CAPÍTULO XII

«YA NO LA QUIERO»

PARA EVITAR, por las noches, el tormento de las chinches, los rumanos (que eran en Oranque los encargados del almacén y que por ello gozaban de ciertas facilidades para tener ropa de cama) inventaron el «submarino». Consistía este aparato en una sábana cosida en forma de saco, dentro del cual se «sumergían» los prisioneros antes de dormir, a tal profundidad que sólo la nariz emergía de aquella mortaja, como un periscopio entre la espuma del mar. La ventanilla correspondiente al apéndice nasal se cosía, a su vez, con una gasa, y de esta manera la invasión de los parásitos no penetraba en su interior. Nosotros, los españoles, que éramos los pobretones del campamento, no podíamos gozar de estas ventajas, y dormíamos sometidos a esta invasión. Por las noches yo veía a mis compañeros con grandes lunares movedizos, como lentejas, paseando sobre su rostro. Periódicamente hervíamos los maderos del camastro en grandes ollas, pero era inútil. La capacidad de reproducción de los parásitos era mayor que todos los ataques que desplegábamos contra nuestros pequeños enemigos.

Por aquel entonces empezó a roer mi organismo una enfermedad que estuvo a punto de ahorrar a los rusos todo el papeleo que invirtieron más tarde para mi eliminación. Estaba yo en la pendiente vertiginosa de una pérdida de dos kilos de peso por semana cuando una gran noticia, una nueva tremenda, me remontó moralmente: la proximidad de la repatriación, mi única posible medicina. El jefe de campo nos mandó llamar y nos comunicó la buena nueva. Tardamos unos segundos en reaccionar. No supimos decir nada; tal era el trastorno mental que aquello nos producía. Minutos después, rotos los diques del entusiasmo, nuestra barraca amenazó estallar a nuestros gritos, vivas y canciones: el campamento entero vibraba a los sones marciales del «Himno de Infantería» y del «Cara al Sol», que entonamos a todo pulmón, con las escasas fuerzas que nos quedaban. El viaje de «repatriación» fue muy feliz. Los rusos saben muy bien que en estos transportes no se fugan jamás los prisioneros. Por eso nos trasladaron sin vigilancia apenas, en un tren de viajeros, con permiso para descender en las estaciones. Cuando el revisor nos pedía los billetes, respondíamos:

—¡Prisioneros de guerra!

Y lo decíamos con tanto entusiasmo y satisfacción, como si confesáramos ser maharajás de Kapurtala. Tan satisfechos íbamos y tan grata debía ser nuestra compañía que muchos rusos civiles se colaban entre nosotros por no pagar billete…

Un general reprendió al ruso Piroscof, que nos acompañaba, por considerar peligrosa tanta libertad, a lo que éste respondió que se limitaba a cumplimentar las órdenes recibidas, pues éramos prisioneros de guerra camino de la repatriación. Este funcionario ruso había reducido a la mitad nuestra ración de comida, vendiendo la otra mitad, que, convertida en vodka ingería en cada estación en tales cantidades, que el resto del viaje lo pasaba borracho. Nosotros se lo consentíamos a cambio de la libertad que sus borracheras nos proporcionaban. Además ya tendríamos tiempo sobrado para reponernos en casa. ¡En casa, Dios mío! Si aquello parecía un sueño…

El teniente Molero desbordaba de gozo.

Y un sueño era, en efecto. ¡En noviembre de 1946, a los tres años de ser cogidos prisioneros, apenas se habla iniciado nuestro cautiverio…! Nunca hemos comprendido por qué se empapó nuestra ilusión con la miel, bien pronto convertida en hiel, de aquel engaño monstruoso. Durante una de sus trompas monumentales, Piroscof confesó la verdad: nos dirigíamos al campo de Potma, en la región de Tula, cerca de Tamboff. Pero (nuestra esperanza se agarraba a todas las grietas por no resbalar), ¿no sería aquél un campo colector, donde nos reuniríamos todos los españoles procedentes de diversos puntos para iniciar desde allí, juntos, el camino de retorno?

El campo adonde íbamos tenía mal recuerdo en el ánimo del prisionero. Españoles habían pasado pocos por él antes de ahora. Allí murió el soldado Francisco Alonso, natural de Mieres, el año anterior. Pero de otras nacionalidades se decía que había fosas de treinta y cuarenta mil hombres.

El espectáculo que vimos, apenas llegados, era digno del historial del campo. Colgados de los árboles, ahorcados, en caricaturas a tamaño natural, estaban los recién ejecutados en Núrenberg.

Diariamente iban llegando a Potma españoles procedentes de Siberia, de los Urales, del Ártico. En boca de todos la misma palabra: «repatriación».

Budit, budit… —decían los rusos calmando nuestra impaciencia. «Pronto, pronto…».

Con las dudas se recrudeció mi enfermedad. Mi pérdida de peso era constante y progresiva. Mis compañeros comenzaron a alarmarse.

Un día, los tenientes Altura y Molero, el soldado Fabrés (Alejandro Fabrés, de Tauste, Zaragoza) y yo fuimos llamados a la M. W. D. Allí nos esperaba el jefe de comisarios, un hebreo polaco llamado Rot.

—Quítense los abrigos —nos dijo.

Lo hicimos.

—Me han dicho que esos colores que llevan en el brazo son los de la bandera monárquica española…

—Son los colores de la bandera española —rectificamos.

—Quítensela.

No nos movimos.

—¿Quién de ustedes es el capitán…?

Di un paso al frente.

—Quítesela.

—No.

El hebreo Rot dio una voz. Apareció ante nosotros un teniente gigantón que había pertenecido a las S. S. alemanas y que ahora estaba inscrito en los grupos «antifascistas», muy rubio, de unos veintisiete años y de enorme corpulencia. Rot le hizo un gesto y éste se abalanzó sobre mí. Con un brazo me inmovilizó, con el otro, armado de una hoja de afeitar, cortó de tres tajos el bordado del uniforme. Hecho esto, me soltó.

Cuando estuve libre y con toda la lentitud que me imponían, de un lado la contención de mi rabia y del otro mi extremada debilidad, fui desabrochándome la guerrera. Me la quité y la tiré al suelo, a los pies del comisario.

—Ya no la quiero —dije.

Recogí mi abrigo y me retiré.

Uno tras otro hicieron lo mismo con Altura, Molero y Alejandro Fabrés.

La noticia de lo ocurrido corrió pronto de boca en boca por todo el campamento. Por la tarde, desde el puesto de guardia me mandaron la guerrera. Comprendí que la rotura de mi manga, así como estaba, era, al menos, tan honrosa como una herida en el frente. Me la puse y puesta la conservé, muy honrado, hasta que el tiempo y el uso la hicieron jirones.

El clima de Potma comenzó a agriarse. Un día, el teniente Altura fue agredido por un B. K. (prisionero voluntario que hace las veces de centinela) y yo me lancé sobre él, haciendo lo poco que me permitían mis escasas fuerzas: darle un empujón. Ni siquiera se tambaleó.

Me miró de abajo arriba, pensando qué hueso era el primero que me iba a romper, pero al reconocerme, por respeto, no se atrevió. Llamó al ruso, y Altura y yo dimos con nuestros huesos en la cárcel. Esto fue por la mañana. A la tarde, nos llamaron al cuartelillo del campo, cosa extraña, pues allí no hay más gente que los soldados rusos encargados de la vigilancia. Nos hicieron pasar a los dormitorios. En sus literas los rusos, tumbados, leían o fumaban. Otros dormitaban, otros, en fin, limpiaban sus botas o sus armas. En el suelo una palangana con agua, unos estropajos y un cepillo. El sargento nos señaló los bártulos de limpieza.

—A fregar, amigos.

Yo comprendo que es mucho pedir ser conocido por los ciento noventa y cuatro millones de seres que pueblan la U. R. S. S., pero me sorprendió que aquel sargentuelo no tuviera suficientes noticias mías para comprender que acatar yo aquella orden era tanto como pedirle fuego al agua, o al olmo peras.

—No —dije.

—Entonces, friegue usted —le dijeron a Altura.

—No —dijo éste.

El sargento se rascó la barbilla.

—¡Vamos! ¡A fregar!

—¡No!

—¡He dicho que frieguen!

—Hemos dicho que no.

Los rusos empezaron a volver la cabeza, dejando sus lecturas o abandonando sus faenas. Algunos se incorporaron, sentándose al borde de las literas.

Recuerdo a un soldado mongol, muy divertido del espectáculo.

—¿Le ayudo, sargento?

—No hace falta, me basto solo… ¡Vamos!

El mongol se levantó, acercándose a nosotros. Le siguieron diez o doce más. Altura se mordía el labio inferior. Yo apretaba los puños. El mongol, muy despacito, continuaba acercándose. Hice un gesto para hablar.

—Que venga el oficial de guardia —dije.

Una enorme risotada (aún la oigo) acogió mis palabras. El sargento, preocupado, rechazó al mongol y obligó a abrir el círculo, peligrosamente ceñido sobre nosotros.

—Que venga el oficial de guardia —dije más alto.

El sargento comenzó a asustarse. Comprendí que la idea de la friega había sido suya, y si pasaba algo podía costarle caro, pues sería muy difícil explicar la presencia de dos arrestados en aquel lugar. Un soldadote, al fin, se abalanzó dispuesto a todo, y el sargento, ya alarmado, tuvo que convertirse de verdugo en defensor. Empezó a gritos con ellos, los redujo con amenazas a sus literas, y nos ordenó retirarnos, cosa que hicimos con el gusto que es de suponer. Dos horas más tarde en la cárcel ingresaron tal cantidad de polacos que no había sitio para tantos y nos pusieron en libertad.

Al verme libre, un soldadito muy joven, Julio Sánchez Barroso, se me acercó.

—¿Cuándo nos repatrían, mi capitán?

Me lo preguntaba como un enfermo sin salvación posible le diría a su médico: ¿Cuándo me pondré bueno?

Le pasé una mano por la cara.

—Ya has oído lo que dicen: Budit… Pronto…

¡Pobre muchacho! Murió en Rusia cinco años después, sin que ya se hablara de repatriación.

Entre los españoles que se concentraron en el campo de Potma, venía un individuo repugnante como un reptil, el que más daño hizo a sus compatriotas con sus delaciones, un verdadero traidor: César Astor, desertor de la División.

Era muy alto, delgadísimo, pálido y demacrado. Tenía mucho pelo, áspero y ondulado. Como jamás me miró a la cara, no sé cómo eran sus ojos, salvo que eran fugitivos. Era cruel, vengativo, cobarde y homosexual: un primor de hombre.

Cuando llegamos a la barraca el teniente Altura y yo, nos lo encontramos leyendo en voz alta propaganda antiespañola. ¡Dios Santo y cuántas majaderías juntas salían de aquella boca! Eran entonces los días en que las Naciones Unidas, abandonadas a la facilidad, decretaron el cerco diplomático contra España,·sirviendo en bandeja los intereses de la Unión Soviética contra su enemigo, si no el más poderoso, al menos el más puro y el más antiguo. La reacción de aquella campaña en las consignas políticas de los campos de prisioneros fue inmediata. Más de un puritano inglés y un demócrata americano se hubieran sonrojado oyendo sus opiniones en labios de César Astor…

Yo me quité el abrigo, dejando al descubierto mi guerrera mutilada.

Al verme llegar, los soldados que me eran fieles me miraron y sonrieron seguros de no ser defraudados.

—César Astor —dije—: donde yo esté, usted tiene que estar callado.

—Estoy leyendo información sobre España —replicó débilmente.

—La información que usted nos da —dije levantando el tono— no la necesitamos. Y la que necesitamos, usted no nos la puede dar.

Se calló y jamás delante de mí leyó su propaganda.

Yo, en cambio, leí a los soldados la protesta formal y escrita que acababa de redactar contra la cobarde agresión de que habíamos sido objeto por parte del comisario Rot, cuando su sicario nos arrancó por la fuerza los emblemas de la manga.

El soldado Victoriano Rodríguez, irritado por las mentiras y las insidias que sobre el momento español acababa de leer César Astor, vio una puerta abierta a la expansión cuando acalló al jefe «antifascista» y disparó al aire, jocosamente, un delicioso disparate que se hizo muy popular:

—Mi capitán —dijo, mirando burlonamente a César Astor—, digan lo que digan, las tortillas de patatas en España siguen siendo redondas.

Una gran carcajada acogió sus palabras y, desde entonces, cada vez que dejaban caer sobre nosotros una lluvia de burda propaganda, los soldados se defendían con aquellas palabras convertidas en lema de vacunación: «Digan lo que digan…».

A finales de enero fuimos trasladados al campo de castigo de Jarkof, que aún tortura nuestra memoria. Semanas antes —6 de enero de 1947— fue el día de los Reyes Magos. A los soldados de mi compañía Julio Sánchez Barroso, que murió, como he dicho, años después soñando en la imposible repatriación, y Victoriano Rodríguez, el de las tortillas de patatas, los consideraba un poco como a mis hijos: unos hijos grandes que me habían nacido en el cautiverio. Por eso, el día de Reyes, siguiendo la tradición de nuestros lejanos hogares, les regalé tabaco y un cuarto de margarina de mi ración.