LA DELINCUENCIA EN LA U. R. S. S.
A LA SALIDA DEL TRIBUNAL, nos dieron una noticia que nos dejó aplanados: los españoles de Jarkof habían sido trasladados a Borovichi, donde, reunidos con los procedentes de otros campos, habían iniciado el camino de regreso a la patria. Sólo quedaban en Rusia los pocos que, voluntariamente, renunciaron a su nacionalidad, y que a partir de aquel instante adquirían la libertad, y los condenados como nosotros.
Regresamos a la cárcel de Jarkof abatidos y confusos. La reacción instintiva de los primeros minutos, de considerarnos salvados gracias a la providencial conmutación de la última pena, fue pronto anulada por el propio raciocinio. ¿Qué iba a ser de nosotros? ¿No hubiera sido mil veces preferible acabar de una vez en manos del verdugo, que ir lentamente envejeciendo al ritmo de los golpes de pico o del azadón como si caváramos, a lo largo de los años, nuestra propia fosa?
¡Veinticinco años! Yo tenía veintinueve al ser cogido prisionero. Cumplí los treinta y siete en la cárcel de Catalina la Grande. Hasta los sesenta y dos… no sería libre. Me pasé una mano por la frente. La naturaleza se rebelaba a aceptar la realidad tal cual era. Ni siquiera podía confortarme limpiamente imaginando la repatriación de mis antiguos camaradas. Los veía llegar a sus casas, caer en brazos de los suyos, volver a palpar la tierra que les vio nacer. Pero la alegría de imaginarlos alcanzando el mayor premio a que puede aspirar un mortal en la tierra, chocaba sádicamente con mi propia realidad y la de mis compañeros de condena, destinados a morir solos y viejos al borde de una alambrada, en el fondo de una mina, tras las rejas de una lubianka…
Al penetrar en la cárcel nos dieron unos impresos. Si los rellenábamos serían transmitidos al Tribunal Supremo de Kiew, como recurso de apelación. Una rutina más. Los firmamos. No era clemencia lo que pedíamos, pero queríamos dejar constancia escrita de nuestra protesta contra la injusticia cometida por el tribunal militar. Acto seguido, Castillo y Victoriano Rodríguez fueron trasladados a una celda; Rosaleny y yo, a otra. Al penetrar en ella no pude evitar una sensación de desagrado. No estábamos solos. Tres hombres más, presos comunes, sin duda, compartían con nosotros el encierro. Dos de ellos eran campesinos, de aspecto zafio y ademanes torpes y lentos. Eran rubios, con pelo color de heno y los ojos azules, muy pequeños y hundidos entre los promontorios de las cejas y los pómulos. Los labios eran gruesos y las mandíbulas potentes. El otro era un obrero de una fábrica de tractores y su aspecto era más civilizado.
Rosaleny y yo no sabíamos qué hacer ni qué decir del desagrado que su compañía nos produjo.
—Drastichi —dijeron ellos—: Hola…
—Drastichi —respondimos.
Yo no había convivido nunca con rusos, pero a partir de entonces el destino me deparó más ocasiones de las que yo quisiera para suplir esta laguna de mis conocimientos. Cada seis, cada diez días, o nos cambiaban de celda, o cambiaban a nuestros compañeros. Era una medida de seguridad, para evitar que pudiéramos hacer amistad con ninguno. A Rosaleny le trasladaron a los pocos días y yo me quedé solo entre aquella gente. Tuve entonces ocasión de conocer la gama completa de la delincuencia en la U. R. S. S.: desde un niño de once años, encerrado por asesinato, hasta literatos y profesores acusados de desviacionismo político; desde mujeres procesadas por conspirar contra el régimen, hasta los terribles y sanguinarios blatnois, terror de la policía y la población civil, que en bandas organizadas y armadas infestan los campos, estepas y montañas.
Por aquellos días, las cárceles de la Unión Soviética se llenaron de judíos. Acababa de crearse el Estado de Israel, con el apoyo de Rusia en las Naciones Unidas, y los hebreos rusos, ante el señuelo de reunirse en la tierra prometida, pidieron permiso para emigrar a la patria políticamente renacida. Las autoridades soviéticas aceptaron inicialmente tramitar todas las peticiones, y, cuando tuvieron el archivo completo de los que desearon emigrar, los trasladaron, sí… mas no a Israel, sino a las cárceles y campos de concentración, pues si fueran tan buenos comunistas como decían, no desearían tan fervientemente emigrar… Con muchos de ellos conviví en las celdas, y todos coincidían en la versión de que éste había sido su único delito.
Entre los judíos encerrados, conocí a uno, Abraham Ifimowich, con quien trabé cierta amistad. Era músico y escritor, autor de varios libros de éxito, muy celebrados en Rusia antes de caer en sospecha de impureza política. Hablaba varios idiomas a la perfección y yo me entendía con él en francés mucho mejor que en ruso, que apenas lo chapurreaba.
Entre los tipos curiosos que conocí en la cárcel, estaba un niño de quince años, jefe de una banda infantil criminal; un pequeño de once, depauperado, pretuberculoso, condenado por homicidio a un brigada de la M. W. D., en la ciudad de Kubianski (la misma donde murió dos años antes Molero), y el que, siendo interrogado por Victoriano Rodríguez acerca de cómo siendo tan niño había podido hacer eso, levantó las dos manos, imitando el esfuerzo hecho para elevar un arma de mucho peso, y respondió secamente: «Así…».
Conocí también a varios miembros de la famosísima banda de partisanos, llamados banderas, en su pronunciación y fonética española. Esta banda política está extendidísima por el país. Son guerrilleros independientes que luchan contra el Gobierno central, cometiendo actos de sabotaje, vengando abusos de poder. Están distribuidos en centenares de guerrilleros por el interior del país y los dirige desde Múnich su antiguo capitán: un ucraniano llamado Banderas —de aquí el nombre de los partisanos—. Actúan principalmente en Ucrania, Bielorrusia y zonas limítrofes. Cuando la invasión alemana combatieron a los invasores, y Radio Moscú hizo una gran propaganda de ellos, pero cuando los alemanes se retiraron los guerrilleros no se incorporaron al Ejército rojo, sino que lo combatieron, manteniendo su rebeldía hasta el día de hoy. Desde luego cuentan con una extensa organización económica, que funciona fuera de las fronteras rusas, y son poderosísimos, pues la población civil les respeta y hasta protege. No roban nunca con afán de lucro, sino por mantener encendido el clima de rebeldía e inseguridad dentro de la U. R. S. S. En la cárcel de Ohrms, donde fui trasladado meses después, conviví con uno de ellos en la misma celda. Recuerdo, al entrar y ser interrogado que quién era, el orgullo con que dijo: «¡Soy un banderas!». Y recuerdo también el respeto y admiración que se produjo en torno suyo. A los miembros de estas bandas no les condenan nunca a muerte, sino a un castigo aún peor, que sólo puede ser dictado por tribunales especiales: el régimen de caterga. Éste no excede nunca de diez años, pero ninguno resiste, sin morir, más de la mitad de los mismos. El horario de trabajo es de catorce horas, en minas de cobre con agua hasta las rodillas. Mientras trabajan llevan arrastrando de los pies una cadena, con un bola de hierro, como esos presidiarios que sólo creíamos que existían en los dibujos de humor, y les hacen dormir en unos nichos donde no hay espacio suficiente para cambiar de postura, ni doblar las piernas. Los carceleros van regulando su salud hasta hacerles morir (sin ejecutarlos), tanto más tarde cuanto más grave sea la condena. El Padre Sabata, italiano, fue condenado a caterga y es quizá, debido a su condición de extranjero, de los pocos salvados de este martirio. Él fue quien me informó con detalles estremecedores de este castigo. El banderas de Ohrms estaba condenado a la misma pena. Coincidió conmigo en un alto del viaje mientras le transportaban. Tenía sobre su cuenta el incendio de 58 koljoses, 18 almacenes y varios homicidios de jefes del partido y miembros de la M. W. D.
También conviví con miembros de la organización llamada Chorni Kosca, «Gato negro» de bien distinto cariz. Éstos son gangsters de la peor ralea, apolíticos, verdaderos bandoleros. Los manda una mujer, considerada como heroína por todas las organizaciones menores. El pequeño de quince años del que he hablado más arriba, y que era jefe de una organización infantil, la consideraba como el prototipo de los héroes civiles de su país. Estando yo en Jarkof, esta banda asaltó el tren que iba de Moscú a Odesa. Lo hizo en plena estepa, a un centenar de kilómetros del primer centro habitado. Los bandidos iban disfrazados de soldados y obligaron a parar el tren con banderas y señales. Cuando los policías que lo custodiaban descubrieron la impostura, ya estaban desarmados y maniatados, robadas las mercancías y desvalijados los viajeros de sus equipajes y objetos de valor.
El bandolerismo en Rusia está muy extendido. Recuerdo una noche en pleno verano, en que fuimos enviados para prestar declaración a una oficina situada al otro extremo de la ciudad. Regresamos a pie, cruzando Jarkof de parte a parte. Íbamos Rosaleny, Castillo, Rodríguez y yo, con los centinelas a nuestra espalda, caladas las bayonetas, y el brigada delante señalando el camino, con el revólver en la mano. Eran las diez de la noche, y la temperatura estival, deliciosa. Cruzamos calles, barrios y plazas. Ni una pareja en los bancos, ni unos obreros en la taberna, ni una familia en el balcón, ni unos amigos en tertulia, paseando o gozando de la noche estrellada y el clima tentador. Nadie, ¡nadie! ¿Puede imaginarse el lector la sensación que esto produce, tratándose de una ciudad de un millón de habitantes? La oscuridad, por otra parte era total. Salvo en la Plaza Mayor, el resto de las aceras carecía absolutamente de iluminación. El silencio era grande y sólo se oía el tactac —tac-tac— de nuestros pasos sobre el empedrado. Al entrar en la cárcel, tras dos horas de recorrido, los soldados envainaron sus bayonetas y el brigada su pistola. Tanta precaución parecía excesiva para custodiar a cuatro hombres desarmados como nosotros. ¡No tardamos mucho en saber que no era por nosotros, sino por los bandidos que imperaban en Jarkof, por lo que el brigada andaba pistola en mano y la ciudad entera, a pesar del clima y de la hora, estaba recluida en el interior de sus casas!
Con lo que se va diciendo, el lector pensará que no existe, contra lo que se pudiera esperar de un régimen tan severo, orden público en Rusia. Y pensará bien. No es la severidad lo que mantiene el orden, sino las necesidades satisfechas de la población. A más necesidades no satisfechas, más bandidaje; a más miseria, mayor delincuencia.
La ausencia total de orden público constituyó para mí la mayor sorpresa al enfrentarme con la realidad de la Rusia soviética, como lo constituirá también, seguramente, para el lector. El índice mejor, el termómetro más exacto para calibrar la tiranía en la U. R. S. S. es la increíble desproporción entre la riqueza del país y la miseria de quienes lo habitan y lo trabajan. La riqueza del Estado se traduce en soberbias obras públicas —carreteras, canales, pantanos, puentes, túneles— y fábricas fantásticas, casi exclusivamente dedicadas a la producción de material pesado y de guerra. La miseria del país se traduce por ser Rusia la nación con el mayor índice de mendicidad y criminalidad. Los veinticinco o treinta millones de hombres o mujeres a que asciende la población prisionera de los campos de concentración no están todos encerrados por pura tiranía policiaca… La arbitrariedad, insistimos, no está en tener treinta millones de hombres encerrados en los campos de trabajo, sino en mantener unas condiciones de vida tales que hacen necesarios los campos de trabajo para albergar en ellos a treinta millones de seres, el ochenta por ciento de los cuales son, en realidad, bandidos.
Aparte de los casos conocidos de referencia, yo he vivido, en los mismos lugares y fechas en que se cometieron, varios casos de desórdenes. En Jarkof, el invierno anterior, uno de los jefes del grupo antifascista alemán pidió, y le fue concedido, permiso para ir a la ópera. Al regresar a pie hacia el campamento fue asaltado por una banda y desvalijado, hasta el extremo que regresó totalmente desnudo y descalzo al campamento, teniendo que ser hospitalizado a punto de congelación. En Jarkof entré una vez en el dormitorio —por ser jefe de almacén el interesado tenía dormitorio— de un viejecito llamado Stavenhagen, mi sorpresa fue grande cuando descubrí, dormida junto al viejo, a una joven mujer. Era la enfermera del campamento que, habiendo terminado sus obligaciones después de la caída del sol, no se había atrevido a regresar a la ciudad por miedo a los bandidos que la infestaban. El propio Luwin, el flamante lacharni lager que me quiso pelar, dormía —a pesar de la prohibición severísima de hacerlo— dentro del campo por miedo a regresar de noche cuando sus faenas le entretenían hasta tarde. En Cherbacof, a las puertas mismas del campamento, un camión que venía hacia él para descargar mercancías, mientras esperaba que le dejaran entrar, fue asaltado por cinco hombres armados, el mecánico apuñalado y la mercancía robada junto con el propio vehículo, que salió huyendo antes de que los guardianes del campo se dieran cuenta de lo que ocurría. En Cherbacof, también el año 50, fue asesinada la secretaria general del partido comunista de la localidad (ésta por los banderas). La misma propaganda de las radios soviéticas, inventando incursiones de maquis y guerrilleros en el resto del mundo, no se debe tanto al deseo de acusar a esos países, como a la urgente necesidad de engañar al pueblo ruso, haciéndole creer que esos desórdenes, de todos conocidos, son normales y connaturales en todos los países de la Tierra.
Las grandes conspiraciones (Trotsky, 1932; Bujarin, 1938; Beria, 1953) fueron descubiertas y abortadas; pero las pequeñas células independientes, las conspiraciones de menor cuantía, las bandas de cincuenta hombres y un jefe en cabeza, son un mal endémico, permanente, de muy difícil curación: Los bandidos, bien pertenezcan a organizaciones políticas o puramente criminales, son muchos más, numéricamente, que todo el Ejército y la policía juntos.
El Estado comunista es fuerte, pero el régimen interno está en trance de descomposición. Rusia es como un gran cañón de infinito poder, asentado sobre una base de madera comida por la carcoma. O, si se quiere, como dicen los polacos: «Es un gigante con pies de arcilla».