CAPÍTULO XI

¿LIEBRE O CAMELLO?

EL 1.º DE JULIO DE 1946 nos avisaron que cogiéramos nuestras cosas y nos preparáramos para un nuevo traslado. Seis días después llegamos a Oranque. Allí nos encontramos con el teniente Rosaleny. El campamento estaba también instalado en un monasterio antiguo. ¡Peregrina dedicación ésta de los monasterios en la U. R. S. S.! Pertenece Oranque a la región de Gorki, centro industrial de primer orden. Allí se fabrican los camiones «Molotov», de dos toneladas, y un cochecito ligero de campaña, parecido al jeep, con doble diferencial. Mal recuerdo el que conservo de Oranque. Allí volvió a plantearse el eterno dilema del trabajo mal llamado voluntario, y volví a negarme, por supuesto, a aceptar esta humillación. Aunque, desgraciadamente, sin la unanimidad de criterio mantenida en Suzdal dos años atrás. Al comienzo de estas páginas clasifiqué a los prisioneros en tres categorías: los puros, los débiles y los traidores. Me dejé en el tintero una casilla adaptable para un solo hombre: la de los pedantes. ¿Cómo va a calificarse, si no, a un individuo que mantenía el criterio de que negarse a trabajar en la U. R. S. S. equivalía a «presumir de reaccionario»? En efecto, cuando el teniente Rosaleny y el alférez Castillo, solidarizándose con mi criterio, se negaron a trabajar, aquel solemnísimo majadero dijo: «Vaya, hombre: Otros dos que presumen de reaccionarios».

—Mira —le dije—. Presumir de reaccionario en una terraza de la calle de Alcalá, ante un doble de cerveza y en compañía de otros pedantes como tú, supongo que debe ser muy fácil. Pero aquí, en Rusia, a dos pasos de Siberia, con la amenaza de ir a unas minas de carbón a 2000 metros de profundidad, no lo es tanto.

Este mismo caballerete, cuando empezó la repatriación de los alemanes, sostuvo la curiosa teoría de que nosotros éramos súbditos de esta nacionalidad y debíamos, por tanto, ser repatriados con ellos. Bien sabe Dios que al solo eco de la palabra «repatriación» se me hacía un nudo en la garganta, pues ser hombre no significa ser piedra. Pero conseguirla a costa de renunciar a la nacionalidad, eso nunca. Así, pues, le respondí: «Españoles voluntarios dijimos que éramos en nuestras primeras declaraciones, españoles voluntarios dijimos después en otras tantas, y españoles voluntarios moriremos aquí, si está dispuesto que así sea».

Mi amigo el pedante fue siempre majadero, hasta la médula.

Por aquellos días, el alférez X, ya descaradamente, se destapó. Un día, el general Schmidt me mandó llamar:

—Tenga usted cuidado —me dijo—. He visto a un oficial español hablando confidencialmente con un policía de la M. W. D. No me ha gustado.

—¿Quién era? —preguntó.

—Ése que en Suzdal era amigo de los italianos que no eran amigos de ustedes.

La descripción era perfecta: X.

Aunque convivíamos en la misma barraca, ya por aquel tiempo, debido a manifestaciones suyas que nos repelieron, ninguno de nosotros se trataba con él. Cuando entraba le volvíamos la espalda. Si nos hablaba, respondíamos con el silencio. A pesar de dormir a cinco pasos de mí, para dirigirme a él escribí una carta. Le rogué que volviese a nosotros, que no diese un paso más por el camino emprendido, que todos estábamos dispuestos a olvidar sus manifestaciones y veleidades. Me contestó también por carta diciendo que no sólo daría un paso, sino ciento, que él toda su vida había sido un hombre de izquierdas, que se consideraba amigo de Rusia y que si durante tanto tiempo nos habla engañado, se debía a su afición al teatro y a no ser mal actor. Como he dicho, este diálogo era puramente epistolar, pues la palabra (menos aún después de tal declaración) no se la dirigía. Le contesté textualmente: «Cuando se finge tan bien como lo ha hecho usted, no se pasa a la historia como actor, sino como traidor. Y sepa bien que la historia de los pueblos la hacen los condes de Benavente y no los duques de Borbón. — Capitán Palacios».

Días después un amigo suyo me dijo:

—El alférez X quiere hablar con usted.

Accedí.

Se sinceró conmigo. Él no se consideraba un traidor, puesto que era fiel a sus ideas políticas. Pero me prometió que mientras siguiera prisionero no haría nada que desdijera de la conducta del resto de sus compañeros. Le perdoné, pero no le creí. Era débil, cobarde, y estaba convencido —y ésta era la causa fundamental de su deserción— de que a la vuelta de muy pocos meses, los vencidos de la guerra de España volverían como vencedores.

«En estas cosas que digo, y otras que paso en silencio» transcurrieron los tres primeros meses de Oranque, hasta que un día, mejor dicho, una noche… vimos entrar en el campo, extenuados y con síntomas de haber sufrido mucho, a un grupo de presos, con la novedad de que entre ellos venían muchas mujeres, con niños pequeños. Con la curiosidad que es de suponer, les rodeamos. ¡Cuál no sería nuestra emoción al oírles hablar en español! Castillo, abriendo los brazos, dio un tremendo ¡Viva España!, saludándoles, y el silencio fue su respuesta. Nos miraron con curiosidad, bajaron los ojos y siguieron su camino. El alférez X (y lo digo no sin mucha emoción) levantó entonces la voz y dijo la letra de aquella jota…

Quien al oír Viva España

con un viva no responde,

si es hombre no es español

y si es español… no es hombre.

Los rusos nos apartaron, y encerraron a los recién llegados en una barraca situada en el centro del campo, y rodeada de alambradas, no sin advertirnos primero que estaba rigurosamente prohibido hablar con ninguno de ellos.

¿Quiénes serían? ¿De dónde vendrían? ¿Por qué se les aislaba? Para mí bastaba ver cómo eran tratados por los rusos para considerarles como mis amigos. La historia de sus vidas y sus desventuras excede a la más grande de las paradojas. Veámosla.

Los recién llegados eran rojos españoles, comunistas exilados voluntariamente de España cuando el triunfo de nuestras armas en la Cruzada Nacional. De España pasaron a Francia, donde establecieron sus vidas, hasta que los alemanes, al ocupar este país, se los llevaron a Alemania para que trabajaran en las industrias de guerra, y estando en Berlín, les sorprendió la entrada del Ejército rojo, esperado por ellos como el Ejército libertador. Hicieron entonces una machada muy española. No queriendo estar inactivos se apoderaron de la Embajada (abandonada a la sazón) y allí, en su balconada principal, enarbolaron la bandera roja y la tricolor, para recibir con todos los honores al Ejército ocupante. Llegaron los rusos, y sin atender las protestas de comunismo de estas pobres gentes, las detuvieron convencidos de que acababan de apresar al embajador de España, a su mujer y a todo el cuerpo diplomático español con sus familias respectivas. Empezaron los interrogatorios, reanudaron éstos sus protestas de ferviente comunismo, intentaron deshacer el equívoco de que eran objeto, sin conseguirlo. Embajadores les creyeron en los pruneros minutos y embajadores seguirían, si Dios no lo remediaba, hasta el fin de sus días. Pero Dios, en sus altos designios, no lo remedió. Así, pues, los metieron en un vagón y sacaron de Berlín. «Qué graciosos son estos rusos —decían—; lo que pasa es que no entendíamos su sentido del humor». Convencidos de que iban a París, pues a París habían pedido se les enviara, empezaron a escamarse al segundo día de viaje. Muy largo era aquel camino; seguramente habían ido por vías transversales por estar copada la principal con el retorno de los soldados a sus hogares: Al cuarto día, el tren se detuvo en la estación terminal.

—¡Ah, París, París, capital del mundo…!

Pero adonde habían llegado era a la capital de otro mundo bien distinto: Moscú. Allí, sin más preámbulos, los cogieron… ¡y al saco! Quiero decir que los mandaron al campo número 27, ya conocido por los lectores, de Moscú.

En este campamento ingresaron como diplomáticos enemigos y como diplomáticos enemigos fueron trasladados meses más tarde a Oranque, donde les encontramos.

Por aquel entonces se divulgó un chascarrillo ruso entre los prisioneros. Una liebre cruza disparada la frontera soviética y no para su carrera hasta caer derrengada y temerosa junto a una compañera de raza que le pregunta cuál es la causa de su terror.

—Los rusos —dice temblando la fugitiva— han decretado la pena de muerte para todos los camellos de la Unión Soviética.

—Pero tú no eres un camello…

—Sí, sí… —replica la liebre fugitiva—, pero ¿quién convencerá a los rusos de que soy liebre y no camello si se empeña en lo contrario la M. W. D.?

La historia de nuestros compatriotas corrió como reguero de pólvora por el campamento. Yo decidí violar la orden de incomunicación y ponerme en contacto con ellos. Por tres veces, el centinela que guardaba la barraca me sorprendió merodeando por allí, hasta que pedí a un rumano llamado Popesku que me ayudara. El rumano se acercó al centinela soviético, le ofreció tabaco y le entretuvo charlando de trivialidades el tiempo suficiente para que el alférez Castillo y yo, por el lado opuesto, saltáramos las alambradas que rodeaban la barraca y golpeáramos los cristales de una de las ventanas. En el suelo, dormitando unos, cuidando otros de los niños, los veíamos afanarse en mil menesteres. Se acercaron dos:

—¿Quiénes sois?

—Somos prisioneros de la División Azul…

Nos cerraron la ventana en las narices.

Volvimos a llamar.

Dentro, se reunieron en conciliábulo, dudando si atendernos o no. Al fin, un grupo se acercó.

—Os advierto —les dijo Castillo— que nos estamos jugando el tipo por ayudaros.

—Dejemos las diferencias políticas —insistí yo—. Todos somos españoles. Y eso basta. Llevamos muchos años prisioneros y podemos seros útiles.

Ante la palabra «útil» uno de los que acudieron, que era catalán, y, como tal, hombre práctico, accedió:

—Mañana, a las diez, frente a las alambradas.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—De acuerdo.

—Que descanséis.

Descansamos en la cárcel, por supuesto. El centinela, escamado de tanta futilidad como le dijo el rumano por entretenerle, se dio un paseíllo y nos cogió con las manos en la masa. Afortunadamente el castigo no excedió de una noche entre rejas, de modo que a la mañana siguiente, acudimos a la cita.

¡Pobre gente! Nos contaron su tragedia, y ellos se interesaron por la nuestra. Entre los exilados recuerdo a Luis Bravo, boxeador, nacionalizado en Francia, excelente muchacho que al ser repatriado como francés años más tarde, tuvo la gentileza de informar al Gobierno español de nuestra suerte. También recuerdo a un teniente coronel de Estado Mayor de las Brigadas de Madrid, natural de Granada; a un santanderino llamado Ignacio; al capitán Sauri, procedente de la Escuela Aeronaval de Cartagena; a una mujer, Amparo Fernández, de unos treinta y dos años, morena de facciones muy correctas, viuda de un chófer alemán que murió durante un bombardeo. A esta mujer la recuerdo muy especialmente. Era hija de Otilia Fernández, oriunda de Arenas de Iguño, cerca de Corrales de Buelna, provincia de Santander. Tenía un hijo de diez años con quien hice gran amistad. Recuerdo también el único tipejo realmente repulsivo que iba en este grupo: era un vulgar asesino que presumía de haber matado a veintisiete «reaccionarios» en un pueblecito de Jaén. Ninguno de sus compañeros de exilio le trataba. Le llamaban «matasiete» y tenía un tic nervioso que me impresionó vivamente: contraía, sin querer, el dedo índice de la mano derecha, acostumbrado a los disparos en la nuca. Salvo con éste, hice amistad con el resto de los exilados. Por cierto que entre ellos venía un diplomático de verdad: el embajador húngaro en Yugoslavia, un caballero por todo lo alto.

El estado de hambre, agotamiento y cansancio en que llegaron estas pobres gentes me movió a colectar, entre los prisioneros de guerra, ayudas alimenticias para los niños y las mujeres. Es de advertir que la generosidad de todos fue tanto más de agradecer cuanto más triste era nuestra situación. Renunciamos, pues, a parte de nuestras ínfimas raciones, y el tiempo que estuvieron en este campo niños y mujeres contaron, gracias a estas colectas, con doble y aun triple ración. Pero el drama empezó para ellos cuando a los dos días de su llegada les comunicaron la obligatoriedad de salir a trabajar. Me indigné, y gracias a la ayuda del «antifascista» húngaro Gallos, logré colarme en su vivienda para aleccionarlos acerca de lo que habían de hacer.

Les informé que la obligatoriedad del trabajo era sólo para los soldados prisioneros. Y que ellos debían negarse, alegando no ser «prisioneros», sino «internados». Redacté con ellos un escrito de protesta dirigido a Moscú y aconsejé a los hombres declararan la huelga de hambre mientras no recibieran respuesta.

La injusticia era tan inmensa que el propio jefe de campo carecía de fuerza para sostenerla, temiendo se elevaran denuncias contra él, de las que tendría que responder. Yo me conocía ya muy bien aquella papeleta. Si se accede a cuanto piden los jefes de campo se convierte uno en su esclavo. Si se defiende uno en aquello en que el jefe abusa de su poder, y la defensa es inteligente y vigorosa, el lacharni se ve obligado a rectificar[7]. Así, pues, aquí tenemos a nuestros compatriotas convertidos del día a la noche de enemigos en aliados, declarando la huelga de hambre, negándose a trabajar, y manteniendo ambas huelgas como jabatos. A los tres días, la orden fue derogada y Moscú les reconoció su categoría de internados. Los pobres no sabían cómo agradecérmelo. Del capitán Sauri escuché frases conmovedoras, cuando rendido por la nostalgia me dijo que su mayor deseo sería regresar a la patria, aunque por su conducta pasada se le exigieran responsabilidades en «aquella —son sus palabras— jaula de oro».

A pesar del reconocimiento de su categoría de «internados», la incomunicación se mantuvo con extraordinario rigor. Diariamente tenía que recurrir a mil estratagemas para verme con ellos. Hasta que un día, estando en mi barraca con otros compañeros, recibimos la gratísima visita de José Luis, el hijo de Amparo Fernández.

¡Qué gran recuerdo de él! Venía a que le habláramos de España, que no conocía. Debió gustarle la charla. Diariamente se escapaba para venir a visitarnos. Tendría once o doce años. Yo le sentaba sobre mis rodillas y charlaba y charlaba con él, de mil cosas y casos, que escuchaba con los ojos muy abiertos como si viviera mis narraciones.

Le regalamos entre todos una geografía de España, en la que puse esta dedicatoria, firmada por todos los oficiales: «Te dedicamos este libro en nombre de España, que espera con los brazos abiertos a todos los buenos españoles que sufren lejos de sus fronteras».

Pocos días después los trasladaron a un campo filial, muy próximo al nuestro, donde había estado tiempo atrás el teniente Rosaleny. «¡Qué será de nosotros —nos decían al despedirse— sin su protección!». Pero nosotros ya habíamos pensado por ellos. Rosaleny, por medio de un teniente rumano, envió una carta a sus antiguos compañeros de aquel campamento, sugiriéndoles la idea de que hicieran una colecta de azúcar, leche y pan para los niños y las mujeres; lo rechazaron con gran generosidad lo cual me demuestra que la compenetración entre los seres humanos se manifiesta a veces mucho mejor en los días adversos que en los prósperos.

Nos escribieron llenos de gratitud. Nuestra satisfacción fue grande porque teníamos la evidencia de que habíamos rescatado, no ya sus cuerpos del agotamiento, sino sus voluntades del odio, para la verdadera y cristiana hermandad.