CAPÍTULO III

«YO SOY MASÓN»

NOS LLEVARON EN CAMIÓN de Kolpino a Leningrado. Éste fue el primero de una serie interminable de desplazamientos que durante el cautiverio habríamos de sufrir a través de la inmensa geografía soviética. Si hubiera que reducir a una fórmula gráfica nuestra estancia en Rusia, yo dudaría entre la viñeta que representara una alambrada o la de un camión o un tren repleto de prisioneros cruzando en todas las direcciones y en todo momento la helada inmensidad.

De aquel viaje mis recuerdos se limitan a una doble pared de nieve, no más baja de tres metros, en medio de la cual se extendía la carretera, y las brigadas de mujeres campesinas encargadas de picar el hielo y retirar la nieve del asfalto. Tenían la cabeza envuelta en tocas y mantillas. Llevaban un pañuelo cubriéndoles —como a las moras— la boca y la nariz; un pañuelo acartonado, pues el vaho del aliento se helaba sobre él y lo endurecía. Cuando se inclinaban sobre el suelo no se veían las corvas bajo sus cinco o seis faldas superpuestas, sino unos pantalones militares forrados a su vez con trapos mugrientos y papeles, hasta esconderse bajo la bota. Si no las hubiera visto después centenares de veces, mal podría describirlas. En cambio, las afueras de Leningrado se me grabaron mejor. Líneas y líneas de defensa —nidos de hormigón para las automáticas, aspas de hierro para los tanques, zanjas— se extendían hasta seis veces rodeando la ciudad. Y aún, dentro de ella, los barrios extremos estaban fortificados; las casas, acorazadas. Cada edificio era una pequeña fortaleza con su hormigón, sin más huecos que el justo de las aspilleras. La ciudad entera era un bastión.

Cruzamos el famoso puente de Leningrado, sobre el Neva. Abajo, en el puerto, los destructores y dragaminas parecían, más que helados, tallados ellos mismos sobre el hielo. Estaban inmovilizados, prisioneros del frío. Sólo sus antiaéreos giraban sobre la cubierta buscando, más que aviones enemigos, huir de la peligrosa inmovilidad. Sobre el río sólido cruzaban, junto a los buques, camiones y caballerías.

Y llegamos a nuestro destino. Penetramos en un gran edificio de reciente y no terminada construcción. Doscientos cincuenta españoles, aproximadamente —prisioneros todos el 10 de febrero—, yacían por los suelos dormitando, charlando o encerrados muchos de ellos en un terrible mutismo, desalentados, vencidos. Mal momento era éste para la prueba policíaca a que estaban siendo sometidos.

Ante una mesa, al extremo de una de las piezas más espaciosas, unos funcionarios les tomaban declaración y llenaban con sus respuestas las casillas impresas de unas fichas de archivo. Iban llamando a los soldados desordenadamente, sin más turno que el de su proximidad. Les preguntaban su nombre, su religión, su ideología política y las razones por las que habían ido a Rusia a combatir. Las declaraciones de los primeros eran alarmantes. No sabían qué responder y, temiendo represalias, la mayoría chaqueteaba ante aquellos burócratas, armados de pluma y papel, como no lo hicieron ante el Ejército Rojo con toda su artillería. Era la eterna canción española. El valiente, que sabe morir por un ideal y no sabe, en cambio, vivir defendiéndolo. La cobardía cívica frente al coraje físico. ¡Cuántas veces España ha prostituido o falsificado sus hechos más gloriosos por no saber en la paz mantener la pureza y la integridad de los mismos principios que supo defender heroicamente con las armas! «Lo que ganó la espada perdió la política», como dice el refrán. Algunos soldados se aturullaban, haciendo sonreír a los propios policías:

—¿A qué religión perteneces?

Contestaban las cosas más peregrinas.

—¡Al comunismo! —decían; o bien—: ¡Yo soy masón!

Nos acercamos a la mesa los tenientes Molero y Altura, el alférez Castillo y yo, y pedimos que nos tomaran declaración. Era urgente hacerlo así. De la actitud de los oficiales en esos primeros momentos dependía la suerte entera de nuestra dignidad. Muchos soldados nos siguieron e hicieron corro en torno nuestro.

Posalst —me dijo el ruso, que quiere decir: «Cuando usted quiera»[2].

—¿Su religión?

—Católica, apostólica, romana.

—¿Partido político?

—Falange Española Tradicionalista.

—¿Motivos de su incorporación a Rusia?

—Luchar contra el comunismo.

El funcionario, que tamborileaba en la mesa con los dedos, me miró fijamente a los ojos.

Idite: «Retírese».

Un largo rumor acogió entre los soldados cada una de nuestras respuestas. Si alguno había quedado rezagado se le acercaba un compañero.

—¿Has oído lo que ha dicho el capitán? Mira, mira. Ahora va a declarar el teniente Altura.

—¡Qué bárbaro! ¡Lo que ha dicho el teniente Molero!…

—Mi alférez —le dijeron a Castillo—. Es usted un jabato.

Un soldadito pequeño, de pelo crespo, fue el primero en seguir nuestro ejemplo.

—Apostólico, romano.

Después otro, y otro más.

—A luchar contra el comunismo.

—A luchar contra el comunismo.

—Católico…

—Católico…

Mentiría si dijera que no he tenido en Rusia satisfacciones morales. Ésta fue, quizá, la primera. El ánimo del soldado desalentado, temeroso, moralmente entumecido, se encendía como yesca y engallaba cuando el ejemplo que recibía era, a fin de cuentas, lo que a él, sin saber hacerlo, le hubiera gustado hacer. Y si en un comienzo no supo, bien pronto lo aprendió. Estas páginas están llenas de estos heroísmos, pequeños para leerlos aquí, inmensos por haber sido realizados allá; heroísmo fuera de precio, porque muchos de sus protagonistas eran gentes oscuras, que hicieron cosas increíbles en el anonimato, sin poder siquiera volver la cara a la galería y pedir un aplauso. Porque estaban solos. La satisfacción de aquel día fue pronto vencida por una intensa amargura. No todos los que debían dar buen ejemplo supieron darlo. Entre nosotros nació un germen de deserción. No quiero aquí dar los nombres de quienes se abandonaron a la ignominia, pues en su delito llevan su mayor castigo, sin que yo precise manchar estas páginas con sus nombres ni manchar los nombres de sus familias con el recuerdo de sus actos. Muchos fueron los débiles; los traidores, pocos. El mayor de todos y más responsable, pues arrastró muchas voluntades, un compañero mío, militar de menor graduación, a quien llamaremos en estas páginas alférez X, ha pagado ya su culpa con el más severo de los castigos: quedándose en Rusia voluntario. Y no por vocación, sino por miedo de, al regresar, no poder sufrir cara a cara las miradas de sus compañeros. La mayor parte de los nombres que a lo largo de estas páginas se han de citar son nombres auténticos y corresponden a personas vivas o muertas que, en mayor o menor grado, en unos momentos o en otros, supieron cumplir con su deber. Sólo ocultaremos, cuando sea posible, por discreción, los nombres de los débiles o los traidores, pues no son estas páginas alegato de fiscal, sino testimonio de historia.

Los soldados nos rodeaban comentando, alborozados, nuestra declaración, cuando se me acercó, cuadrándose ante mí, un oficial:

—A sus órdenes, mi capitán. Se presenta el teniente Rosaleny, de la tercera compañía, primer batallón, regimiento 263.

Le estreché la mano. Rosaleny era un muchacho moreno, muy pálido, de grandes ojos incompatibles con la insinceridad. Su comportamiento fue siempre admirable y su nombre habrá de repetirse a lo largo de estas páginas cuantas veces, que fueron muchas, tuvo ocasión de demostrar su coraje y su lealtad.

—¿Vienes solo?

—No, mi capitán; el alférez X está conmigo.

Volví la cabeza y, en efecto, algo más lejos le vi charlando con unos soldados. Me sorprendió no se me hubiera presentado, como prescriben las ordenanzas y exige la cortesía. No tardé mucho en conocer la causa. Presionado por la policía, se había avenido a lanzar una proclama por radio, doblegándose a las presiones —no mayores que las padecidas por nosotros— que ejercieron sobre él. He aquí el texto de su proclama: «Vendidos y abandonados por nuestros jefes, hemos sido hechos prisioneros. ¡Pasaros!».

Cuando lo supe, más que ira fue pena lo que sentí. Pena, y desazón y asco. Mucho más que preocuparme por reprenderle o avergonzarle de su comportamiento, fue el deseo de atraerle y recuperarle lo que me movió a acercarme a su grupo. Vi que los soldados le llamaban por su apellido, omitiendo su grado.

—¿Qué es eso, te han degradado? —le pregunté.

¡Me dijo que, para evitar compromisos, había rogado a la tropa que suprimiera, al dirigirse a él, el título de alférez! Éste fue su principio. A lo largo de los años, X fue testigo de cargo en los procesos que contra varios oficiales y contra mí se nos instruyeron, los años 48 y 49, y al final, como se ha dicho, se quedó voluntariamente en Rusia, perdiendo su nacionalidad. Dios le haya perdonado. Él mismo dictó la sentencia que le correspondía.

Estaba con él cuando me llamaron por enésima vez a declarar. Volvieron a invitarme a hablar por radio. La cantinela empezaba a cansarme. Me dijeron que me ofrecían un micrófono, no ya para invitar a la División a que se rindiese, como en otras ocasiones, sino para dirigirme a mi familia.

—Cuando salgo a hacer la guerra —les dije— mi familia la traigo en la maleta. No me dejo nada atrás.

No sé si era fácil o no decir aquello. Sólo sé que el recuerdo de los míos —recuerdo que había procurado desde el primer día alejar de mí como una pesadilla— se me vino encima aquella noche.

No eran pensamientos que debilitaran el ánimo los más propicios para esas horas. Rechacé la invitación que se me hizo, pero no pude apartar en toda la noche el recuerdo de mis hermanos, mis hermanas y mi padre; mi padre, que murió cuatro años después sin la alegría de volverme a ver. El recuerdo de su austeridad, de su honradez, de su fortaleza, ha estado siempre vivo en mí. No soy hombre que dude en sus decisiones, pero siempre me ha confortado la idea de que mi padre, en las mismas circunstancias, hubiera hecho lo mismo que yo. Aquella noche luché por no pensar en los míos. Pero fueron más fuertes que yo, y, con el sueño, me vencieron. Toda la noche los tuve cerca, junto a mí.