Prólogo

EL 28 DE MARZO DE 1954, una motora de la Policía turca desatracó del muelle, en el puerto de Estambul, y se hizo a la mar en busca del Semíramis: un buque poblado de fantasmas.

Yo fui uno de los pocos afortunados que, a bordo de la motora, y después de surcar, quebrándolo, aquel paisaje de Pierre Loti, alcanzó, aguas del Bósforo arriba, en el punto mismo descrito por Espronceda, Asia a un lado, al otro Europa, el barco aquel fletado por la Cruz Roja Francesa. Había zarpado de Odesa la víspera y traía a bordo doscientos ochenta y seis hombres, rescatados de Rusia después de un cautiverio cuya duración oscilaba entre los once y los dieciocho años.

A lo largo de los cinco días que invirtió el Semíramis en llegar de Estambul a Barcelona, fuimos espiando, fui espiando, las reacciones de aquellos hombres en su nuevo despertar a la vida. «Es como si en un muerto —dijo uno de ellos más tarde, explicando la torpeza de sus reacciones— renaciera de pronto la sensibilidad y comenzara a percibir en torno suyo rumores y reflejos de luz emergiendo del silencio y de las sombras infinitas. El resucitado no sabría nunca cuáles pertenecían aún al mundo de las sombras y cuáles eran ya fruto de su actividad consciente».

Como periodista, redacté entonces mis impresiones —hilos sueltos de un reportaje no escrito aún— de aquel viaje a bordo del Semíramis, «nueva barca de Caronte, entre las dos orillas de la muerte y de la vida». Describí en presente de indicativo cuanto iba aconteciendo y anticipé el impacto, porque aquélla era la verdadera inquietud informativa del momento, del choque entre aquellos hombres y su propio futuro. Es decir, olvidé su pasado. La pregunta inquietante, de qué había sido de ellos en aquel mundo desconocido, durante aquellos años desconocidos, estaba en la mente de todos, pero no era aún el momento de formularla.

Ya ha llegado la hora de saberlo todo. De escuchar el estupendo relato, la increíble aventura.

* * *

Este libro, un libro muy semejante a éste podría haber sido escrito por cualquiera de los repatriados retenidos once, quince, dieciocho años en la Unión Soviética, porque su gran protagonista es la Ausencia y la Muerte rondándole la espalda. Sin duda alguna no es el primero ni será el último. No pretende tampoco ser el mejor.

Ha querido, tan sólo, responder, bien sea de manera parcial a ese «¡cuéntame!» genérico y universal de un país al recibir, después de tan larga aventura, a los que creía muertos.

Ahora bien. Este libro, aunque histórico, no es un libro de Historia. Que no se le achaque no ser lo que nunca pretendió. Escribir la Historia de la División Española de Voluntarios en Rusia es un empeño dignísimo, pero no ha sido ése nuestro empeño. Una cosa es la Historia del Renacimiento, y otra muy distinta las Memorias de Benvenuto Cellini, aunque, dicho sea de paso, las Memorias del genial artista prestan singularísima luz al estudio del Renacimiento. Pero ¿por qué no escribir —puede argüirse— la de Miguel Ángel o Leonardo? No se culpe a quien levanta un edificio de no haber querido o podido erigir una ciudad. Digo esto anticipándome a posibles recelos. En realidad, la común y descomunal aventura de Rusia ha tenido múltiples y dignísimos protagonistas de muy varias nacionalidades. Si en una cesta se barajaran sus nombres y se escogiera al azar uno de ellos, cualquier escritor con la pluma bien puesta hubiera podido escribir páginas mejor cortadas que las mías con otros personajes centrales. Pero ese escritor no sería yo. Desde que el azar periodístico me lanzó a bordo de la motora turca contra el Semíramis sentí la necesidad imperiosa de escribir este libro y no otro, seleccionando, como personaje central del reportaje que iba tomando cuerpo dentro de mí, a uno de los prisioneros.

No sé qué vi en él, que me impresionó vivamente: su apostura, su serenidad, su sencillez…

—No hable usted de mí —me dijo, cuando acudí a interrogarle—. Hable de los «soldadicos».

Pero fueron los «soldadicos» los primeros que me hablaron de él.

Al llegar a Barcelona tenía terminada su «ficha» para el reportaje. Ésta:

«Teodoro Palacios Cueto, nacido el 11 de septiembre de 1912 en Potes, Santander. Hijo de hidalgos pobres. Cristiano viejo. Capitán de Infantería. Hecho prisionero el 10 de febrero de 1943, en el frente de Leningrado, sector de Kolpino, cerca de Krasni Bor. Prisionero en los campos de concentración de Cheropoviets, Moscú, Suzdal, Oranque, Potma, Jarkof, Borovichi, Rewda, Cherbacof y Vorochilograd. Condenado tras las celdas por insubordinación en Kolpino (por negarse a declarar desnudo, pues aquello atentaba contra su dignidad militar); en Suzdal (por negarse a realizar trabajos agrícolas, ante un piquete de soldados con armas cortas y perros policías, pues aquello según él violaba la Convención de Ginebra sobre Prisioneros de Guerra); en Oranque (por acudir en defensa de unos rojos españoles secuestrados por los rusos en una barraca); en Potma (por defender al teniente Altura, que había sido agredido por un centinela); en Jarkof (por negarse a trabajar como en Suzdal); en el número 1 de Borovichi (por encerrarse voluntariamente por solidaridad con un alférez a quien habían maltratado); en Rewda (por escribir al Gobierno soviético dos cartas replicando a un discurso de Vichinsky)…».

Había que añadir, para la confección de la ficha: tres huelgas personales de hambre; cuatro cartas directas al ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética; una Historia de España escrita para el uso de los «soldadicos» cautivos; una «Universidad» creada e improvisada por él para intercambiar clases de idiomas entre los prisioneros de diversas nacionalidades; la inspiración (pues la organización corrió a cuenta de otras manos) de un servicio de ayuda alimenticia a los compañeros enfermos o depauperados, y, por último, una defensa de cinco horas, de sí mismo y de tres compañeros, en el primer Tribunal Militar que le condenó a muerte por agitación política y sabotaje.

Ésta es la «ficha» incompleta que yo tenía del capitán Palacios cuando el Semíramis llegó a Barcelona. Allí, entre vítores, aplausos, flamear de banderas, estampidos de cohetes y repique de campanas, mientras el resto de la expedición estaba poseída de un loco histerismo, la serenidad de este hombre era casi insultante para los testigos que, contagiados por la intensa fuerza dramática del momento no sabíamos ni podíamos contener la emoción. Aquel día escribí en ABC:

«Allí vi al tremendo e increíblemente sereno capitán Palacios —aquél a quien en el argot de los campos de concentración llamaban, si no por su estatura física, por su estatura moral, “el Gigante”— caer en brazos de sus hermanos y de una comisión de Santander que, con pancartas, acudió a rendirle el primer homenaje anticipo de los que este hombre, héroe singularísimo de esta callada aventura, merece».

Y para que fuera cierto el pronóstico, busqué en España, tras unos días de respeto, al capitán Palacios para rogarle que escribiera sus Memorias, brindándole mi colaboración. No fue fácil el hallazgo, pues en este tiempo, el repatriado se encerró en su pueblo natal entre los Picos de Europa, para gozar de un necesario y soñado descanso, y más tarde contrajo matrimonio.

Al fin, estando en puertas el mes de diciembre del mismo año del retorno, iniciamos, en colaboración, las páginas que siguen. El tormento de los mil y un interrogatorios sufridos en Rusia, se reprodujo en cierto modo para él durante las ocho o diez horas de trabajo común. El libro estaba ya en marcha, pero avanzaba con dificultad. El capitán Palacios, excelente narrador de episodios ajenos, se resistía, en cambio, por pudor, a relatar los propios. Y su resistencia era mayor cuanto más fundamental había sido en determinadas acciones su actuación personal. La defensa ante los Tribunales Militares, por ejemplo (pieza de extraordinario valor humano y oratorio), ha sido casi textualmente reproducida gracias a la colaboración de terceros. Yo he sido, pues, responsable —así como el título— de la narración completa de muchos episodios que, escritos en primera persona, pueden parecer inmodestos, pero que de haber hecho caso a la modestia del protagonista hubieran quedado cojos y desfigurados.

En cuanto a los múltiples episodios acaecidos a los compañeros de cautiverio del capitán Palacios y conocidos por referencias más o menos directas, los autores responden de la veracidad, mas no por su rigor cronológico, geográfico y documental. Es posible, a pesar de las múltiples purgas y comprobaciones a que han sido sometidas estas páginas, que se hayan deslizado olvidos, erratas y aun errores en lugares, fechas o nombres.

De aquí que no sólo serán bien recibidas, sino sinceramente agradecidas, cuantas observaciones se remitan para rectificar posibles lagunas en ediciones ulteriores.

La dificultad para retener nombres de complicadas fonéticas extranjeras, sin haber sido leídos, sino tan sólo oídos por quienes ignoraban el idioma en que se pronunciaban, es sólo un indicio de las muchas dificultades con que han tropezado los autores para dar «rigor histórico» a la «veracidad histórica» del estupendo relato.

He procurado, en fin, prescindir de toda afectación retórica o literaria, ciñendo el estilo a la pura narración y hasta olvidando, que no buscando, algún que otro pecadillo contra la analogía y la sintaxis que cayeron al correr de la máquina y que no fueron retirados, por no restar espontaneidad a la narración directa, casi oral, del reportaje. Y esto es fundamentalmente —no hay que olvidarlo— un reportaje. Mejor aún: es la narración histórica de un militar, transformada en reportaje por un periodista.

TORCUATO LUCA DE TENA