CAPÍTULO XIX

MORIR RESPETADO O VIVIR DESPRECIADO

CUANDO LLEGÓ EL VERANO yo no tenía más ropa que la calurosísima que me dieron en Jarkof por Navidad, inmediatamente antes de iniciar el traslado desde el campamento hasta la cárcel. Era ropa enguatada, tanto los pantalones como la pelliza; y las botas, asimismo, estaban forradas para poder hacer frente a las bajísimas temperaturas invernales. Yo tenía que escoger entre estar desnudo en la celda, o vestido y calzado con esta insoportable ropa de invierno. Pedí varias veces me concedieran el equipo reglamentario para la estación y no se dignaron contestarme. Decidí, pues, escribir una carta al director de la cárcel, que hiciera mella, y la redacté en los siguientes términos:

«En vista de que la dirección de la cárcel no desea cumplir los reglamentos internacionales sobre la ropa que debe facilitarse a los prisioneros de guerra de acuerdo con cada estación, el oficial que suscribe solicita le sea dado permiso para dirigirse al general Franco, Jefe del Estado español, con el ruego de que le sean remitidos, a través de la Cruz Roja Internacional, un traje de dril y un sombrero de paja».

Firmé la nota y la mandé con el disyurne a su alto destinatario. A la media hora la ropa de verano estaba en mi poder.

Para que ya todo fuera incongruente, desconexo e imprevisible, lo único que faltaba es que el Tribunal de Kiew nos absolviera… ¡Y nos absolvió!

En un escrito breve y cortante, me fue comunicada la buena nueva: «La sentencia dictada por el Tribunal Militar de Jarkof es injusta y queda anulada». ¿Necesita el lector que le diga que nuestra alegría sólo pudo compararse a nuestra sorpresa?

Los rusos de mi celda, al conocer la noticia me felicitaron:

Domoi…, domoi…: A casa, a casa.

—¡Disyurne! —grité asomándome a los barrotes del minúsculo ventanuco de la puerta—. ¿Cuándo me sacan de aquí?

Lo preguntaba ingenuamente, como con prisa de perder el tren.

Por los días transcurridos no creí que alcanzara a mis compañeros de repatriación, pero llegaría a España pisándoles los talones. Día tras día, mi entusiasmo fue decreciendo. Pasaron las semanas y los meses, y mi incomunicación se mantenía y mi libertad no llegaba. Pero ¿por qué, Dios mío, este juego cruel con la esperanza y el desfallecimiento? ¿No había sido acaso absuelto por el Tribunal Supremo de Kiew? ¿No había sido anulada la sentencia dictada por Pujof?

Recuerdo aquellos meses como los más tristes de mi vida. La incertidumbre, los recelos, el no saber nada de cuanto iba a ocurrir conmigo, la separación de Rosaleny, Rodríguez y Castillo, me sumieron en un terrible abatimiento moral.

Por las tardes, los rusos, después de haber agotado sus energías en peleas, procacidades y juegos, se entretenían en una costumbre ancestral heredada de padres a hijos y seguida generación tras generación, como consecuencias de las largas veladas invernales y familiares junto a las cocinas de las isbas: se contaban cuentos.

Habla algunos preferidos por todos, que se repetían casi a diario. Por ejemplo: el conde de Montecristo. La fuga del preso, pacientemente preparada abriendo una caverna a través de los gruesos muros de piedra. La libertad del condenado, la venganza de los que injustamente le encerraron… Todos los detalles de la narración eran escuchados en silencio, y todos, en mayor o menor grado, se sentían protagonistas de la fuga, la libertad y la venganza.

—Felices los pueblos —dijo uno— que tienen cárceles de las que se puede huir…

Y añadió:

—Rusia es un saco gigantesco lleno de bolsas pequeñas: las cárceles. Si sales de la bolsa te quedas en el saco…

Después de los cuentos, venían las canciones. Tatiana, la voz de la invisible Tatiana, solía iniciarlas y después, poco a poco, iba creciendo un rumor de voces de hombres que, tenuemente, la coreaba. Desaparecían entonces las paredes de la cárcel, la obsesión de las rejas, y la música nos llevaba a campo abierto, en un paseo sobre nubes y sin guardianes, camino de mil imposibles, al encuentro de seres entrañables velados por el tiempo y la niebla. A veces, parecía que la música iba a ser interrumpida por un sollozo desgarrador, por una congoja frenética. Pero nunca ocurría así. La tristeza de las voces estaba mucho más allá de la esperanza. Eran remeros de galeras que viajaban por mares imposibles, sin ver desde su encierro las aguas de plata salpicando, rebeldes y libres, el mascarón del tajamar; sin ver las gaviotas remando quietas contra el viento; sin ver las nubes desmelenando el horizonte, ni las islas de fácil arribada donde dicen que el suelo se mueve imitando a la cubierta, si el viaje ha sido largo y duro el temporal. Eran voces de ciego las que cantaban, sin rencor en un diálogo tremendo con la luz.

Un día, la música fue interrumpida por los pasos del centinela. Eran extraños estos pasos, porque a aquellas horas las guardias interiores se han retirado siempre a descansar y sólo quedan velando los puestos exteriores. Los pasos se oyeron desde lejos, tac-tac, tac-tac, acercándose por las galerías, retumbando por los corredores. Al fin, se detuvieron junto a mi celda.

—Capitán Palacios.

De un salto me puse en pie. Mis compañeros me miraron con envidia.

—Todo llega, enhorabuena…

—¿Debo recoger mis cosas?

El centinela sonrió.

—No sea impaciente… Todavía no… budit…; pronto.

Salí de la celda —¿por qué no decirlo?— muy nervioso.

Las buenas noticias siempre me han impresionado más que las malas, pues aquéllas no hago nada por contenerlas, mientras que éstas procuro dominarlas acorazándome, aunque me cueste, de indiferencia. El comandante Sieribranicof, de la policía, a quien yo no conocía, quería hablar conmigo. El corazón me dio un vuelco. Sería, sin duda, el encargado de organizar nuestro transporte. Me hicieron pasar a una celda, improvisada por mi visitante como sala de visita. Ernesto Rafales, el mismo intérprete que actuó ante el tribunal militar, estaba presente. Sieribranicof me saludó con una ancha sonrisa de cordialidad.

—Siéntese, por favor.

Nos sentamos los tres en torno a una mesa. Sieribranicof me recordó al correctísimo general que me interrogó en Kolpino a los pocos días de ser hecho prisionero. Tal era su cortesía. Salvo la taza de té que aquél me ofreció y que éste no tenía a mano, el tono, la amabilidad, los buenos modos, eran parecidos a los de aquél.

—Capitán Palacios. Quiero felicitarle. El tribunal de Kiew ha anulado la sentencia del tribunal militar de Jarkof…

—Ya lo sabía.

Pareció sorprenderse.

—¿Cómo lo sabía usted?

—La dirección de la cárcel me pasó una nota del tribunal de Casación comunicándomelo.

—Bien, pues le felicito. En realidad, no le he llamado para interrogarle, sino para charlar simplemente. Le conozco muy bien de referencias y es un placer tener esta ocasión de cambiar impresiones con usted. ¡Estará usted harto de interrogatorios después del proceso…!

—Imagínese —dije sonriendo.

Sieribranicof rió.

—Me lo imagino…

E hizo un gesto como añadiendo: «Estos burócratas en todas partes son pesadísimos».

Me ofreció un cigarrillo emboquillado. La boquilla es larguísima, casi tan larga como un pitillo americano, para que se pueda consumir el tabaco hasta el final sin quemarse los labios. Lo acepté y me dio fuego.

—Usted, en España, tiene mando sobre cuatrocientos setenta y cinco hombres, ¿verdad?

—No, señor. Sobre ciento cincuenta.

Hizo un gesto de extrañeza.

—¿Nada más?

—Nada más.

Movió la cabeza escandalizado.

—Es curioso cómo en España desconocen a sus propios hombres. Aquí, en Rusia, se le daría un mando de mucha mayor categoría y responsabilidad…

No respondí ni una palabra. Prefería que él mismo se diese cuenta de que no me gustaba el giro de la conversación. Se echó a reír.

—Si usted quisiera —añadió— aquí, en Rusia, podría hacer una espléndida carrera… Le estoy hablando en serio…

—Mayor… renuncio de plano a ese ofrecimiento que me hace usted tan gentilmente.

Sieribranicof torció el rumbo de la conversación, buscando otros derroteros. Me habló de Moscú, de sus comodidades, de su prosperidad…

—¿Usted no conoce Moscú?

—Sí. Estuve allá en el campo número 27.

—¡Bah! Eso no es conocer la ciudad. Moscú hay que conocerlo desde dentro. Hay mujeres espléndidas en Moscú… finas, cariñosas…

Hizo un gesto con las manos y los labios ponderando su exquisitez.

—En Madrid también las hay —respondí.

Sieribranicof sonrió complacido.

—Claro, claro…; pero aquéllas no están a su alcance y en cambio las de Moscú, sí.

Hizo una pausa.

—Aquí, en Rusia, ¿no ha conocido usted…, quiero decir si no ha tratado íntimamente a ninguna mujer?

—No.

—¿Y cuánto tiempo lleva usted prisionero?

—Seis años.

—Parece increíble, realmente increíble. Pues ya sabe, si usted quiere…

—No, gracias —respondí secamente.

Hacía rato que yo había trocado la cordialidad a que me obligaba su inicial cortesía, con una marcada hosquedad. Él mismo, percibiendo la tirantez, cambió de tono y las ampulosas sonrisas que acompañaron a los intentos de soborno, fueron sustituidas por un especial subrayado en el tono de voz a ciertas palabras claramente amenazadoras.

—Usted sabe muy bien —añadió marcando la confidencia—, que muchos hombres que como usted fueron nuestros enemigos, hoy colaboran con nosotros y son muy queridos y respetados por nuestro pueblo… Por el contrario, durante nuestra revolución, muchos de nuestros más altos valores murieron en las cárceles. Fue un error natural en el nacimiento de un régimen, pero un error. Hoy lloramos su pérdida. Usted mismo, por ejemplo —y recalcó fríamente estas palabras— ¿no considera tristísimo morir en una cárcel, cuando podría dar de otra manera días de gloria a su pueblo?

El juego de Sieribranicof era asqueroso. Yo había sido absuelto. Yo debía ser repatriado. Mi permanencia en la cárcel era, a partir de la absolución, un verdadero secuestro. ¿A qué venía esta nueva maniobra? Si pensaban repatriarme, ¿por qué pretendían sobornar una integridad que ya no les hacía daño? Si soñaban con retenerme, ¿por qué me absolvieron? Repitió su pregunta:

—¿No considera tristísimo morir en una cárcel, cuando de otra manera podría dar días de gloria a su pueblo? Conteste…

Me puse en pie.

—Prefiero mil veces morir respetado a vivir despreciado…

El comandante hizo un gesto de impaciencia. Pidió por dos veces al intérprete que repitiera la frase y empezó a decir algo, pero le interrumpí dirigiéndome a Rafales.

—Diga a este hombre que no le tolero me siga hablando de esa forma. Considero sucio y deshonesto cuanto me está diciendo. Me asquea…

El comandante de la M. W. D. se levantó.

—Voy a ausentarme cinco minutos, para dejarle meditar en cuanto le he propuesto.

—Me sobran los cinco minutos. Mi decisión está tomada —grité indignado.

—Su suerte, capitán Palacios, está en sus propias manos. Usted decidirá…

Y el mayor cruzó la puerta y se fue. Ernesto Rafales le acompañó hasta la salida. Esperó a que los pasos del comandante se alejaran por la galería, y se acercó a mí.

—¡Bravo, amigo, bravo…!

Le miré sorprendido.

Levantó sus brazos y puso sus manos sobre mis hombros.

—¡Me siento orgulloso de ser compatriota suyo! ¡Se lo juro!

Se le llenaron los ojos de lágrimas y los labios le temblaban de emoción.

—Creí que era usted comunista —le dije.

—Sí, lo soy. Y si nos encontráramos en España, seguramente nos mataríamos a tiros, pero por la cara, no por la espalda. Aquí, déjeme que le abrace y le felicite. Mientras le traducía, estuve a punto de traicionar mi emoción. Usted me perdonará si en algún momento he suavizado alguna de sus expresiones. ¿Qué le va usted a contestar?

—¿Pero lo duda usted?

Sonrió.

—No. No lo dudo.

Después se volvió casi de espaldas a mí.

—Un hermano mío —añadió— ha muerto en un campamento de concentración alemán en Viena, Nada me agradaría más que tener noticias de que ha muerto por adoptar una actitud como la de usted…

A los pocos minutos llegó Sieribranicof.

—¿Qué ha decidido?

—Ya le dije que me sobraban los cinco minutos.

Un relámpago de ira cruzó por sus ojos. Se sentó tras la mesa, sacó unos impresos y preparó la pluma.

—¿Usted cree en Dios?

—Eso es cosa mía.

—Pues le voy a abrir un nuevo proceso, del que no le salvará ni Dios.

Empezó a rasgar el papel con unas líneas preliminares. Después se detuvo. Dejó la pluma sobre la mesa. Hizo un nuevo y último intento de captación.

—¿No comprende que con esas ideas no saldrá nunca de la Unión Soviética?

—Si algún día salgo, saldré con ellas. De lo contrario, aquí en Rusia con ellas moriré.

Se encogió de hombros lleno de escepticismo. Y ya sin mirarme, mientras escribía, dijo, muy lentamente, humillando mi bravuconería.

—Tardará cinco años en variar. O diez años. O doce… ¡Pero variará! Es cuestión de tiempo.

Con firmeza, y sin dudarlo, repliqué:

—No será así. Dios, el tiempo, usted y yo… testigos.

Rafales; en pie, estaba palidísimo. Sieribranicof me preguntó el nombre completo, la edad, el lugar de nacimiento…

En el mismo lugar que pensé iba a serme comunicada la libertad, se inició el trámite burocrático para la instrucción de un segundo proceso. Para ese proceso que, según la blasfema expresión del comandante de policía, no me libraría ni Dios…

A las once de la noche me reintegraron a la celda. Aquélla fue la noche peor de toda mi vida. Se diría que la esperanza, la fe, las fuerzas morales que hasta entonces me habían mantenido en pie de rebeldía, me abandonaron en aquellas tristísimas horas. Me sentía olvidado y desvalido. Así como el hambriento lo daría todo por un pedazo de pan, yo lo daría todo —incluso mi libertad— por escribir a los míos y poder decirles: «Voy a morir por no claudicar de cuanto junto a vosotros he aprendido; de las lecciones que me habéis dado; de las verdades que me habéis enseñado. Voy a morir, sí, pero sin claudicar». ¡Ah, si esto pudiera ser, aceptaría gustoso la idea de la muerte! Me resignaría a ella. ¡Pero morir en el más profundo de los anónimos, sin el aliento y la asistencia de mi familia, de mis amigos, sin que nadie supiera por qué moría…! Esta idea me sumía en una tristeza tal que no pude, aun necesitándolo tanto, dormir. Aquélla fue mi Noche Triste. En torno se abría un abismo sin fin y sin esperanza. Era como una noche eterna, parecida a la muerte, que me rodeaba penetrando su negror dentro de mí. Si la esperanza es la luz del alma, en aquel momento yo estaba ciego. Las últimas palabras de Sieribranicof me golpearon las sienes repitiendo una y otra vez:

«Tardará cinco años en variar. O doce. ¡Pero variará! Es cuestión de tiempo».

¡Señor, qué fácil debía ser morir en España, aunque fuera entre los barrotes de una cárcel, asistido por los amigos y por la familia…!

Pero aquí, ahogado por la consigna del silencio, olvidado, despreciado, era cruel morir. ¡Y vivir… era una prolongada agonía! Sólo valía la pena prolongarla para…

Yo estaba echado cuando me asaltó esta idea. Y me incorporé movido por un resorte.

—¿Valía la pena prolongar la vida para algo?

—Sí —me dije—. Para demostrar a Sieribranicof que hay algo en el hombre que no está en venta. Algo que no puede comprarse con poder ni con mujeres. Algo que «no es cuestión de tiempo», el perder o el conservar. Algo que diferencia a los hombres de los brutos y los hace hijos de Dios: el concepto de la propia dignidad. La responsabilidad del hombre ante su propia conciencia. Recordé la frase del coronel alemán Uhrmacher: «Los rusos lo han doblegado todo. Todo, menos al hombre que sabe doblar su rodilla ante Dios». No. Yo no me doblegaría ante los rusos. Había puesto a Dios por testigo de que no sería así. Y ante Él me incliné, poniendo mi voluntad a su servicio y pidiéndole aliento para mantenerla. Uno de los rusos de la celda me amonestó:

—¡Déjanos dormir! ¡Estás hablando en voz alta!

Me recliné, y a los diez segundos, el sueño confortador me venció.