CAPÍTULO XIV

HUELGA DE HAMBRE

EN EL CAMPO DE REPOSO estuve desde octubre de 1947 hasta marzo del 48. Engordé once kilos, se me deshincharon las piernas, recuperé mis perdidas fuerzas y regresé a Jarkof. Fue un paréntesis de bonanza abierto prodigiosamente en los más negros años de mi vida. Porque si fueron duros los meses que lo precedieron, los que habían de seguirle fueron peor. Ya en el campo de reposo, muy pocos días antes de regresar al campamento de origen, el médico que me atendía, y que me consideraba hombre quieto y apacible, me dijo sorprendido.

—Algo traman contra usted. Por tres veces me han pedido su ficha médica, como si tuvieran prisa de que se reponga pronto.

—¡Son tan bondadosos! —respondí.

¡Ya lo creo que tenían prisa! El expediente secreto que me iniciaron en otoño había sido interrumpido durante el invierno y necesitaban más cargos contra mí para completar la acusación. Bien pronto tuvieron uno. Fue el primero de mayo. Habían organizado los rusos una manifestación monstruo para celebrar la fiesta marxista del trabajo y pretendieron que me sumara a ella, desfilando ante los mandos con una banderita roja en cada mano. La pretensión era tan grotesca que creí perecer de risa al serme comunicada. El campo en masa (sin más excepción que los oficiales españoles) se sumó, por evitar represalias, al desfile y la jarana. Un oficial ruso, borracho como una cuba, pues en estas fiestas corre el vodka que da gusto, se personó en la barraca, ordenándonos salir. Nos negamos, por supuesto, y yo añadí:

—Y la próxima vez que quiera algo de nosotros procure no venir borracho, amigo.

El oficial me delató y la frase (aunque con efectos retardados, como las letras de cambio) la tuve que pagar.

Reunido en sesión pública, el grupo antifascista español pidió oficial y solemnemente al mando ruso que me procesara un tribunal militar.

Hubo un valiente que, aun siendo enemigo político mío, dijo que aquello era una farsa, y que él protestaba enérgicamente contra tal determinación. Entonces X, el alférez X, por cuya reivindicación tanto luché, tomó la palabra y dijo que, incluso aquéllos que no estaban de acuerdo con la medida, debían firmar la petición por compañerismo.

—Por compañerismo es por lo que no la firmo —mantuvo el disidente—. Al capitán Palacios hay que combatirle aquí, en el campo, pero no en la prisión.

Lo cual demuestra que hasta entre los traidores hay grados.

Se negaron a firmar aquella infame petición los antifascistas Pedro Pérez, de Noblejas (Toledo); Navarro, de Tomelloso (Ciudad Real); Antolín, de Jaén, y dos o tres más.

A pesar de las abstenciones la petición fue cursada. No pude menos de acordarme de la amenaza del teniente ruso cuando el interrogatorio de Suzdal, años atrás… «Algún día será usted juzgado ante un tribunal militar…». Me acordé también del general Schmidt, cuyos soldados pidieron su proceso antes de que los propios rusos le condenaran, y me acordé del famoso defensor de Veliki-Lucky, colgado de la horca, después de declarar los rusos, ante los soldados que pidieron su procesamiento, que la Unión Soviética no ejecutaba a los prisioneros…

Pero no había necesidad de remontarse tan lejos para sentir los más negros augurios cerniéndose sobre nosotros. En la plaza mayor de Jarkof ahorcaron los rusos por aquellos días a cinco alemanes prisioneros de guerra. Toda la prensa soviética reprodujo la macabra fotografía de aquellos cuerpos tambaleándose, expuestos a la curiosidad de las muchedumbres. Prisioneros recién llegados a nuestro campo los vieron y nos lo contaron. Estaban allí, no en el otro extremo de Rusia, sino allí, a kilómetro y medio de nuestro campamento. La petición de proceso de César Astor & Co. se extendía no sólo contra mí, sino contra el alférez Castillo y el teniente Rosaleny. Entonces, cuando tenían la amenaza de proceso contra ellos mismos, los llamaron a declarar; pero, entiéndase bien, no para defenderse de los delitos que les imputaban, sino para que firmaran acusaciones contra mí. Era un burdo chantaje. En la práctica, si declaraban contra mí, sus faltas serían traspapeladas. Si no lo hacían, correrían la misma suerte que yo había de correr. Las declaraciones de estos dos valientes oficiales fueron dignas de su alto concepto del honor y del compañerismo. No sólo se limitaron, cada uno por su lado, a negar las acusaciones que obraban en mi expediente (algunas eran tan evidentes como la luz del sol), sino que hicieron un canto a las virtudes castrenses y al cumplimiento del deber que, en su generosidad, veían encarnadas en mí. Y esto lo hicieron conscientes de que al defenderme, firmaban su propia sentencia.

A los pocos días, por primera vez, me llamaron.

El mayor Chorne, rodeado de papeles, notas, apuntes, carpetas, comenzó a hablar. Chorne era un hombre frío, ratón de archivo, de aspecto seco y apacible.

—Tengo aquí —me dijo— acusaciones graves, muy graves contra usted. Espero que conteste a mis preguntas con toda veracidad.

—Tan sincero seré en mi declaración —le respondí— que si me hubiera interrogado a mí el primero se habría ahorrado el trabajo de buscar a mis delatores.

Tras una hora larga de interrogatorio, el mayor Chorne separó unos papeles y dijo secamente:

—Hay algunas contradicciones graves entre su declaración y la del soldado José María González.

Se volvió a uno que hacía las veces de ordenanza.

—Que venga José Maria González.

Este muchacho, natural de Santander, había tenido siempre un excelente comportamiento. Solamente tuvo una falta: si la cito aquí, es porque su heroísmo mayor fue saber lavarla. Por hambre, accedió a trabajar en el famoso Grupo Artístico, de ingrata memoria. Pero también es cierto que, gracias a él, días más tarde, el Grupo Artístico se disolvió. Si el mayor Chorne vio contradicciones entre su declaración y la mía y yo no había ocultado nada que me pudiera perjudicar, era evidente que González había declarado en mi favor. En efecto, delante de mí, Chorne volvió a preguntarle si yo había intervenido en la disolución del Grupo Artístico y González dijo que no. Volvió a repetir varias preguntas en cuyas contestaciones este soldado había intentado favorecerme, y González mantuvo sus primitivas respuestas.

—¿Pero no ves que el propio capitán Palacios —le dijo irritado el mayor— ha confesado ser ciertas las acusaciones? ¿Por qué intentas defenderle?

Y aquí es donde José María González, acordándose de su debilidad un año atrás, contestó gallardamente:

—Porque yo tengo una mancha y la lavo como puedo.

«Bravo, muchacho, bravo», dije para mis adentros.

Desde aquel día le tuvieron fichado y, años después, en Smolensko, con el primer pretexto le procesaron y condenaron a trabajos forzados. Otra ironía rusa: ¡como si aquéllos de Jarkof no fueran trabajos y se hicieran por amor al arte!

Terminada la declaración me soltaron. A partir de entonces, casi diariamente nos llamaban a declarar. Recuerdo un día en que las preguntas que me hicieron versaban no ya sobre mi acusación, sino acerca de España, el Ejército, su organización. Si entre los invisibles ángeles que protegen al hombre sobre la tierra hay alguno burlón, amigo de chancearse y del buen humor, ése no hay duda, estuvo aquel día conmigo. Es el caso que, aburrido ya de responder a tanta pregunta indiscreta con el silencio, a la quinta que me hicieron respondí:

—No insista. En mí han encontrado ustedes un mal agente de información. Si quiere saber algo de España, vaya allá y entérese.

—Pertenezco al Servicio de Información del Ejército soviético —dijo Chorne, suavemente, sin ninguna violencia— y tengo el deber de hacerle estas preguntas.

—Yo tengo el deber de no contestarlas —respondí.

—Dispongo de medios para hacerle hablar —insistió Chorne endureciendo el tono.

—Y yo dispongo de códigos que me protegen.

—Los códigos de Franco no le sirven aquí de nada.

—Las leyes internacionales me protegen.

Chorne era un hombre paciente. Hablaba con sequedad, pero en ningún momento perdió el control de su voz, ni de sus gestos. Al revés del capitán Fedorof, que en la habitación de al lado bramaba interrogando a un prisionero.

En este tono, pues, de voz, inició un canto, en el que no creía ni él mismo, al respeto de Rusia —respeto proverbial, que todo el mundo conocía— a los compromisos internacionales.

—Y ¿cuáles eran esos medios —pregunté, no sin cierta ironía— que tiene usted para hacerme hablar?

—La persuasión… Nada más que la persuasión.

Y aquí es donde mi ángel burlón intervino, con deliciosa oportunidad… Un alarido salió de la habitación de al lado, coincidiendo con la última sílaba de la palabra «persuasión». Al punto un golpe brutal y otro gemido y otro golpe, al que no siguió ningún otro ruido ya. Era el capitán Fedorof que estaba «persuadiendo» a un prisionero alemán… Chorne palideció, se puso en pie y, muy turbado, me dijo:

—Mañana seguirá el interrogatorio. Ahora váyase…

Mi invisible compañero estaba ya, probablemente, «persuadido»…

* * *

¡Qué amargos aquellos días de espera y de incertidumbre! La preparación del proceso continuaba, mi expediente seguía engordando y la sombra de los ahorcados de Jarkof no se apartaba de los tres encartados: Rosaleny, Castillo y yo.

Pero bien pronto fuimos cuatro. Estábamos en el patio, cuando desde la barraca y hacia el cuartelillo de la M. W. D. me veo venir arrastrado a Victoriano Rodríguez (el de «las tortillas de patatas siguen siendo redondas»), acompañado de un centinela. Juan Granados, un desertor llamado Segovia y yo nos acercamos al grupo.

—¿Qué es eso, Rodríguez? ¿Qué te pasa?

—Me he negado a trabajar. Si estos miserables se han creído que he venido a Rusia para levantar la economía soviética, se equivocan…

—Viniste con un fusil para hundirla —dijo Segovia el desertor.

Granados intervino:

—El mismo que empuñaste tú, Segovia… ¿lo has olvidado ya?

El centinela siguió su camino y encerró a Victoriano Rodríguez en la cárcel.

Estaba ésta situada en un segundo piso, justo encima del despacho del mayor Chorne, de manera que las ventanas de la celda y del despacho del mayor daban ambas al patio. Al segundo o tercer día de su encierro, estando yo en el exterior, vi a Rodríguez hacerme, desde las rejas de su celda, una seña. Al poco rato desapareció y vi con horror que colgado de un hilo, Rodríguez me mandaba un mensaje dentro de una cajita de cerillas. Mi temor era grande porque forzosamente, siguiendo la vertical, tenía que pasar por delante de los cristales tras los que trabajaba el comandante. Pero mi espanto fue mayor cuando comprobé que el hilo se quedaba corto y la cajita comenzaba a balancearse suavemente, sin bajar ni un milímetro, ante las propias narices de nuestro instructor. Julio Sánchez entonces, muy rápidamente, dio un salto, rompió el hilo y la cajita cayó al suelo. La recogí y leí el mensaje que venía dentro.

La nota de este magnífico insensato que estuvo a punto de ser cogida por Chorne era ésta: «Me amenazan con ahorcarme si me niego a trabajar. No pienso volver a hacerlo. Sabré morir cantando el Cara al Sol». Meses después, Rodríguez, junto con Castillo, Rosaleny y yo, fue procesado también.

La preparación del proceso iba lentísimamente. Es curioso observar que cuanto menos respeto tienen algunos pueblos a las garantías jurídicas, más papeleo y más tiempo invierten en los asuntos judiciales.

En octubre, estando en la barraca, el jefe de ésta me transmitió, extrañadísimo, la orden que acababa de recibir.

—Me dicen que, a partir de mañana, tiene usted que trabajar como lo hacen los demás prisioneros.

—No será una broma…

—Me temo que no.

Acto seguido llamé a un soldado y le dije que me pelara al cero. Todos mis compañeros estaban sorprendidísimos de esta aparente inconsecuencia. Pero, muy por el contrario, tenía una profunda razón de ser. Antes de encarcelar a un preso, los rusos, para vejarlo, pelan al cero al interesado. Esto es siempre un acto humillante, y yo prefería mil veces hacerlo por mí mismo, que no que me lo hicieran a la fuerza. Por otro lado, yo no estaba dispuesto a cumplir la orden de trabajo y sabía que me encarcelarían, de modo que, anticipándome a los acontecimientos, me afeité la cabeza, dejándola no más peluda que el codo o la rodilla.

Al día siguiente, tal como estaba previsto, me detuvieron por desacato a la orden y condujeron en presencia de Luwin. Allí me encontré con dos oficiales austríacos y otros dos holandeses conducidos por las mismas razones que yo. Por cierto que uno de ellos, muchos años después, cuando murió Stalin y se estableció en su honor un minuto de silencio, quiso decir algo durante este tiempo y fue automáticamente acribillado a tiros por un centinela. Se llamaba Henry Cloques y pertenecía a una división voluntaria incrustada en las S. S.

El teniente coronel Luwin nos pronunció un discurso con las amenazas de rigor conminándonos a trabajar. Sus razones convencieron a mis compañeros de aventura, menos a mí, que estaba dispuesto a no trabajar más que cuando fuera mi gusto y nadie me obligara. Salieron, pues los austríacos y los holandeses, pero me quedé esperando a que el jefe del campo decidiera algo de mí. Dio entonces una orden que no entendí, y al punto cuatro forzudos me agarraron y sentaron en una silla. Otro, armado de una poderosa maquinilla, me quitó el gorro dispuesto a raparme hasta la partida de nacimiento, y su sorpresa fue grande cuando mi cabeza apareció más lisa que una bombilla. La cara de Luwin, que no era hombre como Chorne capaz de disimular sus emociones, no es para descrita. Yo no pude contener la risa; riéndome salí de allí y riendo entré en la cárcel, con treinta días de arresto sobre las espaldas. La cara de Luwin era impagable. ¿Impagable he dicho? Miento. Yo la tuve que pagar. Pero esta vez no con efectos retardados como las letras de cambio, sino al contado y en buena moneda.

—Por última vez —me dijo Luwin antes de mandarme a la Straff Naia Rota: compañía de castigo—, ¿va a trabajar?

—Antes de intentar pelarme, dije que no; y ahora repito lo mismo. Usted trata a los prisioneros de guerra como si fueran cacos o rateros.

Luwin se descompuso. Había gente delante, soldados rusos y miembros de la M. W. D. El espectáculo les mantenía suspensos.

—Trabajarás —dijo Luwin, amenazándome con los brazos—, trabajarás… y budit, budit; pronto… muy pronto.

Pasmotri —dije en ruso—. Ya lo veremos.

Un soldado español que supo lo que me ocurría, salió de estampía para avisar al capitán Oroquieta. Éste vino corriendo, cuando ya estaban a punto de encerrarme. Me abrazó y felicitó, pero no pudo hacer nada por mí. En la celda estaba Victoriano Rodríguez.

—Pero…, ¿usted también, mi capitán?

—Sí, hijo, sí. Ya no estarás solo.

Y ni él ni yo pudimos medir entonces hasta qué punto habían de ser ciertas estas palabras.

A los pocos minutos se personó en la celda un centinela: «Prepárese para trabajar». ¡Qué tozudez! Habían llegado las cosas demasiado lejos para que yo no estuviera dispuesto a que me arrastraran, si fuera preciso, hasta el sitio de trabajo. Pero aún allí, no habría fuerza humana capaz de doblegar mi voluntad.

Ante mi negativa, me llevaron a la celda de frío. Aunque el invierno no estaba muy avanzado, en aquella latitud, ya en octubre, le zumba el bolo. Comencé a corretear por la celda y a dar saltos para entrar en calor. Todo inútil. A los pocos minutos el frío me aplastaba como si una losa hubiera caído sobre mí, privándome de todo movimiento. Si el encierro en aquella celda hubiera sido un año atrás, antes de mi recuperación en el campo de reposo, mi organismo no hubiera resistido dos horas aquel tormento. Me acurruqué como un ovillo y esperé. No sé cuantas horas habrían transcurrido cuando abrieron la celda para entrarme la comida. Me acerqué a la puerta, pues estando abierta entraba por ella, aunque muy tenuemente, algo de calor. «No quiero comer», dije. El soldado se retiró y al poco regresó con el segundo jefe de la M. W. D., el capitán Fedorof, el que durante el interrogatorio ya descrito «persuadió» al alemán… Me volvieron a pasar la marmita. Por señas dije que no comería y pedí un papel y un lápiz para escribir. Yo en aquel tiempo conocía el ruso lo suficiente para hacerme entender, pero siempre que podía evitaba hablarlo para diferenciarme de los «antifascistas» que daban cursos intensivos de la lengua de Lenin. Me trajeron el papel y escribí en castellano: «Declaro la huelga de hambre indefinida, como único medio de protesta de que dispongo contra la injusticia que se comete conmigo».

El capitán se llevó la nota para que la tradujeran. Mi decisión estaba tomada. A los rusos, que se muera un hombre o se mueran los del campamento entero, les da igual, pero no toleran que sean éstos quienes, por su voluntad, se dejen morir. Son expertos en propaganda. Mejor dicho, tienen la obsesión de la propaganda, y saben muy bien que la noticia de un suicidio por hambre corre como reguero de pólvora, se filtra de campamento en campamento, cruza las fronteras y produce, en todos cuantos la reciben, un sentimiento de horror y de piedad. Porque es muy distinto el suicidio en que una acción, ciega las más de las veces, pone fin a la vida de un golpe, sin posible rectificación, que no este procedimiento en que minuto tras minuto el cuerpo pide rectificar la actitud emprendida. Si la huelga de hambre se prolonga hasta la total consunción, es decir, hasta la muerte, ¿cuál no será el cuadro de esa vida de la que se quiere huir por tan difícil camino? Yo sabía muy bien que los rusos deseaban mi muerte, pero también sabía que no me dejarían morir por voluntad propia, y que para evitarlo, tendrían que sacarme de aquella celda, que, era, a fin de cuentas, lo único que yo pretendía. No tardé en comprobar el impacto producido por mi nota. Al poco rato regresó el capitán. Comenzó —¡buen síntoma!—, a gritar. Yo me senté haciéndome un ovillo como si quisiera dormir y aquello no fuera conmigo. Hasta que, cogiendo la marmita, se me acercó diciendo. «Le obligaré». De un salto me puse en pie y apreté los puños. Yo ya no era el muñeco de trapo de un año antes y estaba dispuesto a pelear.

—Inténtelo —dije.

El capitán, con su marmita en las manos, estaba ante mí, todo envuelto en su flamante uniforme, las piernas abiertas en aspa, amenazador. Yo, sin perder la serenidad, pero dispuesto a todo, esperándole a pie firme.

El capitán comprendió que habría lucha, que me mataría quizás aunque no tan fácilmente pero sobre todo, que no comería.

Se retiró dando un portazo que hizo vibrar las paredes de la celda, no sin antes dejar la marmita sobre el suelo para prolongar la tentación.

No recuerdo el nombre de aquel santo fraile de la antigüedad que, encerrado en su cueva de penitencia, recibía de noche la visita de bellísimas mujeres que acudían a tentarle. El fraile agarró unas brasas ardiendo con las manos para que el dolor fuera más fuerte que la tentación y así poder vencerla… La marmita fue para mí como las mujeres aquellas para el santo anacoreta; pero no tenía brasas al alcance de mi mano para vencer la tentación. Todo mi cuerpo me pedía a gritos aquel regalo. El olfato se me afinó y el no mirarla ya no era suficiente para olvidar su presencia a dos pasos de mí. «El espíritu está preso, pero la carne es débil…». Todos mis instintos y mis sentidos me inclinaban hacia ella. Mi voluntad estaba sola (nunca lo estuvo tanto) para oponerse a la tentación. Pero venció. Y no comí.

A medianoche, la puerta de la celda se entreabrió suavemente. Victoriano Rodríguez había logrado, qué sé yo cómo, salirse de la suya y venía a ofrecerme su propia marmita de comida:

—¡Pero, Victoriano! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Se llevó un dedo a la boca pidiendo silencio.

—Cómala usted, mi capitán, que ahora no le ve nadie…

—Me veo yo mismo. Llévatela…

—Pero…

—Llévatela…

Se fue muy triste porque había rechazado su regalo, pues él se había privado de la cena para que yo pudiera comer…

Pasé toda la noche, y el día siguiente y la noche después, aterido, hambriento, notando cómo se retiraban dentro de mí, como un ejército acosado, todas mis fuerzas. Al tercer día me interrogaron. Volví a la celda y dos veces más, siempre por las mañanas, me mandaron llamar.

Por ya conocidas, omito las amenazas de rigor. Además, ¿qué importancia podían tener, en aquellas circunstancias, las amenazas? Sólo servían para confirmarme la irritación que les producía verse obligados a enterrarme, o a ceder.

La única consecuencia inmediata de los tres interrogatorios fue el agotamiento que me produjeron. Al último ya no pude sostenerme y, por muchos esfuerzos que hice, apenas pude contestar ni mantenerme en pie. Volví a la celda y, a media tarde, volvieron a llamarme, pero esta vez nada menos que ante el coronel Kasianensko, el lacharni uprablenia, jefe no ya de nuestro campo, sino de todos los que como un cinturón de alambradas rodeaban la ciudad de Jarkof.

Estaba el coronel acompañado por cinco comandantes: Su Estado Mayor. En un rincón, con su bata blanca, el médico del campo, y, junto a él el eternamente irritado Luwin, mi acusador. Como intérprete me pusieron a José María González. Kasianensko me interrogó. No era fácil mi posición. Cualquier argumento en mi defensa equivalía a una acusación contra Luwin, allí presente, que me fulminaba con los ojos. Estoy seguro que estaba pasando peor rato que yo. Además, cuando se viven momentos de gran tensión como aquél, surge un instinto especial de lo más hondo de la naturaleza, que es más penetrante que la propia inteligencia y capaz de leer con claridad los pensamientos de los demás. Y aquel instinto, aquel radar de la desesperación, me decía que en aquel momento aquel médico ruso que me miraba fríamente, y aquellos comandantes que formaban el Estado Mayor de Kasianensko, y el propio Kasianensko también, en el fondo de sus conciencias, aprobaban mi actitud. Empecé a declarar. Lo hice muy despacio dejando lugar a José María González para que me tradujera con la mayor exactitud.

—He declarado la huelga de hambre como protesta por haber sido encerrado en la cárcel fría. He sido encerrado en la cárcel fría por haberme negado a realizar trabajos forzados. Me he negado a realizar trabajos forzados porque la Convención Internacional de Ginebra, suscrita por la Unión Soviética, dice que los oficiales prisioneros de guerra no serán obligados a trabajar más que en caso de incendio, epidemia o inundación.

José María González tradujo mis palabras con la mayor puntualidad.

Kasianensko escuchó la traducción con marcado interés. Meditó unos momentos, y preguntó:

—¿Cuántos días lleva usted sin comer?…

—Tres días. Y no lo volveré a hacer mientras no sea puesto en libertad.

El lacharni uprablenia se volvió entonces a Luwin, y·alzando un dedo y moviéndolo muy enérgico, dijo algo que no entendí, pero que debía ser su resolución final, pues todos dejaron sus puestos como para marcharse.

—Tradúceme —dije a González.

—El coronel ha dicho que se le ponga inmediatamente en libertad y que en la cocina le entreguen a usted la comida completa de los tres días que ha estado sin comer…

Me puse en pie.

—Por favor, quiero hablar.

Todos, que estaban, como digo, a punto de retirarse, se detuvieron, y Kasianensko hizo un gesto, concediéndome la palabra.

—Estos incidentes se han repetido mil veces y se volverán a repetir mientras el mando ruso no retire su protección a un grupo de traidores que conviven entre nosotros. El campamento está dividido en dos bandos: de un lado, los que lucharon lealmente y fueron cogidos prisioneros de guerra; del otro, los desertores, que fueron traidores a su patria y a su uniforme. Entre ambos hay entablada una lucha sorda, alentada y encendida por los propios jefes de campo. Si no se pone fin a ella, no respondo de las consecuencias que puedan sobrevenir. Puede correr sangre…

El coronel Luwin echaba fuego por los ojos. Yo estaba plenamente consciente de la extraordinaria gravedad de lo que decía, pero me alentaba la evidencia de que aquellos hombres sabían que yo tenía razón y que, en el fondo, les gustaba mi actitud.

(Esta intuición mía ha sido después confirmada por numerosas cartas, que los repatriados alemanes o austríacos enviaron al Gobierno español. Hay una, firmada por el comandante Conte Chorinsky, dirigida al ministro del Ejército y fechada en octubre de 1953 en Strassoldogase I. Graz, Austria, que confirma esta curiosa actitud de los rusos para con algunos de nosotros. En uno de sus párrafos dice así: «Este capitán es respetado y querido por todos los prisioneros de cada país, y también temido por los rusos debido a su firme actitud. Nosotros le hemos dado el sobrenombre de “el último caballero sin miedo y sin tacha…”»).

Debido a este respeto, pues de otro modo no es comprensible, no me hicieron tragar mis propias palabras. Salí del despacho, ya en libertad. Acompañado de los más fieles que acudieron a abrazarme, me trasladé a los comedores, donde comí con mucha prudencia, pues nada hay tan doloroso como la reanudación de todas las funciones digestivas después de un ayuno prolongado y total. Las raciones de los días anteriores, las cogí y las llevé a la cárcel, para el pobre Victoriano Rodríguez, que días antes tan generosamente había querido cederme su marmita.