EN EL BANQUILLO
SIERIBRANICOF ERRÓ en su blasfema afirmación. Dios, providencialmente, nos libró en el segundo proceso, que tuvo lugar en agosto y en la misma sala del tribunal militar donde, seis meses antes, se había celebrado la vista del primero. Mi intervención fue muy corta. «Veo en la sala —dije— a los mismos testigos de cargo que nos acusaron la primera vez, pero no veo a ninguno de los testigos de descargo que, acogiéndonos al derecho que nos concede la ley soviética, habíamos pedido fueran citados por este tribunal. Mientras éstos no comparezcan, mis compañeros y yo nos negaremos a contestar a ninguna pregunta».
—Los testigos que ustedes piden están muy lejos… —dijo el presidente.
—Para la Justicia no hay distancias… —respondí—. En cualquier caso, el libro del expediente está sobre la mesa, ábralo, léalo, júzguenos y condénenos, pero sin exigir nuestra colaboración. Yo al menos, me niego a ser personaje central de ninguna farsa.
El presidente cambió impresiones con los distintos miembros del tribunal, se levantó y dijo:
—Se suspende la sesión.
Uno de los acusadores preguntó tímidamente:
—Se suspende… ¿hasta mañana…?
—Se suspende indefinidamente —dijo el presidente. Y el tribunal se ausentó, dejando a acusadores y acusados con un palmo de boca abierta.
En la cárcel volvieron a separarnos. Yo tuve más suerte que mis compañeros y fui destinado a una celda bien distinta a las conocidas anteriormente. En vez de gentes del hampa extraída de los subfondos sociales de la delincuencia, mis convecinos fueron esta vez militares soviéticos: los únicos seres civilizados de su país.
Me trataron con extraordinaria cortesía, partieron conmigo los paquetes de comida —pan negro, cabezas de ajo, pescado seco— que recibían de sus casas, y durante el tiempo que con ellos conviví mantuve conversaciones sobre política, economía y temas militares que considero de inapreciable valor para el conocimiento general del país más contradictorio, paradójico e incongruente de la tierra. Entre mis nuevos compañeros recuerdo a un teniente coronel P[9], de Ingenieros, jefe de las fábricas de pan de la ciudad de Jarkof durante la guerra, que al ser ésta tomada por los alemanes no pudo replegarse. Estaba acusado de «colaboracionismo», aunque tenía esperanzas de ser absuelto, pues no había prueba alguna contra él. Recuerdo también a un tal V., capitán, cuyo encarcelamiento estaba motivado por un revuelo de faldas junto a un cadáver. Tenía relaciones amorosas con una mujer, telegrafista de la ciudad, cuyo marido fue asesinado. Le metieron en la cárcel como sospechoso de haber intervenido en esta muerte. Él lo negaba y no había sido juzgado aún. Había también un teniente de artillería, cuyo nombre no recuerdo, aunque sí la circunstancia de haber estado destinado en Mongolia, en el cuartel general de Zucof, en la guerra civil china al lado de Mao-Tse-Tung. Había, en fin, un capitán de cosacos muy brusco y basto, perpetuamente malhumorado. Todos ellos se consideraban buenos patriotas y militares dignos, pero ni uno solo ocultaba su enemistad hacia el partido, a quien acusaban de esquizofrenia política y causante de la tiranía y la inseguridad de la población civil. «Cuando por las mañanas un ruso oye llamar a la puerta de su casa no sabe nunca si es el lechero que viene a dejar su mercancía o el jefe de Policía que nos viene a detener», les oí decir. Y también: «La mayor mortandad en masa del pueblo ruso no se produjo en la revolución, ni siquiera en la guerra, sino cuando el famoso dumping del año 33 en que los mercados de Europa se vieron invadidos por el trigo ruso, a mitad de precio que el del resto del mundo. Aquel año, llamado de “hambre artificial”, las gentes morían de inanición en los koljoses y las carreteras. Sólo en Ucrania murieron cinco millones de seres, porque la totalidad de la producción fue exportada para hacer creer al mundo —¡a este precio inhumano!— que la U. R. S. S. vivía en la abundancia».
O bien: «Tenemos una constitución política estupenda. Pero no ha sido cumplida ni un solo día, ni un solo artículo».
Pocos días después de llegar yo metieron en la celda a un campesino.
—Drastichi…
—Drastichi…
—¿De qué estás acusado…?
—Colaborasia: «Colaboracionismo…».
Le volvieron la espalda. Cuando llegó la hora de comer, repartieron conmigo, como de costumbre, sus paquetes de comida y al recién llegado no le dejaron participar en la invitación.
—¿Por qué invitáis a ése —gritó—, que es un fascista y un enemigo, y en cambio a mí, que soy ruso, me rechazáis?
El capitán de cosacos le increpó:
—Porque él es un patriota español prisionero de guerra y tú eres un traidor a tu patria.
¡Qué diferencia entre estos jefes y oficiales del Ejército, y los hasta entonces tratados por mí de la Policía: los Luwin, los Sieribranicof y demás ralea! Me preguntaron cuánto tiempo llevaba en la cárcel de Catalina y se escandalizaron cuando supieron que seis meses. Las cárceles de la Unión Soviética no son sitios de castigo, sino de paso para ulteriores castigos. Las llamadas perisilkas son como estaciones de presos, y las demás, como ésta en que nos encontrábamos, sirven para encerrarlos sólo durante los días que preceden a su juicio y condena. Otra cosa sería un derroche de mano de obra increíble; y ya hemos dicho que la economía de la Unión Soviética se apoya principalmente en la mano de obra esclava de los miles y miles de campos de concentración.
—Es que yo —les dije— ya he sido juzgado y condenado y absuelto, y por segunda vez procesado, sin que haya recaído condena alguna contra mí.
Les conté mi caso, y torcieron el gesto.
—Eso es obra de la Policía —dijo uno de ellos—. Su presencia en esta cárcel, desde el día de la absolución por Kiew, es ilegal. Aquí hay una maniobra. No sé cuál es, pero hay una maniobra. Quizás a la Policía no le interese resolver su caso de prisa. Quizá prefiera esperar…
—Esperar… ¿a qué?
Mi interlocutor se llevó una mano a la barba.
—A que repongan la pena de muerte, por ejemplo…
—¡Je!
Procuré cambiar de conversación. A los veinte días ninguno de ellos quedaba ya en la cárcel. Presos nuevos llegaban, eran juzgados y se marchaban, siendo sustituidos por otros, sin que la permanencia de ninguno se prolongara nunca más allá de tres meses.
En septiembre supe que Rosaleny había tenido un altercado con un centinela y que éste le pegó. Pedí papel y lápiz, e hice un escrito de protesta que ardía Troya. Poco después me dijeron que Castillo había roto de un golpe dos cosas: una tetera de aluminio y la cabeza de un ruso sobre la que descargó la primera. Semanas más tarde me dijeron que habíamos sido degradados, e hice un nuevo escrito que decía: «La Unión Soviética no puede quitarnos un grado que no nos ha dado. Un militar español no puede ser degradado más que por las autoridades españolas y en España precisamente».
Al fin, nos reunieron a los españoles en una misma celda. Al ver a mis amigos me quedé de una pieza.
—¿Qué broma es ésta?
No me entendieron. ¿A qué broma me refería yo? Es el caso que al verlos, después de tantos meses de separación, los encontré tan demacrados y desmejorados que pensé que se habían empolvado como payasos para gastarme una chanza. Pero no. Aquél era su estado natural. Rosaleny no tenía más que orejas, de delgado que estaba. La nariz afilada, los labios transparentes sin sangre apenas, ojeroso y pálido. Su aspecto no me gustó. Los demás no le andaban a la zaga.
—Pues usted no se ha visto en un espejo.
—En la cárcel no hay espejos.
—Más vale. Está usted hecho un asco.
Diez o doce noches más tarde me desperté angustiado como si una fuerza invisible pretendiera ahogarme. El corazón me fallaba. Intenté incorporarme y no pude. Me llevé las manos al pecho.
Victoriano Rodríguez dio un salto y se puso junto a mí.
—¿Qué le pasa?
—Nada. Vete a dormir.
Poco después los otros se despertaban.
—Nada, no ha sido nada. Dadme un cigarrillo. Es todo lo que quiero.
Esta advertencia ocasional, y la permanente de ver la cara a Rosaleny, y oírle toser de forma peculiar y alarmante me movieron a tomar una medida drástica, con la esperanza de mejorar nuestra situación: declarar la huelga de hambre. Todos ellos —Rodríguez, Castillo, incluso Rosaleny, a pesar de su estado— querían ser los protagonistas, por evitar que la penalidad cayera sobre mí y mi organismo, casi tan castigado como años atrás, cuando el campo de reposo.
No lo pude consentir. Yo era el capitán, y lo que para ellos era un acto de generosidad, para mí constituía una obligación. Además estaba seguro del triunfo. El caso de Molero no tenía que repetirse. Había que estar prevenidos. Llamé al centinela. Y le entregué una nota para el director de la cárcel.
«Nuestra situación es lamentable. Estamos depauperados y hambrientos. Antes de morir de inanición y por sorpresa, preferimos poner fin voluntariamente a nuestras vidas. Con esta fecha declaro la huelga de hambre. Es preferible un fin con terror a un terror sin fin».
A la media hora, el subdirector de la cárcel se presentó en nuestra celda. Era un hombre correcto Y serio. Nos miró y estudió como un tratante de feria a un ganado sin venta posible. «Sí, realmente no están ustedes muy boyantes…». Después, aunque rodeándose de «sin embargos» y prudencias, nos confesó que era muy extraño lo que pasaba con nosotros. Ningún preso alcanzaba a estar en la cárcel más de tres meses y a nosotros nos faltaban unos días para cumplir el año de permanencia. «La alimentación de la cárcel —nos explicó— es la mínima que necesita un hombre para vivir… pero los demás reciben ayudas alimenticias de sus familias y ustedes no. La alimentación de la cárcel es casi un puro trámite para salvar unos días entre el juicio y el destino definitivo, pero no es suficiente, desde luego, como alimentación permanente…». Nos prometió ocuparse de nosotros. Y, en efecto, todo hay que decirlo, durante diez días se nos dio alimentación doble. Al décimo fuimos trasladados a Borovichi…
Desde las proximidades del Mar Negro, en que nos encontrábamos, hasta Borovichi, pasando por Ohrms, Moscú y Leningrado, recorrimos una distancia igual a la que va de Algeciras a Oslo. Un nuevo traslado a través de la inmensidad. ¡La esperanza es lo último que se pierde, y como es compañera inseparable de la ingenuidad, llegamos a pensar otra vez que nos repatriaban! ¿Cuántos kilómetros más nos quedaban aún por recorrer en la helada inmensidad?
De este viaje recuerdo varios episodios. Uno de ellos, la salida de la cárcel de Catalina, donde exigimos nos fueran devueltas las medallas que nos sustrajeron al entrar. La mía era de la Virgen de África. Me la regaló una buena amiga, en Marruecos, antes de salir para Rusia. Castillo y Rosaleny tenían también las suyas al cuello con una cadena. Exhibimos nuestros recibos. El oficial de guardia ni siquiera se sonrojó.
—¿Qué papeles son ésos?
—Los recibos que usted o un compañero de usted nos entregó a cambio de nuestras medallas. Eran de oro y de plata.
Se rascó la coronilla.
—¿Qué representaban?
—Un Cristo, una Virgen con el Niño, un…
—Bueno, pues cuando quieran rezar, le rezan ustedes al recibo. Consérvenlo. No lo pierdan…
Recuerdo también al bajar en la primera estación, en Ohrms, la extrañeza que me produjo ver a todos los otros presos rusos, hombres y mujeres (unos cuarenta), en cuclillas y con las manos en la nuca. El centinela nos mandó colocarnos en la misma postura y así permanecimos todo el tiempo entre la llegada y el traslado a la cárcel. Es preciso decir que, entretanto, los viajeros y la población civil no prisionera paseaba por los andenes, subía o bajaba de los trenes, sin que aquella manada de hombres y mujeres privados de libertad les llamara la atención lo más mínimo. Era un episodio natural que se repetía en los andenes de todas las estaciones todos los días, en toda Rusia. La difícil postura se debía precisamente a no ser confundidos con los seres libres, no mejor vestidos que nosotros, que por allí pululaban. Aquí, en Ohrms, conocí al banderas al que me he referido en un capítulo anterior. Era un tipo colosal, que de día trabajaba como instructor de tractoristas en la fábrica de Stalingrado «Octubre Rojo» (tan famosa durante el cerco de Von Paulus) y que durante la noche dirigía las operaciones de sabotaje de la banda clandestina; aquí también estuvimos a punto de ser linchados en una celda, de veinte rusos, pero una parte de los presos tomó muy a pecho nuestra defensa hasta que los ánimos se aplacaron. Al cabo de los días llegamos a Borovichi… Creíamos que nos mandaban a la cárcel cuando, sin saber cómo ni cómo no, nos encontramos ante el Tribunal: el tercer Tribunal Militar encargado, fuera como fuera, por la Policía, de condenarnos a la máxima pena establecida. El episodio es importante y no he de escatimar esfuerzos de memoria para trasladarlo aquí en su mayor pureza narrativa, transcribiendo los hechos tal como ocurrieron, aun pecando, si preciso fuera, de reiterada premiosidad. Treinta o cuarenta alemanes fueron juzgados el mismo día. Recuerdo algunos nombres: Hans Diesel, comandante jurídico; mayor Cobre, de Infantería… El Tribunal no les entretenía más arriba de cinco minutos. Un judío ruso llamado Barón llegaba cada hora con una lista. En torno suyo se apelotonaban los ya juzgados para conocer su sentencia. Por los nervios y la expectación, la escena me recordaba a los estudiantes rodeando al bedel, con las papeletas de examen, en la Facultad de Medicina de San Carlos.
—Fulano de Tal —decía el hebreo—, condenado a veinticinco años; Mengano de Cual, condenado a veinticinco años…
Uno de los que estaban presentes interrumpió a Barón.
—¡Eh, oiga! Ése que acaba de leer como condenado no ha podido venir por estar enfermo. Debe ser un error…
—Quizá —respondía Barón sonriendo maquiavélico—. ¿Y usted es amigo suyo?
—Sí.
—Pues encárguese de comunicárselo.
—Pero ¿cómo va a ser condenado sin haber sido juzgado?
Barón, imperturbable, seguía leyendo: «Comandante de Artillería Tal, capitán de Aviación Cual, veinticinco años…».
—Pero oiga —interrumpía uno de los condenados—: si yo estoy aquí y ni siquiera he sido llamado ante el juez…
—¡Oh! —exclamaba Barón—. Error imperdonable. Pase usted, por favor, pase usted.
Y el interesado pasaba al Tribunal.
Horas después, este mismo preguntaba:
—¿He sido condenado o absuelto?
—Creo recordar que ya he leído su condena: veinticinco años…
—¡Pero eso era antes del juicio!
Barón se encogía de hombros y abría una sonrisa de sandía que le llegaba de oreja a oreja:
—El orden de los factores… no altera el producto.
Éste era el Tribunal que nos juzgó a las diez de la mañana del 10 de diciembre de 1949. Entramos en la sala. Era ésta tan pequeña que no cabían sentados más de cinco testigos. La mesa estaba presidida por un capitán jurídico y a sus órdenes (otra paradoja rusa) dos comandantes del Ejército. Un teniente hacía las veces de secretario. La sala estaba asquerosa, llena de colillas y escupitajos. Sobre la mesa, la inevitable litografía de Stalin, hecha seguramente por algún enemigo suyo, pues era ridícula.
Apenas entramos, el presidente preguntó:
—Y éstos ¿quiénes son?
—Los españoles de Jarkof —contestó el secretario.
—Ya.
Bostezó, aburrido. Se frotó las manos. Escupió sobre su pitillo, apagándolo con excelente puntería.
—Queda formado el Tribunal —dijo en voz alta. Y después añadió más bajo, dirigiéndose al secretario—: Vamos, vamos, de prisa. De lo contrario no acabaremos nunca…
Y el juicio, del que dependían nuestras vidas, el regreso a la patria o la permanencia en Rusia, comenzó.
Actuaba de intérprete el sargento Felipe Pulgar, uno de los hombres más malvados que he conocido nunca. Era una autoridad en el campamento de Borovichi, y es responsable directo de la muerte de muchos españoles. Gozaba haciendo daño a los demás. A los prisioneros tuberculosos, en vez de recluirlos en un hospital, los mandaba a trabajar a las minas de carbón. Era un resentido social, perverso y duro. Yo no le conocía, hasta entonces, ni de referencias. Cuando entramos le vi con su uniforme de sargento del Ejército ruso, la rubaska cerrada al cuello bajo la guerrera desabrochada, el pantalón abombachado sobre las botas de hule, y no pude sospechar que fuera español. Estaba sacando punta a un lápiz y no nos miró al entrar. Era bajito, enclenque, paticorto y enjuto. Los españoles le llamaban «Patarranas». Tenía la tez verdosa, levemente apergaminada, de los enfermos de hígado, y el pelo negro y liso, de hortera celtibérico, estirado y con caspa. Empezaron a entrar los testigos de cargo: los mismos de siempre: Montes, Astor, alférez X y demás comparsas. Los mismos que declararon contra nosotros en el primer proceso un año atrás; los mismos del segundo seis meses antes cuando fue suspendida la vista. Volvían ahora a la carga —¡a la tercera va la vencida!— y, conscientes de que sus primeros golpes no habían bastado para matar a las víctimas, golpeaban ahora más duramente asegurándose de que así no levantaríamos la cabeza. ¡Qué lamentable espectáculo humano el de aquellos seres miserables refocilándose en el dolor ajeno, buscando la sentencia condenatoria como perros husmeando entre basuras! Yo quería basar mi defensa en la ausencia de testigos de descargo, acordándome del éxito de la vista anterior y de los consejos de algunos compañeros rusos de celda, pero no pude hacerlo así, pues los hechos sucedieron de manera bien distinta a como pensábamos. Es el caso que, al acabar su faena estos profesionales de la acusación, se abrieron las puertas y uno tras otro comenzaron a entrar en la sala nuestros viejos camaradas de cautiverio, los oficiales y los soldados que habíamos citado como testigos de defensa. ¡No era, pues, cierto que hubieran sido repatriados como, desde hacía un año, creíamos! ¡Era una infame mentira que nos habían dicho sin otro objeto que abocarnos a la desesperación y a la claudicación! ¡El engaño había sido minuciosamente preparado! ¡Cuantas autoridades —Pujof, Sieribranicof, el juez del segundo proceso, el director de la cárcel— tenían relación con nosotros habían sido puntualmente aleccionados para hacernos creer que estábamos solos, intentando privarnos con esta torpe maniobra del ánimo preciso para seguir luchando sin doblegar nuestra voluntad!
Nuestros amigos nos miraron al entrar y, aunque no nos saludamos por no comprometernos mutuamente el que más y el que menos nos lanzaba un abrazo con la mirada. Oroquieta, Julio Sánchez, Francisco Sáez, José Giménez, Juan Granados, tomaron la palabra uno a uno en nuestra defensa. Unos, con más calor, otros con más habilidad, hicieron cuanto estuvo en su mano para evitar se consumara la ignominia. Julio Sánchez Barroso, de Valverde, provincia de Cáceres, ¡con qué emoción lo recuerdo ahora! Lo encontré bárbaramente desfigurado, con unos grandes surcos violáceos sobre el rostro, anticipo de la tuberculosis que le llevaría a la tumba años después en Sajtijord. Él fue el que salvó de un grave apuro a Victoriano Rodríguez, procesado a mi lado, cuando este magnífico insensato descolgó por la ventana de su celda aquel mensaje que quedó flotando ante la ventana del mayor Chorno, en Jarkof. Sánchez, de un salto, rompió el hilo y con él el peligro, y me entregó el mensaje. Él era también quien me preguntaba en Potma, como un enfermo sin salvación posible preguntaría al médico cuándo se pondría bueno: «¿Cuándo nos repatrían, mi capitán?». Julio Sánchez negó todas las acusaciones y añadió por su cuenta cuanto le dio a entender su buen corazón en defensa de Castillo, Rosaleny, Rodríguez y yo.
Otro de los testigos, José Giménez, fue el que, en el campo número 27, de Moscú, había dicho aquellas palabras: «Yo no tengo más familia que en España mi madre, y en Rusia mi capitán». Como ya se dijo en su momento, tenía cinco hermanos en Rusia y… (aunque esto sea anticipar algunos acontecimientos) cuando nos volvimos a ver fuera del Tribunal, después de mucho tiempo de separación, se me acercó, como un penitente a un confesor, para decirme:
—No estoy contento. He hecho algunas cosas que no están bien.
—¿Qué has hecho?
—Una de ellas: firmé el documento para quedarme aquí.
—¡José Giménez!… ¿Tú has hecho eso?
Bajó avergonzado la cabeza.
—Sí. Pero… quiero que me perdone.
—El pecado lleva su penitencia, Giménez. Y éste, por ser grave, llevará dos. Una es ésta…
Le cogí paternalmente de una oreja y lo sacudí como a un niño pequeño.
—La otra —añadí— es para hombres de pelo en pecho: rectificar ante el mando ruso y decirles que fue un error.
—Lo haré.
—Ten en cuenta que pueden tomar represalias.
—No importa. Lo haré.
Y lo hizo. Y, gracias a esto, años más tarde pudo repatriarse con los demás.
Su declaración ante el Tribunal fue valentísima y gallarda. Las del capitán Oroquieta y el teniente Altura, como correspondía a excelentes militares y compañeros.
La gravedad y la saña de las acusaciones, lo mismo que el ardor y acalorada gallardía de los defensores, habían puesto el ambiente del proceso al rojo vivo. Durante unas y otras declaraciones llovieron los altercados. Castillo y Rosaleny intervinieron constantemente para rechazar las acusaciones falsas. El sargento Pulgar tomó descaradamente partido al lado de los acusadores, y traducía no ya a su leal saber y entender, sino añadiendo de su cosecha cuanto pudiera perjudicarnos y callando lo que pudiera —que era bien poco— beneficiarnos. Cuando me di cuenta del juego, interrumpí al traductor, diciéndole que no era así. Le llamé falsario e inmoral, y mientras me entretenía en este cruce de palabras con él, Victoriano Rodríguez explicó, en ruso, al tribunal que Pulgar no era fiel en su traducción. Pero el Tribunal quería saber qué diablos estábamos hablando por nuestra cuenta Pulgar y yo, y entonces Rodríguez se convirtió, por unos segundos, de acusado en traductor. Se armó un alboroto tremendo, todos hablábamos a un tiempo, el tribunal reprendió a Pulgar y éste, hecho un lío, lo mismo contestaba en castellano al presidente, que a mí me hablaba en ruso, con lo que ni yo le entendía, ni le entendía el presidente, ni nos entendíamos nadie. Cuando se aclaró el equívoco Pulgar me lanzó una mirada tal, que si los ojos fueran al hombre lo que los dientes a la serpiente, yo debía haber caído seco, allí mismo, envenenado.
Cuando los testigos se retiraron, el Tribunal tuvo una idea realmente innovadora para los administradores de la justicia. Sus miembros, uno a uno, parsimoniosamente, pusieron los revólveres encima de la mesa.
Tan enrarecido estaba el ambiente y tal era la tensión que se respiraba, que lo extraño es que no salieran chispas en vez de gritos de nuestras gargantas. Tenga en cuenta el lector que en el primer proceso de Jarkof yo iba preparado para la defensa y estuve varios días en la celda de la cárcel estudiando los argumentos y hasta la forma de desarrollarlos. Pero aquí en Borovichi, fuimos metidos de sorpresa en la sala del juicio y —sin preparación alguna— me vi obligado a improvisar. Las pistolas sobre la mesa me ayudaron mucho. ¿No lo habían hecho para atemorizarnos? Pues ¡adelante! Para hacer boca comencé mi oración con uno de los argumentos de más fuerza del discurso anterior:
—Bajo una falsa capa de agitación política, actividad delincuente y sabotaje, estáis juzgando aquí la lealtad a la patria, la fidelidad al jefe, el respeto a las ordenanzas. Es decir pretendéis condenar virtudes que en todos los países se ensalzan, incluso cuando adornan al enemigo.
Recuerdo el silencio y hasta el respeto con que estas palabras fueron escuchadas en el proceso que, en Jarkof, presidía Pujof… Pues si a pesar de aquel respeto, allá fuimos condenados, ¿qué no sería aquí, en Borovichi, cuando antes de que hubiera terminado de hablar el propio Tribunal me abucheó? El escándalo empezó cuando el presidente me interrumpió:
—Este Tribunal no necesita lecciones de moral.
—Ni yo sé si el Tribunal las necesita o no, ni yo pretendo dárselas. Estoy hablando en la forma que considero más útil para mi defensa. Para convertir en delito lo que son virtudes, para traducir al ruso como sabotaje lo que en mi idioma es lealtad a la patria (¡Traduzca usted bien esto, sargento Pulgar!) habéis necesitado organizar esta clase de procesos, en que los acusadores son profesionales de la traición y los miembros del Tribunal intimidan a los acusados colocando sus revólveres sobre la mesa de la Justicia…
El escándalo, aunque grande, no llegó a su grado más alto hasta el final:
—Estos procesos parecen ideados por los mayores enemigos del Kremlin, para desacreditar a la Unión Soviética. Y lo habéis conseguido. Vuestras prácticas seudolegales son del más puro estilo trotskista.
Como si al pronunciar esta última palabra hubiera pulsado un cable de alta tensión, el presidente, seguido de sus asesores, pegó un salto en la silla y se puso en pie. Inmediatamente, el centinela que estaba detrás de mí me agarró por los hombros y me sentó a viva fuerza. El presidente pronunció un pequeño mitin, una arenga encendida de patriotismo. Concluyó diciendo que el Tribunal no estaba dispuesto a que se insultara a los Tribunales de la Unión Soviética.
—Yo ruego al Tribunal —dije— que de ahora en adelante considere como no dichas todas las expresiones que considere ofensivas, pero le ruego, asimismo, que no me interrumpa en el uso de la palabra, pues, de lo contrario, contradirá el espíritu y la letra de la propia ley soviética que dice que nadie puede ser condenado sin ser oído. Y yo me negaré a hablar si se me vuelve a interrumpir.
El presidente murmuró algo al oído de sus asesores, que no entendí, y al fin hizo un gesto ordenándome continuar.
—En Occidente existe una vieja norma dentro de la práctica del derecho. Una norma que es garantía de los hombres de bien frente a los posibles abusos de la autoridad, o errores de los jueces. Ésta: «Vale más perdonar a cien culpables, que condenar a un solo inocente». En cambio, vosotros preferís condenar a cien inocentes antes de que se os escape un solo culpable.
Nuevos rumores, nuevas palabras en ruso, nuevos gestos de «es intolerable», «hacedle callar», etc. Entonces me senté y renuncié definitivamente a proseguir mi defensa, que en realidad ni siquiera había iniciado.
A pesar del interés del presidente en actuar de prisa, las declaraciones de los testigos de ambos bandos, las interrupciones, aclaraciones e incidentes habían prolongado la sesión hasta el extremo de que los jueces, a las cuatro de la mañana, tomaron el acuerdo de suspender la vista hasta el día siguiente. Dormimos dos o tres horas, pues perdimos otras tantas en los traslados de ida y vuelta del Tribunal a la cárcel y de la cárcel al Tribunal. Agotados y casi en ayunas, pues los días de juicio los reos no reciben más alimentación que el pan del desayuno, reanudamos la lucha. Cedí en cuanto al mutismo, pues había varias cosas que no quería se me quedaran dentro, y al recusar a los testigos volví a pronunciar el párrafo más duro del primer proceso.
«No os hagáis ilusiones. Las guerras no han terminado. Y no siempre se sale de ellas victorioso. Lo que hoy hacéis con nosotros, podrían hacerlo con vosotros algún día. Ser juzgados en el extranjero, teniendo como acusadores a los traidores y desertores de vuestro propio Ejército…».
—¿Qué entiende usted por traidor? —me atajó el presidente.
Que me perdonen los juristas y tratadistas de derecho, tan expertos en definiciones, la invasión de su campo, que me vi forzado a hacer. El sargento Pulgar, con su uniforme ruso, sus galones rusos, funcionario ruso, me sirvió de musa inspiradora.
—Por traidor entiendo a todo aquél que se entrega en cuerpo y alma a una potencia extranjera y le presta servicios militares sin consentimiento de su Jefe de Estado.
Y a medida que lo decía, miraba a Pulgar como aclarando: «Éste es mi modelo».
El Tribunal se retiró a deliberar. A los cinco minutos regresó: Como estaba previsto fuimos todos condenados a muerte y en sustitución de la última pena, a veinticinco años de trabajos forzados, por agitación política y sabotaje, los mismos delitos de que hablamos sido absueltos unos meses atrás…
Mes y medio después, estando cumpliendo la sentencia en el campo de la mina de Borovichi, los altavoces del campamento dieron, a bombo y platillo, una noticia:
A petición de los Sindicatos de la U. R. S. S. el Gobierno había decidido restablecer la pena de muerte en todo el territorio de la Unión Soviética para los delitos de traición, espionaje, sabotaje y agitación política. La pena de muerte estuvo, pues, abolida en la U. R. S. S. en etapas escalonadas quince meses escasos. Desde noviembre (aproximadamente) de 1948 hasta los primeros días de febrero de 1950[10]. En este tiempo el teniente Rosaleny, el alférez Castillo Montoto, el soldado Victoriano Rodríguez y yo, fuimos condenados dos veces, en sustitución de la pena capital, increíblemente, venturosamente abolida durante tan breve paréntesis. De no haber coincidido los procesos entre aquellas fechas límites, estaríamos ahora los cuatro bajo tierra rusa, criando malvas y jaramagos.