CAPÍTULO XV

LA CÁRCEL DE CATALINA

¡Q DIFERENCIA la de los días que siguieron a mi liberación de la cárcel de frío! La noticia del fallo a mi favor pronunciado por el lacharni uprablenia, produjo, como inmediata consecuencia, un trato mejor, una mayor afabilidad y consideración por parte de los subalternos, hasta un respeto mayor… Las tiranías no son nunca tan arbitrarias por parte del tirano, como por parte de los súbditos pendientes del ceño o de la sonrisa de César para volcar su ira, o su adulación, sobre el motivo de las augustas reacciones. Por unas semanas creíamos que la tormenta había pasado, y hasta nos abandonamos a un leve optimismo, bienhechor para nuestros cansados organismos como la mejor de las medicinas. Pero no había de durar mucho. El trato de nuestros sicarios ha sido mil veces comparado con la pesca del salmón al que, una vez agarrado con el anzuelo, tan pronto se le da cuerda engañándole con una posible libertad, como se le tira acercándole al pescador para volverle a soltar de nuevo, jugando cruelmente con él entre los opuestos polos de la fuga y lo irremediable.

La Navidad —nuestra quinta Navidad soviética— estaba ya en puertas con su infinita melancolía. Para engañar la tristeza y celebrar con villancicos la Nochebuena, nos hicimos con unas guitarras; en estos preparativos andábamos cuando Rosaleny, Castillo y yo fuimos encerrados sin explicación alguna, en la cárcel del campamento. Seis días después, última noche del año, mientras el campo celebraba la Noche Vieja nos sacaron de allí y nos subieron a un camión. Con nosotros se llevaron también a Victoriano Rodríguez. En un silencio patético, pues toda nuestra atención estaba pendiente de los menores gestos y palabras de nuestros acompañantes, iniciamos el traslado. Nos acompañaban el capitán Fedorof, un cabo y cinco soldados con fusiles de asalto. Nos montaron en la trasera del camión, y salimos para siempre del campo de Jarkof. Un pequeño grupo de soldados españoles y oficiales, a pie firme sobre la nieve, muy pálidos y en silencio, nos miraban marchar. Allí quedaban el capitán Oroquieta, el teniente Altura… y el recuerdo de los últimos años vividos por el teniente Molero. En muchos años, a la mayoría de ellos, no les volveríamos a ver.

Salió el camión del campamento y enfocó hacia la ciudad. ¿Adónde iríamos? Calle tras calle, atravesamos barrios inmensos y vacíos. Jarkof tiene más de un millón de habitantes. Ni un alma en sus aceras, ni una luz en sus casas, a pesar de la festividad de Fin de Año… El alférez Castillo quiso asomarse un poco por mirar una calle lateral y sintió el ametrallador del cabo apretado sobre sus riñones.

—¡Atrás!

Aquello tenía mal cariz. Sentados, pues, en la caja del camión, no veíamos más que el trozo de carretera que íbamos rebasando. Llegamos a la Plaza Mayor de Jarkof. Un pino inmenso, un gigantesco árbol de Noel, adornado con centenares de lucecitas de colores era el único testigo que celebraba la entrada del año 1949. En su torno no había nadie. Sentí un escalofrío recorriéndome la médula. En aquella plaza misma, junto a aquel árbol gigantesco, colgaban meses antes los cuerpos sin vida de los alemanes ejecutados en Jarkof. ¿Adónde iríamos?

Minutos después, el camión se detuvo. El capitán Fedorof saltó a tierra, y le oímos hablar con alguien. Las armas de los guardianes se apoyaban en nuestra espalda. Al fin el roce de unos cerrojos al descorrerse, la vibración levísima de una puerta de hierro al abrirse y el camión se puso en marcha lentamente. Atravesamos una gruesa muralla de ladrillo rojo, las puertas volvieron a cerrarse tras nosotros, y la presión de las armas en la espalda se relajó. El camión se detuvo. Nos hicieron bajar. Estábamos en un patio inmenso, todo cubierto de nieve, que separaba las gruesas murallas bordeadas de garitas de un mazacote edificio ennegrecido. Nos empujaron hacia él. Una nueva puerta de hierro, como un rastrillo medieval, nos cerraba el paso. Fedorof, a través de las verjas, enseñó la documentación y las pesadas puertas se abrieron. No habíamos andado cien pasos cuando un nuevo rastrillo tuvo que ser abierto, previa idéntica ceremonia para dejarnos pasar…

Al fin penetramos en una oficina donde el oficial de guardia nos tomó las huellas dactilares. Acto seguido las comparó con las que venían en nuestra documentación. Las dio por buenas, firmó a Fedorof un recibí de la humana mercancía y éste, cumplida ya su misión, nos abandonó. ¡Cuánta ceremonia! Pasamos a una habitación en la que, por el suelo, había montañas de pastillas usadas de jabón, peines, brochas de afeitar, cepillos de dientes, en alborotada promiscuidad.

—Desnúdense…

—¿Qué?

—Desnúdense…

Hacía frío. Era el 1.º de enero y nosotros veníamos bien protegidos por ropa enguatada de bastante calidad, que, justo antes de salir, nos habían dado en el campamento.

Nos desnudamos, dejando en el suelo la ropa. Vaciaron todo cuanto teníamos. Tiraron peines, brochas, cepillos de dientes al montón de sus congéneres, menos las pastillas de jabón, que fueron descuartizadas por si guardábamos en ellas los diamantes del Aga Khan o, al menos, una lima. Después, con minuciosidad de traperos, palparon la ropa, revisaron las costuras y, al fin, cuando creímos que las iban a devolver, empezaron con nosotros la revisión corporal. Nos miraron la boca con todo detenimiento, las axilas, el pelo… y hasta nos obligaron a hacer humillantes flexiones de piernas por si guardábamos algo en los más insólitos escondrijos.

Al fin nos permitieron vestir, no sin antes quitarnos las cadenas y medallas religiosas que llevábamos al cuello. Yo tenía una de plata, de la Virgen de África, que me regaló antes de salir para Rusia una buena amiga mía. Me dieron —nos dieron— un recibo, del que se hablará en su día… Por último, nos llevaron, cruzando nuevos rastrillos y galerías, a la celda número ciento once de la planta primera. Mientras descorrían los cerrojos miramos nuestro escenario. Todas las galerías de aquella parte limitaban, de un lado, con las celdas y del otro con un hueco inmenso a través del que se veían los pisos superiores, con idéntica distribución de celdas y galerías. Todo estaba limpio y ordenado. Abrieron la puerta del ciento once y nos encerraron tras ella. Nos miramos unos a otros en silencio. Castillo se encogió de hombros, como diciendo: «¿Y ahora?». Rodríguez suspiró: «¡Ya estamos!». La celda tenía cuatro metros por dos. El hueco, muy grande, de la ventana había sido tapiado y sólo por su parte superior dejaba un espacio, inaccesible a las vistas, para luz y ventilación. La puerta era hermética, y sólo tenía un ventanuco del tamaño de un duro, por donde los centinelas podían mirar al interior… Adosadas a la pared, tres camas abatibles de madera (nosotros éramos cuatro). La pared, de ladrillo rojo. Un taburete en el suelo y, del techo, una luz permanentemente encendida, que no podíamos apagar.

—Ésta es la cárcel de Catalina la Grande —dije—. Turmá número 1 de Jarkof…

(En los campamentos los presos conocíamos de referencia todas las cárceles de la localidad, como los estudiantes conocen la existencia de los museos aunque no los hayan visitado).

En Jarkof, aparte los campos de concentración que rodean, como una corona de espinas, la ciudad, existen tres cárceles para la población civil, abarrotadas hasta los topes, con una población penal superior a los cálculos más previsores de capacidad… La Turmá número 1, en la que estábamos; la Perisilka o cárcel estación donde se recluye al número fabuloso de presos que son trasladados de una a otra prisión de Rusia, de uno a otro campamento de trabajos forzados, en los vagones cárceles; la Lacharni-Cosky, de presos políticos especiales, de increíble rigor… Entre las tres, y sin contar los prisioneros de guerra de los campamentos, albergan 18 000 presos, todos rusos, salvo rarísimas excepciones como la nuestra. Es decir, que la población penal de una sola ciudad como Jarkof, de un millón de habitantes, excede a la total de España, con veintiocho… Hizo bien Joaquín Calvo Sotelo al bautizar la U. R. S. S. como «la cárcel infinita»…

El «Campesino», en sus «Memorias», calcula en treinta y siete millones el número de presos en los campos de concentración y cárceles de la Unión Soviética. Es muy difícil alcanzar una cifra exacta y hasta dudo que la M. W. D. pudiera darla. Yo he mantenido conversaciones sobre este tema apasionante con generales alemanes e italianos, con presos rusos, con mis propios compañeros, con los guardianes incluso y centinelas de nuestros propios campos y cárceles y siempre hemos cifrado el número de presos por encima de los veinticinco millones y por debajo de los cuarenta. Pueden subdividirse en varios apartados: 1.º Los presos políticos, médicos, ingenieros, militares, profesores, obreros, campesinos, etcétera, acusados por desviacionismo. 2.º Los blatnois o bandidos que en patrullas armadas y en cantidades numerosísimas, a lo largo de la inmensa geografía soviética, roban ganado, asaltan aldeas, violan mujeres y asesinan para robar. 3.º Los banderas[8], maquis o guerrilleros políticos, que tienen sus cuarteles en los bosques de Ucrania y Bielorrusia. Esta población penal alienta en condiciones infrahumanas, prácticamente idénticas a las vividas por nosotros y a estas alturas parcialmente descritas. Con su trabajo se explotan minas, se sierran los bosques, se construyen pantanos, se tienden puentes, etc. Con ellos he convivido en varias celdas y los españoles en múltiples campos, como se verá en su momento. Son los verdaderos esclavos de nuestro siglo y constituyen el subfondo social de la U. R. S. S.

Al día siguiente, al toque de diana, nos hicieron levantar. Un centinela plegó sobre la pared las camas abatibles, inmovilizándolas en esta posición con un cerrojo para que no fueran utilizadas, y dejando sólo una en posición horizontal para tenerla de asiento. Al poco rato, en fila india, en silencio y las manos a la espalda, nos llevaron a los lavabos. Al doblar un recodo oímos unos pasos que se acercaban. El centinela nos puso de cara a la pared, para que no viéramos al grupo de presos que se iban a cruzar con nosotros, y así estuvimos hasta que nos rebasaron y los pasos se perdieron galería arriba. Esta escena se repitió centenares de veces a lo largo de los diez meses y nueve días que estuvimos en la cárcel de Catalina. El grupo que se detenía y ocultaba su rostro, era siempre el menor. Cuando, meses después, yo fui separado de mis compañeros españoles y encerrado con rusos en sus celdas, me crucé alguna vez con mis amigos, de espaldas, cara a la pared, las manos unidas, sin poder mediar palabra ni cruzar con ellos una mirada de aliento o amistad…

Por las tardes, todos los días, durante veinte minutos, nos sacaban de paseo por el interior de un patio. Nos vigilaban mujeres centinelas. Las mujeres son siempre mujeres, aunque sean rusas, y allá lejos, bajo el flamante uniforme militar, tras la estrella de cinco puntas colgada del pecho, late a veces un corazón sensible al piropo y al halago. Una se llamaba Katia, otra Luzmila, otra Olga, muy bonita, con su pasamontañas ceñido sobre el rostro. Pero la intimidad no pasaba nunca de una mirada furtiva, un piropo bien dicho o una leve sonrisa…

El resto del día hablábamos, hablábamos hasta el cansancio para evitar que el pensamiento se centrara obseso sobre el motivo de nuestra estancia en la cárcel de Catalina, separados del resto de los prisioneros de guerra.

Hablaba Rosaleny, de Granada, su tierra natal, con tal poder evocador y dotes descriptivas que hasta conseguíamos ver y oler con la fantasía la rosa negra de Bulgaria, que aseguraba se cultiva en los jardines del Generalife. Hablaba Castillo, de Sevilla, y de sus barrios pequeños y misteriosos, blancos de día y azules de noche por el juego de la luna sobre la cal. Hablaba Victoriano Rodríguez de sus viajes como arriero, transportando fruta entre Barcarrota y Badajoz, y de sus tres borricos, el «Periquillo», el «Malagueño» y el «Cordobés», grandes amigos nuestros al cabo de los días, por serlo de nuestro amigo. Y yo, echando un cuarto a espadas, hablaba también, aunque con malicia como ahora se verá: Hablaba de Historia: de los descubridores y conquistadores españoles, de los Tercios de Italia y de Flandes, de las bravuconadas de nuestros grandes capitanes, valientes como leones y corteses como príncipes de real sangre. Describía sus acciones hermosas como poemas y sus frases cortantes como espadas. Sin decirlo, todos pensaban: «¡Quién hubiera vivido aquellos días!» y sin meditarlo, todos reaccionaban: «¿Es que éstos que vivimos hoy no pueden acaso dar lugar para tantos o mayores sacrificios?». Mis temas fueron siempre una especie de ejercicios espirituales del soldado, sin otro fin que mantener tensa la moral, para lo que pudiera ocurrir… Y así, cuando el momento llegó, estuvimos prestos, ejercitados: a punto.

Una tarde, a primeros del mes de febrero, Olga nos trajo una cuartilla impresa a cada uno. Estaba sellada por el tribunal militar, y en ella se nos comunicaba que en muy breves días seríamos juzgados como reos de sabotaje y agitación política. Nuestra permanencia en la cárcel quedaba aclarada.

Llamé a un centinela.

—¡Disyurne!

Éste se aproximó al ventanuco de la puerta.

—Quiero lápiz y papel —le dije— para preparar mi defensa.

Se fue y al poco rato regresó:

Lacharni turma escasal eto ni lisia…: Dice el jefe de la cárcel que esto no está permitido…

Leí con detenimiento mis acusaciones, y las de todos mis compañeros. En un rincón de la celda, vuelto hacia la pared, pretendí abstraerme para meditar. La bullanga de los días anteriores había desaparecido. Cada uno se encerraba con sus propios pensamientos, y los más negros presagios se abatían sobre todos. Aquello no era ya una declaración, como las cientos y cientos que en distintas ocasiones habíamos sufrido: era un proceso legal ante un tribunal militar. Durante tres días fui preparando nuestra defensa. Nadie conocía precedentes de poder solicitar los servicios de un defensor, y yo no estaba dispuesto a ser condenado sin hacerme oír… La prepararía, pues, yo mismo. Una sola cosa me abatía. De toda aquella farsa que se preparaba, lo de menos, lo secundario, eran los nombres de los acusados. Lo más importante era que estos acusados eran oficiales españoles y que, por ellos y en ellos, se juzgaría a España. Si al principio este pensamiento me abatió, después fue mi mejor confortante. España quedaría bien. «Lo juro». Me lo juré ante Dios y ante mi honor…

El 8 de febrero, a las cinco de la mañana, nos despertaron, afeitaron y vistieron. «Hoy es el día», dijeron. Apenas nos hablamos y confieso que, por primera vez, en aquel momento sentí cómo el corazón se agitaba en su caja mortal. Eran los efectos del madrugón. Me encomendé a Dios. «Que sea, Señor, tu voluntad…».

En la oficina del lacharni, tres o cuatro mujeres rusas, de diversa edad, y otros tantos hombres, esperaban turno para ser trasladados como nosotros al tribunal. Eran los primeros presos civiles rusos con quienes tropezábamos y su presencia era interesante. Hablamos con ellos. Victoriano Rodríguez, el antiguo arriero, era ya entonces un políglota excelente y nos sirvió de mediador. Las mujeres, muy pobremente vestidas, llevaban la cabeza cubierta con toquillas. Los hombres parecían carreteros o peones de ínfima extracción. Al fin, tras el examen y el registro de rigor —huellas digitales, comprobación de las mismas con las que obraban en el archivo, etc.—, nos metieron a todos en un coche celular y partimos rumbo al tribunal. Allí, como primera medida, nos encerraron en un sótano. A las cuatro o cinco horas, nos separaron de los rusos empujándonos hacia una oscurísima escalera de caracol, por donde subimos casi a ciegas, al piso superior. Cruzamos unas galerías amplias y bien calentadas y, al fin, nos introdujeron en la sala de la audiencia. Era ésta muy modesta. Nada más distinto a nuestros tribunales con tapices, repujados, alfombras y ujieres de uniforme. En un extremo la mesa vacía del tribunal, de pino mal cortado, como si hubiera sido tallada a hachazos. Sobre ella una pésima litografía, muy grande, de Stalin, con la piel sonrosada y almibarada de las malas reproducciones contrastando con el exceso de tinta negra sobre sus bigotes tremendos. A la derecha del tribunal, una mesa para el intérprete. Delante de la presidencia, una o dos hileras de banquillos para los testigos, y, atrás, en un ángulo, la jaula para los acusados, con taburetes. Salvo los centinelas que montaron la guardia en torno nuestro, en la sala, cuando llegamos, no había más persona que el intérprete, que nos miró con incontenible curiosidad. Nos sentamos y esperamos. Los nervios de la mañana habían ya desaparecido. Todos estábamos serenos, conscientes del momento que vivíamos, pero sin la menor turbación. Por las ventanas veíamos caer la nieve. Caía sin violencia, suave, lenta, interminablemente. Eran las diez de la mañana cuando, al fin, se abrió una puerta y entró el tribunal. Todos eran militares: cuatro hombres y una mujer. Ésta era grande, feísima y basta. Nos pusimos en pie. El presidente —capitán de Justicia Pujof— traía bajo el brazo, encuadernados, los 280 folios del expediente.

—Si no tienen ustedes inconveniente, nos servirá de traductor —dijo Pujof marcando la cortesía— el español Ernesto Rafales.

—Siempre que traduzca con exactitud —dije.

—Así lo hará —respondió Pujof mirándome a la cara.

Acto seguido, el presidente leyó un impreso que decía aproximadamente así: «Yo, Ernesto Rafales, me comprometo a traducir con la mayor fidelidad, tanto las palabras del tribunal, como las de los testigos, como las de los acusados, incurriendo de lo contrario en las responsabilidades del artículo tal, del código tal de la Unión Soviética».

Rafales, después de traducirlo, se levantó y lo firmó. El presidente lo incluyó al final del expediente. Acto seguido y después de ordenar que nos sentáramos, abrió el libro y, deletreando con cuidado el nombre extranjero, dijo:

—¿Teodoro Palacios Cueto?

Tragué saliva y me puse en pie.

—Yo soy.