ENTRE ALAMBRADAS
MI PADRE ERA UN PEQUEÑO AGRICULTOR en Potes, provincia de Santander. Tenía una ferretería con su almacén de hierros, y era maurista: uno de los dirigentes, en el pueblo, del partido conservador. Los recuerdos de mi primera infancia están todos invariablemente presididos por él, por mi madre, que murió muy joven, cuando yo apenas tenía seis años, y por los Picos de Europa, con sus praderas húmedas y sus barrancos con osos ocultos entre los robles. Estudié en los jesuitas de Zaragoza y como interno en los escolapios de Villacarriedo. El lujo mayor y el mayor sacrificio que se permitió mi padre fue la educación de sus hijos. Digo el mayor y podría decir el único, pues la tierra era pequeña, y los hijos nueve. Un día, siendo ya un hombretón, me metí en la bodega, probé cuanto había y salí malparado. Recuerdo a mi padre diciéndome «Has conseguido a los veinte años lo que yo no conseguí en cincuenta: salir a cuatro patas de la bodega». En Madrid estudié Medicina. Allí, en los libros, conocí a Paulov, el fisiólogo ruso que tanto me sirvió en la conversación con el cortés general. También conocí a una muchacha de grandes ojos negros, que me miraba asustada cuando le hablaba de mis correrías políticas. Su nombre, en contraste con lo que había de ser mi vida, era el de Paz. Y también conocí, por vez primera, como un anticipo brevísimo de lo que me esperaba, los barrotes de una cárcel. Era en 1933. Estaba yo en la calle con un grupo de estudiantes, entre los que se encontraban Manuel Hermida Linares y Antonio Alonso Pagazaurtundúa (que más tarde emparentarla conmigo por su matrimonio con mi hermana Maruja), cuando un grupo de comunistas pasó junto a nosotros dando vivas a Rusia —¡qué destino el mío!— y a la Pasionaria. Replicamos gritando: «¡Viva José Antonio!»: y «¡Viva el Rey!» y se produjo la colisión. Un guardia se echó la tercerola a la cara, y yo, temiendo que disparara, de un buen manotazo se la quité. Nos detuvieron y procesaron. El juez se portó bien. Cinco días entre rejas. Y a la calle. En aquella época ingresé en Falange, en la Falange primitiva, la de José Antonio, la de «armas al brazo y en lo alto las estrellas»; la que luchaba contra los abusos del poder, contra la falsificación de nuestras esencias más entrañables, contra el comunismo que asomaba cada vez más en España sus orejas. Mis estudios de Medicina no fueron demasiado brillantes. En el verano de 1936, estando en Potes, nos llegó la noticia de que Calvo Sotelo, el jefe de la minoría monárquica, había sido asesinado por orden del Gobierno procomunista. Se rumoreaba y se decía que el Ejército estaba a punto de rebelarse contra el estado de anarquía que vivía España. Llegó la noticia de que la guarnición de Santander se había sublevado y había sido vencida, que el Gobierno había armado al pueblo y que fuerzas de choque comunistas y socialistas no tardarían en ocupar todos los pueblos de la provincia.
—Si vienen por aquí…
—Peor para ellos —dijo uno de mis hermanos— si vienen por aquí…
Y vinieron. Yo estaba bajo la arcada del pueblo, leyendo el periódico, frente por frente del castillo de los duques de Infantado, cuando dos camiones con mineros asturianos armados de rifles y bombas de mano, se detuvieron a la entrada de la plaza. Me retiré a casa a buscar una pistola. Allá me encontré con mis hermanos Tomás, Felipe y Carlos y mi cuñado Ramón Bustillo, que habían ido a lo mismo. Entre todos reunimos tres pistolas del 6,35, una Parabellum y una escopeta. «Nos sobran armas», dijimos. Mi hermana Maruja nos detuvo: «Rezad primero el Señor mío Jesucristo». Lo hicimos y nos dirigimos a la plaza. Sin orden de ninguna clase, parapetándonos tras los arcos, comenzamos a disparar. Ellos se fueron replegando, ignorando cuántos éramos. Tomamos la plaza, y las arcadas nos sirvieron de bastiones. A mi cuñado Ramón una bala le rozó la cabeza y otra le inutilizó la mano derecha. Con la cabeza echando sangre y la mano machacada siguió disparando con la izquierda. Mi hermano Tomás cayó malherido en una pierna y siguió asimismo disparando. Los fuimos reduciendo, y a los que no huyeron los encerramos en la cárcel. Encerramos también al secretario del partido comunista de la provincia de Santander, que encontramos debajo de una cama, donde se refugió cuando empezaron los disparos, y a varios «sospechosos» más. En realidad, nos hicimos los amos del pueblo, que fue nuestro durante varias horas. Esto lo hicieron cuatro hermanos Palacios y Ramón Bustillo, secundados por José del Barrio, Nicasio Robles, Santos Miguel, Mariano Fernández y alguno más. Los testigos, el pueblo de Potes, que tiene dos mil almas. Cuando tuvimos noticias que llegaban refuerzos rojos desde Asturias, reunimos a los mandamás comunistas que teníamos encerrados y les dijimos que nos íbamos, que ya los suyos se encargarían de libertarlos, pero que tuvieran en cuenta que si a uno sólo de los nuestros que allá quedaban le pasaba algo, pagarían con sus vidas. Y los tres hermanos —menos Tomás, que quedó malherido en la refriega— y Ramón Bustillo, y mi tío carnal el ingeniero Manuel Palacios, y Ramón Cabo, nos echamos al monte. Confesamos y comulgamos en un pueblecito llamado Espinama.
El párroco de Potes, Cecilio Fernández, se unió a nosotros, y a pie, pasando el puerto de San Glorio y Piedrasluengas, tras siete días de viaje, llegamos a Palencia, donde nos unimos a las tropas del general Mola. Cuando la guerra acabó, el antiguo estudiante de Medicina era capitán. Yo no he forjado mi destino. De estudiante deseé la paz sin rehuir la guerra. Más tarde, en España, hice la guerra por conseguir la paz. Después, el azar me lanzó al cautiverio.
De Leningrado, Rusia adentro, nos llevaron a Cheropoviets. Cruzamos en camiones abiertos sobre las aguas heladas del lago Ladoga a cuarenta grados —léase cuarenta grados— bajo cero. Sobre el bigote, quien lo tuviera, las cejas, las ventanillas de la nariz, se formaba una capa de hielo que nos encanecía, envejeciéndonos artificialmente. Cada grado que bajaba la temperatura era como si nos arrancaran con la mano un trozo de vida. En este y otros recorridos, a un soldado canario, llamado Medina, se le helaron las manos y hubo que amputarle cuatro dedos, arrancándoselos con tenazas. También, a lo largo de estos u otros desplazamientos, sufrieron heridas y mutilaciones de frío el salmantino Félix Alonso, el sargento Antonio Moreno, de Granada, y varios más. Dormimos en una casucha y al día siguiente, en vagones cárceles primero, y andando después —levantando a culatazos a los que caían—, llegamos al campo de prisioneros de Cheropoviets.
Para evitar inútiles repeticiones a lo largo de los muchísimos campos de concentración que recorrimos, vale la pena describir con toda minuciosidad el primero de ellos. Pues al hacerlo, describimos todos los que —a lo largo de once años de cautiverio— fueron, al mismo tiempo, hogar, cárcel, checa y, para muchos prisioneros, cementerio.
El primer signo exterior que desde lejos se ve, anunciando la presencia de un campo de concentración, es la garita: una garita elevada a la altura de un segundo piso y sostenida por anchas columnas de madera que la aíslan del suelo. Cada cien metros, las garitas —como sillas gigantes de un árbitro de tenis— forman el perímetro exterior del campamento.
Entre ellas, la zona de los perros. Están éstos sujetos por cadenas de cuatro o cinco metros, a un cable circular que rodea la zona intermedia entre los centinelas. Una argolla los une con el cable, de manera que puedan recorrer —resbalando la argolla sobre el cable— unos treinta metros.
Tras ellos, y dejando entre sí zonas de algo menos de dos metros, hay cuatro líneas de alambradas, dos centrales de catorce alambres espinados cada una, y de ocho alambres las otras dos. Sobre la más interior de todas, los carteles: «Zona rastrillai», de difícil traducción, pero que indica que al llegar allí se dispara a matar. Y es tan cierto, que un italiano que jugaba al fútbol se acercó a recoger el balón de trapo perdido entre las alambradas y fue cosido a tiros por el mismo centinela que, desde las garitas, presenciaba el encuentro. No recuerdo su nombre. Sólo sé que era de Milán.
Detrás de estas defensas, el campamento: un espacio semejante a un campo grande de deportes, con barracones de madera, destinados los más a vivienda, los menos a cárcel, despacho del jefe del campo, cocinas, letrinas, hospital y almacén.
Tanta organización podría inducir a error. Aun siendo muchos los que allí murieron de disentería, de frío, incluso de hambre, la cárcel estaba siempre más habitada que el lazareto. Por negarse a hospitalizar al soldado Doménech, éste murió, y no nos enteramos hasta el día siguiente, que supimos lo habían sacado a medianoche para enterrarlo.
—Como si fuera un perro —comenté indignado.
Y un chivato se lo dijo al jefe del campo, que me mandó llamar. Confesé que sí, que había dicho eso y no me arrepentía, pues era intolerable aquella manera de proceder. El jefe del campo no sabía si reírse de mí o mandarme ahorcar.
—¿Qué pretende —me dijo—, que organicemos un servicio de pompas fúnebres y enterremos a los españoles a la federica?
—Lo que pretendo —respondí— es que se nos permita asistir y acompañar a los moribundos, rezar a su lado la recomendación del alma, recibir sus consejos y su última voluntad. Ser tratados·como hombres y no como perros…
Después del valenciano Francisco Doménech, murieron en aquel trágico campo de Cheropoviets, aquel mismo año o en otros posteriores, los soldados Ángel Arambuena, de Santiago; Félix Gascón, de Vitoria; Benigno Gómez, de Badajoz; José Iglesias, de Sevilla; Francisco Marchena, de Cádiz; Bartolomé Oliver, de Palma de Mallorca; Carmelo Santafé, de Teruel, y Manuel Caballero, de León, todos ellos de tuberculosis. Ramiro Hernández, de Medina de Rioseco (de difteria); Benito Rojo, de Torquemada (de anemia); Vicente Bernal, de Madrid (de disentería). Y por causas diversas, entre las que figura el puro y total acabamiento, Elías Barrera, de Canarias; Francisco Barranco, de Jaén o Huelva; Joaquín Barreto, de Badajoz; Juan Carlés, de Madrid; Pascual Clos, de Zaragoza; Acacio Fernández, de Asturias; Hermelando Fuster, de Alicante; Cayo Gutiérrez y Manuel Gutiérrez, de Asturias; José Hernández, de Huelva; Juan Iniesta, de San Fernando; Juan Elizarraga, de Pamplona; Rafael López, de Las Palmas; Joaquín Mayora, de Lérida; Carlos Montejo, de Madrid; Juan Moreno, de Murcia; Francisco Padilla, de Barcarrota; Vicente Pascual, de Petrel; Víctor Pérez, de Logroño; Ángel Osuna, de Sevilla; Esteban Ramírez, de Toledo; Manuel o Rafael Sánchez Ponce, de Sevilla; Leopoldo Santiago, de Badajoz; Crescencio Sastre, de Piedralaves; Miguel Torre, de Urdiroz; José Vázquez Paz, de Vigo, y un tal Viñuelas; y, por último, el santanderino Juan Lavín, muerto a tiros por un centinela, y Pedro Duro Revuelto, asesinado por un ruso cuando trabajaba en una mina.
Éste era el campo al que —azuzados por el ¡Davai! ¡Davai! de los guardianes, el ladrido de los perros policías y el ansia infinita de descansar— llegamos, en la mañana del 22 de febrero de 1943, doscientos cincuenta españoles.