CAPÍTULO X

LA MUCHACHA Y EL CAMIÓN

DOS AÑOS Y MEDIO llevábamos cautivos cuando al fin se produjo lo que todos esperábamos: la capitulación. Unos, como primer paso inexcusable para el retorno; otros, como quien desea no se prolongue más una lentísima agonía. Mas para nadie fue una sorpresa. Un día nos mandaron formar y nos leyeron un pricás, una orden cruelmente humillante para el más poderoso de los ejércitos vencidos:

«Disuelto el Ejército alemán —se nos dijo— y degradados sus mandos, a partir del día de la fecha se formarán batallones de trabajadores con todos cuantos fueron jefes, oficiales o soldados del Ejército extinguido».

En efecto, la Convención de Ginebra prohibiendo trabajar a la fuerza se refería a jefes y oficiales del Ejército prisioneros; al ser degradados, la prohibición seguía en pie, mas no para ellos, pues teóricamente ya no tenían tal categoría. Levantaron entonces la incomunicación mantenida hasta ese momento con veinte o treinta generales alemanes, a quienes dejaron de nombrar como general tal o tal, llamándoles desde entonces señor Fulano o señor Zutano.

Hasta entonces los españoles hablamos mantenido, a pesar de su incomunicación, ininterrumpido contacto clandestino con los generales de esta nacionalidad. Tenían su vivienda en el piso inmediato inferior al nuestro, y por la ventana descolgábamos a diario una caja de cerillas pendiente de un hilo, donde depositaban las consignas, que nosotros transmitíamos. Por este medio el general Offner me encargó trasladase a un coronel de su División que ocupaba un puesto destacado en los grupos antifascistas el siguiente mensaje: «En la batalla X le di la mano en nombre de Alemania y le llamé amigo. Espero no tener que avergonzarme nunca de haberlo hecho». El capitán Oroquieta hizo presente por el mismo procedimiento al general el peligro que representaba una nota así en manos de su «bravo» coronel, pues éste era un bellaco y no era de fiar. Offner insistió y, en efecto, a los pocos días, delatado por su antiguo camarada y subordinado, fue trasladado a la prisión Butirka, de Moscú.

Ya no teníamos ni siquiera el aliciente de prestar estos servicios. Nuestros superiores jerárquicos fueron degradados, obligados a quitar de su uniforme los símbolos de su jerarquía, y alistados de peones en batallones de trabajo. Nosotros estábamos en este tiempo adscritos a los alemanes en la misma vivienda. Era irritante ver cómo muchos de ellos, al menos los que rodeaban nuestros camastros, se apresuraban a quitar de sus uniformes los grados y las insignias. Aquel gesto de arrancarse los galones tenía además una especial significación: los traidores, los pusilánimes y los inscritos en los grupos «antifascistas» de prisioneros lo habían hecho ya meses atrás, y una de las luchas más duras de todo nuestro cautiverio fue siempre resistir sus presiones y sus denuncias por no querer imitarles. Así, pues, los españoles decidimos no hacerlo en aquel momento tampoco. Mas no por negarnos a aceptar el hecho evidente de la derrota militar, sino por negarnos a reconocer la derrota política que no se habla producido hasta entonces en el interior de los tres campos en los que, un triunfo tras otro, hablamos malvivido sin gloria, mas con honor. El señor Ris, jefe político de nuestra barraca, advirtió a los rusos nuestra negativa. Por la tarde, en la formación cotidiana, el ruso levantó la voz y dijo, mirándonos a la cara: «Espero no ver mañana a nadie con las divisas en las hombreras». Todos los españoles —todos, incluso el alférez X— las llevaban. Es de advertir que este oficial, que se las había arrancado mucho tiempo atrás (al ver el entusiasmo y la admiración de que fuimos objeto al regreso de la cárcel de Suzdal, como consecuencia de nuestra negativa a trabajar el día de los perros y las metralletas), nos dio la gratísima sorpresa de recibirnos con las insignias puestas. Yo, sin poder contener mi emoción, abracé a X, y le dije:

—No puedo ocultarte mi satisfacción por estos regalos, esta tarta y este entusiasmo del campo por nosotros. Pues te juro que nada me alegra tanto como verte con estas insignias que en un momento de debilidad te arrancaste…

Excusado es decir que después de la amenaza del ruso todo el campamento estaba pendiente de si claudicaríamos o no. Algunos, incluso, cruzaron apuestas. Cuando al día siguiente nos mandaron formar para pasar lista, éramos el centro de impacto de todas las miradas. Por supuesto que las llevábamos. ¡No faltaba más!

El coronel Kaiser, segundo jefe de los Servicios de Sanidad del VII Ejército, me mandó llamar.

—Alemania ha capitulado; el Ejército alemán no existe. Se lo digo con todo el dolor del corazón, pero siendo así, todos los jefes y oficiales de este campo hemos decidido quitarnos las insignias. No nos expongan al bochorno de que los únicos que las conserven sean ustedes que, al fin y al cabo, no son alemanes…

Era difícil mantener el diálogo con aquel hombre. No era por el huevo, sino por el fuero. En definitiva, ¿qué me importaban a mí las águilas y los galones de un uniforme que no era español? España no había intervenido en la guerra mundial; en los frentes de África y Europa su neutralidad había sido absoluta; en·el Asia se inclinó diplomáticamente del lado de los americanos. Sólo en el frente del Este europeo permitió que una División de Voluntarios luchara contra el peligro comunista. Para ello, los hombres de esta División tuvieron que adscribirse a una determinada organización militar, ya que el Ejército español, como tal ejército, no había intervenido. Una vez adscritos, con los juramentos de rigor, a esta organización, nosotros no podíamos quitarnos voluntariamente los emblemas del uniforme.

Lo consulté con mis compañeros y todos, salvo X, que en esta ocasión se las arrancó sin más preámbulos, mantuvieron el mismo criterio que yo. Se lo hice saber a Kaiser. Más tarde tuve la satisfacción de comprobar que los generales Offner, Von Brusch, Scmidt, Fasol, Heine y Pfeifer habían hecho lo que nosotros. La actividad política dentro del campamento adquirió entonces un ritmo de vértigo. Las humillaciones, las presiones, el trato, los mítines y, más que nada, la docilidad de los alemanes compañeros míos de vivienda, me irritaron hasta el extremo de recurrir a una estratagema que les hiciera reaccionar.

El periódico Pravda había publicado una fotografía brutal. Ante el monumento de Lenin y bajo la presidencia de Stalin, el Ejército rojo lanzaba al fango, durante el desfile de la Victoria, los estandartes de los mejores regimientos alemanes derrotados en la batalla de Berlín.

Cogí la fotografía, la recorté y la clavé en la pared, sobre mi cama. A los pocos minutos una comisión de alemanes vino a pedirme que retirara aquella fotografía humillante.

—No sé por qué os humilla, cuando vosotros, con vuestra actitud, hacéis lo mismo que el Ejército rojo. Lanzáis al fango vuestros símbolos y vuestras insignias…

Meses después, un soldado español estaba junto a un alemán cuando pasó ante ellos un general de esta nacionalidad. No de los puros, que fueron dignísimos, sino de los voluntariamente degradados. El soldado alemán siguió charlando con su compañero. Poco después pasé yo, y el germano se puso en pie cuadrándose y saludándome militarmente. El español, extrañado, le preguntó por qué me saludaba a mí y no a su general. A lo que éste respondió:

—Porque tu capitán ha sabido ser capitán y mi general no ha sabido ser general.

En efecto, ya desde Suzdal, los alemanes se cuadraban siempre ante Oroquieta, Molero, Altura, Castillo y yo, no haciéndolo ante aquellos de sus jefes que con su conducta se habían a sí propios degradado.

Para huir de aquel ambiente, y ahora que nadie nos lo imponía, decidimos presentarnos voluntarios para trabajar en el campo. El jefe ruso no podía dar crédito a nuestra petición. ¿No éramos los mismos que, ante el propio coronel Krastin, nos habíamos negado a trabajar, dando por ello con nuestros huesos en la cárcel?

—Entonces era una imposición —respondimos—. Y ahora es por nuestra voluntad. La diferencia es abismal.

El ruso no se fiaba de nosotros. Pretendió exigirnos palabra de honor de que no intentaríamos escapar.

—Nuestras ordenanzas —dije— prohíben expresamente empeñar la palabra, estando prisioneros, de no escapar. Antes bien, dicen claramente que en la primera ocasión posible el prisionero debe fugarse…

Debió de pensar que bromeaba, y accedió.

Fuimos con los italianos y juro que fueron unas deliciosas vacaciones al aire libre. Segamos hierba, desentumecimos los músculos, tomamos contacto con la población campesina rusa y nos preocupamos muy seriamente de tomar datos y estudiar la organización soviética de la agricultura y su régimen laboral.

¡Cuánta miseria, Señor! ¡Cuánta farsa y cuánta burocracia no serían precisas para conseguir que el país más rico de la tierra, o al menos uno de los más ricos, mantenga a quienes lo habitan en el más bajo nivel de vida conocido en el mundo por la raza blanca! Rusia ocupa el tercer lugar del mundo en la producción de aluminio, petróleo, ganado vacuno, ganado porcino y… fuerzas navales. Ocupa el segundo lugar en la producción de carbón, oro, hierro, algodón, carne, leche, avena, ganado lanar, producción eléctrica, kilómetros de ferrocarril, acero y… fuerzas aéreas. Rusia, en fin, es el primer país de la tierra en la producción de cromo, manganeso, cebada, trigo, madera, patatas, azúcar de remolacha, ganado caballar y… fuerzas armadas de tierra.

Vive el campesino en unas isbas miserables, sin agua corriente, sin servicios higiénicos, sin la menor concesión no ya al lujo, sino a la mínima condición que exige un hombre en Europa para considerarse hombre. Las isbas están incluidas en un koljos. Toda la aldea y sus campos limítrofes pertenecen en realidad a un koljos o finca universal, en el que están incluidas las tierras de cada labrador. Cada koljos tiene un jefe, que es el dictador de la aldea y al que están subordinados todos sus habitantes. Cada koljosiano o habitante del koljos, cada labrador, en suma, trabaja para él. Al llegar la época de la recolección, el 40 por 100 de los productos pasan a poder del Estado; el 12 por 100 es requisado por la Compañía de Máquinas y Tractores como cobro de sus servicios. El 5 por 100 pasa a la Agrupación de Médicos y Veterinarios y el 43 por 100 restante ha de ser íntegramente vendido al jefe del koljos, quien le abona, a precio de tasa, el total de sus productos, revendiéndole después al propio labrador, y a precios sensiblemente recargados, los que precise para su manutención, la de sus hijos y la de su ganado. A la entrada de la gran Oficina Centralizadora hay un gran cartel que dice: «La tierra es de aquél que la cultiva». Ironía cruel.

En ningún país de raza blanca, por muy atrasada que esté su legislación social, incluso en los países donde no exista tal legislación, vive el campesino sometido a un régimen de explotación tan descarado como éste. El koljosiano es, sin embargo, el más sano de todos los estamentos sociales soviéticos. Esta salud moral, compatible con un extraordinario embrutecimiento, se debe a ser el menos trabajado por la propaganda; quizá por aquello de que la revolución la hace la ciudad y no el campo. Su población, de otro lado, es la más castigada por los blatnois o piratas de tierra adentro que escogieron en el bandidaje su libertad. En patrullas armadas y en cantidades numerosísimas, a lo largo de la inmensa geografía soviética, roban ganados, asaltan aldeas, violan mujeres y asesinan para robar. Víctimas del bandidaje privado y de la explotación del Estado, su vida es triste, embrutecida y miserable. El jefe del koljos puede impunemente exportar al campesino si le sobran brazos, como si fuera una mercancía, enviándole a otras tierras lejanas donde éstos falten, sin que éste pueda llevar consigo, en sus traslados forzosos, a su mujer y a sus hijos. De la brutalidad de estos destinos obligatorios pronto tuvimos conocimiento personal y directo.

Allí conocimos a treinta muchachas muy jóvenes, con las que tontearon algunos italianos, siempre galanes y enamoradizos. Uno de ellos, Vittorio Paulossi, conde de algo, cuyo título no recuerdo, había conservado unas fotografías de Italia. Representaba una de ellas a una joven muy elegante, conduciendo un automóvil. ¡Había que ver las exclamaciones y las incredulidades de las muchachas rusas! Se negaban a aceptar, en primer término, que aquella moda no fuera un disfraz, pero sobre todo se negaban a creer que el coche fuera particular y que en él, libremente, se pudiera viajar y trasladarse no sólo de calle en calle, sino de ciudad en ciudad y aun de país en país. Sus preguntas fueron un índice de inestimable valor para comprender su nivel de vida y su mentalidad.

—Pero vamos a ver —decían—. Si le paran para exigirle un propus (salvoconducto), ¿ella qué dice?

—Primero, no hay salvoconducto. Segundo, si le preguntan, dice la verdad: «Voy a tal sitio o a tal otro…».

—¿Y no piensan que se pueden escapar?

—¿Escapar de dónde?

—De su casa, de su ciudad.

—Pero… ¿por qué se va a escapar? —preguntaba a su vez el italiano—. Ella es libre de ir donde le plazca y no tiene que dar cuenta a nadie, salvo a su familia, de adónde va…

—No puede ser. Es mentira…

Otra rusa preguntaba:

—¿Y si se quiere escapar de su fábrica…?

El italiano, paciente, le explicaba.

—Mira, allá es distinto, ¿sabes? Si un hombre o una mujer quieren buscar otro trabajo diferente del que tienen, lo dicen a su patrón, cobran lo que se les deba y se van… Pero nadie les persigue por eso… Está permitido hacerlo.

Las chicas se miraban y reían alborozadas.

—No puede ser… no puede ser… Propaganda, propaganda…

—Escucha, pequeña, escucha. En Italia…

Y Paulossi, o Sansone, o el admirable Fusco, o cualquier otro, tomaba la palabra y empezaba a hablar de aquel mundo increíble y lejano, donde brilla el sol en invierno, y los hombres son libres. Algunos, al hablar o al escuchar a sus compañeros, se dejaban llevar de la nostalgia y, con los ojos llenos de lágrimas, añoraban aquello con tal acento de verdad y sinceridad, que las jóvenes rusas dejaban de reír y escuchaban absortas esos relatos, bellos como cuentos de hadas y, como cuentos de hadas, imposibles.

Las explicaciones de los italianos acerca de la vida normal en su país (y como en el suyo en cualquier otro civilizado) eran tan inaccesibles a las mentalidades de aquellas pobres chicas como para la nuestra lo fue la historia de ellas mismas.

Eran todas oriundas de Odesa, la suave y templada ciudad a orillas del Mar Negro —su Mediterráneo particular—. Todas ellas eran chóferes y estaban en posesión del título oficial de conductor. Todas ellas habían abandonado su ciudad y sus familias en cumplimiento de un contrato para ejercer su profesión en Vladimir, donde faltaban conductores para camiones. Y todas ellas, en fin, se encontraron, al llegar a su punto de destino, que lo que necesitaban en esta ciudad no eran chóferes, sino braceros para el campo. Y al campo fueron enviadas, contra su voluntad, en un sordo secuestro colectivo. Allí, adscritas a un koljos, estaban desde el día de su secuestro, y allí seguirían para siempre jamás, sin esperanza de torcer su destino. No me supieron explicar si el contrato de trabajo, por el cual abandonaron voluntariamente Odesa, era ya malicioso y tenía por fin recolectar braceros agrícolas con el señuelo de un contrato mejor, o si, por el contrario, su tragedia nacía de haber sido ya cubiertos los puestos de chóferes cuando ellas llegaron. En lo que coincidían todas era en que, una vez adscritas a esta nueva labor, «nada» ni «nadie» podría arrancarlas «nunca» de allá. Y estas palabras, tremendas y totalitarias, «nada», «nadie», «nunca», tienen en Rusia una auténtica y estremecedora dimensión. Por eso preguntaban con tanto afán por aquella muchacha italiana poseedora de un coche —¡un coche particular!— con el que podía desplazarse libremente —¡libremente, Señor!— de ciudad en ciudad, de país en país.

Al caer la noche, cuando nos retirábamos a descansar, yo me preguntaba si hacíamos bien en hablar con estas chicas de tales cosas y de esta manera. El ciego no es tan ciego si ignora la existencia de la luz. El esclavo no es tan esclavo si ignora la existencia de la libertad. El recuerdo de aquellas muchachas casi mediterráneas ha dejado en mí un poco de amargura que será difícil borrar.

Un día, una me dijo:

—Antes yo creía que no había más hombres que los rusos. Después conocí a los extranjeros. Parecéis de otro mundo…

Y yo le hablaba de ese otro mundo donde el hombre mira a la mujer no ya como un instrumento de placer que se desprecia una vez usado, sino con un sentido reverencial, por ser la mejor obra salida de manos del Creador.

La chica me interrumpió para decirme que ya lo había entendido. Y me puso un ejemplo para demostrarlo. Un día —me dijo— la llevaron a visitar una fábrica de camiones. A todos los visitantes les anunciaron que el camión que iban a ver era el mejor del mundo, pues nunca se había fabricado un instrumento más fuerte ni más perfecto. Hasta los mecánicos que lo manejaron al exhibirlo lo hicieron con más cuidado, porque tenían conciencia de la calidad extraordinaria de lo que llevaban entre manos. Y todos observaron sus evoluciones con admiración y respeto.

—¿Es algo así —me preguntó— como en ese mundo de que me hablas se mira a la mujer?…

—Sí, es algo así, pero no exactamente. La mujer es más importante que un camión y…

—¿Más importante que un camión? —exclamó escandalizada—. ¿Más aún que el mejor camión del mundo?

—Sí, muchacha. Porque Dios, que la ha hecho, es también mejor que vuestro ministro de Industria…

Al regresar al campamento, ya de regreso del koljos, estaba muy próxima la Pascua y los italianos intentaron y consiguieron algo insólito; un permiso de los rusos para poder celebrar, con un banquete, el domingo de Resurrección. El banquete consistiría en aumentar ese día las raciones de la comida, y en incluir en el rancho algo que llevábamos años y años sin ver ni de lejos: huevos. Cuando empezó a correr entre nosotros el rumor de que se iban a incluir huevos en la minuta, la alegría y la ilusión de que llegara ese día no son para descritas. Es muy difícil comprender hasta qué punto calaban hondo en nuestro ánimo de entonces estas pequeñas cosas. Como aquel otro día en que de pronto, en medio del campamento, oímos llorar un niño: un niño pequeño de pocos meses. Es el caso que entre los prisioneros había un médico de algún renombre, y a uno de los lacharni de la localidad le fue permitido llevar al campamento a su hijo, aquejado de una difícil enfermedad, para que lo auscultara nuestro compañero. Pues bien, cuando de pronto empezó a oírsele llorar, todo el frente de la clínica se llenó de soldados y oficiales de todas las nacionalidades que, al grito de «¡Un niño, un niño!», se congregaron allí emocionados para oír con su llanto el más entrañable y dulce de los conciertos.

—No es un niño —decía un escéptico—, sino un gato.

—Que no, que no —replicaba otro—, que yo lo he visto.

Y todos rodeaban a éste (È biondo…, è bruno?), preguntándole cómo era, que hacía, qué tenía y por qué lloraba.

Para entender la dureza del hambre basta con citar los casos ya expuestos de canibalismo; pero para entender este otro tipo de emociones tan hondas y al mismo tiempo tan frágiles, hay que haberlas vivido.

Con la inclusión de los huevos en la comida ocurría otro tanto. Se aproximaba ya el día de este banquete, cuando los rusos nos anunciaron que no uno, sino dos huevos, serían distribuidos por persona, pero que la fiesta, en lugar de celebrarse el día de Pascua, se aplazaría unos pocos días para hacerla coincidir con el aniversario de la victoria del Ejército Rojo.

Cuando lo supe me quedé de piedra.

La mayoría de los campamentarios se tranquilizaron diciéndose que lo que ellos, en su fuero interno, celebrarían sería la Pascua, pero que la pura coincidencia de fechas no iba a hacerles abandonar el ansiado festín.

Nosotros no quisimos humillarles, exponiéndoles nuestro punto de vista, pero ni Oroquieta, ni Altura, ni Molero, ni Castillo, ni yo («los cinco de la Fama», como burlonamente nos llamaron en cierta ocasión), quisimos asistir, pues nuestro concepto del honor militar nos impedía celebrar con un banquete el triunfo del Ejército de Stalin. Y no fue manco el sacrificio. Los italianos, al notar en los comedores nuestra ausencia, también hicieron el suyo. Individualmente, sin comunicarse unos a otros su decisión, se guardaron uno de los dos huevos cocidos que les correspondían y, al terminar la comida, vinieron a ofrecérnoslos. Fueron tantos los que hicieron esto, y tantos los huevos que nos trajeron, que tuvimos que renunciar a los sobrantes, no sin expresarles nuestra gratitud. Un comandante de bersaglieri llamado Giuseppe Lecchi casi se enfadó de que les diéramos las gracias:

—¡Si vierais —nos dijo— el orgullo que sentimos de que seáis latinos!

Ya por aquel tiempo había comenzado la repatriación de los italianos. ¡Con qué emoción los veíamos marchar! Ciento nueve mil fueron cogidos prisioneros; 90 000 quedaron para siempre en Rusia. Murieron de epidemias, de hambre, en los primeros meses, o en aquellos tremendos transportes de la muerte.

Antes de salir nos encerrábamos con ellos para que guardaran en la memoria los nombres y direcciones de nuestras familias y les escribieran al llegar a sus hogares, dándoles noticias nuestras. Como no podían llevar papeles escritos hacían difíciles ejercicios nemotécnicos, se paseaban a solas aprendiéndose la lección y después venían alborozados a recitamos, para mayor tranquilidad nuestra, cuanto se habían aprendido. ¡Que Dios les pague lo que hicieron por nosotros!

Meses después, los míos, allá en Potes, mi pueblo natal, en las estribaciones de los Picos de Europa, cabe el Cantábrico, recibían las primeras noticias de que en plena entraña de Rusia, en un cuerpo con varios kilos menos y unos cuantos años más, alentaba y aún latía entero un corazón de su misma sangre…

«Muy gentiles señores —escribía el 25 de mayo de 1946 Isióforo Capano, desde un pueblecito de Nápoles—: Su hijo está muy bien… con siete oficiales españoles… Ellos eran todos muy admirables, porque jamás se han demostrado pávidos frente a frente de los rusos… Ustedes pueden ser orgullosos de tener tal hijo, y de ser ciudadanos de una tan orgullosa nación como la de España. Mientras rumanos, húngaros, franceses, alemanes y, no me gusta decirlo pero así ha estado…, no se han demostrado hombres por hambre o por miedo, los españoles se han llevado siempre como hombres muy a puesto (¿se dice así?)… Yo he conocido muy bien Teodoro, él es el capo moral de todos los siete… Sean orgullosos de él…».

Otro —Mariano Bosello, Vía San Antonio, 5, Piacenza—, en la misma fecha, escribió: «Soy un teniente italiano, llegado apenas ahora de Rusia, donde he vivido tres años y medio como prisionero de guerra. En el campo número 160, de Suzdal, vive el capitán Palacios. Es bien de salud, estudia mucho, ha aprendido perfectamente el italiano y el francés. Es un verdadero señor. Ha hecho honor a su patria. Ruego a Dios que pronto tenga que volver. Tiene derecho a volver. Volverá».

El mismo Bosello volvió, meses después, a escribir: «Es lástima que yo no pueda expresarme bien en su querido idioma. Yo aprendí un poquito el español solamente en escuchando al capitán Palacios y a sus compañeros (¡ah, manes de mi Universidad Internacional de Verano!)… Y ahora, señor, le digo una cosa, pero no me comprenda mal. Es necesario que ustedes y todos los familiares de los otros prisioneros hagan todos los esfuerzos a la Embajada inglesa y americana y se adresen a la Cruz Roja… intenten todo lo que es posible sin cansarse… sus queridos tienen posibilidad de vivir… pero el comida y el trato no son buenos… cuanto más pronto regresen, mejor es…».

Otro, en fin, llamado Phillippo Turola, vía Galilei, 27, Padova, no sólo escribió una vez, sino diez o doce, estableciendo una amistad epistolar muy grata para los míos y que aún se mantiene viva.

Por medio de uno de ellos que se comprometió a pasar un papel escrito, el teniente Fusca, escribí yo mismo a mi padre, con la emoción consiguiente, la primera carta de mi cautiverio. La carta llegó, pero mi padre no pudo leerla, pues había muerto, sin saberlo yo, meses atrás…

Por medio de Luigi Longo, coronel de bersaglieri, envié una nota verbal a la Embajada de España en Roma, con el ruego de que la transmitiera al Gobierno español. La nota fue correctamente cursada. En ella pedía que «por nuestro rescate no se hiciera a los rusos ninguna concesión». Siete años después —¡siete años después!—, estando desahuciado y en el lecho, que estuvo a punto de ser de muerte, envié por un austríaco una nota semejante, que también llegó a su destino.

Y se fueron los italianos, llevándose con ellos un trozo de nuestra vida misma, hecha amistad en los duros tiempos donde mejor se forma la camaradería. «Los amigos —dije yo entonces— se forjan en los años fáciles y se prueban en los difíciles». Con los italianos puedo decir que la forja y la prueba se hicieron en un tiempo mismo. En Suzdal quedaron el general Ricagno, el teniente Leone, el teniente Fiori y otros soldados más. Estos últimos estaban tan enfermos y tan resignados con su muerte, que apostaron a ver quién moría antes. El ganador habrá cobrado ya su apuesta en la eternidad. Murieron con muy pocos minutos de diferencia. Julio Leone estaba también muy grave, pero había alguna esperanza de recuperación. Sus compañeros colectaron entre todos quinientos rublos y me los dieron al partir para que veláramos por él y no le faltara nunca la sobrealimentación necesaria. El alférez Castillo trepó una noche a lo más alto de una vieja torre abandonada, donde anidaban unas palomas salvajes, y provisto de una funda de almohada cazó a varias de ellas mientras dormían. Preparamos unas pechugas para Leone, y su médico de cabecera, que también era italiano, se las comió. Como enfermo, Leone tenía derecho a pan blanco, pero este mismo médico, Beraudi, y a quien denuncio solemnemente desde estas páginas, se quedaba con la ración del enfermo para sí. Intervinimos los españoles y conseguimos que aquella ración nos fuera entregada a nosotros. La cambiamos entonces por leche y se la dábamos a cucharadas. Nuestros esfuerzos por salvarle fueron inútiles. Nos turnábamos para que ni un solo minuto estuviera solo, pues habíamos empeñado nuestro honor, y nos entristecía la idea de que muriera teniendo tan cerca la repatriación. Fue entonces cuando me dijo aquellas conmovedoras palabras que ya he citado: Signore capitano, io vi prego di scusarmi. Non posso farvi dei cumplimenti

Cuando murió, no nos permitieron enterrarle. Entonces conseguimos que el sacerdote húngaro Janos Galambus se presentara voluntario para cavar su fosa y bendijera la tierra, dándole así cristiana sepultura. Este mismo sacerdote fue (llamado por mí) quien le dio la extremaunción y rezó junto a él, mientras agonizaba, la recomendación del alma. Julio Leone murió a la vista ya del retorno, como un barco que se hunde cuando está entrando en el puerto.