CAPÍTULO XIII

VENTUROSAMENTE SECUESTRADO

¡JARKOF! Si hay un infierno sobre la tierra, éste es su nombre. Allí, concluida la guerra, ejecutados en Núrenberg los jerarcas nazis, ratificada en Potsdam la victoria política, Rusia se destapó. Mandó al diablo los compromisos internacionales y, sin pudor alguno, se despojó de toda careta mostrándosenos al desnudo tal cual era. No hay tormento posible para el hombre que no estuviera allí dignamente representado; no hay humillación a que no fuéramos sometidos; no hay dureza que se ahorrara para diezmar la población prisionera. Por encima de los cuatro años hasta entonces vividos en Rusia, Jarkof y Cheropoviets, en alas de la tragedia, se dieron la mano. De este campo logró evadirse el alicantino Antonio Fabra, que fue cazado posteriormente y enviado a otro campamento donde murió. Allí perdieron la vida, que era tanto como ganar la paz, Paulino García, de Zafra; J. Montañés, de Córdoba; Ángel López, de Madrid, todos ellos de hambre o de enfermedades derivadas del hambre: anemia, tuberculosis, avitaminosis o puro y total acabamiento. Allí murió también nuestro entrañable camarada el teniente Molero, al que negaron hospitalización por no reconocerle enfermedad alguna hasta minutos antes de expirar. Cuando al fin le destinaron a un hospital, murió apenas llegado, como si sólo esperara una cama para querer hacerlo.

Durante las doce o trece horas ·de trabajos forzados a que se sometía a los prisioneros en la inmediata fábrica de trilladoras, llamada Serpi y Molot («Hoz y Martillo»), los soldados no recibían ni una mísera ración de pan. Sólo al regreso y al amanecer se les daba algo de comer. Después del agotador trabajo regresaban al campamento, y no una, sino varias veces, se dio el caso de que, soldados totalmente agotados, murieran allí mismo, en el paseo de regreso, cayendo sobre la nieve. Al día siguiente, cuando los forzados trabajadores pasaban de nuevo por aquel lugar, camino de la fábrica, volvían a ver el cuerpo muerto del compañero en el mismo sitio donde cayó. Como la temperatura era muy baja, los cuerpos no se descomponían sobre la nieve, y allí permanecían (sin más variación que, noche tras noche, los iban desnudando para robarles la ropa) hasta que el jefe del campo tuviera a bien darles de baja, tras haber aprovechado en beneficio propio durante estos días la ración del muerto. Más de una vez, uno de estos cuerpos aparecía al amanecer con los ojos saltados por los cuervos y los pies devorados por las ratas. Me repugna escribir esto, pero es preciso no omitir detalle alguno de las cosas, pues aún hay gentes que a nuestro regreso sonríen escépticas, pensando que veníamos de dormir once años en un lecho de rosas. Aquí, en Jarkof, volvió a repetirse el caso, ya iniciado en Cheropoviets, de comerciar con los alimentos no digeridos por los enfermos de disentería, separándolos de los excrementos para lavarlos con nieve, hervirlos y comerlos.

Aquí, en Jarkof, fui recluido en un lazareto por enfermo. Y cuando nos echaron el caldero de la sopa para su distribución vi cómo se abalanzaban sobre él cinco energúmenos que, a mordiscos, patadas y arañazos, pretendían quedárselo para ellos solos o defender su ración en peligro. Recuerdo a uno, el más ágil, con la cabeza metida en el caldero, aun a riesgo de quemarse, para beber; a otro, tirándole de los pelos, y a otro mordiéndole en la nuca, como un perro pintado por Snyders lo haría con su presa. Un ruso blanco, prisionero también y recluido como yo en el lazareto, llamado Stavenhagen, me dijo tristemente:

—¡Y dicen que el hombre es semejante a Dios!

Aquí en Jarkof, el teniente Altura, estando en la cárcel, fue golpeado con una barra de hierro por el jefe de la prisión, un teniente alemán llamado Peter, condenado más tarde como criminal de guerra por haber torturado años antes a prisioneros soviéticos y a quien, entretanto, los rusos utilizaron como carcelero de sus compañeros de cautiverio.

Aquí, en Jarkof, yo perdí veinticinco kilos de mi peso normal, siendo un esqueleto andante, distrófico y sin fuerzas para caminar solo, teniendo que hacerlo apoyado en los brazos de mis amigos.

Aquí, en Jarkof, yo dormía en una litera elevada sobre la de otro compañero más viejo que yo, pero llegó a tanto mi debilidad que, por orden del médico ruso, Dukin, tuve que permutar el puesto con mi vecino, un polaco de sesenta años, pues por tres veces intenté y no pude alcanzar mi cama.

No, no era aquel infierno sobre la tierra de Jarkof un lecho de rosas.

Sobre este escenario, en este ambiente, discurre el relato de nuestros avatares desde principios de febrero de 1947 hasta bien entrado el mes de diciembre de 1949. Si duro era el peso del hambre y el agotamiento, aún fue mayor tortura el sufrimiento producido por las presiones políticas, que estuvieron a punto de producirnos la muerte por asfixia moral.

Nadie, sin haberlo vivido, puede imaginar hasta qué punto las torturas morales, de las que son campeones los rusos, pueden reducir a un hombre a una piltrafa más aún que el más cruel de los castigos corporales. Dice el doctor Marañón: «Tras la hipócrita supresión de la efusión de sangre, se tritura el sistema nervioso del paciente, se traslada el potro con el que antes se rompían los huesos del acusado a estratos infinitamente más delicados que los del dolor físico». «La víctima, destrozada, sueña, como en una liberación, no ya con el tiro de gracia, sino con el brasero de las Inquisiciones antiguas —la española y las no españolas— que permitían al reo morir en unos momentos, y, sobre todo, con el alma entera, proclamando la fe en sus principios, verdaderos o falsos, hasta el final». «Porque hasta ahora —añade el doctor Marañón— se abomina de los suplicios antiguos por el bárbaro sufrimiento físico. Pero el arrancar la piel a tiras en la rueda dentada, que se consideraba la más atroz de las muertes (por cierto, desconocida en España), era juego de niños ante las técnicas modernas para deshacer el alma, arrancándola una a una las ideas y las creencias y, sobre todo, la dignidad».

Las presiones morales eran más fuertes cuanto mayor era la resistencia nuestra, como más fuertes son los martillazos en el yunque cuanto más rebelde es el hierro. Desde los primeros días entramos con mal pie. El médico del campamento, encargado de clasificar a los prisioneros por musculaturas para destinarles a uno u otro trabajo, quiso chancearse de mí.

—De modo —me dijo— que usted es el capitán Palacios.

—Sí, señor.

—¿Y qué hará usted en España cuando a su regreso se encuentre con la Pasionaria en el Poder?

—He hecho dos guerras contra ella —dije—. Haré la tercera.

Yo estaba desnudo y mis huesos podían contarse uno a uno, de delgado que estaba.

—Primera categoría de trabajo —dijo secamente.

Y me despachó. Éste fue mi principio.

Horas después, estando en la barraca, llegó César Astor. Traía unas listas bajo el brazo. Dio unas palmadas para ser atendido y dijo que acababa de ser nombrado jefe de la minoría española y encargado, por lo tanto, de distribuirnos en brigadas para el trabajo. Cuando hubo concluido y estaba dispuesto a marcharse le retuve.

—Conmigo no cuente usted —le dije.

—Ni conmigo —dijo el alférez Castillo.

—Ni conmigo tampoco —añadió Rosaleny.

Astor se volvió y, mirando al suelo, como un seminarista lleno de pudor, preguntó:

—¿Puedo saber por qué?

Le respondí en voz alta, para que todos me oyeran:

—Porque ni usted podría llegar a más mandándome a mí ni yo a menos siendo mandado por usted.

César Astor palideció.

—Me veré obligado a ponerlo en conocimiento del mando.

Cuando se fue, algún compañero me reprochó esta actitud, con el argumento de que era contraproducente desafiar la ira del mando sin motivo poderoso que lo justificara. Sin embargo, creo, y no sin fundamento, que el caso lo merecía bien. Si los oficiales hubiéramos aceptado el mando de Astor, éste se hubiese automáticamente convertido no ya en jefe del «grupo antifascista español», del que formaban parte no más de trece hombres, casi todos desertores, sino en jefe de la minoría española de prisioneros. Pero gracias a este plante que acabo de relatar siempre fuimos los oficiales los jefes natos de los españoles. A nosotros recurrían éstos para protestar o suplicar en los mil asuntos burocráticos o políticos que exigía su protección. A nosotros recurrían los rusos en sus asuntos relacionados con los soldados. Y nosotros fuimos, en fin, en todo momento, quienes ante el mando ruso llevamos la voz representativa de aquéllos que, por la autoridad de nuestro grado, de nosotros dependían.

Hora y media después el teniente coronel Luwin, jefe superior del campamento, nos mandó llamar. Era inevitable y estaba previsto. Diez días de cárcel era lo menos que nos esperaba. Pero era un hombre contradictorio este Luwin. Muy pequeño, nervioso, esmirriado. Fumaba constantemente al hablar y apagaba sus colillas de un escupitajo, dejándolas después con todas sus adherencias mucosas sobre la mesa.

—¿Por qué no quieren trabajar?

Un compañero mío tomó la palabra.

—No es que nos neguemos a trabajar. Lo que nos negamos es a ser mandados por un soldado que ha sido desertor de nuestro Ejército.

—Imagínese —le dije— que usted hubiera sido cogido prisionero y le obligaran a servir a las órdenes de un desertor del Ejército rojo.

El teniente coronel dio tres bocanadas, apagó la colilla aplastándola esta vez entre los dedos; encendió otro pitillo…

—Tienes razón…

—¿Perdón? —dijo alguien creyendo no haber oído bien.

—¡Que tienen razón! —soltó un taco—. ¡Váyanse…!

Nos fuimos muy satisfechos, sin pensar que el cupo de benevolencia hacia nosotros del teniente coronel Luwin había sido agotado ya.

Nos separaron del grupo Astor, liberándonos así de su jefatura, y nos adscribieron, dentro de la misma barraca, a un sector habitado por oficiales belgas y holandeses. Esta batalla, al menos, había sido ganada. La del trabajo, en cambio, no. Había, pues, que trabajar, al menos un tiempo, mientras planeábamos la manera de dejar de hacerlo. Yo no tuve ocasión de ello, pues la fiebre aquella noche amenazó con llevarme a la sepultura. El teniente Altura inició el plante con una huelga de hambre de cinco días. En el entretanto sufrimos una baja dolorosa, la del teniente Molero, cuya muerte nos aplanó como un mazazo en el pecho. «Los cinco de la fama», que nos decían en Suzdal, ya no hubiéramos sido cinco nunca más si no se hubiera incorporado a nosotros, lleno de coraje, el teniente Rosaleny. Allá lejos, en esta patria casi imaginaria de puro lejana, por cuyo honor luchábamos, por cuyo prestigio no claudicábamos, ¿sabrían apreciar un día el sacrificio hondo y silencioso, el callado heroísmo del teniente Molero, acabado en plena juventud? Tardamos quince días en conocer su muerte. Nos lo dijo un belga, De Mister, que coincidió con él una noche en el hospital. El parte que acusaba su defunción decía «por paludismo tropical», hipócrita fórmula de camuflar la muerte por inanición. Protestamos por escrito a Luwin por la muerte de nuestro entrañable camarada, e iniciamos la redacción de una serie de escritos individuales y espaciados en los que cada oficial explicaba las causas por las que se negaba a trabajar.

Por aquellos días el alférez X, convencido de que no pasaría mucho tiempo sin que los procomunistas de la guerra civil española volvieran al poder, escribió un articulejo mural, tipo Angellosi, que nos irritó. El alférez Castillo Montoto zanjó virilmente la cuestión y abofeteó a su autor, sin más preámbulos, en público. La lucha ya iniciada por resistir las presiones, las amenazas y la propaganda, alcanzó, a partir de entonces, descomunales proporciones. Éramos media docena de enfermos, secundados por diez o doce soldados fieles, luchando por atraer a nuestro lado a la masa de los prisioneros españoles, oscilante entre uno y otro bando, según pudiera en sus ánimos el respeto a nuestra actitud o la claudicación por hambre. Los rojos organizaron una compañía teatral, pomposamente denominada «Grupo Artístico Español», que representó una obra muy a tono con la finura espiritual de los rusos: obispos desalmados y militares carniceros asesinaban en masa «al pobre pueblo hambriento y analfabeto». Algunos soldados que habían sido hasta entonces fieles al honor militar colaboraron con César Astor con tal de hacer un poco el ganso en el escenario y ganarse así, como premio, una sopa miserable de propina. Nosotros comprendimos el daño que tales representaciones podían hacer en el ánimo de la tropa y saboteamos, como mejor pudimos, al Grupo Artístico. Retiramos el saludo a cuantos intervinieron en él, afeamos su conducta a quienes, avergonzados por lo hecho, se disculpaban, y con blanduras o con durezas, según el procedimiento adecuado para cada cual, les atrajimos a nosotros haciéndoles jurar que nunca más colaborarían en semejantes indignas mascaradas. El teniente Rosaleny se distinguió especialmente en esta contraofensiva artística, y batiendo todos los records de amenidad y talento narrativo, reunía a los soldados para contarles cuentos, historietas y, más que nada, narraciones de películas, que éstos oían boquiabiertos y entusiasmados. Esta acción constante ininterrumpida y agotadora, la mantuvimos con tal ardor que el partido de César Astor perdía adeptos de día en día, mientras que nosotros veíamos engrosadas nuestras filas con el retorno de los pródigos y los descarriados. El mando ruso se irritó y, aunque dispuesto a acabar con nuestra hegemonía al precio que fuera necesario —aun siendo a un precio de sangre—, nos sometió a la última y definitiva prueba. Engañaron a los soldados ofreciéndoles la libertad a cambio de la firma de un documento en que renunciaban «voluntariamente» a su nacionalidad y declaraban desear permanecer en la Unión Soviética. No vea esto el lector sobre un ambiente equivoco de representaciones teatrales y narraciones noveladas, sino sobre el panorama de hambre de que antes hablé, con las catorce horas de trabajo diario, con los castigos constantes a los soldados, con la cárcel de frío abierta a las más mínimas desobediencias, y comprenderá hasta qué punto era tentador el señuelo de la falsa libertad. Desplegamos entonces la más audaz de las contraofensivas. Yo fui llamando uno por uno a todos los soldados, incluso a los traidores, y aunque mi debilidad era mucha, les hablaba, hasta perder la voz, de sus madres, de sus novias, de todo cuanto habían dejado en España y con aquel acto, si lo aceptaban, perderían para siempre.

—Para siempre, muchacho; no para unos años, sino para siempre.

Mis compañeros, los otros oficiales, hacían lo mismo hasta hacerles llorar de nostalgia y arrancarles la promesa de que no caerían en las redes de aquel chantaje. Me avisaron más tarde que el alférez X estaba pronunciando un discurso en el patio para convencer a los soldados de las ventajas que les reportaría renunciar a su nacionalidad. Sin pérdida de tiempo rogué a dos prisioneros que me llevaran del brazo hasta allí, pues, como he dicho, desde hacía tiempo mis piernas no me sostenían para andar por mí mismo. Tuve que realizar un gran esfuerzo físico para hacerme oír, porque mi debilidad era tan grande que apenas tenía voz. Y en aquella ocasión me interesaba que me oyeran todos.

—Si usted fuera hombre —le dije ante una enorme expectación— debía ser el primero en demostrar su hombría regresando a España, donde le espera un juez con una barba hasta aquí y un Código de Justicia Militar que le compromete en todas sus páginas.

Se hizo un enorme silencio. X entendió que le llamaba traidor. Y entendió bien. Como era colérico y de complexión sanguínea se puso rojo como un centollo, y apretando los puños y sin saber qué decir se abalanzó hacia mí, no ya para medir conmigo sus fuerzas (pues no teniendo yo ninguna, mal se podrían medir), sino para descargar su furor sobre el enfermo acabado que yo era. El alférez Castillo, de un salto, se puso ante mí, cubriéndome, y le esperó. X, que ya había probado sobre su rostro las caricias de Castillo, se contuvo, escupió en el suelo y se retiró. La cotización de nuestras acciones subió como la espuma y el teniente coronel Luwin decidió cortar nuestra intervención, que iba de victoria en victoria, y me mandó llamar.

Es muy difícil medir, sin haberlo vivido, la importancia que tenía en el ánimo indeciso del soldado la actitud de sus oficiales. Se inclinaban no del lado que les convenciera más, sino del lado que brillara más, aunque el brillo, dicho sea en su honor, proviniera muchas veces de los más incómodos de los candidatos a imitar. Es así que una frase, una sonrisa, un gesto, les arrebataba a favor nuestro, pasándose al bando contrario si la luz, a la que se ciñeron mariposeando, se apagaba o palidecía. De modo que cuando el lacharni lager me mandó llamar y anunció delante de todos que César Astor me serviría de intérprete, me vi obligado a responder:

—Dile al jefe de campo que César Astor a mí no me sirve de intérprete.

Al poco rato volvió el mediador.

—Que no se ande con bromas y que vaya. El lacharni está furioso.

—Dile que no me irrite. Que iré con el intérprete que yo escoja, no con el que escoja él.

Minutos después regresó.

—Que vaya con quien le plazca.

Pues bien, siendo inexcusable, como en efecto lo era de todo punto, dejar de acudir a una llamada de Luwin, mi estrella hubiera palidecido ante el ánimo del soldado, pues indicaba bien a las claras que éste no me llamaba para condecorarme precisamente. Pero habiéndose mantenido el diálogo tal como queda relatado, lo que era, en cierto modo, una humillación se transformaba en una baladronada mucho más del gusto de la tropa que de mi gusto natural.

Para que me sirviera de intérprete llamé a Antonio Peláez, un soldado andaluz de un pueblo próximo a Almonte, provincia de Huelva, que hablaba el ruso como los propios ángeles. Tuve que ir apoyado en su brazo, pues solo apenas podía andar. El teniente coronel Luwin me esperaba en pie, nerviosísimo, rodeado de colillas. Aunque me conocía de sobra, me preguntó:

—¿Capitán Palacios?

—Yo soy.

—¿En qué sección trabaja usted?

—En ninguna.

—¡Ah! ¿No?

—No.

Luwin se llevó una mano a la barba.

—¿Tiene usted autorización para ello?

—Soy distrófico.

—Pregunto si tiene usted autorización para no trabajar.

—No.

Luwin cruzó los brazos sobre el pecho. Después cambió de postura y se las puso a la espalda. Empezó pausadamente, como recalcando sus palabras:

—Tengo entendido que es usted el verdadero responsable del fracaso del Grupo Artístico Español, que es usted el principal saboteador de nuestras órdenes, que es usted el incitador de la resistencia al trabajo de sus compañeros…

Y aquí alzó la voz y se puso a gritar frenético.

—¡Pues de mí no se burla nadie, y voy a dar una orden para que le trasladen a un campo donde le va a sobrar el trabajo, y usted verá qué trabajo, por insolente, por saboteador!

Tales fueron los gritos del teniente coronel y tan irritado parecía, que Peláez, al salir, estaba pálido. Se me acercó entonces Ángel López, segundo jefe del grupo «antifascista», y apartando a Peláez, con mucho misterio, me dijo:

—Ándese usted con pies de plomo. Su asunto de usted no me gusta: Una noche le sacarán del campo, le darán cuatro tiros y le enterrarán envuelto en certificados médicos de haber muerto de una pulmonía. Me consta que los rusos quieren eliminarle —añadió confidencialmente—. Creo que utilizarán para ello el grupo antifascista alemán.

Al llegar a «casa» reuní a los más íntimos de mis compañeros y, con las mayores reservas, les informé de la extraña advertencia. Días después, el teniente Rosaleny fue llamado a un aparte por un antifascista rumano de mucha categoría, cuyo nombre recuerdo perfectamente pero que omito, pues se encuentra aún hoy día tras el telón de acero y citarlo podría ocasionarle disgustos. Este individuo informó a Rosaleny de que, en efecto, la maniobra iba en serio y estaba perfectamente tramado «un accidente casual». Rosaleny, con la consiguiente preocupación, me lo comunicó.

Desde aquel día, cuando salía a pasear, sorprendía miradas furtivas entre las gentes, como si me vieran por última vez o supieran que mi sentencia de muerte había sido decretada ya. Unos me miraban con compasión; otros, los más piadosos, con hambre, como si yo fuera el premio ofrecido y sólo esperaran la voz ejecutiva para saciar conmigo su rencor. Hasta que un día una altísima autoridad del campo, de cuyo nombre, para evitar represalias, tampoco quiero, como Cervantes, acordarme (pero del que ya he dado cuenta por gratitud a las autoridades españolas), me llamó a su despacho.

—Está usted muy enfermo —me dijo—. Y voy a destinarle esta misma tarde a un campo de reposo.

La noticia no me agradó, en primer lugar, porque me acordaba de la salida del teniente Molero, que al ser hospitalizado murió; en segundo término, porque la famosa campaña pro renuncia de la nacionalidad estaba en pleno auge y yo no podía, moralmente, abandonar a los soldadicos a su suerte. En aquel momento mi presencia entre ellos podía ser decisiva.

—Hay otros españoles tan enfermos o más que yo —respondí— y sería injusta esta preferencia para conmigo.

—¿Qué otros españoles están enfermos?

—Infórmese por el médico —añadí— que cuanto le digo es verdad: están seriamente enfermos el teniente Altura y el soldado Fabrés.

—De acuerdo. Ellos también irán.

—Es que yo… prefiero quedarme.

El ruso, entonces, tras mirar a un lado y a otro para confirmar que estábamos solos, me dijo estas palabras tremendas:

—Capitán Palacios, yo soy su amigo. Su conducta en este campo me llena de admiración. Permítame que haga por usted algo que hoy está en mi mano y quizá mañana no lo esté: salvarle la vida.

Lo dijo con tal acento de veracidad que me quedé de una pieza.

—No entiendo —balbucí.

—Me consta que corre usted peligro. Un peligro muy serio. La M. W. D. tiene todo en marcha para prescindir de usted.

—Me sabré defender en el proceso —dije.

—No habrá proceso —insistió—. ¿Acepta usted esta oportunidad que le ofrezco, sí o no?

—Sí —dije.

Y Altura, Fabrés y yo fuimos trasladados (venturosamente secuestrados) del infierno de Jarkof.