ITALIA, SIEMPRE ARTISTA
ATRAVESAMOS DE NUEVO Moscú con los ojos esta vez más abiertos que en el viaje de venida. Inmensos edificios, de muy fea construcción, pero fuertes, mazacotes como paquidermos arquitectónicos. A su lado —eterna paradoja de Rusia— isbas miserables, de madera habitadas en plena ciudad por gentes paupérrimas y mendicantes. Cruzamos el magnífico canal Volga-Moscú verdadera obra de arte y de eficacia de ingeniería navegable aun para barcos de muy respetable tonelaje. De los coches celulares pasamos a los vagones cárceles en los que llegamos a Vladimir, y desde allí, en un viaje a pie que duró desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche llegamos al campamento número 160 del Suzdal. Para recorrer 300 kilómetros invertimos dos días. La última parte fue atroz: sin agua, bajo un calor de infierno, a todo sol y vestidos y calzados con la misma ropa de invierno con que fuimos cogidos prisioneros a treinta grados bajo cero seis meses atrás. Como, estaba prohibido a los prisioneros la posesión de ningún objeto metálico, para evitar la confección clandestina de armas, nos estaba vedada la cantimplora, y el tormento de la sed alternaba con las llagas de los pies, deshechos y caldeados, en llevarse la primacía del sufrimiento. Cuando llegamos a Suzdal aun tuvimos fuerzas un coronel alemán, Uhrmacher, y yo, antes de caer derrengados por el cansancio, para presentar al jefe soviético del campo nuestra protesta verbal por las condiciones infrahumanas en que se había realizado el viaje. El jefe de campo se llamaba Novicof. Era nuevo en sus funciones, pues acababa de sustituir a un muerto. Quiero decir que su antecesor fue fusilado, por haber sido en Suzdal donde se practicó en mayor escala el canibalismo y donde falleció por hambre más de las dos terceras partes de la población anterior. Parece ser que el jefe aquel hacía mercado negro —como en múltiples ocasiones denunciamos nosotros después— con las parcas despensas destinadas a los prisioneros.
Novicof nos escucho un poco sorprendido de nuestro atrevimiento. Nos contestó secamente que haría una investigación y nos despachó. Al día siguiente, esta vez ante el comisario político Procunarof, formulé una segunda protesta. Me acompañó el teniente Altura. Todos los oficiales habían sido agrupados por nacionalidades, mientras que los españoles fuimos dispersados. ¿Por qué?
Procunarof consideró insolente nuestra protesta. Nos contestó airadamente que éramos un grupo peligroso al que convenía separar y nos mandó a hacer gárgaras. ¡Ignoraba nuestra tozudez! Salvo estas dos visitas, pasamos las primeras semanas con los pies en agua y sal, haciéndonos unos a otros dolorosísimas curas de las llagas producidas por la marcha brutal y vendándonos las heridas. Entretanto nos fuimos enterando de dónde estábamos y qué representaba el milagro de aquel alojamiento que ahora se verá.
Suzdal es una capital de distrito del gobierno de Vladimir, situada a unos trescientos kilómetros al SE de Moscú, en las orillas del Lamenka, cerca de su confluencia con el Malaia-Nerl. Está incrustada en una región puramente agrícola y carece de industrias de toda clase. La ciudad entera, no muy grande, se fue creando en torno a un inmenso monasterio, fundado, según se cree, en el siglo X por el príncipe Vladimiro. El monasterio constaba de diversas naves, iglesias y patios, de verdadero mérito, circunvalados por una muralla. Como muchas construcciones medievales, era mitad monasterio y mitad fortaleza. Antiguamente creo que lo llamaban monasterio de la Natividad. En nuestro tiempo se llamaba «Campo número 160 de prisioneros». Allí, con la iglesia convertida en almacén, las sacristías en cocinas, las naves en dormitorios, malvivíamos nosotros. Durante nuestra estancia el gobierno cometió el error de declararlo monumento nacional, atrayendo la atención de todo el pueblo sobre aquellos muros venerables convertidos entonces en cárcel y meses antes en centro de canibalismo. En las murallas y torres almenadas, entre las aspilleras, las tropas rojas montaban, con metralletas, la guardia.
Un día, unos prisioneros italianos descubrieron bajo un desconchado una superficie coloreada, comenzaron a raspar y no tardaron en comprender que lo que había debajo era un fresco antiquísimo, tapado por mano bárbara con un baño de cal. Montaron entonces los italianos una verdadera organización artística, que tomó muy a pecho descubrir todo aquello. Se distribuyeron el trabajo y a lo largo de varios meses de esfuerzos sin cuento regalaron a Rusia una de las obras de arte más considerables de la pintura mural universal. Yo no soy un técnico y me atengo a lo que oí: las pinturas eran de uro estilo bizantino, anteriores al Giotto, y no tienen par en el mundo, si no es en las basílicas italianas de Vicenza y Asís.
Para los rusos fue una verdadera sorpresa este descubrimiento, pues ignoraban lo que poseían. Sin embargo a; redactar estas líneas he tenido la curiosidad de buscar alguna documentación sobre este tema, y en el Diccionario de Literatura, Arte y Ciencias, editado en 1887 por la casa Muntaner, de Barcelona, veo que en la región de Vladimir eran famosas las pinturas religiosas de Suzdal. El Estado comunista, en cambio, ignoraba su existencia. Quizás a esta excelente labor, llevada a cabo por los prisioneros italianos, se deba el que Rusia declarara nuestro presidio monumento nacional.
Externamente, Suzdal fue el mejor escenario que tuvimos. Además, la existencia de las murallas evitaba la denigrante obsesión de las alambradas, aunque no de los perros policías. En el interior del campo había un parque, con pérgolas, agua abundante y buen arbolado. Recuerdo unos tilos que hacían nuestra delicia. Una vez los talaron porque faltaba leña y protestamos en masa por aquel acto incivil. Pero el deleite de aquel campo era sólo para los ojos. Las condiciones de vida empeoraron sensiblemente y el hambre volvió a roer nuestros estómagos. Ya el primer día, en los comedores —pues aquel campo tenía comedores—, percibimos la tragedia que se avecinaba. La sopa era tan escasa y tenía tal cantidad de moscas, que nos dividimos en dos grupos: los que preferían comerlas y los que preferían sacarlas, a pesar de que cada una se llevaba una gota de sopa entre las alas.
El teniente Molero, que estaba frente a mí, me dijo señalando una latita de alubias, colocada junto a él:
—Esto es mucho para uno.
—Pero es poco para dos —repliqué.
Llamamos al rumano que hacía de camarero y nos dijo que aquella ración era para los catorce de la mesa. A los pocos días el hambre era tan dura que, sin llegar a los extremos descritos en Cheropoviets, los oficiales husmeaban en las latas de desperdicios de la cocina y extraían cuanto podían para comerlo. Un día reprendí a un español que, en compañía de unos italianos, estaba lavando unos intestinos de cordero, llenos de moho, medio pútridos, para comerlos. Había otros que robaban los cuernos de las cabras sacrificadas y los quemaban al fuego para ablandarlos y masticarlos como chicle. Olían a demonios y sabían aún peor. De aquí creo que viene el dicho español «saben a cuerno quemado».
Por aquellos días llegó la noticia de la capitulación de Italia. Esto produjo un desánimo terrible entre los soldados de esta nacionalidad. Y los rusos la aprovecharon para redoblar sobre ellos la propaganda «antifascista». Fueron muchos los que se inscribieron en los grupos políticos de este cariz. Excusado decir que por «antifascismo» entendían los rusos sólo al comunismo. Este sentido de la terminología no daba lugar a dudas. (Años más tarde Churchill y Truman fueron tachados de «fascistas»). De quinientos italianos que había en Suzdal a la sazón, cuatrocientos cincuenta, al menos, se pasaron a la disciplina rusa. Con el tiempo este número se redujo considerablemente, no·quedando más arriba de setenta u ochenta adscritos al comunismo. El resto hizo causa común con nosotros. Del espíritu de camaradería, capacidad de humor y finísima inteligencia de los italianos, guardamos los españoles que convivimos con ellos, gratísimos recuerdos. Esto no quiere decir que todos hicieran honor a su pueblo.
Un día, un tal capitán Angellosi, cretino él y degenerado como el que más, hombre de mediana estatura y cara redonda de aspecto porcino, se permitió escribir en un periódico mural un artículo político en contra de España. Yo, desde hacía días, le tenía ganas. Había hecho la guerra civil en España y estaba casado con una española. Decía pestes de nosotros y contaba con detalles cómo ayudado por su mujer, que las escondía bajo la faja, había sacado grandes cantidades de monedas de plata que compraba a los españoles pagando el duro a seis pesetas en billetes de papel. Otro de sus temas preferidos era explicar cómo celebraría su repatriación encerrándose en su villa de San Remo con due virgini, que le ayudaran a olvidar las penalidades sufridas. Yo no le conocía personalmente, pero había oído hablar de sus desvergüenzas y procacidades. Al llegar a los comedores pedí al teniente Molero me señalara quién era el tal Angellosi. Lo hizo, y me levanté de mi asiento. Crucé todo el comedor, ante la expectación de quienes me conocían, Y me acerqué a él, que se puso en pie al verme llegar:
—Capitán Angellosi —le dije—. He leído su artículo sobre España. Me parece tan repugnante como su autor. Como espero que no le falten temas para hablar de su propio país, queda advertido que de España no se volverá usted a ocupar como no sea para alabarla. ¿Está claro?
Angellosi, colorado como un centollo, me escuchó sin pestañear y cuando hube acabado se sentó. Entonces me fui ante el silencio de todos sus compañeros de mesa. Por supuesto que no lo volvió a hacer.
Incidentes de éstos tuvimos a centenares. Como los españoles no teníamos comisario propio, nuestra «reeducación política» estaba a cargo de los italianos. El comisario italiano en aquel tiempo se llamaba Roncato. También hizo la guerra de España, aunque éste alistado en las Brigadas Internacionales comunistas. A Roncato le sustituyó un tal Risoli, y a Risoli, un tal Orsola, con quien hice amistad. Este último estaba casado también con una española, hermana de uno que fue secretario de las Juventudes Comunistas en España, llamado Castro, Y que, a pesar de su comunismo, escapó a Francia, donde ha escrito un libro muy duro contra la Unión Soviética. Este Orsola, por pura gentileza, me solía enviar un boletín de noticias redactado en italiano. Por él —distinguiendo lo que era propaganda de lo que era información— nos enterábamos de lo que pasaba en el mundo. Pero un día el boletín apareció lleno de injurias contra Franco, a quien se calificaba de verdugo. Me irrité y de mi puño y letra escribí una nota marginal que le remití. En ella rebatía la injuria y de rechazo calificaba de verdugo a su amo Togliatti. La firmé y rogué al alférez X se la entregara de mi parte. Éste titubeó, y antes de obedecerme me hizo ver claro que de la insolencia sólo yo era responsable. ¿Pues no iba a ser si la había firmado sin pedir permiso a nadie?
Mucho antes de que se «pasara» abiertamente a los rusos, el alférez X comenzó a discrepar de mi postura. Peor para él, que se privó de las compensaciones que tal actitud entrañaba. La mayor de todas, el retorno por la puerta grande, a la que él mismo renunció quedándose allá. Pero en Rusia misma también las hubo. Un día, un periódico del campamento reprodujo un trabajo aparecido nada menos que en Izvestia, en que un prisionero alemán de alta graduación arremetía también contra España y su gobierno. No teniendo a mano al autor del panfleto, decidí retirar el saludo a la totalidad de los alemanes allí concentrados, incluso a mi amigo el general Schmidt. Suspendí mis paseos semanales con él y si tropezaba con alguno de ellos daba media vuelta para evitar el saludo. El general Schmidt me mandó llamar. Acudí dispuesto a despacharme a gusto, pero me llevé una gran sorpresa. Ante mí, y rodeando al general Schmidt, estaban el general Fasol, el general Von Bruch, el general Heine, el general Von Postel, el general Pfeifer y dos más cuyo nombre no recuerdo, todos con sus mejores uniformes y las condecoraciones puestas con mucha solemnidad. Me cuadré ante ellos y el general Schmidt me dijo:
—Le llamo a usted para manifestarle el dolor que sentimos ante el lamentable escrito de nuestro compañero. No es el momento de hacerle ver lo mucho que admiramos a su pueblo y a su Jefe de Estado. Llegará un día en que podamos exigir al autor de este artículo que retire sus injurias. Por hoy sólo está a nuestro alcance pedirle a usted, en nombre de los alemanes, que nos disculpe.
Uno por uno me fueron estrechando la mano y reiterando en el orden personal lo que oficialmente me habían comunicado.