CAPÍTULO II

LA PRIMERA CELDA

LA COLUMNA ESTABA FORMADA por treinta y cinco hombres, todos de mi compañía. Veintiuno de ellos, heridos. Si alguno caía al suelo era inmediatamente rematado por los rusos. También remataban a cuantos de los suyos encontraban heridos a nuestro paso. A trompicones, agotados, ayudando los sanos a caminar a los que no podían por sí solos, íbamos avanzando hacia las posiciones rojas. Detrás, lejos, se oía el repiqueteo de las ametralladoras. La nieve en este sector estaba cuajada de cadáveres en número infinitamente mayor que el de nuestras posiciones. Grupos de mujeres militares, que yo no había visto hasta entonces, amontonaban a los muertos en los barrancos y cunetas. Centenares de hombres, aquí y allá, se arrastraban por el suelo, dejando, como los caracoles, un rastro tras sí. Pero un rastro de sangre. Castillo y yo nos miramos. Ésa era, sin duda, la compañía que intentó en diagonal tomar la línea de ferrocarril y que fue segada por la tercera sección, impidiéndole alcanzar su objetivo.

—¡Davai! ¡Davai!

Los rusos, caladas las bayonetas, nos empujaban con su ¡Davai! como el «¡Arre!» castellano a los jumentos.

—¡Davai! ¡Davai! (¡Adelante!… ¡Adelante!).

No habíamos andado seiscientos metros cuando un capitán recorrió la columna preguntando si había algún oficial entre nosotros. El alférez Castillo y yo nos presentamos y fuimos separados de la columna. No fue ésta la última vez que tuve la evidencia de ir al paredón. Levanté la voz y los soldados detuvieron el paso y me miraron sorprendidos:

—Habéis luchado como unos valientes. A partir de hoy espero que sigáis cumpliendo con vuestro deber.

—¡Davai! ¡Davai!…

Los ojos de algunos soldados brillaban. Yo estaba seguro que cumplirían. Tenían buena·madera. Y nos separamos.

Nos llevaron a un puesto de mando situado en una isba o casita rural, muy próxima a unos grandes depósitos de combustibles. Me enseñaron unos planos, que yo dije no entender. Esta escena habría de repetirse en pocas horas cuatro veces. Pero en esta primera ocasión no tuvieron tiempo de reaccionar contra mi supuesta ignorancia. Un estampido brutal hizo temblar la casucha y dio con nosotros en tierra. Después otro, otro y otro más. La aviación alemana estaba bombardeando los depósitos. Si lo hubieran hecho cinco horas antes no estaríamos prisioneros. Las llamaradas daban tanta luz que a través de las ventanas parecía ser de día. Mis interrogadores salieron de estampía a los refugios y por un segundo creí que podríamos escapar.

No pudo ser. Apretados contra el suelo, nuestros guardianes, bayoneta en ristre, no nos perdieron de vista. ¡Ah, si yo hubiera sabido entonces lo que guardaba en el bolsillo! Nunca he deseado como aquel día que un chupinazo cayera sobre nosotros. La aviación siguió bombardeando y, cuando acabó con los depósitos, ametralló a una columna de refuerzo rusa que se dirigía desde Kolpino hacia el frente. Dos horas duró nuestra caminata hasta esta ciudad. Sobre los árboles, en el suelo, incrustados en las ruinas, miembros humanos, cuerpos reventados, cadáveres vaciados, tripas afuera, en la más dantesca de las visiones que haya presenciado jamás. Entre ellos, las mujeres soldados se afanaban en sus menesteres: tender cables telefónicos, apartar los muertos, cargar material, empujar camiones.

En Kolpino nos metieron a Castillo y a mí en una casucha que debía ser un puesto de mando en retaguardia. Allí estaban todos los hombres de mi compañía y algunos de otras. También estaban los tenientes Molero y Altura. Éste hace honor a su apellido, pues no es menguado. Molero murió, cuatro años después, de hambre. Altura y él habían sido oficiales míos en la guerra de España, en un tabor de Regulares, y conocían el árabe.

Mektub —les dije. Que en árabe significa «Estaba escrito».

—Sí, pero muymalmektub —contestó Molero, que en camelo significa «Muy mal escrito».

Y por primera vez nos reímos en el cautiverio. Me tumbé en el suelo, junto a ellos, y me quedé dormido.

No habían pasado cuarenta minutos cuando me zarandearon para llevarme a declarar. Era en la habitación contigua y no tardé en despabilarme. Ante mí, un oficial ruso, de aspecto irascible, sentado ante una mesa de pino. A su izquierda, sobre unos sacos de Intendencia llenos de pieles —pues algunas emergían de su envoltorio—, un general tumbado boca arriba, con una colilla apagada en los labios. Entre los dos un hombrecillo moreno, enjuto, de aspecto derrotado. Este último iba de paisano. Vestía una blusa negra cerrada al cuello, la típica rubaska rusa, y sobre ella un abrigo también negro, muy sucio y raído. Desde el primer momento me fijé en él, más aún que en el general medio dormido y en el oficial que me miraba con aspecto feroz como queriendo asustarme. Yo estaba tan cansado que no tenía fuerzas para hablar, cuanto menos para asustarme ante aquella mirada un tanto teatral. El hombrecillo del abrigo me habló en castellano. Era un intérprete español, comunista exilado. Creo que se llamaba Ortega. En la habitación no había más luz que la palidísima de un farol de petróleo.

Me hicieron dejar sobre la mesa cuanto traía en los bolsillos; un paquete de cura individual, en su bolsita de tela con la cruz roja estampada, un pañuelo, unos limones… y —yo fui el primer sorprendido— una bomba de mano. (La explicación es tan sencilla como a primera vista parece increíble la posesión, a aquellas alturas, del artefacto: cuando me registraron en el primer minuto de ser cogidos prisioneros empezaron a sacarme limones de los bolsillos y, palpándome, creyeron que el resto de los bultos serían limones también. Me los devolvieron y dejaron la bomba dentro. Yo ignoraba que la tenía. De haberlo sabido, hubiéramos podido escapar en el primer interrogatorio durante el bombardeo). Asustados, me obligaron a desnudarme por si llevaba más armas escondidas. Comprobaron que no, y así, como estaba, desnudo, comenzó el interrogatorio.

—¿Su nombre?

—No diré una sola palabra mientras no se me permita vestirme.

El intérprete tradujo mis palabras y me miró sonriendo con aspecto protector. El oficial pegó un puñetazo en la mesa y a grandes gritos dijo algo que no entendí.

El intérprete continuó:

—¿A qué batallón pertenecía?

—Es indigno para un oficial ser interrogado de esta forma. Vestidme con mi uniforme de capitán y accederé a ser interrogado.

El oficial, que tenía unos pulmones envidiables, comenzó a gritar, a golpear la mesa e incluso se incorporó amenazador.

Entonces, por primera vez, el general tumbado sobre los sacos, sin mirarme siquiera y sin retirar su colilla de los labios, dijo que me dejaran vestir.

Lo hice, saliéndome con la mía. El intérprete era incapaz de mantener la mirada. La dejaba resbalar sobre mí como si fuera transparente. Pero a los ojos no podía. Muchas veces se me ha felicitado por este interrogatorio. Yo sé muy bien cuán poco mérito tuvo. En aquel momento me daba igual que me mataran o no. Y es más: la mirada del comunista español me dio por primera vez la sensación de ser yo más fuerte que él. Le miré de abajo arriba; parecía un delincuente declarando ante un juez. Y el juez, para él, para su conciencia, en aquel ·momento, era yo. Como más tarde lo fueron mis oficiales.

—¿Cómo se llama usted?

—Teodoro Palacios Cueto.

—¿De qué batallón?

—Quinta compañía del segundo batallón.

—Observe este mapa.

El oficial, muy satisfecho, se removió en su silla.

—Sitúenos el puesto de mando, el de socorro y el lugar donde tienen emplazada la artillería.

—No puedo.

—¿Dónde están situados los municionamientos?

—No puedo. No sé leer el plano.

—¿Es usted capitán profesional?

—Sí señor…

—¿Y no sabe leer un plano? ¿Qué aprenden ustedes en las academias entonces?

Tres cuartos de hora duró la lucha. Menudearon los golpes sobre la mesa y los gritos. Yo creo que aquella violencia la dedicaba el oficial a su general, para demostrarle su firmeza de carácter. En lo que más insistieron fue en que hablara por radio, invitando a la división a deponer las armas y rendirse. Esta petición fue reiterada con promesas, con razonamientos humanitarios —tales como evitar más derramamientos de sangre— y con amenazas.

—Las 7000 bajas causadas al Ejército rojo serán vengadas —añadió.

El general no se movió en todo este tiempo ni para encender su colilla. Al fin me mandaron retirar. Me acerqué a la mesa para recoger mis cosas: el pañuelo, los limones y el paquete de cura individual. El oficial violentamente me lo retiró:

—No lo necesita usted. Quien hace armas contra la Unión Soviética y pierde, paga con la vida su derrota.

—Yo sabré perder —respondí—. En cambio, la U. R. S. S., no sabe ganar.

Di media vuelta y me dirigí a la puerta.

—Está usted a tiempo —me gritó—. De lo contrario, la misma suerte que va usted a correr la correrán sus oficiales…

—Ellos sabrán también cumplir con su deber.

El general, por primera vez, inclinó levemente la cabeza y se dignó mirarme sorprendido. El intérprete, muy pálido y serio, ya no sonreía con superioridad. Al entrar en la pieza donde estaban los soldados yo estaba seguro de que mi sentencia de muerte había sido decretada ya.

Me senté entre mis compañeros. Uno a uno fueron interrogándoles como a mí. Volví a oír los puñetazos y los gritos del oficial, al interrogar a Castillo, Molero y Altura. Esta cantinela me tranquilizaba y hasta me permitió dormir unos minutos, pues me confirmaba, como anuncié al ruso, que ellos también sabrían cumplir con su deber. Cuando acabó el último interrogatorio nos trasladaron a una celda de castigo.

Es muy difícil saber el tiempo —dos, tres días— que allí estuvimos. La celda no pasaba de metro y medio de altura, de forma que era imposible estar de pie. Debíamos mantenernos de rodillas, sentados o tumbados. Era la cárcel normal del pueblo. Tenía una ventanuca no más grande que una cajetilla de cigarrillos canarios, que daba a un sótano, pero como éste, a su vez, no tenía más ventilación que otra semejante, la luz no penetraba en nuestro rincón ni de día ni de noche. La oscuridad era total. La parca ventilación la descubrimos a tientas, ayudados por el aire de hielo que penetraba por ella. ¡El aire de hielo! Esto es fácil decirlo, pero imposible describirlo. El frío era tan grande que dormimos como las ovejas en el aprisco, apretados unos contra otros, buscando el calor animal. Ni la dureza del suelo, ni la oscuridad, ni el hambre —yo desde la víspera de la batalla no había ingerido más que el zumo de los limones helados— podía compararse con el tormento del frío. Todos pensamos, sin decirlo, que allí nos dejarían morir. Hasta que al cabo del tiempo —dos días, quizá tres— la puerta se abrió y aparecieron cuatro soldados con bayonetas caladas y un hombre con un farol. Preguntaron por mí y me empujaron afuera.

—Todo llega —dije—. Amigos, hasta el valle de Josafat…

—A sus órdenes, mi capitán —dijo Castillo, que esperaba la misma suerte que yo—. Y… hasta luego.

Tampoco esta vez fueron ciertos mis temores. Me llevaron por unas callejuelas, hasta un barrio de más calidad. Allí penetramos en una casa guardada por centinelas. Al entrar, un calor maravilloso me dio en el rostro. Nunca he sentido mayor placer físico que este aire tibio, quieto, confortable, que me devolvió la vida, o al menos, las ganas de vivir. Me hicieron pasar a una habitación muy modesta, aunque cien veces más lujosa que las hasta ahora conocidas en Rusia. No sé en qué consistía el lujo. Quizás en dos mecanógrafas jóvenes, bien vestidas, que fueron las primeras personas que vi. Quizás en un militar muy alto, de gran distinción, impecablemente vestido, de unos cincuenta años, que me esperaba de pie, y que al verme entrar se acercó y me tendió la mano, diciendo algo que no entendí. Entonces descubrí en un extremo de la habitación al intérprete español envuelto en su abrigo raído.

—Dice el general que soldados del Ejército Rojo han dado respetuosa sepultura a los españoles de su compañía en la posición que tan bravamente defendieron…

Aquel idioma, quiero decir, aquella manera de expresarse, me sorprendió. Y, en efecto, a lo largo de once años en Rusia, jamás lo volví a oír. El general se inclinó levemente hacia mí, y señalando una mesa a su espalda me dijo:

—¿Quiere sentarse, capitán y tomar conmigo una taza de té?

El té humeaba en un bol de porcelana. Si hubiera tenido que pagarlo con dinero no habría fortuna que hubiera escatimado para conseguirlo.

—No puedo aceptarlo —dije—. Tres oficiales, compañeros míos de celda, no han comido desde que fuimos hechos prisioneros hace ya… (no sabía cuánto) varios días. Por eso no puedo aceptarlo.

—¿Cómo, es eso posible?…

El general se acercó a la puerta y dio una voz. Habló, con fingida o real indignación, con un oficial y después se volvió hacia mí.

—He dado orden de que sirvan té a sus compañeros, rogándoles se consideren mis invitados.

Yo empezaba a dudar si aquel caballero era, en efecto, un militar soviético o un lord británico camuflado. El propio intérprete que traducía sus palabras estaba tan extrañado como yo. Él, a pesar de su comunismo y de haber vendido a Rusia su vida y su alma, no había sido tratado jamás en la Unión Soviética con tanta consideración como lo era yo por aquel personaje.

—¿Acepta usted ahora una taza de té?

—Sí —dije.

Y él mismo, sin olvidar el azúcar, me lo sirvió. El té caliente penetró en mi organismo como una maravillosa medicina.

—¿Está bueno?…

—¡¡Excelente!!

Y debió ser tal la expresión de mi sinceridad que el general se echó a reír.

—Le he llamado para charlar con usted de cosas de España. Gran país. Yo empecé a conocer España por sus naranjas. Magníficas, realmente. Sin embargo, creo que 1as de Argelia comienzan a hacerle la competencia. Aunque las de ustedes tienen la ventaja, aparte su calidad, de tener muy bien trabajado el mercado inglés.

Yo no sabía bien adónde iba ni qué pretendía el correctísimo general con aquellos rodeos. Añadió que el pueblo español era muy bravo. Como el ruso. España y Rusia eran los únicos países que supieron vencer a Napoleón, cuando toda Europa se rendía bajo el peso de sus botas. Me habló del Dos de Mayo en Madrid y del sitio de Zaragoza.

—¿Y usted —me interpeló de pronto—, qué conoce usted de la historia rusa?

Afortunadamente yo había leído algo de Dostoievski, Tolstoi, y en mis no tan lejanos tiempos de estudiante de Medicina, en Madrid, había leído a Paulov, el famoso fisiólogo ruso.

—Pero ¿es posible que conozca usted a Paulov? ¿Qué es lo que sabe usted de él?

—Conozco sus experimentos. Sobre todo el famoso de excitar a unos perros determinadas glándulas con el sonido de un violín…

—¡Es extraordinario! Ignoraba que en España conocieran ustedes a Paulov.

—Todo el mundo lo conoce —dije, mintiendo como un bellaco.

Me sirvió otra taza de té. Y entre frase y frase intrascendente me hizo preguntas, con aparente ingenuidad sobre temas militares, organización de las Academias en España, material de reserva del Ejército alemán, a las que yo —con la misma corrección con que era tratado— me negaba a contestar. Todavía, durante unos minutos, hablamos de toros, de Historia y de temas militares no relacionados con la guerra actual. Al fin se incorporó, dando por terminada la conversación.

—Su visita ha sido muy agradable —me dijo—, pero «militarmente» hablando… muy poco interesante.

Me acompañó hasta la puerta. Se inclinó, tendiéndome la mano. Cuando iba a salir, el general, muy suavemente, me preguntó:

—¿Pasan ustedes mucho frío en la celda?

La visión de la celda negra, helada y dura, chocaba cruelmente, sádicamente, con aquel ambiente confortable, tibio, y aromado de té. ¿Por qué me hacía esta pregunta? ¿Era acaso una esperanza en nuestra claudicación? ¿Había pretendido mostrarme el cara y cruz de nuestra suerte según claudicáramos en lo que se nos pedía o nos negáramos a secundar sus planes?

—¿Pasan ustedes mucho frío en la celda? —repitió.

No. La pregunta no me pareció esta vez una simple fórmula de cortesía.

—Somos soldados —dije— y no nos asustan las penalidades.

El general se inclinó, sonrió y cerró tras sí la puerta.

Los cuatro centinelas con las bayonetas caladas y el hombre del farol, me depositaron de nuevo en la mazmorra.

Cuando llegué, mis compañeros (aunque sin azúcar, pues la habían robado los soldados) estaban tomando té. El té con que les obsequiaba mi anfitrión, el extraño y correctísimo general.