Salir de Pakistán fue como pasar de un clamor a un repentino silencio. En Peshawar a cada momento me encontraba con afganos refugiados y combatientes, y cada uno tenía una petición, tácita o muy explícita; la terrible angustia de la necesidad. Si hubiese tenido coraje suficiente para decirles que en Occidente cada día vemos en televisión sufrimientos como el suyo en todas partes del mundo, probablemente habrían argumentado: «Sí, pero somos nosotros los que luchamos por vosotros contra un enemigo común». No entienden por qué no les ayudamos. No deja de sorprenderles nuestra ceguera. Además, están llenos de reproches, de incredulidad, de asombro, de un silencioso orgullo herido. Algunos se han visto obligados a pedir limosna, por la necesidad de alimentar a la familia, aunque no demasiados, pues el orgullo afgano es grande. Hay quienes exigen, se sienten con derecho a recibir ayuda. Protestan. Discuten contigo.
Y luego, repentinamente, la indiferencia de Occidente, el silencio. Aun cuando te lo esperas, no deja de impresionarte. Resulta doloroso.
El Times del 22 de noviembre publicó una pequeña nota en que se afirmaba que sesenta mil afganos huían hacia Pakistán porque los rusos habían destruido sus cosechas (queman los campos cultivados). Puesto que Pakistán ya no inscribe a más refugiados para proporcionarles comida y ayuda, muchos de esos sesenta mil morirán. Como muchos de las riadas anteriores han muerto, están muriendo ahora. La reseña aparecía en una de las páginas interiores. Las noticias sobre Afganistán siempre están relegadas a esa parte de los periódicos reservada a las informaciones secundarias o menos importantes.
De todas maneras, resulta positivo que la información se recogiese en ese periódico. Hace dos años, cuando estaba en Toronto, el Wall Street Journal me hizo una entrevista. La joven que enviaron me dijo que quería que hablase sobre lo que a mí me interesara. Impresionada por este nuevo estilo de periodismo, dije que me gustaría hablar sobre Afganistán, que llevaba cinco años luchando contra Rusia, con muy poco o ningún apoyo del mundo exterior. Por la expresión de su rostro deduje que el tema no le interesaba mucho. Le expliqué que no había precedentes de una guerra de cinco años entre un pueblo prácticamente desarmado y una superpotencia sin que el mundo apenas le prestara atención. Enseguida murmuró: «Vietnam», tal como supuse que haría. Argumenté que los vietnamitas habían estado armados y equipados. Le conté que un millón de civiles afganos han sido asesinados por los rusos. Que había cinco millones en el exilio; era como si un tercio de la población de Estados Unidos tuviese que buscar refugio en Canadá a causa de una agresión exterior. Repuso entonces que todo resultaba muy difícil de creer. La entrevista siguió su curso por caminos sumamente trillados. Cuando salió impresa, no incluía mención alguna de Afganistán. Desde entonces el Wall Street Journal ha sido «muy bueno» con Afganistán. Sin embargo, cualquiera que esté implicado en este asunto sabe que hay un muro de indiferencia, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, y que es tan fuerte e irracional que uno llega a preguntarse por qué.
En el mundo hay «alrededor» de diez millones de refugiados, y la mitad son afganos. Las cifras de los refugiados afganos nunca salen en los titulares; en cambio, muy a menudo se puede leer: «Tantos miles de refugiados salen de Sudán», o de Etiopía.
¿Qué factor determina el valor noticioso de una catástrofe? ¿Por qué el horror de Afganistán nunca se ha considerado importante? En mi opinión, la respuesta a estas preguntas explicaría una buena parte de las presunciones y los prejuicios que gobiernan nuestros órganos informativos.
Todos los periódicos, tanto europeos como norteamericanos, rechazaron mis artículos sobre lo que vi en los campos de refugiados en Pakistán, sobre lo que me contaron los combatientes afganos. El Washington Post. El Times. El Newsweek. El New Yorker. La revista del New York Times llegó a decirme que querían algo «más personal».
Me tomo la libertad de creer que si esos artículos hubiesen versado sobre otros temas que no estuvieran sujetos a esta misteriosa inhibición, a este ucase, los habrían publicado.
Poco después de volver de Pakistán se emitió un programa de televisión de la serie Everyman («Cada hombre»). Describía a los muyahidin cual fanáticos drogados, dementes que farfullaban sobre su derecho a una felicidad paradisíaca de bellas vírgenes y chicos hermosos (esto dio pie a unos chistes tontos en la prensa sobre los guerreros homosexuales de Afganistán). Insistieron mucho en el maltrato que habían dispensado a un hombre sospechoso de ser un espía. Los muyahidin nunca se han presentado a sí mismos como otra cosa que no sea guerrilleros luchando por todos los medios por la libertad de su país; al contrario de los rusos, no mienten sobre sus métodos de lucha. El programa causó mala impresión en varias personas que conozco. Algunos me comentaron: «Si así es como son los afganos, quizá no esté mal que los rusos los tengan en un puño». Esta frase ilustra lo que los afganos caracterizaban como un síntoma de nuestra naturaleza todavía imperialista: incapaces ahora de «civilizar» pueblos atrasados, participamos, por poderes, en el imperialismo ruso. Pedí a mi agente, Jonathan Clowes, que indagara si el canal de televisión en cuestión me permitiría presentar otro punto de vista; yo acababa de volver de Afganistán y me parecía que el programa había sido parcial, por no decir algo peor. Ese programa y otros dos dijeron: «No, Afganistán es un plomazo». «A nadie le interesa Afganistán». Esto refleja a la perfección la manera en que los medios se escudan en actitudes que ellos mismos han creado. Trata un tema como un plomazo, ponlo siempre en una página interior y luego di que no suscita interés. El cuarto programa dijo estar dispuesto a hacer una entrevista, siempre que yo entendiese que Afganistán sería sólo el trampolín para temas más interesantes; quizá la nueva y sorprendente noticia de que no apruebo el apartheid y estoy descontenta (como todo el mundo) con la situación en Sudáfrica.
Si el programa Everyman hubiera cumplido medianamente bien con su labor de informar, habría explicado a los telespectadores, quienes no saben nada en absoluto de la situación afgana (por un lado, porque nadie les ha explicado nada y, por otro, por el bloqueo psicológico apoyado por la actitud de los medios), que existen siete partidos políticos en Pakistán, que todos afirman representar a Afganistán y que cada uno tiene un punto de vista diferente a pesar de basarse todos ellos en el islam. Todos quieren llevar reporteros a Afganistán. Una vez en Peshawar, la cuestión es encontrar un grupo que confíe en ti. Everyman escogió, o fue escogido, por un grupo extremista, y deberían haber dicho que de haber ido con otro habrían tenido una imagen distinta.
Los muyahidin no pasan tantos apuros, no corren tantos riesgos, sólo por dar a los televidentes occidentales media hora de experiencias exóticas. Lo hacen porque necesitan ayuda, y porque creen, pobres inocentes, que si nosotros, Occidente, conocemos sus penalidades querremos ayudarles. ¿Por qué no se dijo nada sobre sus necesidades? Que están muriendo de hambre. Que los rusos destruyen las cosechas y los sistemas de riego. Que están desesperados por conseguir ropa de abrigo, comida; que necesitan ambas cosas con urgencia.
¿Cuántos muyahidin, cuántas personas que huyen de los rusos, cuántas de las que todavía quedan en el país, cuántos morirán este invierno y en la primavera? Supongo que leeré, en las últimas páginas del Times, el Independent o el Guardian. «Se estima que cientos de miles de afganos han muerto de hambre durante los meses de invierno y primavera». En la primera página los titulares darán cuenta de la hambruna en África.
Es difícil conseguir las cifras de los que mueren de inanición en África. Impresionada por aquel grito al mundo entero del atractivo Bob Geldof: «Veintidós millones de personas están muriéndose de hambre en África», intenté seguir la pista de las verdaderas cifras. Según el libro de Peter Gill, recomendado por Oxfam, A Year in the Death of África («Un año en la muerte de África») doscientas mil personas murieron de hambre en 1984 según oficiales expertos en ayuda extranjera, la cifra total «puede haber» alcanzado el millón.
¿Por qué estos doscientos mil o este millón de africanos merecen los titulares mucho más que la misma cantidad de afganos?
Sencillamente porque, por una u otra razón, estamos sensibilizados por África.
Un mes atrás, mientras una amiga trataba de recoger en Kent donativos para Afghan Relief, una señora le dijo: «Tenemos nuestras propias obras caritativas de las que ocupamos, y las tenemos más cerca». Cuando le preguntó si había colaborado para aplacar la hambruna en Etiopía, la mujer respondió: «Por supuesto».
Hay algunas respuestas estereotipadas para la situación de Afganistán. Al volver a casa resultó muy desalentador verificar lo estrecha que es la gama de respuestas automáticas que se reciben.
«Afganistán es el Vietnam de la Unión Soviética». Bueno, si lo analizas no es así, excepto porque en ambos casos pueblos subdesarrollados (o, si se prefiere, del Tercer Mundo) se opusieron y se oponen a poderosas potencias mundiales. Sin embargo, los vietnamitas tuvieron todo tipo de armamento, entrenamiento, ayuda. Además, la guerra se libró bajo el resplandor de la publicidad, fue una guerra televisada. Noche tras noche seguimos su desarrollo en las pantallas de televisión.
—¿Sabía usted que los rusos atan un grupo de gente, la rocían con gasolina y les prenden fuego? —pregunté.
Respuesta sensata:
—Como los norteamericanos en Vietnam.
—Bueno, en realidad no hicieron eso.
—Pero usaron napalm; viene a ser lo mismo.
Supongo que se podría decir: Entonces está bien, ¿no?
En un hospital una enfermera me preguntó dónde había estado y cuando respondí dijo: «¿Dónde queda eso?».
Una irlandesa a quien expliqué que la mitad de los refugiados del mundo son afganos observó: «El problema con esa gente es que tienen demasiados hijos».
En la radio, un periodista que había entrevistado a un líder fundamentalista de la guerrilla y se mostraba en desacuerdo con algunas de sus actitudes se preguntó: «¿Por qué apoyamos a gente como ésa?». Luego con tono humorístico concluyó: «Para fastidiar a los rusos, supongo».
El tono de voz que la gente usa cuando habla de Afganistán es muy revelador. Es común emplear un tono ligero, casi de broma; el mismo que siempre se adopta, deliberada o inconscientemente, en los medios para indicar al oyente o televidente que el asunto no es serio.
Otra muestra tomada de la radio: la Comisión de las Naciones Unidas para los Refugiados pedía cuarenta millones de libras para paliar el deterioro de las condiciones de los refugiados en todo el mundo. Dio dos ejemplos. El segundo era que ciertos programas de trabajo para los refugiados afganos en Pakistán estaban a punto de cancelarse. El comentarista tenía prisa por pasar a algo más interesante y habló con tono ligero, despreocupado, sin concederle ninguna importancia; nadie pensaría que estaban hablando de gente que puede morir sin esos programas de trabajo.
Cuando partí de Pakistán, los rusos anunciaron con gran aparato la retirada de parte de sus tropas. La gente de Pakistán y todos los afganos sabían que no era más que otra muestra de su inteligente propaganda y que a buen seguro Occidente caería en la trampa. Mientras los expertos explicaban lo que sucedía, analizando por qué la retirada de esas tropas no cambiaba en absoluto las cosas, me encontraba con gente que parecía ansiosa por creer en las declaraciones de los rusos. «Pero están retirando las tropas, ¿no es cierto?».
Otra trapacería rusa que Occidente aceptaba encantado era cuando exhibían a unos muyahidin capturados y les hacían decir cuán contentos estaban de haberse rendido y cuánto deseaban que sus compañeros se rindieran también; mostraban los mismos soldados una y otra vez. Me recuerda a un criador de ovejas llamado Dartmoor que acostumbraba entretenemos a los londinenses con una historia sobre los funcionarios que iban a contar sus ovejas, por las que él recibiría un subsidio del Estado; según explicaba, les mostraba el mismo rebaño una y otra vez, hasta cuatro veces. «Los muy tontos nunca se dieron cuenta».
Gorbachov declara a menudo que la guerra afgana está próxima a su final. Eso es lo que recogen hasta la saciedad los titulares de los periódicos. Lo que la gente lee es La guerra afgana terminará pronto, y les oyes decir: «Pero Gorbachov acabará con la guerra, ¿no?». De hecho, las cosas están exactamente donde estaban. Lo que quiere Gorbachov es que deje de llegar ayuda a las guerrillas, lo que ya ha empezado a suceder, antes de decidir la retirada. El sabe, cosa que los lectores del Guardian y el Independent ignoran, que los que en verdad están combatiendo, los muyahidin, no dejarán de luchar incluso si se ven privados de la poca ayuda que reciben; seguirán aprehendiendo armas de los rusos como han hecho desde el principio. Parece la repetición del fin de la guerra de la antigua Rodesia del Sur: organizaron interminables conversaciones en infinitas mesas de negociación, pero a los que libraban la batalla, a los guerrilleros combatientes, no los invitaron. Hoy no se celebraría ninguna conferencia ni conversaciones sobre la guerra afgana si los muyahidin no hubiesen seguido luchando año tras año, a pesar de que los periodistas occidentales han anunciado una y otra vez su derrota.
La declaración de Gorbachov: «La guerra afgana está próxima a su final» es una estratagema más de los propagandistas.
En los informes sobre las negociaciones para concluir el conflicto afgano se ha descubierto una señal nueva. Uno de los obstáculos —así nos lo presentan— que impiden el acuerdo soviético para terminar la guerra es su aversión por el fundamentalismo islámico. Ellos no detestan el fundamentalismo. Colaboran estrechamente con el Irán de Jomeini, le suministran armas, expertos, asesores, tecnología, maquinaria. He oído a afganos de alto rango describir a Irán como un satélite soviético. Sin embargo, saben que nosotros sí sentimos mucha aversión y temor por el fundamentalismo islámico. Están jugando deliberadamente con nuestra aversión y nuestro temor.
¿Por qué caemos en la trampa una y otra vez? Y otra más.
La razón está en lo profundo de nuestra psicología, tiene sus raíces en actitudes que se toman por hechos consumados, sin mucho análisis. Sobre todo sin que las analicen quienes más las reflejan.
Existe cierta reticencia a criticar a la Unión Soviética. Después de todo lo que ha sucedido, de las informaciones que hemos recibido sobre el país, persiste cierta inhibición que los rusos manipulan inteligentemente.
Es casi imposible abordar el tema sin que te acusen de «reaccionaria», así de polarizadas están nuestras respuestas, y yo siento una especie de desesperación de sólo intentarlo. Hay una red o un espectro de actitudes iluminadas en un extremo por el caso que se ventila en este momento en los tribunales de Australia sobre exactamente cuánto nos van a informar, a nosotros, los ciudadanos, de la cantidad de agentes soviéticos que han alcanzado importantes posiciones en ese país; cuánto nos han traicionado, para usar un término pintoresco y pasado de moda. En el otro extremo del espectro está precisamente la reticencia a criticar a los rusos, la disposición a disculparles. Así, si la Unión Soviética libera en Chernóbil una radiactividad que envenena su propio suelo y aguas, que causará la muerte de quién sabe cuántos de sus ciudadanos, que envenena las cosechas y el suelo de toda Europa con unas consecuencias a largo plazo aún desconocidas, casi enseguida nos llegarán noticias y comentarios según los cuales lo de Chernóbil y lo de Three Mile Island es equiparable, si bien lo de Three Mile Island no mató a nadie, no envenenó alimentos ni animales ni suelos. Esto significa que si la Unión Soviética derribase un avión comercial y causara la muerte de todos sus pasajeros casi enseguida se probaría que de alguna manera la culpa era de Estados Unidos, y pronto el incidente se grabaría en la mente de la gente como una responsabilidad compartida entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Luego resultaría que las pruebas parecerían demostrar que Estados Unidos no tuvo la culpa, pero si la tuvo o no ya no importa, no vale la pena ni planteárselo.
La política de Estados Unidos en Nicaragua (en mi opinión errónea) ha sido criticada implacablemente por todo el mundo, vituperada sin cesar; en cambio, la política soviética en Afganistán es perdonada y presentada en términos más suaves.
Este conjunto de actitudes fascina a los psicólogos y fascinará todavía más a los historiadores.
Se preguntarán cómo el régimen más brutal y cínico de su tiempo resultó ser tan admirado y disculpado por gente que se decía humanista, humanitaria y demócrata, incluso mucho después de quedar al descubierto su verdadera naturaleza.
Quizás existan claves, indicios que podamos estudiar.
Por ejemplo, hace poco un ruso explicó en televisión que la afirmación de un crítico respecto a que el régimen soviético había asesinado diez veces más gente que Hitler había sido censurada y retirada de un programa, «pues sería hiriente para los sentimientos de nosotros, los rusos». Esto debe recordar a la gente de mi generación un comentario hecho por una joven aparatchik del partido comunista ruso quien, en relación con el discurso de Kruschev en el XX Congreso, dijo con toda elegancia que en su opinión jamás debió ser pronunciado porque «no es muy agradable para nosotros».
Pues no, ninguno de ellos fue muy agradable para aquellos de nosotros que soñamos (unos más, otros menos) el «sueño» soviético.
Que asesinó a tantos, ¿cuántos fueron?
¡Oh, las estimaciones! «Se estima que…»
¿Fueron siete o nueve millones los asesinados deliberadamente durante la colectivización forzada de los campesinos en la Unión Soviética? Por Stalin. Puesto así: «Stalin asesinó…», da la impresión de que lo hubiese hecho él con sus propias manos, solo. Pero se hizo con la entusiasta y eficiente colaboración de cientos de miles de leales miembros del partido comunista.
Aparentemente, no fueron veinte millones de soldados rusos los que murieron en la última guerra, sino ocho millones, como dijo el mismo Stalin. Los veinte millones ahora citados (también por Occidente, siguiendo al dirigente ruso) incluyen los asesinados por Stalin (con la entusiasta y eficiente colaboración de los miembros del partido) en los gulags.
Estas cifras también se ponen en cuestión, no los ocho millones muertos en la guerra (si hemos de creer a Stalin), sino los doce millones asesinados. Según Víctor Suvórov (seudónimo de un oficial soviético que desertó), los demógrafos soviéticos afirman que la población debía de haber alcanzado los 315 millones en 1959, pero el censo sólo recogió 209 millones. ¿Dónde, se pregunta él, están los den millones que faltan? (Se estima que Hitler «ejecutó» a veinte millones).
¿Qué son veinte millones? ¿O incluso cien millones en estos días?
Cuando leí que durante el Gran Salto Hacia Delante en China murieron entre veinte y cuarenta millones, pensé que eso tenía que ser la apoteosis de la prodigalidad estadística, hasta que poco después llegó la noticia de que «durante la Revolución Cultural habían muerto entre veinte y ochenta millones». (Ambas campañas se llevaron a cabo, por supuesto, con la entusiasta y hábil cooperación de leales camaradas). La verdad es que esta actitud arrogante hacia la muerte de millones de chinos probablemente se derive de los chinos mismos. Mao Zedong, al dirigirse a una multitud de alrededor de un millón de personas en Pekín, aseguró que no importaba si Occidente tiraba bombas nucleares sobre su pueblo y mataba a la mitad de la población, porque quedarían muchísimos chinos. Un amigo que estuvo presente me comentó que la multitud prorrumpió en exclamaciones de aprobación.
Las estadísticas son complicadas no sólo por el amour propre de los asesinos o las cifras redondas de los estadísticos. Cuando hace dos años dije a la mujer del Wall Street Journal que había dos millones y medio de refugiados en Pakistán, reduje la cantidad por la barbaridad de la misma; se suponía que la verdadera cifra rondaba ya los tres millones y medio.
Durante el viaje oímos varias estimaciones, en una escala entre tres millones y medio a cuatro millones y medio de refugiados en Pakistán; entre medio millón y dos millones en Irán. La diferencia tan grande en las cifras de Irán me dan mala espina; más que un indicio de indiferencia me parece un encubrimiento.
Los exiliados de Afganistán se representan siempre como la gente que está en los campamentos. Sin embargo, además de éstos hay cientos de miles de exiliados en Londres, París, Canadá, Estados Unidos y Australia. En su mayoría son de clase media, miembros educados de la población que no fueron asesinados, que no están encarcelados en Afganistán. Nunca se menciona a estos refugiados.
En un mundo donde aceptamos como normal frases que informan de que «entre veinte y ochenta millones de personas murieron…», supongo que cinco millones de refugiados afganos difícilmente merecen ser mencionados. ¿Y el millón de civiles afganos asesinados por los rusos? Esa cifra es una estimación, ahora es mucho mayor, crece por momentos.
Los asesinados por los jemeres rojos, dos millones de personas, tampoco se mencionan. En su momento no hubo manifestaciones por ellos, los humanitarios no protestaron ni hicieron circular peticiones. Sin embargo, fueron asesinados por un dictador comunista (con la enérgica colaboración de los jóvenes camaradas); actuó el mecanismo de inhibición automática: hasta resulta de mal gusto aludir a ello.
Lo que sucede es que nos han condicionado a ver la Alemania de Hitler, que sólo duró trece años, muy poco tiempo, como el arquetipo del mal de nuestra época: hemos aceptado ese martilleo continuo en un solo nervio.
Varias veces por semana leemos, u oímos, frases como ésta: «Fulanito es el peor carnicero desde Hitler». Una pauta de pensamiento como ésa pasa por alto a Stalin, Mao Zedong, Pol Pot, los invasores de Afganistán.
Probablemente en el pasado a menudo ha sucedido que una atrocidad terrible se convierte en el símbolo o el sinónimo de otra atrocidad menor o mayor, de forma que ésta se olvida. Parece que así funciona la mente humana. Podemos seguir su funcionamiento observando los cambios en la forma de referimos al asesinato de seis millones de judíos. Cuando la noticia estaba fresca, decíamos: «Los seis millones de judíos asesinados por Hitler en las cámaras de gas». Después se redujo a «los seis millones de judíos asesinados por Hitler». Mientras nuestras mentes en verdad no pueden captar la enormidad de los seis millones, al menos es un número, una cifra, representa gente, seres humanos; ahora se le ha dado un título, el Holocausto, gracias a un programa de televisión. La humanidad de la gente asesinada se ve disminuida por el título. Pronto olvidaremos cuántos fueron. Ya hemos olvidado, gracias a nuestro método de usar a Hitler como representante de los males de nuestro tiempo, a los judíos que Stalin asesinó pocos años antes de morir (conocidos como los Años Negros) y a quienes fueron matando sistemáticamente en los países que ocupaban en Europa del Este y en la misma Unión Soviética. Hay constancia de que sacaron de los museos torturas y métodos de matar medievales y los utilizaron con ellos. Ya no se menciona a estas pobres víctimas. ¿Cuántos fueron? ¿Cientos de miles? ¿Un millón? ¡Quién sabe! ¿Se les olvida porque fueron comparativamente pocos? No creo que tengan un monumento en ninguna parte.
Algunas formas de matar nos parecen peores que otras. ¿Por qué el asesinato de seis millones de judíos es peor que, digamos, dejar deliberadamente morir de hambre, como política, a entre siete y nueve millones de campesinos, en su mayoría ucranianos? Si alguien se atreviese a plantear esa pregunta, la respuesta sería: Porque fue un asesinato racial, deliberado, diferente cualitativamente por el uso de las cámaras de gas. Pero incluso estos «seis millones» —el Holocausto— ya han sido objeto de simplificación. Hitler también mató, por razones raciales, a «alrededor» de un millón de gitanos. Muchos de ellos en las cámaras de gas. Murieron por ser gitanos y, según Hitler, racialmente inferiores. Esta gente jamás se menciona. No hay libros escritos por las víctimas, no hay programas de radio ni de televisión, ni servicios funerarios, ningún recuerdo para el millón de gitanos «aproximadamente» asesinados por Hitler. (Y claro está, por los miembros de su partido). ¿Acaso compartimos la opinión de Hitler de que los gitanos no importan? Claro que no; es sólo que esa barbaridad ha quedado eclipsada por otra mayor en número. Aun así, si seis millones de judíos son un holocausto, entonces, ¿un millón de gitanos no son un sexto de holocausto? ¿No deberíamos desechar esa palabra, «holocausto», y utilizar un lenguaje que muestre alguna consideración y respeto por los muertos?
Los gitanos no son los únicos olvidados. Se supone que Hitler asesinó en Alemania y en los países ocupados por Alemania «alrededor» de doce millones de personas. Seis millones de judíos, un millón de gitanos, lo que suma siete millones; quedan cinco millones. ¿Quiénes fueron? Antes de empezar a matar a los judíos y gitanos, «racialmente inferiores», muchos alemanes se levantaron contra Hitler y fueron asesinados. La Alemania de Hitler eliminó a muchos alemanes comunistas, socialistas, sindicalistas y gente decente y corriente. La herida de la matanza de los judíos en los campos de exterminio es tan profunda que ha sido casi imposible conceder algo de humanidad a los alemanes de aquel tiempo. Sin embargo, no cabe duda de que en algún momento tendremos que empezar a revisar ese asunto más fríamente. ¿Quiénes fueron esos otros cinco millones asesinados por Hitler? ¿Cuántos de ellos eran alemanes? ¿No es hora de que los alemanes, que fueron los primeros en oponerse a Hitler (y que deben de haberse sentido los más solitarios, la gente más aislada del mundo, pues por aquel entonces nadie se oponía a Hitler todavía), sean tenidos en cuenta, honrados?, ¿no es hora de que se conozca su historia? Creo que no deberíamos sentirnos tranquilos mientras no lo hagamos, igual que cuando nos permitimos juicios blancos y negros, patrones de pensamiento, excesos de simplificación.
Nosotros mismos somos los prisioneros de estos números, de estas cifras, de estas estadísticas; los millones, y millones de millones. ¿Será que acaso nuestro uso descuidado e informal de estos «millones» es una de las causas de la brutalidad, de la crueldad?
Mientras escribo esto me persiguen las palabras del poeta ruso muerto en un gulag, Osip Mandelstam: «Y tan sólo los de mi propia especie me matarán».
Noviembre de 1986
Nota: Desde que este material fue a la imprenta, el New Yorker, bajo una nueva dirección, decidió publicar una parte de El viento se llevará nuestras palabras.