SERGIEFF
EL PRIMER «BLATNOI» que conocí fue Sergieff, un tipo colosal, digno de ser pintado por Tiziano y cantado en romances populares. Un hermano suyo era general del Ejército rojo pero no lo conocía. En tiempos de la revolución, teniendo él trece años, se lanzó al monte y se hizo bandido, uniéndose a partidas que robaban ganado y asaltaban aldeas. Rebelde, independiente, incapaz de aceptar yugos de nadie, fuerte como un toro, medio salvaje, cruel y generoso a la vez, vivió hasta los treinta y cinco años del robo y del asalto. Su primer contacto con la civilización (si es que la legalidad rusa es más civilizada que la de aquéllos que viven fuera de la ley) lo tuvo al ser detenido y encerrado en la cárcel de Catalina, donde yo le conocí. Si el tipo humano era fenomenal, el episodio en que fuimos «presentados» no lo es menos. Acababa yo de ingresar en una celda nueva. Mis recién conocidos compañeros de cuarto me saludaban con la mayor cordialidad:
—Perro fascista, ¿a qué has venido?
—Aquí no te queremos.
—Friéganos el suelo y te dejaremos vivir.
Yo estaba en la puerta aguantando la rociada. No era la primera vez que me recibían así, pero en pocas ocasiones había encontrado tipos tan mal encarados como éstos. Ninguno de ellos tenía más de veinticinco o veintiocho años. Iban descalzos, por no desgastar las botas, y medio desnudos, pues la calefacción era buena. Pechos, brazos, espaldas y hasta las manos, por su dorso, estaban tatuados. A las claras se veía que eran gente del hampa. El que no tenía una serpiente, llevaba un timón, o un sol, o una mujer dibujada sobre el cuerpo.
—¡Vamos, friega, fascista…!
En esto la puerta se abrió y yo me retiré para dejar sitio al recién llegado. Su apostura, su talle, su arrogancia, impresionó a los tatuados, que me dejaron en paz para rodearle curiosos.
—Drastichi…
—Drastichi…
—¿Cómo te llamas?
—Sergieff.
—¿A qué estás condenado?
—No os importa.
Tiró el saco de sus bártulos en un rincón y, apartando al que le estorbaba, comenzó a pasear de la puerta a la ventana y de la ventana a la puerta, sin mirar a nadie. Más que sus espaldas de atleta, o sus manazas de leñador, lo que impresionaba era su altivez, sus ademanes de jefe nato, o capitán de bandidos.
Uno de los chulillos se acordó de mí.
—Ése de ahí —dijo, señalándome con el dedo— es un perro fascista; le hemos dicho que aquí no va a fregar nadie más que él y se ha negado.
Sergieff detuvo sus pasos y se volvió dándome la espalda hacia el que hablaba.
—¿Quién le ha pedido que friegue…?
—Todos.
—Y él, estando solo, ¿se ha negado a lo que pedíais todos?
—Sí.
Sergieff se volvió lentamente para mirarme. Tras él, los tatuados le azuzaban.
—Es un perro fascista. Es un militar fascista.
Me miró con curiosidad y al terminar su estudio de observación, se volvió a los otros, y, como un jefe de tribu antiguo, dictó su sentencia inapelable.
—Ni él ni yo vamos a fregar en esta celda. ¿Está claro?
Respiré. Sergieff empezaba a caerme simpático. Pero la escena no había concluido.
—Acabo de regresar —añadió— de una celda de castigo, donde he sido recluido por negarme a fregar cuando estaba solo. De modo que no voy a fregar aquí, estando tan bien acompañado.
Su argumentación, como se ve, era de una lógica aplastante.
Los chulánganos no acababan de rendirse. El más valiente titubeó.
—¿Y quién va a fregar, entonces?
El blatnoi se acercó a él y, casi en volandas, lo sentó en una silla. De un manotazo tiró cuanto había sobre la mesa dejándola desnuda.
—Lo jugaremos al dominó.
La intervención del azar daba un matiz inédito para mí a la pintoresca escena.
—Tú —ordenó señalando a uno de ellos— siéntate aquí a mi izquierda. Y tú, español, ven aquí, enfrente mío.
—No juego, gracias —le dije.
—Jugarás de compañero mío —cortó secamente. Y después añadió conciliador convenciéndome de que la victoria era segura—: Sergieff no pierde nunca.
Empezó la partida. Los dos tatuados jugaban de compañeros, contra Sergieff y contra mí. El primero que tuvo que pasar fue el blatnoi. La hilera de fichas acababa en cinco por ambos extremos, y Sergieff no tenía cincos.
—Paso —dijo malhumorado, con voz de trueno.
Jugamos cada uno lo nuestro y al tocarle de nuevo el turno a Sergieff, su rival volvió a ponerle un cinco. Sin más explicaciones mi compañero le dio un tremendo bofetón, bañándole la cara en sangre.
—¡Cambia la ficha! ¿No ves que yo no tengo cincos?
El otro, atemorizado y con la cara enrojecida del golpe, obedeció.
El blatnoi me miró sonriendo. Hizo un gesto como diciendo: «¿No lo ves?» y añadió de viva voz:
—¡Sergieff siempre gana!
Y ganamos, naturalmente. Éste era Sergieff.
* * *
Las partidas de dominó se repetían día tras día y, a veces, hora tras hora. Conociendo los procedimientos de Sergieff, ninguno accedió a jugarse la ropa. Y como dinero no había, para dar interés a la partida decidieron jugar sangre. El que perdía debía hacerse un corte en un dedo y dejar caer —antes de vendarse la herida con un trozo de camisa arrancada— tantas gotas de sangre como fuera el producto de su pérdida. A este precio, a Sergieff no le importaba perder; por el contrario se hacía los tajos más hondos que nadie y hasta regalaba varias gotas de propina, demostrando así su magnanimidad.
Una tarde, uno de los presos cogió una aguja enhebrada y pretendió obligarme a coser su pelliza. No pude contener la ira y se la tiré a la cara. Se me engalló y Sergieff, que decididamente me había nombrado su protegido, le agarró por el cuello diciendo:
—¡Ya ha pasado el tiempo de la esclavitud!
—Es que —titubeó— como él ha estado varios años en campos de concentración y yo soy nuevo, pensaba que él sabría coser, pues yo no sé.
Acto seguido, y como ya nadie tenía un dedo sano, Sergieff propuso que la partida cotidiana de dominó tuviera una novedad: el que perdiera debía realizar algo realmente peligroso: hacer burla al centinela, por ejemplo, en la primera ocasión en que éste entrara en la celda. Se explicó perfilando mejor los detalles de la burla. Ésta consistía en imitar al macho cabrío, poniéndose una mano bajo la barba, y la otra sobre la frente en forma de cuernos, y balar con la lengua fuera apuntando al disyurne.
Se realizó la partida y no sé cómo se las arregló Sergieff para que perdiera el mismo que quiso obligarme a coser. El pobre sudaba tinta, mientras Sergieff, doblado de risa, llamaba al centinela a todo pulmón, como si una catástrofe terrible estuviera ocurriendo tras las rejas.
—¡Disyurne!
Cuando éste entró, se encontró a un pobre diablo, pálido y muerto de miedo, haciéndole burla en la forma descrita. El centinela se abalanzó sobre él y se lo llevó. No volvimos a verle más.
Sergieff comentó cruel:
—Ahora tendrá ocasión y tiempo de aprender a coser.
* * *
El dominó y las cartas fabricadas por los presos —a veces primorosas obras de artesanía— servían no sólo de pasatiempo, sino que los rusos los utilizaban como ruleta o azar para designar a la víctima que debía realizar determinadas misiones. No creamos que éstas eran siempre tan inocentes como fregar celdas o realizar, en favor de los ganadores, las faenas domésticas. No. A veces, y conozco varios casos exactos, la misión consistía en matar. Si un grupo de hombres decidía eliminar a otro preso por venganza, o por considerarle traidor o chivato, o peligroso para la convivencia de los demás, los rusos dejaban al azar del dominó la elección del matador. Éste se comprometía no sólo a ejecutar la sentencia, sino a presentarse después al puesto de mando, confesar su crimen y entregar el arma homicida. De esta manera se evitaba que el mando, en busca del arma, hiciera registros y descubriera la existencia de otras escondidas.
Los soldados españoles Gil Alpañés e Isidro Cantarino fueron testigos, años más tarde, de una de esas salvajes ejecuciones privadas. El matador, a tres metros de ellos, sacó de pronto un cuchillo y lo incrustó hasta la empuñadura en el corazón de otro preso que se acercaba. Le salió un chorro rojo del pecho, como saldría el vino de una bota de cuero perforada. El asesino, cegado de sangre y borracho de verla, queriendo proseguir su faena, se lanzó sobre Gil Alpañés y lo persiguió, cuchillo en mano, hasta la barraca de los españoles donde se refugió. El asesino bajó entonces la cabeza, dio media vuelta, se fue al puesto de mando y se entregó. Los testigos citados fueron repatriados en 1953 y no me dejarían mentir. Los instigadores no fueron descubiertos jamás.
Los campos de trabajos forzados, según me informaban entre risotadas los rusos de mi celda, eran insoportables de vivir si había en ellos blatnois, pues sobre las penalidades normales del trabajo y la privación de libertad, había que soportar las salvajadas de los bandidos, sus luchas a muerte, sus robos y sus venganzas. La situación se agravaba aún más por la paradójica legislación soviética que castiga con la muerte el robo si es a propiedades del Estado, y no castiga, en cambio, el asesinato más que con diez años de encierro. Pero si se tiene en cuenta que la mayoría de los que en el interior de los campos cometían delitos de sangre estaban ya condenados a veinticinco años, y si a esto añadimos que las penas no pueden acumularse si exceden de esta cantidad de tiempo, resulta que quien comete un delito de éstos, no empeora su suerte más que en el papel: es decir, prácticamente su crimen queda impune. Pero si es siempre desagradable la presencia de los blatnois, aún lo es más cuando conviven dos o más bandas distintas en un mismo campamento, pues obligan al resto de los presos a sumarse a una de ellas, recabando su protección, si no quieren ser víctimas de las dos juntas.
José Rodríguez Raigosa, de Vigo, ya citado en estas páginas, presenció una batalla con veintiocho muertos, en uno de los campamentos. Una de las bandas se apoderó de la cocina, que era tanto como apoderarse del arsenal, pues arramblaron con cuantos punzones, hachas y otras improvisadas armas blancas encontraron, y una vez armados pasaron a cuchillo a la casi totalidad de los hombres de la agrupación enemiga.
Como ya hemos dicho, las tropas no pueden penetrar en el interior del campo y se limitan a disparar contra los que huyen o traspasan la raya de la zona rastrillai. En casos similares, el agredido tiene derecho a gritar: ¡Disyurne, pumagai!, «¡Centinela, protégeme!», y tirarse bajo las alambradas. Los centinelas disparan entonces contra los perseguidores si traspasan la línea, mas no contra el que se ha refugiado buscando protección a los pies de la garita elevada. Pero en este relato, del que fue testigo Rodríguez Raigosa, como uno de los bandos estaba armado y el otro no, huyeron estos últimos en masa hacia las alambradas y los centinelas los acribillaron a tiros, facilitando así la voluntad de sus asesinos.
Sergieff se doblaba de risa, orgullosísimo de su condición, cuando los otros compañeros de celda, entre respetuosos y acobardados, narraban la preponderancia de los blatnois en los campos de trabajo.
* * *
Por la noche, cuando la guardia interior de centinelas se hubo retirado, Sergieff cogió un vaso de aluminio y lo aplicó a la pared. Dio unos golpecitos en la piedra y colocó su oído sobre el vaso para escuchar. Yo lo miré hacer con incontenible curiosidad. Cuando oyó que le respondían, situó sus labios sobre el vaso y dijo algo. Al punto le contestaron. Era un teléfono, un verdadero teléfono ingeniosísimo el que utilizaba para hablar con las celdas vecinas. Apenas hubo concluido su primera conversación, repitió la misma operación, pero esta vez sobre el tubo del calefactor para hablar con el piso de arriba.
—¿Dónde está Tatiana? —preguntó.
—Tres celdas más lejos —contestó metalizada la voz.
—Decidle que cante. Se lo pide Sergieff.
Al punto, el golpecillo, cada vez más lejano, de los vasos de aluminio sobre la piedra, me indicaba que la consigna era transmitida de celda en celda, por el mismo sistema de comunicación.
—Tatiana, canta. Te lo pide Sergieff.
Al poco tiempo, de la celda contigua a la primera con la que estableció comunicación, llegó una llamada: «Guardad silencio. Va a cantar Tatiana. Se lo ha pedido Sergieff».
La consigna había cruzado las dos galerías, y llegaba a su punto de partida. Sobre este silencio expectante, muy bajito, pero con toda claridad, empezó a elevarse la voz de mujer más estremecedoramente bien templada que haya oído jamás. Cantaba una melodía llamada Sulicó, bellísima, llena de nostalgia y de tristeza. Las notas, llevadas por aquella voz excepcional, invadían suavemente a las galerías, a las celdas y a nosotros mismos, sumiéndolas y sumiéndonos en una pena infinita. No miento al decir que se me erizaron los cabellos al oírla; tal era la emoción que me produjo. Al final la voz se afinaba, se adelgazaba, hasta perderse como un hilo de brisa en la lejanía.
Cuando Tatiana hubo concluido, Sergieff, inmóvil, como una estatua de piedra, permaneció sentado, a usanza mora frente a la puerta, como si siguiera escuchando en su interior la voz hacía rato apagada.
Éste también era Sergieff.