como medida preventiva, para protegerle. El traidor era calvo. No tenía en la cabeza más pelo que un niño en el codo. Yo le llamaba en broma Bucles de oro.
«El capitán Palacios —escribió en una nota que entregó al jefe del campo— busca móviles políticos y no deportivos en sus juegos “olímpicos”. Le interesa tener a sus hombres fuertes y ágiles para lanzarlos contra la guarnición rusa del campamento…».
Yo, en aquella sazón, tenía más informadores de lo que ocurría en el campo que el propio servicio ruso de Información, y no tardé en conocer el texto, la hora y el modo en que había sido entregada esta nota. Lo que no supe hasta mucho después fue el robo del hacha, cómo fue afilada hasta el punto que partía en dos una hoja de papel de fumar que cayera por su peso sobre el filo; el escondite del arma y la firme decisión de degollar a Bucles de oro apenas saliera del hospital, donde había sido recluido por los rusos para protegerle.
Cuando lo supe tuve que enfrentarme con los conjurados, descubrir el arma, devolverla y hacerles, bajo juramento, desistir de su propósito.
Nunca imaginó el traidor, cuando me delataba, que un día le salvaría la vida la misma víctima que él escogió como precio de su infame redención.
En este campamento, en fin, recibimos por tres veces la visita de comisiones especiales llegadas de Novgorod, la capital del distrito, para investigar escándalos, huelgas y encarcelamientos de los españoles.
El primero de los episodios fue el del retrato de Lenin que presidía nuestros sueños. Con el mayor sigilo hablé con dos o tres alemanes cuyos nombres no he de dar, pues siguen en Rusia, y antes de que se cumpliera una semana de nuestra llegada, el flamante retrato durmió en las letrinas. Desde Novgorod llegó una comisión de cinco coroneles para investigar el caso y, para que todas las conclusiones fueran imprevistas, los soviéticos declararon culpable al teniente ruso encargado de la propaganda y reeducación política de los prisioneros, pues, según afirmaron los jefazos, el sacrilegio político no se hubiera llegado a perpetuar si el teniente de marras hubiese hecho de nosotros unos fervientes comunistas, como era su obligación. El teniente fue sustituido por un tal Culicof, capitán de la M. W. D., quien para evitarse complicaciones, mandó retirar de las barracas todos los retratos de Stalin y Lenin que estuvieran a nuestro alcance; con lo que nuestros sueños y nuestras tertulias fueron desde entonces mucho más agradables.
Pero no eran, bien sabe Dios, las reproducciones litográficas las que marcaban sobre nosotros el peso de la tiranía. En este campo llovieron las presiones, los malos tratos: hasta se afinó, gracias a Pulgar, en aquella triste galera, el placer sádico de la brutal dominación del cómitre de los forzados. Pero es el caso que cuanto más le temían los prisioneros, cuanto más se humillaban éstos para evitar represalias, más se crecía Pulgar y más exigía de ellos. No; no era su autoridad la del hombre que —equivocado o no— se ve obligado por su cargo a imponer la disciplina, sino la de aquél que goza ejerciendo un dominio de propiedad sobre esas «cosas» que respiran y trabajan bajo su vigilancia, llamadas prisioneros.
Desde el primer día —durante el breve tiempo que la totalidad de los españoles del próximo campo de Borovichi estuvieron en el nuestro— yo me guardé muy bien de aceptar su disciplina.
Estaba yo con mis soldados y algunos aviadores y marinos, a quienes hemos dedicado el capítulo anterior, escuchándoles lleno de asombro y de alegría, cuando Ángel López, ordenanza al servicio de Pulgar, y a quien no sé bien por qué lejana reminiscencia llamábamos la Churrera, se presentó ante mí y me dijo:
—Capitán Palacios. El sargento Pulgar le llama.
—Dile a tu amo —le respondí— que desde donde yo estoy adonde está él hay la misma distancia que desde donde está él adonde estoy yo. Si quiere algo de mí, que venga a verme.
Yo no deseaba, ni mucho menos, enfrentarme con él, como no deseé nunca meterme en ninguno de los compromisos en que me vi envuelto, pero no podía tolerar, por puro respeto a mi carrera y a mi uniforme, que un sargento español del Ejército ruso se hiciera obedecer, ni siquiera en Rusia, por un capitán del Ejército español. Era cuestión de principios y en esto no había cedido nunca hasta entonces.
A los pocos minutos regresó Ángel López.
—Que Pulgar le concede a usted tres minutos para presentarse ante él. De lo contrario, se tendrá que atener a las consecuencias…
—Repítele a ese imbécil —le dije— que si quiere algo de mí que venga a verme. Y en cuanto a ti, no vuelvas a aparecer por aquí si no quieres salir por la ventana.
Y al capitán Culicof, que me llamó para reprenderme, le hice saber verbalmente que si quería algo de mí, me lo comunicara un ruso, pero nunca un español traidor, pues me producía una peligrosísima alergia, y «Pulgar —añadí— lo es de pies a cabeza». No pasó nada.
La entrevista con Culicof duró diez minutos y el escándalo fue de los más sonados. Victoriano Rodríguez repitió a los cuatro vientos cuanto había oído. La estrella de Pulgar empezó a declinar y, semanas más tarde, el mando ruso, considerándole incapaz de contrarrestar mi influencia y la de mis compañeros sobre la tropa, ordenó que fuéramos de nuevo separados, volviendo los prisioneros al campo de Borovichi, y quedando en La Mina sólo los condenados…
Se fueron, pues, los españoles. Pero fue tan fructífero el contacto de unos con otros después de tanto tiempo de separación, que de estos meses quedó, de un lado, el Socorro Azul, que tantas vidas de enfermos salvó, y de otro, una moral ardorosa y encendida, capaz de hacer frente a los más formidables avatares, como se demostró en los dos campos vecinos, en los meses inmediatos, como muy pronto se verá.
* * *
Un día, estando formados todos los prisioneros para pasar lista, veo salir del puesto de mando, cojeando y con la cara amoratada, al alférez Castillo, entre dos centinelas. Inmediatamente salí de la formación, desoyendo los gritos del que la mandaba, y me acerqué a él.
—¿Qué te han hecho?
—Me han golpeado, me han arrastrado por el suelo.
—¡Cobardes! ¿Y por qué?
—Por negarme a trabajar.
—Y ahora, ¿dónde te llevan?
—A la cárcel.
—Pues si te encierran a ti —le dije— tendrán que encerrarme contigo.
Y cogiéndole del brazo, sin hacer caso al oficial de guardia que le conducía, penetré con él en la cárcel del campamento.
Era ésta, como las cuevas del Sacromonte, una cavidad abierta en la tierra aprovechando un declive del terreno. La puerta, de mala madera, se abría en el declive y daba a un minúsculo pasillo por el que se entraba a las tres o cuatro celdas de la diminuta prisión.
El capitán Culicof acudió presuroso y me preguntó qué hacía yo allí.
—Lo que se ha hecho con este hombre —le dije— es una cobardía. Algún día lo pagaréis.
—Esto no va con usted, Palacios. Márchese —me dijo el capitán.
—¿No le encerráis —repliqué— por negarse a trabajar? Pues yo me niego también y quiero seguir su misma suerte.
Nos encerraron en celdas separadas. Castillo, previamente, para aumentar el rigor del castigo, fue desnudado. A medianoche ocurrió un hecho insólito. La puerta del pasillo, la que daba al exterior, comenzó a crujir como si alguien presionara fuertemente sobre ella. Al poco tiempo un golpe más fuerte, un crujido mayor y entraron en tromba, dentro de la cárcel, el sargento Cavero, Victoriano Rodríguez y los soldados Antonio Gómez, Enrique Maroto, José María González y Antonio Jiménez, que, enterados al regreso de la mina de carbón de cuanto ocurría, asaltaron la cárcel con la loca pretensión de liberarnos.
—Estáis locos —les dije desde mi celda—. Esto puede costaros caro.
—Estamos dispuestos a todo —respondieron—. O los sacan de aquí o prendemos fuego al puesto de guardia.
—¡Calma! ¡Es una locura! El mejor favor que podéis hacernos es marcharos y no complicar las cosas.
Intenté por todos los medios convencerles y tuve que apelar a la disciplina para hacerme obedecer. Antes de salir nos preguntaron si queríamos algo. Castillo se limitó a decir que tenía frío. Dos horas después fui despertado por otro crujido mucho más extraño que el anterior. No era violento como el primero, sino suave y cauteloso. Me incorporé y pregunté a Castillo si pasaba algo. Éste me pidió silencio, y al poco rato, en la celda de al lado, oí claramente el runrún de una conversación. Castillo hablaba con alguien.
—¿Quién es? —pregunté, no pudiendo contener mi curiosidad.
—Soy yo, mi capitán —contestó Victoriano Rodríguez.
El caso es que este muchacho, al que ya calificamos otra vez de magnífico insensato, había logrado hacer saltar unos tableros de madera del tejadillo, en el punto en que éste se unía al declive del terreno, penetrando por él a la celda del alférez. Traía mantas y ropa de abrigo para cubrir a Castillo, y allí mismo, dentro de la celda, hizo saltar los tablones del suelo para que, en caso de ser visitado por los rusos, el preso —condenado a régimen de frío y hambre— pudiera esconder la ropa, evitando así ser sorprendido. Trajo unos pitillos, charló un rato con el oficial y sigilosamente volvió a salir por la improvisada gatera, colocando en su sitio los tablones, sin dejar huella de su audaz maniobra. Castillo, envuelto en sus mantas, cubrió su desnudez y se dispuso a dormir.
Al amanecer, el jefe del campamento, que vivía en la ciudad y que había sido informado de lo ocurrido, se personó en la cárcel y me echó de allí con cajas destempladas.
—Váyase a su barraca. Esta vez no va con usted.
Me despedí de Castillo y salí de mi voluntario encierro. Me dirigí a la cocina, regentada por prisioneros alemanes, y pedí a éstos me prepararan una comida especial para el alférez, que condenado a régimen de strogo, desnudo y con comida un día sí y un día no, agradecería muy de veras este regalo. Y durante todo el tiempo que estuvo Castillo en la cárcel, Victoriano Rodríguez, a una hora convenida de la noche, se descolgaba por la gatera y llevaba la comida al preso sin que nadie, a lo largo de estos días, lograra sorprenderle. El último día se llevó las mantas, los abrigos y la marmita vacía. ¡Los rusos se hacían cruces —valga la metáfora— de ver a Castillo salir de un régimen tan brutal de hambre y de frío con la misma fortaleza que el día que lo inició!
Esto ocurría en noviembre de 1950. En marzo de 1951 volvió el alférez a ser encerrado por idéntica razón. Cumplidos los quince días de rigor le enviaron a la barraca, y diez minutos después, tras preguntarle si estaba dispuesto a trabajar, al contestar éste que no, volvieron a castigarlo con quince días más de encierro. Castillo entonces declaró huelga de hambre. Por la noche le sacaron a un interrogatorio y Culicof, brutalmente, volvió a golpearle.
—Que no se entere el capitán —dijo Castillo a un español que sorprendió camino de la cárcel:
Pero el soldado me informó de lo ocurrido y entonces, deseando poner fin a tanta arbitrariedad, hice un escrito dirigido al jefe de campo, Danilof, que decía así: «Con esta fecha declaro la huelga de hambre por tiempo indefinido como protesta por los malos tratos que recibe en la cárcel un oficial del Ejército español, participando a usted que no la daré por terminada mientras no se castigue al que abusa de sus atribuciones o se me dé oficialmente palabra de que actos de esta naturaleza no se repetirán más, rogándole a usted se controle, para comprobar su cumplimiento, la huelga que desde hoy comienzo».
El alférez Castillo tenía escasamente diecinueve años cuando se incorporó a la División Española de Voluntarios. Era entonces un chiquillo de estatura algo menos que mediana, complexión atlética, nervudo, pelo crespo y alborotado, ojos claros y buenos dientes. Tenía la risa fácil y, como buen sevillano, el humor a flor de labio. Acometía las mayores empresas con la sencillez de quien lía un cigarrillo, sin dar importancia a lo que hacía y sin darse él mismo importancia por lo que hacía, aunque muchas veces sus actos recayeron, cuando no se incrustaron de lleno, en puro y cabal heroísmo. En el cautiverio hizo gala de una capacidad de sacrificio difícilmente superada, de una lealtad y disciplina a toda prueba y de una generosidad sin alharacas, pues hacía el bien ocultando su mano para que nadie supiera que lo hacía. Durante la enfermedad de Rosaleny, iniciada en la cárcel de Jarkof y agravada en el campo de La Mina, de donde fue trasladado a un hospital y devuelto más tarde mal curado para ser hospitalizado de nuevo, Castillo hacía trabajos extraordinarios para ganar un aumento en la ración de comida del enfermo. Si yo estaba dispuesto a defender a cualquier español en circunstancias difíciles, nunca lo haría con más gusto que con este magnífico, estupendo oficial.
El teniente Rosaleny, que estaba entonces en La Mina, fue el encargado de llevar el parte y entregarlo personalmente en mano del jefe de campo. Así lo hizo. A la media hora escasa fui llamado a la Oficina de Trabajo, donde me esperaban el jefe supremo, el de la M. W. D., el capitán Culicof y el teniente mayor encargado del régimen interior del campamento.
Yo fui a esta entrevista muy cargado, dispuesto a no tener pelos en la lengua, y ante el jefe superior acusé a Culicof, que estaba presente, de haber maltratado por dos veces al alférez Castillo. El oficial de la Policía negó, y como no se me diesen las garantías pedidas, abandoné la Jefatura y me fui al puesto de guardia. Allí me dirigí al oficial de este servicio, diciéndole que iba a traer mi petate de dormir ante su propio puesto para instalarme allí y que la huelga fuera debidamente controlada. Éste, que era bisoño, optó por dirigirse al jefe de campo informándole que a la puerta de su cuartelillo se había instalado un demente, que aseguraba no comería ni se movería de allí mientras estuviera vivo o el capitán Danilof no le diera determinadas seguridades.
Danilof vino a buscarme y, con un tono de extraordinaria cortesía, prometió informarse debidamente de lo ocurrido. Me aseguró que en la U. R. S. S. estaba prohibido maltratar a los prisioneros y que, si realmente el alférez Castillo había sido maltratado, se sancionaría al culpable y los hechos no se producirían más. Me di por satisfecho y volví a mi barraca.
Entretanto, Castillo continuaba estoicamente la huelga. Yo medía con ansiedad los días que pasaban y empecé a alarmarme seriamente. Por una parte admiraba su actitud y me enorgullecía por su entereza; pero en el segundo régimen de rigor a que fue sometido, Victoriano Rodríguez no había podido aumentarle, como la vez anterior, la ración de comida. De modo que, al comenzar su huelga de hambre, tenía ya sobre las espaldas quince días de castigo, sin más alimentación que la muy parca que le proporcionaban en días alternos. Al cuarto día de huelga se personó en el campamento una Comisión de oficiales rusos de alta graduación, llegados especialmente de Novgorod, ciudad situada a unos trescientos kilómetros de Borovichi, para inspeccionar las razones de la huelga del alférez Castillo. Contrariamente a lo ocurrido otras veces, la Comisión no falló a favor del rebelde, y ni las amenazas ni los halagos lograban, de otra parte, convencer ni vencer aquel carácter de granito. Los días pasaban, su salud decaía y, al noveno, las noticias de los propios centinelas eran extraordinariamente graves. Castillo era ya una piltrafa humana, su cabeza no regía y todos temían el peor de los desenlaces. Me dirigí entonces al oficial de guardia y pedí permiso para visitar al preso. Me preguntaron las razones y confesé que para hacerle desistir de su propósito. Inmediatamente me autorizaron y condujeron a la cárcel, pidiendo quedarme a solas con Castillo. Lo encontré tumbado sobre el suelo, poblada la barba, demacrado y los ojos desvaídos. Al pronto no me conoció, pero al oír mi voz intentó ponerse en pie y cuadrarse militarmente. No lo consentí y me senté junto a él.
—No comeré.
—Te lo ruego y te lo mando.
Castillo apenas podía hablar. Su mirada era vidriosa como la de un borracho. Su respiración jadeaba como la de un hombre en agonía.
—Si usted me lo manda… comeré.
—Yo te lo mando, te abrazo y te admiro.
Salí de la celda sin poder contener mi emoción y los rusos se admiraron de que yo consiguiera en tres minutos lo que en nueve días no habían ellos podido lograr.
—Lo que no pueden las amenazas —les dije— lo puede la disciplina.
En la barraca los españoles acogieron la noticia con incontenible alegría. Los últimos días nadie, entre nosotros, se atrevía a hablar de Castillo, como por miedo de que llegara a ser cierto lo que todos llegaron a temer. Yo, entretanto, había tratado de paralizar el campo, declarando la huelga general. Para ello había realizado entrevistas con el mayor alemán Schneider, con el coronel de la misma nacionalidad Stal, y el campo entero se hubiera declarado en huelga pidiendo la libertad del español si la Policía no hubiera recibido un soplo. El día antes de la fecha señalada fueron llamados por la M. W. D. el soldado español Galipe y varios alemanes, a los que se preguntó «qué pasos eran ésos que estaba dando el capitán Palacios». Ellos contestaron que lo ignoraban, e informado inmediatamente por los mismos, el paro hubo de suspenderse.
A los quince días, cumplido su arresto, Castillo, entre abrazos y felicitaciones, regresó a la barraca, y… naturalmente, no fue a la mina. Días más tarde se leyó una orden declarando voluntario para los jefes trabajar fuera del campamento, quedando obligatorio para los oficiales. Pocas semanas después se cerraron las dos minas. Huelga decir que en esta decisión de los rusos influyó, de modo indudable, la actitud férrea de este sevillano de pelo crespo, de ojos claros, de buenos dientes, de estatura algo menos que mediana, fachada todo ello de un temple y un carácter algo más que excepcionales.