CAPÍTULO XVI

EL TRIBUNAL MILITAR

A LAS DIEZ DE LA MAÑANA entró el tribunal. A las cuatro de la tarde sus miembros se ausentaron breves minutos de la sala para comer. A las dos de la madrugada Pujof, ojeroso y malhumorado, nos dijo: «El tribunal se encuentra cansado. Se suspende la vista hasta mañana».

Al día siguiente, 10 de febrero de 1949 —sexto aniversario del cautiverio—, a las cinco de la tarde, nos fue comunicada la sentencia.

La farsa que entre aquellas cuatro paredes se desarrolló es difícilmente superable. Con fría hipocresía, utilizando las cuatro o cinco formalidades rutinarias que no pudieran variar el curso de la prefijada sentencia, y prescindiendo de aquéllas que la pudieran variar, se camufló la ignominia bajo el sagrado manto de la justicia. Sin abogados defensores, sin exigir el trámite de la prueba, aceptando íntegramente las versiones de los testigos de cargo, rechazando de plano nuestros alegatos, sin poner a nuestra disposición testigos de descargo, Rusia puso al desnudo su desprecio a la verdad, la justicia y el pudor.

Uno tras otro —en sucesivos discursos cronometrados que sumaron cinco largas horas y once minutos de extensión— fui rechazando a todos los testigos que nos acusaban, probándoles la «enemistad manifiesta», que en todos los países del mundo es considerada como causa de inhabilidad…

Segovia, Montes, César Astor, el alférez X y varios más desfilaron ante nosotros, volcando baba y destilando veneno, mezclando verdades con mentiras, buscando frenéticos una sentencia capaz de saciar sus fracasos y su rencor…

Yo me había erigido, según ellos, en jefe «fascista» del campo; intentaba levantar a los soldados contra la disciplina de la U. R. S. S.; ejercía un poder hipnótico sobre los mentalmente débiles, y con trucos y procedimientos aprendidos en las escuelas fascistas conseguía sabotear cuantas decisiones e iniciativas tenía el mando ruso para mejorar la moral y el nivel de vida de los pobres soldados. En una ocasión había dicho, y ellos lo habían oído, que hacía mal Norteamérica en probar la bomba atómica sobre el atolón de Bikini, porque el mejor campo de experimentación era el territorio soviético, que debía ser arrasado por la potencia nuclear recién descubierta… En otra ocasión me había dirigido a un soldado de los grupos leales a Rusia y señalándole a una mendiga harapienta que pululaba en torno a las alambradas del campamento de Jarkof, le había preguntado: «Fulano, ¿te gustaría ver así a tu madre?». «Antes querría verla muerta», dijo el soldado. A lo que yo respondí: «Pues esto es la consecuencia del comunismo…». En otra ocasión, a unos soldados que trabajaban en el campamento, cavando, les había aconsejado que no se agotaran, pues al regresar a España, Franco les necesitaba fuertes. En cuantas ocasiones pudiera, yo intervenía, en fin, para encender una especie de guerra civil en el campamento, por ambición de mando y odio a la U. R. S. S.

(Yo, entretanto, iba tomando nota de todas las acusaciones. Lo de la bomba atómica no era cierto y lo de la mendiga tampoco. La frase de la mendiga pertenecía al capitán Oroquieta, y mi única intervención fue felicitar a éste cuando me la contaron, pues me pareció excelente. Pero de esto no pensaba excusarme, pues sería tanto como aumentar inútilmente, con una víctima más, el número de los procesados).

Tras cada declaración, yo me ponía en pie.

—En todos los países del mundo existen causas legales de inhabilidad para ejercer el cargo de testigo. Una de ellas es la enemistad manifiesta. Yo acuso al testigo de cargo, cuya declaración acabáis de oír, de ser enemigo personal de todos nosotros y de haber mentido cuando señaló que sus relaciones conmigo y mis compañeros son cordiales. Muy por el contrario: el testigo es desertor del Ejército. Su presencia en la U. R. S. S. no se debe a haber sido cogido prisionero, como nosotros, sino a haberse pasado por el frente abandonando sus posiciones militares. Preguntádselo a él, pues en eso basa su mayor timbre de orgullo. Pues bien. Esta hazaña que servirá, sin duda, para reivindicarle políticamente ante las autoridades soviéticas, nadie puede creer que sirva también para granjearle la amistad de quienes le hemos considerado siempre como traidor; como traidor le hemos tratado públicamente y como traidor le calificamos aquí, nosotros, sus oficiales. Por este motivo, tan evidente, de manifiesta enemistad, yo pido solemnemente que sea desechado el testigo por este tribunal en nombre de la justicia…

El presidente, a cada intervención mía de este género, cambiaba cínicamente impresiones con el tribunal y, una y otra vez, repetía:

—Nosotros lo consideramos idóneo, y aceptamos su declaración. Prosiga el acusado con su defensa.

Me defendí, pues, como pude. Acepté lo que era cierto, rechacé (salvo la anécdota de la mendiga) cuanto era falso, y reservé las consideraciones más graves para un discurso final, que iba tomando cuerpo dentro de mí a medida que el proceso avanzaba.

Entre los testigos de cargo estaba José María González. Cuando vi entrar a este último, sentí una congoja en el pecho. ¿Es posible, me dije, que este muchacho vaya a declarar contra mí? No podía dar crédito a mis ojos. Era el mismo que meses antes había dicho ante el mayor Chorne aquella frase tan valiente y hermosa: «Tengo una mancha y la lavo como puedo…». Al entrar nos miró, y no supe distinguir si lo que había en aquella mirada era compasión o angustia, o arrepentimiento. Le tomaron su nombre, y tras exigirle declaración (la única cierta hasta entonces) de «cordiales relaciones», le cedieron la palabra.

—No tengo nada que declarar —dijo.

—Sin embargo, ha sido citado como testigo de cargo…

—No sé quién me habrá citado para eso. Yo no lo he pedido…

La situación era embarazosa. Comenzaron entonces a preguntarle si eran ciertas las acusaciones lanzadas por los que le precedieron, y a todas contestó que no. Es preciso decir aquí, que los testigos, a medida que terminaban su declaración, no se ausentaban, sino que permanecían allí, en los bancos, presenciando la intervención de los demás. De modo que José María González negó delante de los acusadores, acusándoles a su vez de falsarios. En medio de tanta inmundicia como la que estaba allí reunida, era un descanso para la vista y para el oído, era un sedante para los que creemos en las elementales nociones del bien y del mal, la presencia de este valiente, honesto, magnífico soldado. Recordé, al verle, los versos de nuestro clásico:

La experiencia yo ya hice.

Dicen mal del capitán

y matan a quien lo dice

Él estaba dispuesto a matar y a morir, con tal de no traicionar su conciencia de hombre de bien. La presencia de un abogado defensor no estaba prevista en nuestro proceso. Los españoles, dicen, lo improvisamos todo. Pues hasta la defensa de un tercero fue improvisada, magníficamente improvisada, gracias a él.

Su intervención fue un obstáculo muy serio para los acusadores, y los últimos testigos, avisados sin duda del tropiezo, redoblaron el ímpetu de su rencor, agravando las acusaciones y aumentándolas cínicamente. La declaración de uno de ellos, cuyo nombre no quiero dar, por no cargar sobre sus solas espaldas la dureza de alguna de mis expresiones, me dio la pauta para iniciar la contraofensiva. Cuando hubo terminado su tremenda acusación iniciada, como todas, con la manifestación de que sus relaciones con nosotros eran muy cordiales, tomé la palabra y pedí permiso al tribunal para interrogar al testigo. Se me concedió.

—¿Es cierto —le dije— que en el campo de Jarkof el alférez Castillo le abofeteó a usted?

—En mi acusación consta que fui injusta y cobardemente agredido… por él.

—¿De modo que es cierto que le abofeteó?

—Sí.

—¿Y mantiene usted con él, desde entonces, relaciones… «cordiales»?

Titubeó.

—Sí.

—En una de las acusaciones contra uno de mis compañeros, se ha dicho que él le llamó a usted «Hijo de Tal»… ¿Es eso cierto?

Un gran rumor se extendió entre los presentes.

—Sí. Es cierto…

—¿Y sigue usted manteniendo con él «cordiales relaciones»…?

Un enorme silencio siguió a esta pregunta. Él estaba en pie; parecía mi acusado y yo su fiscal. Si respondía que no, equivalía a aceptar la enemistad, y en este caso, su acusación sería anulada. Al fin respondió:

—Sí. Mis relaciones con él siguen siendo cordiales…

Me volví a la sala, a mis compañeros, al intérprete, al presidente, y señalando al testigo con las dos manos, dije lleno de desprecio:

—¡Éste es el hombre!

El silencio que se produjo fue más expresivo que cualquier alboroto. El impacto producido era evidente. Proseguí:

—No pido, pues, por causa de enemistad, que sea rechazado el testigo, pues es una honra que quienes nos acusan sean hombres de una calaña moral como la demostrada. Quiero, sin embargo, hacer una objeción a su verdadera identidad. El auténtico nombre del testigo no es el que figura aquí en el expediente…

Probablemente yo era el único, o, al menos, me contaba entre los muy pocos que sabían esto. Es el caso que, recién cogido prisionero, seis años atrás, en la primera declaración a que fuimos sometidos, este individuo me confesó haber dado un nombre falso, porque la víspera había radiado, desde el frente de guerra, unos versos que había escrito contra Rusia. Tenía miedo (el miedo fue siempre su único motor vital) de que los rusos reconocieran en él al famoso poeta antisoviético, y, por esta razón, se cambió de nombre. Yo, pasado tanto tiempo, no sabía bien si el nombre utilizado en la actualidad era el verdadero o el falso que dio al ser hecho prisionero.

El presidente se interesó mucho por este cambio de nombre, y mandó anotar cuidadosamente cuanto decía.

—¿Cuál es el nombre que dio en aquella declaración?

—No lo recuerdo con exactitud, pero era uno de estos dos: o Nicasio o Narciso…

—¿Y cuál cree usted que es el verdadero…?

—No lo sé —respondí—. Nicasio… Narciso… Aunque me inclino por el segundo, pues tiene mucho más de Narciso que de Nicasio…

Fue tan inesperado el juego de palabras, que una gran carcajada entre los españoles rompió la tensión, y hasta el intérprete, que estaba bebiendo agua, se atragantó y no pudo traducir del ataque de tos y de risa que aquello le provocó. Mi acusador seguía, como un autómata, sentándose y levantándose, corridísimo…

Chivó, Chivó… —dijo el presidente—. ¿Qué ha dicho?, ¿qué ha dicho…?

El intérprete se lo tradujo como pudo. Y sobre aquel fondo de carcajadas y risas y rumores, inicié el discurso más serio de toda mi vida.

—Señor presidente…

Pujof golpeó la mesa pidiendo silencio, mandó sentarse al testigo acusador, se arrellanó en su silla y escuchó:

—Señor presidente… Yo no soy el creador, como aquí se ha dicho, de un grupo fascista, ni me he erigido en jefe de un pelotón de rebeldes. Me he limitado a mantenerme en mi puesto y ser fiel a mis obligaciones. Para mantener el mando y el cuidado de los soldados, para defenderles contra los abusos de los jefes de campo, y de los engaños y las insidias de los que aquí nos han acusado hoy, sólo he precisado no degradarme voluntariamente, como otros han hecho. Sólo he precisado seguir siendo, en los días amargos, lo que fui en los menos duros. Porque yo no he dejado nunca de ser «su» capitán y mis soldados no han dejado nunca de ser «mis» soldados. Por eso yo he mantenido mi obligación de velar por ellos. Y, en efecto, cuando les veía depauperados y agotados y hambrientos, les decía que no abusaran de sus fuerzas, pues eran muchos los que habían muerto por hacerlo, y a su regreso a España debían estar fuertes. La frase de que he sido acusado es cierta; pero yo ruego al tribunal que considere, e incluso que investigue, las condiciones inhumanas, incivilizadas, crueles, en que se realizaban los trabajos en Jarkof. Yo ruego al tribunal que tenga en cuenta las condiciones en que fue pronunciada. Los soldados trabajaban de once a trece horas en la fábrica de trilladoras, y al regresar al campamento, para conseguir una ración extra de pútrida sopa, les brindaban la posibilidad de ganársela obligándoles a cavar en trabajos suplementarios. El desgaste producido en sus organismos por este exceso de trabajo, era grande y no podría nunca ser saldado con la mísera ración alimenticia que a cambio de ello les ofrecían. Y yo me pregunto: ¿no cumplía yo con mi deber al velar por su salud? De haber un delito en todo aquello, ¿de quién partía? ¿Del que pretendía dulcificar el abuso, o de quien abusaba sádicamente comerciando con el hambre de los prisioneros? Yo emplazo solemnemente a este tribunal a que declare aquel régimen como contrario a todas las leyes internacionales sobre el trato debido a los prisioneros de guerra, que no es otra nuestra condición, aunque en la práctica se confunda con la esclavitud.

Hice una pausa. El silencio era expectante, y, a pesar del cansancio de todos por las largas horas que llevábamos encerrados, se me escuchaba con enorme atención. Proseguí:

—He sido, también, acusado de hacer constante e ininterrumpida propaganda antisoviética. También reclamo la atención del tribunal sobre este extremo. Yo, en efecto, he salido siempre al paso de cuantas infamias han sido propaladas en folletos, periódicos murales o discursos contra mi patria, contra el Jefe del Estado español, contra el Ejército al que pertenezco. He convencido, en privado, a cuantos acudían a mí para buscar una orientación respecto a los equívocos de esta propaganda y, en público, he protestado ante los jefes de campo, y, por escrito, he denunciado a Moscú estas prácticas indignas. Es decir, he mantenido siempre alzada la protesta contra la propaganda antiespañola que se realizaba y esto lo haré mientras tenga voz para gritar o aliento para mantenerme en pie. Ahora bien, ¿consideráis esta actitud como propaganda antisoviética? Pensadlo bien, porque al condenarme os acusáis a vosotros mismos. Yo no he realizado más política que la que me obligan las insignias de mi uniforme. Si vosotros lo consideráis política antisoviética, eso es cosa vuestra…

Quizá me excedí en el gesto despectivo que acompañó a la última frase. Un leve, inquietante rumor se extendió por la sala…

—No nos engañemos —continué—. No son prácticas fascistas, o propagandas antisoviéticas lo que os preocupa. Hoy estáis juzgando la lealtad a la patria, la fidelidad al Jefe, el respeto a las ordenanzas. Lo habéis camuflado todo bajo una falsa capa de agitación política, actividad delincuente y sabotaje. Pero sabed que lo que hoy juzgáis y vais a condenar son virtudes que en todos los países del mundo se ensalzan, y que en todos los países civilizados se respetan, incluso cuando adornan al enemigo.

«He sido acusado también de falta de lealtad a la U. R. S. S. No entiendo la acusación, no alcanzo el sentido, no acepto ese delito. Vosotros podréis exigir lealtad a vuestros ciudadanos, mas no a mí que no lo soy, ni estoy aquí por mi gusto. A mí no puede exigírseme otra lealtad que la que debo a mi patria. Mi conducta, nuestra conducta, es la que hubierais deseado, para poder enorgulleceros de ella, respecto a vuestros mejores jefes y oficiales prisioneros en Alemania…

»Pero no quiero terminar, sin insistir una vez más en el repudio global de los testigos de cargo que nos habéis traído para acusarnos, como lo hice recusando uno por uno a todos ellos por “manifiesta enemistad”. Azuzados por el hambre y las amenazas, los débiles, los traidores, los desertores quisieron congraciarse con vosotros para mejorar su suerte. En esto también se equivocaron: creyeron que en Rusia a los perros los ataban con longanizas y se encontraron con que los metían dentro de las alambradas. Habéis jugado con ellos, desde entonces, explotando las condiciones más miserables del ser humano. Primero exigisteis la traición a los suyos para ganarse una sopa misérrima; después, les prometisteis la libertad a cambio de la renuncia a su nacionalidad: les prometisteis ser hombres, a cambio de romper con sus madres y con su tierra. ¿Dónde está la libertad que les prometisteis a cambio de aquella firma infamante? Ni uno de ellos la ha alcanzado. Comprometidos con vosotros, para que no renunciéis al cumplimiento de lo pactado; desligados de nosotros porque fuimos más fuertes que ellos, les ofrecéis ahora el oro y el moro, a cambio de colaborar en la farsa que aquí se está representando. Habéis especulado con su hambre, habéis especulado con su libertad, ahora especuláis con su conducta infame.

(Nuevo rumor inquietante en la sala).

»Pero ¡tened cuidado! Estáis sentando un precedente histórico al que vosotros mismos os tendréis que atener. Y quién sabe si un día, vosotros mismos, los que me escucháis, seréis cogidos prisioneros y acusados por los desertores de vuestro propio Ejército… No os hagáis ilusiones: las guerras no han terminado…».

El rumor se extendió y alargó como un eco interminable bajo la tormenta. Cuando se hubo apagado aún permanecía en pie, jadeante, mirando al tribunal, al intérprete, a los testigos, que me miraban asombrados, en silencio.

De lo demás que ocurrió en mi torno no puedo precisar los detalles. Llevábamos veintiuna horas levantados, en ayunas, y el cansancio y la tensión me mantenían en estado medio hipnótico. Sólo recuerdo las voces de Castillo y Rosaleny, declarando como leones, más preocupados, en su generosidad, de defenderme que de defenderse.

El presidente del tribunal, en pie, nos leyó la tremenda sentencia. Minutos antes, durante la breve espera producida por la última y definitiva deliberación del tribunal, Ernesto Rafales, el comunista exilado que nos servía de intérprete, nos había mirado con un no sé qué de aliento en su gesto: «No os desaniméis. Vuestra defensa ha convencido al tribunal», parecía querer decirnos…

Pujof deletreó nuestros nombres. El teniente Francisco Rosaleny, el alférez José del Castillo Montoto, Victoriano Rodríguez y yo, condenados a muerte. Mas estando abolida la pena capital, y en sustitución de la misma, a veinticinco años de reclusión en campos de trabajo. Si lo deseábamos podíamos entablar recurso de casación ante el Tribunal Supremo de Kiew.

Seguimos en pie durante un rato sin saber reaccionar. ¿Qué nueva trampa era aquélla de la abolición ¡en la U. R. S. S.! de la pena de muerte? ¿Habrían dicho lo mismo —tres meses antes— a los alemanes ahorcados en la Plaza Mayor de Jarkof? Pero esta vez mis temores carecían de fundamento. Por aquellos días había ocurrido un hecho trascendental. Los largos procesos que los tribunales militares soviéticos tenían entre manos, para juzgar los casos de traición, o de colaboración de la población civil rusa con el enemigo, habían llegado a su fin. Ya no quedaba más que juzgar, condenar y ejecutar las sentencias. Pero he aquí que si se aplicaba la ley al pie de la letra, la población total de Ucrania, y la casi totalidad de las zonas que fueron invadidas por los alemanes, debía ser pasada por las armas, por evidente colaboracionismo con los alemanes. Después de la sangría de la guerra, esta nueva sangría de la posguerra podía ser gravísima, y la economía de las grandes zonas agrícolas e industriales se vería seriamente amenazada. Por otro lado, la mano de obra en los campos de concentración era más que necesaria para trabajar las minas, construir obras públicas, etc., y el Soviet Supremo decidió, como medida de urgencia, abolir la pena de muerte durante el tiempo necesario para que todos estos casos fueran juzgados, sustituyendo así una población premuerta, y por lo tanto inútil, por una población esclava, de gran utilidad.

Yo no lo sabía. No lo supe hasta entonces. Cerré los ojos. Me encerré en mí mismo y con el mayor fervor que pude di gracias a Dios: Te Deum laudamus