CAPÍTULO VII

SIN COMPAÑERA

LLEGAMOS AL CAMPAMENTO número 27 de Moscú. Mayo estaba ya crecido y hacía calor. El fantasma de Cheropoviets con su aliento de tragedia, quedaba atrás. Si más adelante no se hubiera reproducido con igual intensidad, pensaríamos que fue una pesadilla de nuestras propias mentes enajenadas. El panorama de ahora era muy otro. Los Estados Unidos acababan de enviar a Rusia una ayuda alimenticia tan importante, que la salvó sencillamente de perecer de hambre. Y de rechazo, a nosotros. Una de las condiciones más generosas y humanitarias de este envío, fue la exigencia de que una proporción determinada de los alimentos debía ser distribuida en los campos de concentración, entre los prisioneros de guerra. Del cumplimiento de esta condición dependía el éxito de sucesivas remesas. Esta premisa Impuesta por los yankees y considerada por los rusos como un capricho extravagante, produjo un enorme revuelo político en el Kremlin. ¿Por qué los Estados Unidos se preocupaban de los campos de concentración? ¿Tenían, acaso, noticias de lo que ocurría en ellos? ¿Y qué es lo que ocurría en ellos? La mirada todopoderosa del César de Rusia se posó brevemente sobre nosotros. El informe que recibió debió ser terrible. No olvidemos que 90 000 italianos murieron durante el cautiverio. De éstos, la mayor proporción fue, sin duda, en estos primeros meses. El zar rojo se alarmó y destituyó a un gran número de jefes de campo, fusilando a aquéllos donde la proporción de muertos fue mayor. Y ordeno se nos cuidara como a las niñas de sus ojos.

Apenas llegamos a este campamento percibimos el cambio. En Cheropoviets los prisioneros morían como chinches, sin que los rusos se preocuparan de atajar las defunciones. Por las mañanas, los guardianes sacaban los muertos de las barracas, los hacinaban frente a la vasta o puerta de cuerpo de guardia, allí los cargaban en un camión para transportarlos y… a otra cosa. En los demás campos durante estos primeros meses ocurría otro tanto. Un italiano, el siciliano Vitello, pidió permiso para retirar del montón de muertos uno de los cuerpos, pues aseguraba haber percibido en él leves síntomas de vida. Los rusos se encogieron de hombros.

—Haz como quieras —le dijeron.

En realidad, les daba igual que estuviera muerto o no. Hoy día aquel precadáver, gracias a la diligencia de su compañero, vive y ha sido repatriado. Su nombre es Santoro. Era sototeniente de bersaglieri y natural de Roma.

En este campamento de Moscú el cambio fue radical. Fuimos sometidos a vigilancia médica y a régimen de recuperación. Se nos midió la capacidad torácica, la presión arterial, se nos analizó la sangre, y —nuevo sistema lleno de piedad— se nos catalogó por musculaturas, como a caballos de tiro de feria. La alimentación subió de tono de manera importante. Por primera vez probamos carne y mantequilla en abundancia; mantequilla empaquetada en celofanes y papeles parafinados con Made in USA estampados por todas partes. El pan emblanqueció, adivinándose una cierta proporción de harina en su composición, y recibimos chocolate y harina de soja… En fin, fuimos tratados como señoritos durante algún tiempo; el tiempo normal para que —alejada la fugaz mirada de Stalin sobre nosotros— las órdenes se fueran olvidando y su cumplimiento relajándose. Pero entretanto —y esto hay que proclamarlo— la ayuda americana salvó nuestras vidas, colgadas como estaban al borde mismo de la muerte por inanición.

Cerca del campamento había un bosque de coníferas y frente a él una laguna donde acudían los domingos, a bañarse, obreros y gente civil con sus parejas. Eran tan desastrados sus aspectos y tanta la mejoría de nuestra posición, que un centinela se permitió la broma de decir que el vigilarnos desde las alambradas no era para evitar que nos escapáramos sino para impedir que aquellas pobres gentes se metieran de polizones dentro del campo para mejorar su nivel de vida y alimentación. A través de las alambradas veíamos a los rusos con sus trajes de baño, muy púdicos por cierto, pues los signos externos de moral son muy severos, chapoteando en el agua. Y al caer la tarde les oíamos entonar al son de las balalaicas canciones maravillosas a varias voces bajo los pinos. Jamás observamos entre estas gentes paquetes de comida, botellas u hogueras que denotaran merendolas campestres o algún signo levísimo de lujo proletario. Se entretenían a solas con sus voces y el clima, en aquella sazón apacible. Eran canciones tristes y muy bien cantadas, llenas de belleza y de nostalgia. Oírlas era un sedante y una distracción. Cuando se producía este espectáculo, la proximidad de las alambradas se llenaba de prisioneros que, sin acercarse demasiado a la «zona rastrillai», las escuchaban absortos y silenciosos.

En este campamento se hizo la primera criba de prisioneros. Los rusos nos llamaban casi a diario a declarar y anotaban cuidadosamente las respuestas y reacciones de cada cual. Al poco tiempo los oficiales de M. W. D. (antigua G. P. U.) tenían una ficha de cada uno de nosotros muy semejante a la que yo utilizaba mentalmente para ir conociendo a mis compañeros no españoles de cautiverio. Pronto supieron quiénes estaban dispuestos por sincero convencimiento ideológico a colaborar con ellos; qué prisioneros eran aptos para esta colaboración por debilidad, ambición o pura cobardía, y quiénes en fin eran los huesos más duros de roer.

Conmigo utilizaron una curiosa estratagema. Me avisaron que tenía una visita que me esperaba en el puesto de mando. Acudí lleno de curiosidad y me encontré un tribunalillo presidido, ¡ah!, por una guapísima mujer.

—¿Capitán Palacios?

—Yo soy.

—Siéntate.

Era española, creo que vasca. Tenía el pelo negro, la piel muy blanca y unos ojos grandes rasgados y tristes. Me gustó.

—¿Tienes «compañera»? —me preguntó.

Aquello me gustó menos. En Cheropoviets, meses atrás, era tal el estado de agotamiento, hambre, frío y miseria en que nos encontrábamos, que pensar (como hombres) en una mujer, era cosa imposible. Como en la Canción del Legionario, no tenía más novia que la muerte. Pero aquí, en el 27 de Moscú, bien alimentados, limpios y descansados, la cosa era muy distinta. Por eso su pregunta equivalía a nombrar la soga en casa del ahorcado. Y, además, ¿con qué intención lo hacía? ¿Quería, acaso, ofrecerse ella misma para tal menester? ¿O su ofrecimiento era tan sólo de pura alcahuetería, «que es oficio de discretos (como decía Cervantes) y necesarísimo en toda república bien ordenada»?

—No entiendo —contesté.

(Yo tenía una impertinencia en la punta de la lengua, pero al principio me resistí a soltarla por cortesía hacia la primera mujer que veía de cerca en muchos meses).

Explicó lo que quería decir y volvió a plantearme la pregunta. ¡De cuántos caminos se vale el destino para doblegar las voluntades!

—¿No tienes «compañera»?

Aquello me pareció un chantaje.

—Mujeres… han pasado algunas por mi vida —contesté tristemente—. Esposa no tengo.

Hubo un silencio incómodo. Mi interlocutora cambió de conversación.

—¿Por qué crees que ganasteis la guerra civil en España?

—Porque éramos mejores. Ustedes tenían el oro, nosotros la moral.

—No es cierto. Ganasteis la guerra porque atabais a los soldados con cadenas a las ametralladoras, como pasó en los Trigales de Quijorna.

—Señorita… no me haga reír. Yo estuve allí con mi tabor. Y usted no. Si usted hubiera estado…

—Pasemos a otro asunto.

—Si usted hubiera estado la habría hecho mi prisionera…

Lo dije como galantería. Ella, en el fondo, estaba halagada.

—Llevas la bandera monárquica en la manga.

—Siempre ha sido la española.

—No es cierto.

—Bueno. Durante unos años la tiñeron con permanganato.

—Con usted —por primera vez utilizó el «usted»— hemos terminado.

Anotó cuidadosamente en un cuaderno la calificación que le merecía y me mandó salir.

—Retírese.

Fue una pena que me echaran tan pronto. Aquel deporte me divertía. Yo estaba entrenadísimo.

El interrogatorio que realizaron minutos después con el soldado José Jiménez tuvo matices que no puedo recordar sin emoción. Este excelente muchacho tenía en Rusia cinco hermanos, pertenecientes a la expedición de 5000 niños que fueron transportados a la Unión Soviética en 1936, con el pretexto de alejarlos de los peligros de la guerra civil española. Al escribir estas líneas (1955) aquellos niños, hoy hombres y mujeres, llevan diecinueve años separados de sus padres, en el mayor secuestro colectivo que recuerda la historia.

—Por gratitud a la Unión Soviética, que da de comer a cinco hermanos tuyos —le dijeron—, firma este documento.

Jiménez se negó a hacerlo y, con el corazón en un puño, contestó:

—Yo no tengo más familia que, en España, mi madre; y en Rusia, mi capitán.

Cuando las respuestas de los interrogados eran satisfactorias los seleccionaban para destinarlos a las escuelas de reeducación política. Si allí hacían méritos y demostraban aptitudes, los preparaban para puestos de máxima responsabilidad. En los tres meses escasos que estuvimos en este campamento —verdadera máquina trilladora en lo político, pues no tenía otro destino que separar de entre nosotros los útiles y los inservibles— conocimos a un alemán gordito, de pelo cano y aspecto venerable, llamado Wilhelm Pieck. Tales fueron sus méritos que hoy es nada menos que presidente de la República Popular Oriental Alemana[3]. Por cierto que, cuando años más tarde tuvimos conocimiento de que a nuestro antiguo conocido le habían investido con este cargo, bautizamos a la flamante República presidida por Pieck con el nombre de «Pickistan». También conocimos a un comunista de origen austríaco, hombre pequeño, de rasgos hebraicos y ademanes secos y nerviosos. No recuerdo su nombre, aunque sí la circunstancia de que años más tarde fue nombrado ministro de Instrucción Publica en el primer Gobierno implantado en Viena. Como se ve, teníamos compañeros de mucho postín. A éste, nosotros le llamábamos «el Macaco».

Los rebeldes a los soviéticos fueron puntualmente anotados y fichados para futuras persecuciones, procesos y condenas. Pero ¡qué pocos en realidad fueron los rebeldes! Salvo el general alemán Schmidt, Jefe del Estado Mayor del VII Ejército, que cercó Stalingrado a las órdenes de Von Paulus, y los generales Von Brucher, Reine, Von Postel, Pfeifer, y Fasol, que mantuvieron en toda su integridad su honor militar, la mayoría de los jefes y oficiales germánicos tuvieron un indigno comportamiento. Hay que hacer excepciones, evidentemente. Excepciones tanto más dignas cuanto más aisladas; mas pecaría de insincero si no reflejara aquí la sorpresa y el bochorno que nos causó ver la entrega moral de muchos oficiales alemanes de alta graduación a las consignas y presiones del mando soviético. Entre los complacientes de aquella hora recuerdo a Von Thomas, capitán de Carros y Caballero de la Cruz de Hierro; comandante Sultzer (aunque más tarde se arrepintió y rectificó su conducta); un coronel, ayudante del general Von Shelly, cuyo nombre se me ha borrado; el comandante Butller, cuyo nombre no se me podrá borrar. La gran responsabilidad de estos hombres fue arrastrar consigo a la casi totalidad del Ejército alemán prisionero, cuya disciplina, si fue admirable en el campo de batalla, fue, en cambio, denigrante en los campos del cautiverio.

Los oficiales españoles, desde el primer día, nos negamos a trabajar. En primer lugar, porque esto significaba una ayuda para un país enemigo en tiempos de guerra. En segundo término, porque era denigrante el espectáculo de los oficiales prisioneros haciendo de peones bajo los gritos, las amenazas y los insultos de sus jefes laborales y guardianes. Aun sabiéndolos indignos de vestir un uniforme militar, yo me sonrojaba viendo en las brigadas de trabajo a los oficiales extranjeros que aceptaban esta humillación. Salían en columnas del campamento, entre bayonetas caladas, rumbo a las obras donde cargarían piedras o cavarían el suelo, escuchando la advertencia, mil veces repetida, de que había orden de disparar sobre los que se apartaran dos metros de la columna. Era bochornoso verles, pero era tremendamente paradójico entenderles. Se sumaban a cuanto les pedían, para que no les ficharan de rebeldes. Pero en la práctica, al acceder, eran tratados mucho peor que nosotros, que, al fin y a la postre, fichados hasta el alma, nos quedábamos tranquilamente en la chabola sin recibir órdenes denigrantes, ni gritos, ni insultos, ni golpes. Sabíamos que la U. R. S. S. había suscrito la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, comprometiéndose a no obligar a trabajar a los oficiales prisioneros salvo casos de epidemia, inundación o incendio. Por otro lado, se llegó a dar el caso, ciertamente humorístico, que, siendo nosotros los rebeldes y ellos fieles a Rusia, meses más tarde, cuando en otro campo tuvimos mesas para comer, durante el rancho, los coroneles traidores pagaban su fidelidad a la U. R. S. S. sirviéndonos ¡a nosotros! la mesa… La situación era tan ilógica que de puro serlo, de puro estar invertida, había llegado, como una pescadilla que se muerde la cola, a una posición justa. Nosotros éramos los señores y ellos nuestros camareros.

Cuando los rusos terminaron su labor de criba y supieron, sin lugar a error, quiénes les eran adictos Y. quiénes no, leyeron la lista de los que debían recoger los bártulos para ser trasladados de campo. Nos metieron en unos coches celulares y partimos rumbo a lo desconocido.