CAPÍTULO XXI

OTROS ESPAÑOLES EN RUSIA

UNA ESTACIÓN, no recuerdo cuál, de una ciudad populosa. Viajeros, soldados, campesinos, mendigos. En un extremo, prisioneros de guerra y delincuentes comunes en cuclillas, las manos en la nuca, esperan la orden de levantarse para iniciar su camino. Sale el tren y disminuye el público. Los presos se levantan y se ponen en marcha. Un mendigo les observa atentamente. Es un viejo harapiento y barbudo. De pronto el mendigo, movido por una fuerza irresistible, se abalanza sobre uno de los grupos de prisioneros.

—¡Españoles, españoles! —comienza a gritar.

Éstos se detienen, asombrados ante aquel anciano miserable que les habla torpemente —pues la emoción nubla su voz— en perfecto castellano.

—¿Quién eres?… —le preguntan.

—Soy un marinero del Cabo San Agustín, de la Compañía Ibarra… ¿y vosotros?

Los rusos empujan a los españoles y apartan al pobre barbudo, que les persigue corriendo.

—Somos prisioneros de guerra.

El mendigo hizo un esfuerzo y alcanzó a la columna que avanzaba al ritmo que marcaban los centinelas.

—¡Llevadme con vosotros! ¡Nadie se dará cuenta de que hay uno más!

Su grito era desgarrador: «Llevadme con vosotros…».

El ruso apartó al anciano de un manotazo. Azuzados por el ¡Davai! ¡Davai!, los españoles siguieron su camino preguntándose qué haría en Rusia aquel pobre viejo que se decía marinero de un buque español. Su curiosidad fue pronto acrecentada por otra aún mayor. Al llegar al campo de concentración encontraron a otros marinos mercantes retenidos no como prisioneros de guerra ni como delincuentes comunes, sino como seres pura y simplemente secuestrados. ¡Secuestrados como ínfimas partículas de uno de los mayores latrocinios públicos de que se tiene noticia en la historia contemporánea! Mejor dicho: de que no se tienen noticias, pues creo que ésta es la primera vez que la pasmosa historia de estos hombres se publica en letras de molde.

Es el caso que, a mediados de 1937, las autoridades soviéticas, sin explicar el porqué, ni el porqué no, retuvieron en Rusia a un grupo de buques que habían sido enviados a aquellos puertos por el Gobierno rojo español para cargar material de guerra. (No hacía todavía un año que había estallado en España la guerra civil Y faltaban dos para que ésta acabara con la victoria de las fuerzas nacionales). El Juan Sebastián Elcano, que estaba ya cargado con motores de aviación, fue descargado y trasladada la mercancía a otros buques de menor tonelaje y, por tanto, menos valiosos que este soberbio mercante de la Compañía Transatlántica. A medida que llegaban nuevos buques, de cada tres los rusos permitían regresar a dos y se quedaban uno con los más extraños pretextos, tales como errores en la documentación de los barcos o en los permisos de salida y entrada en los puertos. Cuando la guerra civil española terminó, quedaban en los puertos soviéticos los siguientes barcos, todos incautados por Rusia:

El Cabo Quilates, de la Compañía Ibarra, y el Marzo, de la Compañía Bilbao, en Murmansk, en el mar Blanco, puerto del océano Glacial Ártico; el Cabo San Agustín, de la Compañía Ibarra, en Feodosia, Crimea; el Ciudad de Tarragona y el Ciudad de Ibiza (Compañía Transmediterránea), el Mar Blanco (Marítima del Nervión), el Isla de Gran Canaria (Compañía Transmediterránea) y el Inocencio Figueredo, de la Compañía Gijón, todos ellos en Odesa, el gran puerto del mar Negro.

Que la incautación de estos buques representa uno de los mayores actos de piratería de todos los tiempos lo demuestra el hecho ya apuntado más arriba, de que la mayoría de ellos fueron retenidos no a la España del general Franco, y como botín de guerra, sino al principio de la conflagración civil y al propio Gobierno rojo español, que no sólo mantenía relaciones estrechísimas con Moscú, sino que tenía al frente de sus Brigadas Internacionales a generales del Ejército rojo y estaba protegido por comunistas internacionales de tanto relieve y que papel tan relevante tendrían años más tarde en Europa, como Gallo, esbirro de Togliatti; Carlos Prestes, general del Partido Comunista brasileño; Thorez Tito, que mandó un grupo de Artillería; Telma (cuyo batallón de su nombre tomó parte en los combates del cerco de Madrid); André Marty, conocido internacionalmente como el Carnicero de Albacete; Bela Kun, fusilado el año 1938 en Rusia por tomar parte en el movimiento bujarinista; Ana Pauker, que dio nombre a un batallón; Dimitrof, secretario general del Partido Comunista búlgaro y presidente de la Internacional Comunista y más tarde asesinado en Moscú…; etc… La historia posterior de estos buques ha sido la siguiente:

El Cabo San Agustín fue incorporado a la Marina Auxiliar de Guerra y fue hundido por un torpedo alemán en el mar Negro. El Ciudad de Tarragona hace actualmente la línea de Yalta a Odesa con carga y pasaje, bajo bandera rusa y con el nombre de Luvof. El Mar Blanco ha sido bautizado bajo el nuevo nombre de Oriol y navega con carga entre distintos puertos del mar Negro. El Juan Sebastián Elcano, con el nombre de Volga, es usado como transporte de guerra en la base naval de Sebastopol, y el Isla de Gran Canaria navega igualmente bajo el pabellón soviético, por el mar Negro.

Ésta es la historia de los barcos, pero ¿cuál es la de sus tripulantes? Sin poder dar crédito a los que oíamos, la fuimos aprendiendo, escuchándola atónitos de boca de los propios interesados, en los campos de concentración. Grande era nuestra experiencia de Rusia; nuestra hostilidad hacia ella bien probada estaba. Pues, a pesar de esto, la historia relatada por los marineros mercantes españoles parecía tan increíble que nos resistíamos a aceptarla como cierta y aún hoy me resistiría a creerla si no hubiera sido corroborada por cuantos marinos encontramos en sucesivos campamentos, a partir de entonces, a lo largo de los años sucesivos y cuya relación completa citaré más adelante.

Una gran parte de los tripulantes de los buques retenidos durante la conflagración civil fue repatriada antes de terminar la guerra española. Los demás, una vez concluida, fueron interrogados acerca de si deseaban permanecer en Rusia, regresar a la España «fascista», como ellos la denominaban, o ser trasladados a otros puntos. La mayoría deseaba regresar a España, pero no se atrevían a decirlo por miedo a ser tachados de enemigos por los rusos, y solicitaron México, Francia y otras naciones como puntos de destino, en la seguridad de que, desde allí, podrían fácilmente incorporarse a su patria. Pero como en Rusia ocurre siempre al revés de lo que se piensa, quienes fueron repatriados fueron solamente los muy pocos que se atrevieron a decir que querían volver a España. (La Policía soviética imaginó que iban a ser perseguidos o represaliados y consideró que esto sería una magnífica ocasión para armar un revuelo de propaganda contra España y su régimen. Pero he aquí que los marinos que —vía Turquía— llegaron a su patria en agosto o septiembre de 1939 fueron incorporados a sus antiguos puestos en las Compañías marítimas, privando a Moscú del gusto de poder armar el escándalo que se proponía). El resto de los marinos fue entretenido todo aquel primer año con esperas o promesas. En Odesa no vivían nada mal y, en casas alquiladas, esperaban pacientemente se resolviera su situación.

El primer incidente serio tuvo lugar en 1940. Toda la tripulación del Mar Blanco había sido repatriada y sólo quedaba de este buque el capitán, don Ángel Leturia, que no quiso abandonarlo. Un día, estando el capitán en un establecimiento de Odesa llamado Hotel de Francia, en compañía de Pío Izquierdo, Juan Izquierdo y Julián Bilbao (primero, segundo y tercer maquinista del Cabo San Agustín), la Policía se los llevó detenidos, junto con Domingo García, de Puebla de Caramiñal, motorista del Ciudad de Ibiza. A los compañeros, que muy sorprendidos preguntaron la causa, les dijeron que los detenidos tenían planeada una fuga para huir a Rumanía en un barquito ruso y que un pope, a quien se habían ingenuamente confiado, les denunció. Esto ocurrió en enero de 1940. Han transcurrido quince años desde entonces y jamás se ha vuelto a saber nada de ninguno de ellos. A partir de aquel instante, la tensión en torno a los marinos españoles se hizo insoportable. Teóricamente estaban en libertad, pero eran espiados, cercados por un mundo de falsos amigos y confidentes. Primero los desalojaron de las casas alquiladas, concentrándolos a todos en el Hotel de Francia. Después, descaradamente, les obligaron a escoger entre firmar un documento en que declaraban desear quedarse en Rusia o una incógnita inquietante. Los que firmaron el documento fueron automáticamente separados y trasladados a fábricas y koljoses, donde siguen y donde morirán. ¿Quién les iba a decir, cuando arribaron a un puerto ruso en 1937, que no saldrían jamás —¡jamás!— de aquella cárcel infinita donde malviven, si es que viven, hace ya dieciocho años? Los que no firmaron el documento permanecieron en libertad unos meses más, hasta que un día fueron sacados de la casa, de madrugada, rodeados por soldados con armas cortas en posición de disparo, metidos en unos vagones cárceles y trasladados a la prisión de Jarkof, donde, en una celda de cuatro por cinco metros —quizás una de las mismas donde yo caería diez años después—, fueron encerrados sin más explicaciones los cuarenta y cinco marinos de nuestra historia.

Uno de los internados logró hablar con el director de la cárcel.

—Yo soy comunista —le dijo—. Y admiro y quiero a Rusia como mi segunda patria…, pero en España tengo mujer y once hijos, ¿sabe usted? Y por eso no puedo quedarme aquí. Ellos viven de lo que yo gano. ¿Por qué no me dejan regresar?

El director de la cárcel contestó que eso no era cuenta de él; que él no sabía, ni le interesaban (pues no era de su incumbencia), las razones por las que estaban encerrados. Que esperaran, pues seguramente se trataba de un error y que algún día se esclarecería su caso.

De Jarkof fueron trasladados, después de veintiún días de viaje en vagones cárceles, a Krasnoyar, al norte de Siberia, en las márgenes del río Yenisei. Veinte días más tarde cruzaron el río y fueron encerrados en otra cárcel, donde se encontraron con doce jefes del Estado Mayor lituano, condenados a régimen de caterga, todos los cuales han fallecido ya. También se encontraron con el famoso cirujano de esta nacionalidad Mannaya, que hizo amistad con ellos y decía ser amigo o conocido de un médico español (el doctor Marañón). Pocos días más tarde los metieron en un vapor fluvial llamado Stalin, rumbo a lo desconocido. En este barco había cerca de cien niños polacos, con su maestro, que habían sido secuestrados en Polonia (la guerra mundial había comenzado ya) y no sabían tampoco adónde iban…

La dirección del barco era inquietante. El río Yenisei desemboca en el océano Glacial Ártico, y el barco caminaba rumbo a su desembocadura…

Tras varias semanas de viaje cruzaron el Círculo Polar y, trescientos kilómetros al norte del Círculo Blanco, en la ciudad de Dodinka, paralelo 70, fueron desembarcados. El 21 de noviembre de 1941 comenzaron a trabajar en la construcción de una carretera que unía aquel punto con la ciudad de Norilskaya, siempre al norte del Círculo Polar. Tras aquella muralla de hielo, tras aquel desierto de silencio, los únicos testigos de la infame incautación de los buques mercantes quedaban así aislados.

En los tres primeros meses murieron de frío ocho de los cuarenta y cinco secuestrados, en años posteriores murieron once más, seis cometieron el error de doblegarse a las presiones y amenazas y firmaron el documento acreditando desear quedarse en la U. R. S. S., uno desapareció siendo separado de sus compañeros y no se ha vuelto a tener noticia de él. ¿El mendigo quizá? Los diecinueve restantes, cuando Rusia aumentó, gracias a la guerra, su mano de obra prisionera, fueron sustituidos en el Círculo Polar por otros presos más jóvenes y fuertes, y fueron trasladados al Turquestán, donde, en el campo de Karaganda, se unieron a los españoles de la División Azul, siguiendo desde entonces la misma suerte que nosotros mismos.

Cuando fueron repatriados —diecisiete años después de su secuestro— ninguno había pasado ante un Tribunal civil o militar. Es decir, ninguno había sido juzgado ni condenado por delito político o común de ninguna clase. No eran prisioneros de guerra. No eran refugiados políticos. No eran delincuentes comunes. Eran simplemente seres secuestrados, hombres robados para engrosar la mano de obra esclava que mantiene en pie la economía de la U. R. S. S. Cuentan que, cuando ya de regreso de Norislka y Norilskaya, cruzaron por el río Yenisei el Círculo Polar en dirección sur, se cruzaron con centenares y centenares de barcos y barcazas, y en tierra, con centenares de trenes y camiones cargados con centenares de miles de prisioneros camino de las minas y las obras incrustadas entre los hielos eternos[11].

¿No parece increíble la historia de los marinos? Realmente, es difícil encontrar precedentes de un acto semejante fuera de Rusia. Pero dentro de las fronteras soviéticas la palabra imposible, tratándose de arbitrariedades o absurdos, no existe. Y, en efecto, la historia de los marinos mercantes, retenidos durante diecisiete años y destinados a trabajos forzados en el Círculo Polar, en la Siberia blanca, sin haber sido juzgados, ni condenados, ni siquiera acusados de delito alguno, sino, como se ha dicho, pura y simplemente secuestrados, es paralela a la de los aviadores del ejército republicano español, cuya asombrosa historia pasamos a relatar.

El 9 de agosto de 1938, ochenta y cinco alumnos pilotos del Ejército del Aire del Gobierno rojo español salieron de Sabadell, rumbo a la U. R. S. S., para asistir a diversos cursos de aprendizaje en las escuelas soviéticas. El 17 del mismo mes embarcan en El Havre —tras haberse alojado en el Hotel Parisién, de esta ciudad— a bordo del vapor ruso Smolny, que arriba a Leningrado el día 21. Cuatro días después llegan a la Escuela de Kirobabad, en el Cáucaso, donde son recibidos con vítores y aplausos por los alumnos rusos, las autoridades soviéticas y un contingente español de alumnos más antiguos. Antes de llegar en el tren, un funcionario, en nombre del embajador de España, Marcelino Pascua, les retiró el pasaporte español, anunciándoles que sería canjeado por otra nueva documentación. Ninguno pudo sospechar la celada en la que habían caído. En Kirobabad les suministraron uniformes del Ejército soviético y aceptaron, como pura broma, la rusificación a que, en las clases y recreos, fueron sometidos sus apellidos. Quien se llamaba Pérez fue tratado desde aquel día como Perezof; quien se llamaba Pastor vio transformada la fonética de su nombre por la de Pastorolsky… Allí estuvieron pilotando los famosos Moscas, Chatos y Katiuskas, hasta que un día llegó la noticia de que en España, deshecho y en retirada el Ejército rojo, ocupada la totalidad del territorio por las fuerzas nacionales, la guerra había terminado. Doce días después, el general Orlof, director de la Escuela, se presentó acompañando a una comisión de jefes del Ejército, procedente de Moscú, para averiguar qué destino escogían los aviadores españoles. A los que quisieran permanecer en Rusia el Kremlin les abría generosamente sus puertas. A quienes quisieran volver a España o dirigirse a otros países (así se lo ofrecieron) les serían dadas las máximas facilidades para cumplir su deseo. De los doscientos españoles allí concentrados, sesenta y cinco desearon quedarse en Rusia.

Los ciento treinta y cinco restantes, comprendiendo que aquella solicitud equivalía a la pérdida de nacionalidad y con ella a la de toda esperanza de regresar, pidieron ser trasladados a Chile, México o Argentina. Ninguno se atrevió a decir España para no ser tachado de «fascista». Firmaron las solicitudes correspondientes y esperaron… A partir de entonces, con amenazas veladas, alusiones a la proximidad de Siberia y a que a Moscú no le sentaría bien que quisieran marcharse después de la hospitalidad que habían recibido, etc., misiones diarias comenzaron a presionar sobre los precautivos… Cuarenta más se dejaron convencer atemorizados y renunciaron a marcharse. La Policía estaba satisfecha. De los ciento treinta y cinco esquivos a Rusia ya no quedaban más que noventa y cinco. Un poco más de presiones…, un poco más de tiempo… y de allí —¡voluntariamente!— no se iría nadie. «Es cuestión de tiempo», pensarían, anticipándose a la frase del comandante Sieribranicof…, y comenzó la dispersión. A setenta y cuatro de ellos (los únicos a quienes podremos seguir la pista) los destinaron entonces a una magnífica Casa de Reposo, en las proximidades de Moscú, un verdadero hotel lleno de comodidades, reservado para invitados de lujo o exilados de primera clase. Aquí fueron sometidos de nuevo a la acción política de los dirigentes comunistas. Enrique Líster, Luis Pretel, El Campesino y un siniestro caballerete llamado Felipe Pulgar.

Un grupo numeroso decide, para no irritar a la Unión Soviética, quedarse mientras dure la guerra con Polonia, recién iniciada. Treinta y tres, en cambio, se oponen y son automáticamente trasladados, para que no contaminen a los anteriores, a una nueva Casa de Reposo, mucho más modesta ya, destinada a exilados de tercer orden, politicastros fugitivos de tres al cuarto, gentecilla de poco más o menos. Esta segunda residencia se llamaba Monino. El descenso de categoría era ya vertiginoso. ¡Qué lejanos parecían aquellos días de la recepción entre vítores y aplausos en la Escuela Aérea de Kirobabad!

A las tres de la madrugada de una trágica noche, los rusos se quitaron la careta, despertaron a los españoles, les hicieron formar y separaron a siete de ellos. El jefe de la misión, ayudado por un intérprete, leyó sus nombres:

—José Gironés, de Reus; José Goixart, de Lérida; Luis María Milla Pastor, de Madrid; Vicente Monclús Castejón, de Barbastro; Juan Navarro Seco, de Barcelona; Francisco Pac, de Barcelona; Francisco Tares Carreras, de Hospitalet…

Los aludidos, sin poder imaginar lo que les esperaba, creyendo quizá que formaban parte de la primera expedición del retorno, hicieron cuanto les mandaban. Más tarde, y formando grupo independiente, fueron llamados José Ribas Roca, Francisco Llopis Crespo y Pascual Pastor Justón. Subieron en un autocar y fueron conducidos hacia el centro de Moscú. De pronto, el autocar sufrió avería. Demasiada coincidencia. Mientras lo arreglaban, ocho agentes de la M. W. D. subieron al coche. La expedición siguió entonces su camino, y a pocos metros del edificio de la Komintern, uno de los recién llegados mandó detener el vehículo e hizo bajar a los tres españoles citados los últimos en la lista.

—¿Adónde vamos?

—A Monino

—¿Y… los otros?

—Algún día lo sabréis…

Regresaron, pues, a la residencia, confusos y extrañadísimos de cuanto habían presenciado. Pocos días después, por indiscreciones veraces o simuladas de los agentes comunistas que acudían constantemente a visitarles, les dijeron que cinco de ellos, como advertencia o ejemplo para el resto de los aviadores «recalcitrantes», habían sido fusilados. Esto ocurrió en Moscú el 29 de enero de 1940.

El clima se hacía cada vez más oscuro, y los aviadores, que vivían en un régimen de semilibertad, pues, aunque vigilados, podían moverse por la capital con relativa independencia, decidieron poner lo ocurrido en conocimiento de las embajadas extranjeras. Agustín Puig Delgado y Pascual Pastor Justón, con el mayor sigilo, consiguieron ponerse al habla con Mr. Zorlton, secretario de la Embajada de Estados Unidos en Moscú, a quien informaron de lo ocurrido, así como a las embajadas de Italia, Francia, Grecia, Gran Bretaña y Turquía.

Gracias a estas gestiones, los aviadores que contaban con familiares fuera de España pudieron ser reclamados desde el extranjero y lograron salir rumbo a la Argentina José Ribas Roca, José Gallart, Francisco Juliá y unos pocos más. ¡Granos de arena en medio del desierto! Las sospechas, apenas fueron éstos reclamados, recayeron sin pérdida de tiempo sobre los tristes habitantes de Monino, y ocho comunistas españoles que se hacían pasar por estudiantes de idiomas se alojaron, para vigilarles de cerca, en su misma residencia. Entre estos ingenuos aprendices estaba también Felipe Pulgar, el feroz sicario que más tarde mandaría a la muerte a tantos tuberculosos, haciéndoles trabajar —agua a la rodilla— en las minas de carbón…

Los aviadores tomaron entonces una drástica determinación, que llevaron a cabo, y que es sin duda alguna uno de los episodios realmente memorables vividos por los españoles de una u otra procedencia en la U. R. S. S.

En grupos de pocos hombres, tomando cada cual un rumbo distinto, se reunieron a la misma hora, frente a la Embajada francesa. Una vez allí forzaron la vigilancia de la Policía e incluso de las fuerzas armadas de guardia frente al edificio diplomático, se precipitaron hacia el interior, echaron a correr escaleras arriba y, pálidos y jadeantes, se presentaron ante el embajador pidiendo a gritos el derecho de asilo.

El embajador, ante aquella invasión, ante las fuerzas de Policía que acudieron a las puertas de la Embajada, ante los emisarios que recibía de fuera ordenándole expulsar inmediatamente de la zona extraterritorial a aquellos individuos, no sabía qué hacer, ni qué decir, ni siquiera comprendía de lo que se trataba.

Pretendió echarlos fuera, pero éstos se negaron diciendo que era tanto como condenarlos a muerte y que si habían de morir tendría que ser allí dentro, con testigos de cuanto ocurría, pero nunca perdidos y olvidados, junto a cualquier paredón…

Entretanto, el cerco de la Embajada era cada vez más nutrido, y salían enlaces de la Policía a la Cancillería y de la Cancillería a la Policía, informándose mutuamente del hecho sin precedentes…

Al día siguiente los españoles se habían negado a abandonar el edificio. Y el embajador les dio una idea.

—Alistaros —les dijo— en la Legión Francesa. Y yo pediré permiso al ministro de Asuntos Exteriores, señor Molotov, para que os permita salir para incorporaros a la Legión…

—De acuerdo —dijeron todos.

El embajador pidió y consiguió ser inmediatamente recibido por el ministro. A Molotov no le gustó nada la solución y se negó a permitir la salida de los españoles, ni siquiera para incorporarse al Ejército de un aliado de Rusia en plena guerra. Les garantizó, en cambio, que no les pasaría nada si abandonaban la Embajada y se reintegraban «voluntariamente» —¡siempre «voluntariamente»!— a su residencia de Monino

Aseguran los aviadores que ni Molotov, ni el embajador francés, ni ellos mismos, creyeron en la promesa. Pero habían jugado una carta y la habían perdido. Se resignaron con su suerte. Agradecieron la hospitalidad… y salieron.

Todavía en libertad, fueron trasladados a la tercera y última residencia. Un escalón más abajo… y a la cárcel. En esta residencia conocieron a María Ibarruri, hermana de la Pasionaria, viviendo casi al borde de la miseria con una hija suya y una nieta; conocieron también a un médico español —verdadero héroe civil— llamado doctor Juan Bote García, y a una comunista medio histérica, completamente desconocida por aquel entonces, de muy poca categoría política, llamada Ana Pauker, que tan importante papel desempeñaría años más tarde en Rumanía…

Éste era ya el último escalón de la libertad, y lo bajaron también. El 25 de julio de 1941, de madrugada, la residencia fue acordonada por tropas armadas, y los aviadores —¡los aviadores que habían acudido a Rusia para adiestrarse como miembros de un ejercito aliado y protegido por Rusia!— fueron encarcelados, transportados en vagones cárceles y encerrados en campos de concentración…

Veintitrés días duró el viaje, a través de Siberia, hasta Novosibirsk, donde fueron encarcelados. Luego los internaron más aún, encerrándolos en la cárcel de Krasnovar. Diez años después, reducidos a la mitad por el hambre, la miseria y los malos tratos, tras haber recorrido miles y miles de kilómetros dando tumbos de campo en campo de concentración, y teniendo sobre sus espaldas cinco años más de cautiverio que nosotros, llegaron a Borovichi, donde —en el campo de La Mina, al que fui destinado para purgar mis veinticinco años de condena— les conocí…

En el corazón de Rusia las dos Españas borraron sus diferencias. Allí se abrazaron para siempre. La una comprobó cuanto de Rusia sabía. La otra aprendió cuanto de Rusia ignoraba. Se fusionaron en un abrazo de sangre y sacrificio y, codo con codo, lucharon juntas, sufrieron procesos, soportaron condenas. ¡En los campos de concentración de Rusia terminó para nosotros la guerra civil!

Si alguno de los aviadores cuando llegó a Rusia era sinceramente comunista, la criba a que fueron sometidos les arrancó hasta la última semilla rosada de marxismo. Pasaron el Jordán y salieron limpios…

A uno de ellos, José Romero, le he oído la frase más hermosa y, a la par, más estremecedora que he escuchado nunca a través de mis años de cautiverio. Este muchacho era, es, hijo de una dignísima familia gallega cuya única tragedia era contar entre sus miembros a un hombre de ideas tan avanzadas como las de José en su juventud. Pues este muchacho, arrepentido y contrito de sus ideas y de sus actos, que tan caros pagó, me dijo un día estas palabras tremendas, alentadas por soplos del Evangelio:

—Yo no tengo más que un deseo. Volver a mi padre, arrodillarme ante él, oír de sus labios que me perdona y después morirme.

Al redactar estas líneas Romero habrá seguramente cumplido su propósito.