UN ÁNGEL SIN PIERNAS
MES Y MEDIO llevaríamos en Suzdal cuando un día me dieron la grata noticia de que acababa de llegar, destinado al campamento, mi compañero el capitán don Gerardo Oroquieta Arbiol. Su conducta fue siempre intachable, tenía mucho prestigio entre la tropa y su llegada representaba un aliento para la posición de rebelde dignidad que nos dictaba nuestro honor.
Acudí a abrazarle y lo encontré cuando llegaba en mi busca. ¡Quién le hubiera reconocido! En el frente como era gordo, fuerte y no muy alto, yo le llamaba «tonelete». Había perdido, lo menos, treinta kilos de peso Y en su rostro se adivinaban patentes las penalidades sufridas. Fue cogido prisionero, como casi todos nosotros el 10 de febrero. Herido de un disparo en la clavícula, no fue hospitalizado sin pasar primero por las dramáticas marchas, interrogatorios e «invitaciones» a hablar por radio, de rigor. Por cierto que, después de responder que consideraba como una ofensa tal invitación, el alférez X, que estaba con él, añadió: «Pues yo no tengo inconveniente». Del hospital, mal curado, le trasladaron a la Lubianka, de Leningrado, donde volvió a abrírsele la herida tan malamente que hubo de ser hospitalizado de nuevo. Allí vivió en el desprecio y abandono más brutales, hasta que, de la noche a la mañana, y debido a las breves semanas en que la mirada del César se posó sobre la población prisionera, todo cambió y fue tratado si no a cuerpo de rey, al menos a cuerpo de hombre. Esto no obsta para que en el hospital le robaran todos sus enseres, su ropa y hasta las gafas que llevaba al ingresar.
Las gafas inexistentes de Oroquieta se hicieron tan famosas entre nosotros como los brazos inexistentes de la Venus de Milo. Reclutaba cuantos cristales podía, intentando inútilmente adaptarlos a sus dioptrías. Al darle de alta le vistieron con la ropa de un ruso muerto. Llegó a Suzdal perdido en un enorme y raído chaquetón soviético, más grande que él. Al verle podía aplicarse más que nunca la conocida frase «el difunto era mayor».
Con Oroquieta he convivido muchos años de cautiverio. Mientras estuvimos juntos marchamos siempre al unísono. Juntos y de común acuerdo tomamos las a veces graves decisiones que más adelante se verá; juntos purgamos en Rusia sus consecuencias, y juntos alcanzamos un día por la puerta grande la libertad.
Poco tiempo después de llegar Oroquieta, el coronel Novicof, jefe del campo de Suzdal, fue ascendido a general y destinado al frente de una división rumana llamada «Tudor Wladimiresku», que fue reclutada entre los prisioneros de guerra para ser lanzada contra su propio país. (Esta infame especulación con el hambre de los prisioneros no surtió efecto con alemanes ni italianos: estos últimos, gracias a la gallarda actitud del general Batisti, que dijo no movilizaría a un solo soldado sin autorización del Rey).
Novicof fue sustituido por un tal Krastin, más tarde general y comandante militar de Lituania. Ya dije antes que Procunarof ignoraba nuestra tozudez. Apenas llegó Krastin formulamos nuestra protesta por la dispersión de que éramos objeto los españoles, y nos autorizó a reagrupamos en la vivienda de los alemanes. Y llegó el invierno con su crudeza habitual y la primavera benigna, y julio caluroso, sin más novedad que unos cursos de lengua española que organicé bajo el pomposo título de «Universidad Internacional de Verano». Estábamos en una de estas sesiones escolares cuando, sin saber cómo, nos encontramos metidos en una de las más sonadas aventuras de los primeros años del cautiverio. Varios prisioneros «antifascistas» comenzaron a reclutar gente para trabajar en la recolección: mejor dicho, intentaron hacerlo, mas todo el mundo se negó. En aquel campamento destinado a oficiales se había presumido siempre de gran respeto a los acuerdos internacionales, e incluso en carteles murales y panfletos se aludía a las disposiciones dimanantes de la famosa convención de Ginebra suscrita por Rusia, y ya otras veces citada. Unánimemente, todos dijeron que no trabajarían. Seguimos, pues, con nuestras clases cuando por todo el campamento corrió la voz de «¡a formar!». El coronel Krastin en persona iba a dirigir la palabra a los mil cuatrocientos hombres de que constaba la población prisionera. Aquél era un acontecimiento inaudito y nos apresuramos a cumplir lo que se nos mandaba. Formamos en columnas de a cuatro. La cabeza de la columna quedaba próxima al gran portalón de entrada abierto en las murallas y el resto se extendía cuan largo era el patio. Aquello tenía una solemnidad y un aparato hasta entonces desconocidos. De pronto apareció el coronel, rodeado de un estado mayor de intérpretes. Hizo un gesto y se abrieron las puertas de entrada, por las que penetraron armadas, lo cual hasta entonces no había ocurrido nunca, las tropas rusas encargadas de la vigilancia exterior del campamento. Unos llevaban los perros policías bien sujetos con sus cadenas y los otros venían con las metralletas bajo el brazo en posición de disparo. Nos rodearon y esperaron. Del grupo que acompañaba al coronel se destacaron entonces los intérpretes, situándose cada uno frente al pelotón o pelotones de su nacionalidad respectiva. En posición de firmes, como estábamos, con los perros policías situados a nuestra espalda y los soldados con las metralletas apuntando al cuerpo, nuestra expectación era la que supondrá el lector. No sabíamos de qué se trataba, pero fuera lo que fuera, comprendimos que aquello iba en serio. El coronel Krastin alzó la voz y, en ruso, nos pronunció una arenga. Tras cada frase se detenía, y los intérpretes traducían en cinco idiomas cuanto se decía. «La cosecha se hunde —fueron sus palabras— y no tenemos brazos bastantes para la recolección. No hay más remedio que salir a trabajar».
—¡Izquierdaaaa!
—Sall… march!
Y el batallón se puso en marcha. En un segundo medí la responsabilidad de mis actos y tomé una decisión. Di tres pasos a la derecha, separándome de la columna y quedé quieto en actitud de firme, a medio metro del comandante Mayorof, que me miró como si estuviera demente. Yo no había tenido tiempo de consultar con Oroquieta, ni de comunicarme con el resto de los oficiales, pero mi satisfacción fue inmensa cuando comprobé que cuatro hombres más habían hecho también por su cuenta lo mismo que yo había hecho. Los cuatro eran españoles: el capitán Oroquieta, los tenientes Molero y Altura y el alférez Castillo. Mayorof dio una voz y el coronel Krastin volvió la cabeza mirándonos como quien ve visiones.
—¡Halt…!
Y la columna entera se detuvo. Era tan grande el silencio que el jadear de los perros se oía como fuelles. Tres o cuatro soldados nos rodearon con las metralletas a punto, mirando expectantes al coronel, esperando sus órdenes.
Me acerqué al comandante Mayorof.
—Necesito un intérprete —le dije.
Éste se acercó al coronel.
—Dice que necesita un intérprete.
—Déselo.
Sacaron de la columna a un alemán, Stein, que aprendió en Chile el español. Stein y yo nos acercamos a Krastin.
—Los oficiales españoles —dije—, de acuerdo con los reglamentos internacionales sobre prisioneros de guerra, aprobados y suscritos por la Unión Soviética[4], para salir a trabajar necesitan una orden especial que usted no puede dar, ya que usted no puede, con su solo criterio, modificar aquellos reglamentos…
Tragué saliva y esperé. El alemán Stein repitió en alemán y con voz muy alta cuanto yo había dicho, y otro intérprete tradujo al ruso lo que había dicho Stein.
La expectación de los prisioneros formados no es para ser descrita. Me miraban con los ojos muy abiertos y casi conteniendo la respiración.
Krastin, muy enérgico y rápido, respondió:
—Davaite Komandatur sichás prikás…: Que vayan a la comandancia y allí se la darán.
La Comandancia estaba situada junto al portalón de entrada al campamento, de modo que para llegar tuvimos que pasar por delante de toda la columna.
Nos metimos en la Comandancia y esperamos al coronel. Entretanto la columna de prisioneros se puso en marcha y desfiló ante nosotros, que a través de la ventana la veíamos pasar. Nos hacían gestos con la cabeza y en sus ojos había un aplauso contenido.
El diálogo con Krastin fue muy duro;
—Esa orden especial yo se la doy.
—No puede darla más que el ministro de Asuntos Exteriores y rompiendo un acuerdo internacional.
Aquella noche, claro, dormimos en el calabozo.
Los castigos que un lacharni lager o jefe de campo podía imponer personalmente tenían un límite de diez días de prisión. Para ser mayores debían emanar de un lacharni pprablenia o jefe de una provincia de campos de concentración. Las ejecuciones sólo pueden dimanar —previo juicio, de los que viviremos más de uno en páginas sucesivas— de un tribunal militar, puesto que como prisioneros de guerra dependíamos de esta jurisdicción.
Los diez días de calabozo tenían, a su vez, distinta graduación: sencillos, con rigor o régimen de strogo, y con pena de frío. Lo primero no tenía más gravedad que el puro encerramiento. Lo segundo implicaba, además hambre, disminuyendo la ración alimenticia a cantidades misérrimas y alternándolas con un día de ayuno total, es decir, comiendo un día sí y otro no. Lo tercero consistía en desnudar al prisionero y abandonarlo como lo parió su madre, a treinta grados bajo cero, sin manta ni jergón. Este último castigo no era entonces posible por estar en pleno estío, de modo que fuimos condenados al hambre, «con diez días de rigor». En el campamento había un calabozo, pero no nos encerraron en él. Krastin temía que nuestra presencia en el campo causara desórdenes y motines entre los prisioneros extranjeros, muy encendidos ya en nuestro favor. Así, pues, nos trasladaron a la cárcel del pueblo.
Al salir del campo, el brigada que mandaba a los soldados que nos acompañaban —y a quien desde aquel día bautizamos con el mote de Sudatudácaput— nos preguntó si entendíamos el ruso. Al indicarle que no, sacó su revólver y, mímicamente, señaló a izquierda, a derecha y al cuerpo (al cuerpo nuestro, por supuesto) indicando que durante el viaje no podríamos apartarnos a un lado u otro, salvo riesgo de disparo. Acompañó su mímica —y de aquí el mote que le pusimos— con estas palabras; sudá, tudá, caput, que quieren decir: aquí, allí… muerto. Las bromas a que esto dio lugar indican claramente que lo último que se pierde, cuando ya todo parece perdido, es el buen humor. Acompañados, pues, de Sudatudácaput y sus adláteres cruzamos la aldea de Suzdal camino del calabozo.
¡Cuánta miseria, cuánta porquería, qué sensación de tristeza y abandono la de aquella ciudad! Atravesamos el mercado del pueblo —moscas, barro y mendigos—. Todo era hediondo y pestilente. Olía a basurero, pozo negro y animales muertos. Los mendigos, larguísimas barbas y melenas, nidos de parásitos, rodeaban los tenderetes pidiendo algo de comer. La gente que nos veía pasar nos miraban sin odio. Llegamos a la cárcel del pueblo, instalada en el mismo edificio que el hospital. Cruzamos un zaguán, donde un hombre sin piernas echó a correr apoyándose en las manos y las asentaderas para vernos mejor. Vino en diagonal, atravesando todo el patio a saltos, como una rana, hasta situarse junto a la puerta por la que habíamos de entrar. Nos miró a la cara y al pecho, donde llevábamos las insignias. Sudatudácaput, antes de cerrar tras nosotros las puertas de las celdas, nos miró sonriente como diciendo: «Que os sea leve». Y se fue.
Oroquieta, Molero, Altura y Castillo fueron encerrados juntos. A mí me dejaron solo en la celda inmediata. No había jergón, ni colchón, ni paja. Sólo un tablero cuadrado, no más grande que una bandeja, sostenido por cuatro palos, imitando una rústica mesilla de noche. En la pared frontera a la puerta, un ventanal tapiado dejaba en su límite con el techo un espacio abierto por donde entraba la luz.
He dejado para el final de esta parca descripción el primer elemento que saltó a mi vista: el agua. Por un intersticio de la pared entraba un manantial, que inundaba todo el suelo hasta el punto de no dejar un espacio sano, por pequeño que fuera. Recorrí con la vista toda la pieza. Cuando llegara la noche, ¿dónde iba a dormir? ¿Cómo iba a dormir? Una noche en vela, sentado sobre la mesilla, que se bamboleaba a mi peso, podría pasarla, pero… ¿Y la siguiente? ¿Y la de después? Por otro lado, dejarse vencer y dormir sobre el agua podía costarme la vida; equivalía a un suicidio por abandono. No eran muy alegres las perspectivas que me esperaban. En esto estaba, cuando de pronto ocurrió un hecho insólito. Junto a mí, sin poder imaginar dónde, una voz de hombre muy bien templada, empezó a cantar marchas militares españolas. Lo hacía muy bajo, como para que nadie le oyera salvo yo, o acaso mis compañeros en la celda de al lado. Golpeé la pared que me separaba de mis compañeros.
—¿Habéis oído?
—Sí…
Guardamos silencio. La voz misteriosa entonaba la «Canción del legionario». Y, más tarde, el «Cara al Sol». La emoción con que escuchábamos aquella voz amiga, no es para descrita.
—¿Quién eres? —pregunté—. ¿Dónde estás?
—Soy el hombre sin piernas que habéis visto a la entrada —dijo la voz—. Y estoy aquí en el patio, junto a la ventana tapiada.
—¿Eres español?
—No. Soy italiano —respondió—, pero os he reconocido por la insignia. ¿Tenéis hambre?
—¡Sí!
—¿Tenéis tabaco?
—¡No!
Oímos el roce rapidísimo de sus manos sobre las piedras, y lo imaginé corriendo, a saltos de batracio, en busca de lo que pedíamos. Al poco rato regresó. Por el hueco abierto en la ventana tapiada me tiró pan, tabaco, fósforos y un raspador para encenderlos. Tuve que hacer acrobacias para cogerlos en el aire, sin que cayeran al suelo y se mojaran.
—Gracias, gracias, amigo. Dios te lo pague.
Hubo un silencio. La gratitud, cuando es muy honda, muy honda, no encuentra cauce para expresarse. De la celda de al lado le preguntaron:
—¿Eres mutilado de guerra?
—No —respondió—. Se me helaron las piernas el pasado invierno, en Suzdal, y me las tuvieron que amputar.
La conversación no se pudo prolongar, pues alguien se acercaba. Aquella noche velé sobre la mesilla. A la segunda intenté dormir apoyando la cabeza sobre las piernas, dobladas, pero al dar una cabezada mi difícil equilibrio se rompía y la mesilla comenzaba a oscilar amenazando dar con mis huesos en el agua. Al tercer día, físicamente deshecho, me llamaron a declarar.
El teniente Altura me lo había dicho. Por una rendija de su puerta había visto pasar un soldado con una manta. Siempre que había declaración en ciernes, ponían una manta sobre una mesa, convirtiéndola en tribunal. Es de advertir que no me llamaron el primer día, cuando físicamente aún estaba entero, sino cuando calcularon que mis fuerzas no podrían soportar ya la presión moral.
Con muy pequeñas variantes, las preguntas eran las mismas de siempre, lo cual permitía irlas mejorando con el tiempo, sin dar lugar a la improvisación. A la eterna cantinela de que por qué había ido a Rusia a luchar, respondí que, en efecto, cuando vine a Rusia no sabía por qué venía. «Ahora, en cambio, ya lo sé». Meses más tarde, en otro interrogatorio, mejoré la respuesta: «La cortesía española es proverbial —dije en aquella otra ocasión—. Por eso los españoles hemos venido a devolver la visita que nos hicieron los rusos cuando nuestra Cruzada Nacional, en 1936»[5]. Pero en este interrogatorio que estoy relatando, hubo una variante que no puedo dejar de señalar. El teniente ruso, que me hablaba directamente en italiano, me señaló claramente dos delitos (agitación y sabotaje) por los que, tarde o temprano, sería juzgado ante un tribunal del Ejército rojo. Como ya he dicho antes, esta suprema jurisdicción era la única competente para condenar a muerte a los prisioneros de guerra. Me despachó, y observé que al levantarse el tribunal no retiraban la manta de la mesa, lo cual me hizo suponer que los interrogatorios se repetirían en días sucesivos. Pero no pude entonces sospechar que la manta de marras fuera a servir para el uso normal a que en otros países se la destina. Es el caso que, por la noche, el teniente Altura logró hacer saltar uno de los maderos de la puerta de su celda. Apenas lo hubo hecho estiró su larguísimo brazo por el hueco abierto y logró correr el cerrojo. Presionó sobre la puerta y ésta se abrió. Salió al pasillo y abrió asimismo la puerta de mi celda. Después, sigilosamente, cruzó los pasillos que le separaban del tribunalillo, cogió la manta abandonada sobre la mesa y la llevó a su celda para dormir. Por un momento pensé que podría pasarme a dormir a la celda sin agua de mis compañeros, pero las continuas pasadas de los carceleros durante la noche, y la proximidad de unos pasos que se acercaban —no estaba para bollos el horno—, me hicieron desistir de esta locura. El teniente volvió a encerrarme y a encerrarse, corrió desde dentro su propio cerrojo y taponó la abertura de la puerta colocando la pieza extraída. Cuando pasó el vigilante, simulamos dormir como lirones en letargo. A la mañana siguiente, y con el mismo sigilo, devolvió la manta a su destino, repitiendo cada noche, sin que jamás le cogieran, idéntica operación.
Un día, nuestro ángel de la guarda (y me refiero al mutilado italiano, invisible para nosotros como un ángel, y como un ángel generoso) nos dio un misterioso mensaje. En los retretes a los que éramos conducidos a una hora determinada de la tarde, había escondido un presente para nosotros, de parte de los prisioneros italianos del campamento. Parece ser que, por medio de unos alemanes encargados de la recogida de basuras del hospitalillo del pueblo, del campamento y de la cárcel, nuestro entrañable mutilado logró transmitir a sus compatriotas noticias de la tristísima situación en que nos encontrábamos. Y éstos, poniendo a prueba todo el ingenio de la raza, realizaron el milagro de flanquear la dificilísima aduana del campamento para enviarnos artículos y golosinas que mejoraran nuestra situación. En una lata, debidamente precintada con esparadrapo extraído del hospital, habían metido azúcar, pescado seco, tabaco y otras delicias. La lata fue colgada de la tapa del depósito de basuras, y los alemanes que hacían este servicio, al recoger los detritus de nuestra cárcel, entregaron la mercancía al cojo del hospital. De esta manera —mucho más por la solidaridad que entrañaba que por el refuerzo alimenticio que nos remitían— pudimos soportar con el corazón esponjado el régimen de strogo en la cheka de Suzdal.
Al cabo de los diez días, Sudatudácaput vino a recogernos. Mi aspecto debía ser lamentable, a juzgar por el de mis compañeros, pálidos, barbudos, ojerosos y sucios. Al salir de la cárcel no vimos al mutilado. No volví a verle nunca y nunca más he vuelto a saber de él, pero guardo su recuerdo en ese espacio de la memoria sólo accesible a las más nobles y entrañables emociones.
El recibimiento que a nuestro regreso nos hicieron en el campo fue apoteótico. Gracias a nuestra bravuconada y temiendo que trascendieran los motivos de ella, el lacharni lager decretó al día siguiente que el trabajo para los oficiales sería exclusivamente voluntario. Estábamos reunidos junto a nuestros camastros cuando un teniente rumano se cuadró ante nosotros.
—Vengo —nos dijo— con el ruego de que acepten este modesto presente como símbolo de homenaje y gratitud de todos los prisioneros rumanos.
Y nos entregó un paquete en el que venía lo que durante nuestra ausencia habían recolectado los prisioneros de esta nacionalidad para nosotros: azúcar, té, jabón, tabaco…
Después se presentaron los alemanes con idéntica misión, y los húngaros, y al fin los italianos. Éstos habían confeccionado una inmensa tarta, un pastel gigante, con una alegoría dibujada con algo que, en su aspecto externo, parecía chocolate: una reja sombría, cruzada por un rayo de sol. Entre las rejas, las cinco flechas de nuestro emblema[6]. La trajeron entre cuatro, tan grande era. Para hacerla tuvieron que privarse, durante nuestro encierro, de su escasísima ración de azúcar y pan.