Hace siglos que Rusia viene expandiendo sus dominios hacia el sur. Su ambición por conquistar o al menos influir en Afganistán es muy anterior a la revolución de 1917. Durante el siglo XIX, dos grandes imperios, Gran Bretaña y Rusia, se entretuvieron con «el Gran Juego», es decir, ¿a quién le tocaba dominar Afganistán? Por su parte, los afganos derrotaron tres veces a los británicos obligándolos a la retirada. Al terminar la revolución de 1917, la Unión Soviética invadió y conquistó varios estados musulmanes fronterizos hasta llegar a ser limítrofe con Irán y Afganistán. Los afganos vieron la invasión de su país como parte de una continua expansión hacia el sur planeada desde hada mucho tiempo. En varias ocasiones, la Unión Soviética había participado en intrigas en Afganistán: durante el reinado de Muhammad Zair sha, cuando la toma del poder por parte de Daud, y en el golpe comunista de 1979.
Fue justamente en 1979 cuando los refugiados comenzaron a salir de Afganistán hacia Irán y Pakistán y surgió la Resistencia a los comunistas, considerados entonces meros peones de los rusos.
Era evidente que el gobierno títere de Nur Muhammad Taraki no podía sobrevivir, y la Unión Soviética invadió el país con un ejército de cien mil hombres. La Resistencia, que los afganos llaman la yihad, la Guerra Santa, se intensificó y todo Afganistán se levantó contra los rusos, que respondieron con un armamento poderoso y sofisticado: helicópteros MI 24, reactores Mig, tanques y artillería pesada. Las armas más terribles fueron las bombas antipersona disfrazadas como juguetes o frutas. Los hospitales de Pakistán rebosan de niños que han perdido las manos o los pies.
La Resistencia jamás se ha debilitado. A pesar de no tener más armamento que el que ocasionalmente capturan a los rusos, los soldados de la Resistencia, llamados muyahidin, no han cesado en su batalla; no son ciertas las declaraciones de varios periodistas occidentales en el sentido de que la guerra ha terminado y los muyahidin han sido derrotados. La contienda dura ya siete años, tres más que la Segunda Guerra Mundial. La mayor parte de este tiempo los muyahidin han combatido sin ayuda externa, aunque es cierto que recientemente han logrado acumular más armamento; nunca todo el necesario, por supuesto, ni tanto como las potencias occidentales, en particular Estados Unidos, aseguran. Algunas de las batallas más extraordinarias de nuestro tiempo se han librado entre ejércitos provistos de tanques y poblaciones de hombres, mujeres y niños desharrapados y armados con granadas de fabricación casera, hondas, piedras y viejos fusiles, y los afganos siempre han salido triunfantes. Incluso han logrado derribar helicópteros con granadas de mano atadas a cometas.
Zonas hermosas del país han quedado convertidas en desiertos; ciudades antiguas llenas de tesoros artísticos han sido borradas del mapa. Uno de cada tres afganos está muerto, en el exilio o vive en un campamento de refugiados. Y el mundo se mantiene totalmente indiferente.
Como comentaba el famoso comandante muyahid Abdul Haq, afgano: «Lo verdaderamente duro es que al principio pensamos que el mundo entero estaba con nosotros; hoy sabemos que estamos solos».
Hace ya varios años que estoy vinculada a la lucha del pueblo afgano por mi asociación a Afghan Relief, una organización de caridad muy poco común, que no gasta absolutamente nada en administración ni en distribución. Cada céntimo recaudado llega a los refugiados. En septiembre de 1986, en compañía de otros miembros de Afghan Relief, visité los campamentos de refugiados en Pakistán.
Tuve que esperar más de una hora en la oficina de Air Pakistan en Piccadilly, y fue ahí donde comenzó lo extraño. Estuve sentada observando lo que me rodeaba, principalmente tranquilos grupos familiares de paquistaníes que se proponían ir a casa para pasar las vacaciones. Cada familia había logrado crear un espacio privado en aquel lugar público. Las mujeres no parecían en absoluto oprimidas por sus maridos, incluso a menudo les indicaban qué debían hacer. En los mostradores de atención al cliente había chicos y chicas, cada una de las cuales era una auténtica Miss Mundo. A diferencia de la desenfadada camaradería de las jóvenes occidentales, éstas estaban sumamente centradas en su femineidad y parecían siempre a punto de sumirse en sombríos y ensimismados pensamientos, entre suspiros, mohines y un aire de autocontención incluso para emitir un billete de avión. Además, lucían sus velos, ese coqueto mechón que debían devolver una y otra vez a su lugar, siempre resbalándose, escurriéndose, pidiendo un lánguido ajuste.
En el aeropuerto de Heathrow, la salida del avión se retrasó dos horas, de modo que tuvimos tiempo de entablar los contactos típicos de esas situaciones. Las familias mantenían sus formas, aunque a duras penas; los hombres permanecían de pie en grupos, las mujeres sentadas en tríos o parejas charlaban en voz baja a la vez que cuidaban a los niños, que, aburridos, corrían de un lado a otro. Éramos tres personas blancas; los otros dos, eran escandinavos cuarentones, cooperantes; tenían el aspecto paciente propio de una benevolencia a toda prueba. Intercambiamos miradas, amistosas, por supuesto. Pensé que cuando nos encontramos en medio de una multitud así, ruidosa, con gente vestida de colores brillantes, los blancos nos vemos desdibujados, apagados, borrosos. Toda mujer paquistaní, de cualquier edad, lleva un fino velo, por lo general transparente, sobre la cabellera trenzada, y vi muchas manos muy bien pintadas que arreglaban bellas gasas y sedas para mostrar cantidades específicas de cabello, cuello y rostro.
En la fila para embarcar, una adolescente paquistaní me contaba entre risitas que ella y su hermana habían pasado un mes en Escocia y que todas las noches salían. ¿Adónde?, le pregunté. Al McDonald’s y al cine, respondió, emocionadísima por tan exóticas delicias. No quería volver a casa. Con la cabeza desafiadoramente descubierta, miraba de hito en hito a los hombres, que sin embargo no le prestaban la menor atención.
Cuando por fin despegó el avión, los pasajeros no tardaron en quitarse los zapatos, soltarse los velos y convertirlo en un caravasar, muy diferente por ejemplo de un vuelo de British Airways. Pude haber pasado un buen rato pero, ay de mí, sucedió lo que siempre me sucede cuando viajo en avión. Hace poco, yendo a Perth, me senté al lado de una campesina viejecita, toda de negro, que más parecía ataviada para pastorear ovejas o arrear un asno en la montaña. Llevaba sobre el pecho un cartel donde se indicaba que era fulanita de tal, que viajaba para visitar a un sobrino en Sydney y que agradecería mucho la colaboración de todo el mundo. Firmado: la Cruz Roja jordana. Con una gran sonrisa no dejó de darle a la lengua ni un solo minuto, aun cuando sabía que yo no podía entender ni una palabra. ¿Sería importante lo que decía? Resultaba imposible saberlo. Varias personas de lengua árabe estuvieron de acuerdo con el que afirmó que hablaba un dialecto desconocido para ellos. Si estaba anunciando algún peligro, no había nada que pudiésemos hacer al respecto, y ella seguía parloteando. Al cabo de un rato le hice una señal y puse con cuidado la mano en su boca al tiempo que cerraba los ojos. Permaneció callada diez minutos y luego, muerta de risa, me hundió un dedo en las costillas y volvió a empezar. Así continuó las veinte horas que duró el viaje, más allá de Abu Dhabi y Singapur. Una pareja canadiense muy amable se turnó conmigo para escucharla. ¿Estaba loca? En absoluto, sólo decidida a beber el cáliz de la vida hasta las heces.
En el vuelo a Pakistán, mi asiento contiguo a la ventanilla había sido usurpado por una robusta matrona con quien preferí no discutir. Entre nosotras se sentó un viejecito ya senil, al parecer su padre, que se pasó el tiempo dormitando. Cada vez que ladeaba la cabeza y la apoyaba sobre el hombro de la hija, ésta lo empujaba con firmeza hacia mi lado. Cuando se recostaba contra mí, yo lo empujaba hada ella. Sin miramos ni una vez pasamos todo el viaje así. Cuando estaba despierto charlaban animadamente. Había mucho que contar. Alguna vez su mano vagaba en el aire para llegar a mi regazo o mi bandeja, y yo volvía a ponerla en su lugar.
Al llegar al aeropuerto de Islamabad tuvimos que esperar en la aduana, pues una familia llevaba un mobiliario completo para una casa grande. La mujer daba órdenes al marido y los hijos con clara voz de mando. Los dos cooperantes, que resultaron ser daneses, comentaban con conocimiento de causa lo que tendría que pagar la familia en impuestos; suponían que probablemente considerarían la idea de dejar un televisor al agente. Esta pareja se dirigía a Gilgit, un lugar muy romántico, pero hacía mal tiempo y tuvieron que quedarse en tierra hasta el día siguiente, o quizás hasta dos días después para tomar otro vuelo en dirección a las montañas.
Yo tenía que permanecer cinco horas allí antes de embarcar hacia Peshawar, de modo que me senté en el restaurante para contemplar la vida social de la ciudad, pues ése era el sitio adonde la gente iba a divertirse. No hay muchas formas de pasarlo bien en el puritano Pakistán. En todo ese tiempo sólo vi un grupo mixto: dos hombres jóvenes, con sus esposas y sus hijos; el resto eran pandillas de varones o de mujeres en mesas separadas. Los dos señores conversaban, sentados, mientras tomaban un té muy fuerte con pastas. (¿Acaso esta infusión de tanino concentrado, leche y azúcar se originó en la India para luego ser llevada a Inglaterra por los sirvientes del imperio? ¿O se descubrió en Inglaterra y la introdujeron en la India, donde todavía sobrevive? En Inglaterra está cayendo en el olvido, sustituida por el café y una colección de tés muy suaves y refinados). En dos ocasiones, entraron sendos grupos de hombres mayores, ocuparon varias mesas y engulleron copiosas comidas mientras charlaban a viva voz. Los grupos de mujeres lo pasaban mucho mejor que los varones, charlando y riendo a carcajadas. Cuando llegaron traían puesto el velo, que les cubría por completo la mitad inferior del rostro, después fue cayendo, pero ninguna lo colocaba en su lugar, hasta que antes de salir todas se lo arreglaron.
Yo me dirigía a Peshawar, en el noroeste de Pakistán, pues es ahí donde se halla el centro de actividades para la zona este de Afganistán; de la parte occidental se ocupan en Quetta. Durante meses había leído libros y artículos sobre Afganistán en los que Peshawar, una ciudad atractiva, ideal como escenario de una película de Bogart, aparece citada a menudo, aunque rara vez se menciona que es el centro sólo para la zona oriental de Afganistán. Es como si los estados del este de Estados Unidos proclamaran que ellos son el país entero. Los periodistas casi nunca van a Quetta (un lugar carente de interés, según me han dicho), lo que significa que apenas se hace alusión a las actividades de la zona oeste de Afganistán. Además, entrar en este país por Peshawar significa atravesar las tierras de los pastunes. Al parecer, algunos periodistas creen que toda la población afgana es pastún. De hecho, así lo afirma un libro por lo demás notable; es como querer ver en el estado de Tejas la totalidad de Estados Unidos.
Colaboro desde hace años en Afghan Relief y me han invitado a venir para que vea por mí misma la realidad, a fin de escribir algunos artículos sobre las condiciones de vida de los refugiados y acerca de los muyahidm. Corren rumores de que entre éstos hay grupos de mujeres soldados. Supuestamente cuentan con su propia organización, sistema de entrenamiento y fuentes de avituallamiento.
Tenía muchas ganas de ponerme en contacto con ellas. Nunca se produjo tal encuentro y el viaje resultó algo diferente. Una vez me dijeron: «¿Vas a Peshawar? Ni te molestes en esperar nada, porque no sucederá».
El paisaje es marrón y polvoriento. No como África cuando se ve desde el avión, marrón y polvoriento de lado a lado. Ni como Australia, toda marrón y polvorienta, y de la que durante todas las horas que se tarda en atravesarla de la costa oeste a la oriental sólo se ven grandes rectángulos de fincas. Tampoco como Tejas, donde los rectángulos marrones son vastísimos. Esto no se parece a nada que yo recuerde; cada pulgada de tierra está cultivada en una multitud de pequeñas terrazas y parcelas, campos que no son cuadrados ni rectángulos sino que tienen bordes redondeados, o son curvos y se empalman como escamas de pescado, o al modo de plumas delicadamente dispuestas una sobre otra. Las figuras que forman representan un modesto esfuerzo de reconquista por parte del hombre frente a la erosión salvaje; parece como si unas enormes garras hubiesen rastrillado la tierra una y otra vez, pero la gente siempre regresa a trabajar sus campos sobre los barrancos y riscos. Se tarda treinta minutos en llegar a Peshawar desde Islamabad, y uno desearía que el pequeño avión se quedase quieto en el aire para poder contemplar y asimilar la complejidad de este paisaje ganado al polvo. Dicen que cuando el ejército de Alejandro Magno pasó por aquí había bosques. También se dice que en el siglo XII se podía ir desde Málaga a Barcelona sin abandonar la sombra de los árboles. Este año, cuando estuve en Islandia, me contaron que allí también hubo árboles, unos árboles pequeños, duros, retorcidos, hasta que las cabras de los invasores escandinavos dejaron el suelo yermo. La antigua y legendaria ciudad de Peshawar tiene más de dos mil años, de modo que en algún momento debió de extenderse entre ríos y bosques. Probablemente la razón por la que esta planicie fue poblada sean los grandes ríos que bajaban del Himalaya serpenteando y ramificándose en los campos. Quizá pasó siglos albergando pueblos construidos de barro en las riberas y entre los árboles. Nos acercamos a Peshawar; ¿qué son esas aldeas tan extrañas allá abajo? No se parecen a las aledañas a Islamabad: las casas se ven chatas, casi borradas, como si un enorme pulgar las hubiese aplastado contra el suelo. Más tarde me entero de que se trata de los pueblos de los refugiados afganos, quienes los levantaron apilando la tierra humedecida para hacer las paredes, tal como los críos construyen casitas de barro; como tanta gente en todo el mundo ha hecho casas de adobe durante miles de años. Su necesidad era grande y urgente, por lo que las viviendas se edificaron rápidamente y son frágiles, vulnerables.
El avión traza un amplio círculo sobre la planicie, con el Himalaya a un lado y un atardecer intensamente anaranjado y brillante abriéndose camino por entre una espesa capa de contaminación.
A medida que descendemos se ve a menudo, sobre el tejado de las frágiles casas de barro, una tienda de campamento o un cobertizo con más gente todavía, más refugiados de la Catástrofe, que es como los afganos llaman a la invasión rusa.
La impresión que me produjo Peshawar fue de confusión, ruido, tráfico, un lugar sin orden, desvencijado por completo; pero un amigo que conoce la India me ha dicho que las ciudades paquistaníes son más limpias, más ricas y están mejor cuidadas. No se ven pordioseros ni muestras evidentes de pobreza, no hay gente viviendo en las calles.
La población de Peshawar se ha duplicado con los refugiados. Hace siete años, cuando éstos comenzaron a llegar, muchos paquistaníes compartieron sus casas y sus pertenencias con ellos, pues según las leyes de Dios ése era su deber. Ahora hay aproximadamente tres millones y medio de refugiados, y la mayoría se encuentra alrededor de Peshawar.
Esto no es nuevo aquí; la historia de la planicie está plagada de continuas invasiones, conquistas, atropellos. Tiempo atrás, Peshawar formaba parte de Afganistán. Los gobernantes lo usaban para escapar de las inclemencias del tiempo, ya fuera el frío o el calor. Peshawar perteneció también a los pastunes, quienes ahora se sienten encerrados en su territorio actual, su tierra por derecho, que antaño les fue arrebatada. Naturalmente, es una situación incómoda para los paquistaníes; los antiguos conquistadores son ahora sus huéspedes o se hallan retenidos, resentidos, en el interior de sus fronteras.
Los muyahidin andan a zancadas por todo Peshawar, hay cientos de miles de ellos entre los amistosos paquistaníes. Los occidentales piensan que todos ellos tienen pinta de bandidos y están entusiasmados o deprimidos. Llevan unos pantalones sumamente holgados; uno de nuestro grupo los probó y dice que es la prenda más fantástica que se ha inventado, por las corrientes de aire que circulan por el interior con cada paso que se da. Luego se ponen una camisa ancha y larga hasta las rodillas, y se cuelgan en el hombro una manta que hace las veces de cama, abrigo y tienda. Algunos llevan chaleco. Vi uno de tejido inglés de buena calidad con el orillo Made in Britain usado como decoración. Otros son bordados. Se calan el gorrito afgano, solo o rodeado de un turbante, o bien esa especie de boina afgana. Hay muchos tipos de turbantes, y todos resultan sorprendentes. Cuando estos hombres no llevan sus Kaláshnikov, y se supone que no deben llevarlos en la ciudad, se les ve cargando al hombro un arma imaginaria. Hombres de fiero aspecto que parecen de otro siglo, y en cierta forma así es; sin embargo, están bien informados de lo que ocurre en el mundo. No tienen idea de cómo presentarse ante los occidentales con naturalidad, así que adoptan toda suerte de posturas heroicas, hablan de martirios, de morir por su fe, de un Paraíso lleno de vírgenes, chicos guapos y vino. Cuando se les toma una fotografía, adoptan poses guerreras, creen que así resultarán más impresionantes. Sin embargo, en las conversaciones corrientes dejan de lado esa bravuconería. Son gente sensible, no fanáticos; al menos los que yo conocí. No traté con ningún mulá extremista y fanático ni con sus seguidores, aunque a juzgar por algunos programas de televisión y artículos hay quienes no han conocido sino ese tipo de afganos. Poseen ese humor sarcástico característico de los que lo tienen todo en su contra: es un humor negro, retorcido y chocante, como el de los judíos. Estos guerreros entran y salen de Peshawar para participar en las batallas que nunca faltan en la zona este de Afganistán. Aquí descansan y se alimentan, dejan sanar sus heridas, visitan a sus familias; en los campos de refugiados. Traen cartas y mensajes. Cuando uno ve encontrarse en la calle a dos o tres, o a un grupo de muyahidin, es toda una escena: besos y abrazos en abundancia, están contentos y aliviados de verse vivos unos a otros, son camaradas que coincidieron por última vez en una batalla. Es una camaradería estrecha, de guerra, muy diferente de la del islam, que es otra cosa. Resulta agradable observar esta cercanía desde fuera, y apuesto a que cuando esta guerra acabe estos hombres hablarán de ella como los mejores años de su vida. Cuando piensan en cómo deben presentarse ante un occidental, la palabra yihad aparece a cada momento. Con ella se refieren a su Resistencia, y no significa simplemente la Guerra Santa. Es más bien lo que significó la Resistencia en Francia durante la última guerra. Todos quieren expulsar a los rusos de su país. «Luchamos contra los árabes cien años hasta que nos derrotaron, y lucharemos lo mismo contra los rusos», afirman. La vida del muyahid es dura y a menudo breve. Si resultan malheridos en combate, es difícil que sobrevivan; hay que cruzar unas enormes montañas antes de llegar al hospital. Los chicos que crecen en los campos son su reemplazo. Su mayor deseo es irse con su padre, sus hermanos, pero algunos comandantes no les dejan combatir hasta cumplir los dieciséis años de edad. Massud, por ejemplo, pasa horas mandando a casa a los chicos que continuamente le asedian rogándole que les deje pelear. (Massud es un comandante admirado en todo Afganistán prácticamente por todos los muyahidin, sin importar a qué partido pertenezcan. Es lo más cercano a un líder nacional que ha surgido en esta guerra).
Los afganos no se parecen en nada a los paquistaníes: son un pueblo duro, montañés, hecho a la supervivencia; guerrero y orgulloso de ser capaz de vivir con mucho menos de lo que necesita otra gente más débil. Antes de la Catástrofe todos los visitantes quedaban encantados con los afganos, así como con su pasado legendario, cuando eran orgullosos, duros, valientes, independientes, además de divertidos y generosos. ¿Por qué son tan guapos todos los afganos? Una respuesta puede ser macabra: como mueren tantos en su primer año de vida, los supervivientes son los mejor adaptados y los más apuestos. Los paquistaníes también son gente muy guapa, pero de una manera diferente: encantadores, de trato agradable, amables… y perezosos. Mientras esperas en una oficina llena de hombres paquistaníes (ninguna mujer, por supuesto), te das cuenta de que tales oficinas quizás existan sólo para darle un empleo a los hombres. Estamos sentados en una sala grande, destartalada, con las ventanas sucias y un ventilador que gira despacio sobre nuestra cabeza (juraría que esos ventiladores son hipnóticos y adormecedores). La estancia está abarrotada de escritorios viejos, y en ella hay dos máquinas de escribir. (¿Por qué no? Yo misma uso una de ésas). Hay unos diez hombres sentados contra la pared, sin hacer nada en absoluto, aparte de tomar té y cuchichear. Miran con cierta amabilidad a los desconcertantes huéspedes occidentales, entre los que figuran tres mujeres vestidas de manera indecente. (En nuestra opinión, hemos puesto especial cuidado al respecto; llevamos los brazos y el cuello cubiertos, y pantalones o faldas largas). Solicitamos permisos, uno para el valle de Parachinar, que está casi totalmente rodeado por Afganistán. El oficial en jefe se niega a damos la autorización. Afirma que allí se está librando una batalla. Un comandante muyahid ya nos lo había advertido, pero también aseguró que había terminado. Se lo comentamos al oficial, que dice que si los rusos llegaran a secuestrarnos Pakistán sería responsable. Sin embargo, sabemos que los periodistas no paran de salir y entrar de Afganistán. Uno nos explicó que al anochecer el camino se transforma en una autopista llena de muyahidin, aldeanos, espías de todo tipo, comerciantes que traen mercancías para el bazar de Peshawar y, por supuesto, periodistas. En Peshawar se cuenta un chiste sobre un empresario americano que se propone abrir una agencia de viajes para ir a Afganistán con los muyahidin. La batalla burocrática continúa y al cabo de un rato se traslada a otra oficina más importante. Mientras tanto charlamos con los hombres. Quieren saber de dónde venimos; a todos les gustaría visitar Londres, Tejas, Estocolmo. Uno pregunta si Londres está en Inglaterra. Hacemos bromas sobre vaqueros y pozos de petróleo. Tanto los hombres como las mujeres son muy simpáticos, además de hermosos, divertidos y cariñosos. Me quedaría mirándolos todo el tiempo. Aunque no es muy fácil ver a las mujeres. Al partir, mi recuerdo más vivido era de los grupos de hombres de pie por ahí, sentados aquí y allá, paseando por las calles, apoyados contra los coches, mirando fijamente a las mujeres, a nosotras tres: una ya mayor, yo misma; una rubia de Tejas, continuamente asediada por los paquistaníes, que encuentran muy seductor el cabello rubio y los ojos azules, y una preciosa chica de origen afgano que había crecido en Inglaterra. Las tres tratamos de analizar esa mirada fija, oscura, intensa. ¿Qué podía significar? ¿Hostilidad? ¿Curiosidad? ¿Disgusto? Parecería que esos hombres dejaran de algún modo de ser humanos mientras te miran. Produce cierto temor. En ocasiones se burlan o ríen, pero la mayoría de las veces es la mirada fija, distante, prolongada, oscura, destinada al extranjero. Sin embargo, en cuanto se les llama, esos mismos hombres se muestran amistosos y serviciales, vuelven a ser personas.
A menos que tengas influencias (y todo funciona con influencias, según a quién conozcas), las impresiones de Peshawar y de la Resistencia afgana a menudo están determinadas por la suerte; ¿a qué grupos de muyahidin conoces?, ¿qué partido político te acoge? Hay siete partidos políticos entre los afganos exiliados, todos se basan en el islam y el Corán, abarcan desde el fanatismo de los fundamentalistas a las actitudes liberales modernas de Hariqat.
Los periodistas pululan en el lugar y forman de por sí un tema de estudio. Muchos llegan aquí por su propio temperamento, porque se trata de una ciudad sórdida, romántica, convertida en un hervidero de espías, traficantes de armas, de drogas, y cualquier clase de aventureros. Los periodistas se reúnen en ciertos hoteles y bares. Si surge algún tema de interés, los agentes del KHAD, que se han colocado detrás, de espaldas, avanzan las sillas hacia ti, como en una ópera bufa, y escuchan con todo descaro, y se dice que a veces alguno suelta maliciosamente una falsa información sólo por el placer de enredarlos. (KHAD es el servicio secreto del gobierno títere afgano, entrenado y mantenido por los rusos).
Los espías de Peshawar son famosos por su capacidad de servir a varios clientes a la vez, dos, tres o quizá más. El KHAD, los rusos, los gobiernos extranjeros, los partidos políticos afganos rivales en el exilio, todos se espían entre sí, a los muyahidm, a los refugiados, a los periodistas, a los cooperantes extranjeros.
Hay una gran cantidad de periodistas jóvenes enviados allí para que se curtan. El precio es alto, en mi opinión, un doloroso aprendizaje. Cualquier país musulmán es difícil para un occidental. Hemos luchado contra ellos durante más de mil años. Estamos llenos de ignorancia y de prejuicios, y ellos también lo están. Es muy desafortunado que Occidente, particularmente Estados Unidos, asocie las palabras «islam» y «musulmán» con «terrorismo», o con el islam fundamentalista del que nos llegan noticias en relación con Jomeini y Gadaffi. Esto es sólo una rama del islam y, a mi juicio, ni siquiera la más importante, aunque quizá, por desgracia, llegue a serlo. Pakistán no es fundamentalista como lo es, por ejemplo, Irán, ni mucho menos.
Los países islámicos son muy diferentes entre sí, y leyes que parecen idénticas son, en la práctica, distintas. Tomemos por ejemplo la sentencia de los cincuenta latigazos. En Irán o en Arabia Saudí será aplicada de manera tan salvaje como suena. En Pakistán se han suavizado los extremos del islam (y se modificarán más si se logra mantener a los fanáticos fuera del poder). El verdugo debe usar un látigo forrado y sostener el Corán entre el brazo y el costado del cuerpo: el libro no debe caer al suelo mientras agita el látigo. Algunas leyes nos parecen absurdas. Pakistán es un país «seco». Presumiblemente, esto significa que circula alcohol de forma clandestina. La gente que no está acostumbrada a beber suele dar espectáculos lamentables cuando lo hace. Si uno es extranjero puede beber, pero no es tan divertido si para tomarse una copa hay que firmar permisos y esconderse en la habitación del hotel. Una de las razones por las que se permite consumir alcohol a los occidentales es porque saben que el vino es un ingrediente de nuestras prácticas religiosas; un camarero, tal vez con anhelante resignación, preguntó a un amigo mío que salía del bar del hotel si la experiencia religiosa le había resultado satisfactoria. La actitud hacia las mujeres no es uniforme y, según me han dicho, empeora. Una mujer convencional probablemente se sienta satisfecha, pues se considera a salvo. He oído a algunas obligar a sus maridos a hacer cualquier cosa y reñirles de manera verdaderamente odiosa, ¿la venganza del esclavo? Con todo, para una mujer con talento, ambiciosa o independiente, esto es el infierno. Tal como lo fue la Inglaterra victoriana. Una mujer periodista, a menos que hable el idioma, se enfrenta a toda suerte de dificultades por las actitudes de los hombres. Al periodista varón no se le permite entrar en contacto con las mujeres de los campamentos de refugiados, que junto con los muyahidin son precisamente los objetivos de los periodistas. Todos los muyahidin pertenecen, al menos nominalmente, a alguno de los siete partidos. Éstos no se asemejan en absoluto a nada de lo que hay en Occidente y a veces resultan muy difíciles de entender, pues se basan en cuestiones religiosas, y las diferencias por las que discuten, compiten o pelean son para nosotros mezquinas, a veces meras sandeces.
Los muyahidin están deseosos de llevar a los periodistas al país, no muy adentro, ciertamente, pero esto se debe más bien a la naturaleza de los visitantes, a quienes a menudo tienden a despreciar por su debilidad. Si durante siete años de guerra el heroísmo ha sido tu arma principal, entonces es el heroísmo lo que más valoras. Nos han hablado de algunos cineastas que llegan con el propósito de filmar las batallas y, que al comenzar a sonar los tiros corren en busca de protección; entonces un muyahid toma la cámara y filma la acción. O también de médicos que no aguantan las condiciones de vida de los muyahidin, no soportan la escasez de alimentos, exigen comidas y alojamientos especiales, e incluso algunos han llegado a desmayarse ante las terribles heridas que sus pacientes han sufrido en acción. Por esta falta de resistencia, los muyahidin prefieren que los países colaboradores aporten equipos capaces de impartir formación en técnicas médicas básicas a ciertos muyahidin seleccionados, de forma que sean éstos quienes acompañen a los grupos de soldados que van a Afganistán. Se quejan de que los periodistas se niegan a viajar a Kabul o a Mazar-i-Sharif y otras zonas liberadas, y prefieren no alejarse de la frontera, quizá Kandahar o la zona de los pastunes. Como decía un comandante: «Si vas a Bahrein de vacaciones, ¿por qué no a Kabul? Lo tenemos controlado». Sí, son así de extravagantes, pero te parten el corazón, son tan valientes y tienen tan poco; incluso ahora casi todas las armas de que disponen son las que han arrebatado a los rusos.
En cualquier hotel como el Green o el Dean se puede oír a algún neófito sin aliento preguntar a otro: «¿Has estado dentro?». Da la impresión de que estos hoteles se construyeron como escenario para alguna película de capa y espada. Yo diría que ir dentro, a la tierra de los pastunes, en general por cuatro o cinco días, no es forzosamente la mejor manera de conseguir información adecuada e imparcial: conocerás sólo la opinión del grupo que te ha llevado. Si no gustas a algún grupo, no entras. Hace poco una joven periodista exclamaba, ya exasperada por la frustración, que se iba a Delhi, el único lugar donde se podía conseguir información. Al día siguiente de oír a una personalidad de un partido asegurar que estaba dispuesto a ayudar a cualquier periodista con intenciones serias, el Pakistan Times publicaba un artículo en el que se afirmaba que los muyahidin estaban hartos de correr riesgos ayudando a tantos periodistas a entrar a cambio de tan escasos beneficios. No es fácil, y ciertas informaciones están fuera del alcance de casi todo el mundo.
Hay en nuestro grupo un afgano de Paghman que tenía amigos y familiares combatiendo junto a los muyahidin o trabajando en Afghan Relief. Una chica afgana educada en Inglaterra, que estudia periodismo en Peshawar y habla farsi, árabe y algo de urdu. Un cineasta sueco, León Flamholc, cuyos antepasados eran de Uzbekistán y que, vestido de muyahid, parece un perfecto muyahid. Habla farsi. Ha estado dentro en un viaje anterior a Peshawar y tiene una película a medio terminar. Una cineasta de Tejas, Nancy Sheils, para quien éste era su tercer viaje y que tiene también una película comenzada. Y yo. Hace años que estoy involucrada con los afganos pero no había venido a Pakistán. (Nací en Persia, donde viví hasta los cinco años. Sí, todos estos aromas y sonidos que percibo son recuerdos que vuelven a mi memoria).
Desde el instante en que uno llega a Peshawar queda envuelto por Afganistán, su enormidad, el horror, la tristeza. Desde que amanece hasta entrada la noche es de lo único que se habla, en lo que se piensa y, en mi caso, con lo que se sueña. Cada afgano que conoces, sea refugiado o muyahid, es otra tragedia; cada uno es un ruego: ¡Ayudadnos, ayudadnos! Dicen que en Occidente estamos muy mal informados, que de no ser por eso estaríamos ayudándoles. Es la clase de ironías que nos tientan todavía a creer que existen esos dioses que, sentados allá arriba, se ríen de nosotros. Desde el comienzo de la guerra los rusos han declarado, e incluso puede que de verdad lo crean, que la Resistencia afgana está financiada por Occidente, principalmente por Estados Unidos. A los soldados rusos les dicen que van a luchar contra el imperialismo norteamericano (más aún, contra el imperialismo sionista norteamericano, curioso matiz), contra los chinos; los bandidos del capital internacional. Y lo que hallan son hombres harapientos, descalzos, con Kaláshnikov robados a los rusos mismos. Algunos desertan al encontrarse con eso. «No hay que exagerar —comenta un comandante muyahid— quizás un uno por ciento se indigna lo suficiente para desertar, el resto tiene una mente soviética y les han enseñado a vernos como animales que hay que cazar y matar». Siete años después de iniciada la contienda, la mayor parte del armamento de los muyahidin es el que han logrado quitar a los rusos. Dicen los muyahidin que cuando Estados Unidos empezó a negar que estuviese enviando ayuda lo hizo de manera tal que se pensase que en verdad la prestaba pero que no podía admitirlo. Ahora reconoce que envía ayuda, pero ¿qué hay de ella? Muy poco de lo que se les manda llega a sus manos. Es el tema principal de cualquier conversación entre comandantes muyahidin. Yo ya lo esperaba, pues había leído al respecto. «Estamos luchando por vosotros tanto como por nosotros —afirman—. Los rusos quieren lo que siempre han querido: tener acceso a los puertos de aguas cálidas y tomar lo que ahora es Pakistán. ¿Por qué no nos ayudáis? Sería en vuestro propio interés».
La cuestión que salta a la palestra en toda conversación, en toda entrevista, es ésta: «Desde el principio Occidente ha subestimado la magnitud de la Resistencia. Desde hace siete años leemos, a veces en los principales periódicos, que estamos acabados, listos para rendimos. Eso nunca ha sido cierto. Nos describís como si permaneciésemos pasivos ante los rusos, con algunos ataques repentinos del tipo dispara y corre, no como lo que en verdad somos: una nación en guerra permanente, con toda la población involucrada en ella. ¿No queréis verlo por vosotros mismos?».
Pasamos la mañana en la sede de cierto partido político mientras llegan comandantes muyahidin procedentes de la zona oriental de Afganistán, de norte a sur, en grupos de tres, se sientan un rato, responden a las preguntas que se les formulan y se van para dejar el sitio a otros. Vienen de Paghman y del Parachinar; de Baghlan y Bagram; de Kabul y Paktia; hay turcomanos de Mazar-i-Sharif y de Badakstán con su cara de guerreros chinos, así como de Nuristán, estos últimos de rasgos desconcertantes por lo familiares, hasta el punto de que algunos parecen recién llegados de Escocia o Kent. Los nuristaníes aseguran ser descendientes de los ejércitos de Alejandro Magno, aunque éstos barrieron con todo en Afganistán, al igual que hicieron los mongoles y los árabes. Los ingleses, los últimos invasores, no llegaron muy lejos; estos guerreros los derrotaron por tres veces. (Historia: tres hombres están hablando: «Mis ancestros fueron mongoles, los vuestros árabes, los afganos lucharon contra nosotros y ahora nosotros juntos, como hermanos, luchamos contra los rusos hasta la muerte»). Un comandante acaba de llegar del frente próximo a Mazar-i-Sharif; ha venido a buscar munición y explica: «Ha sido una batalla muy dura, con reactores y helicópteros. Se acercan desde la frontera y se retiran de nuevo. Pelean como cobardes, nos bombardean desde muy alto. Han quemado todos los cultivos, esperaron a que estuviesen maduros porque querían destruir nuestra fuente de suministros. Se tarda un mes en transportar un cargamento de armas y comida desde Peshawar hasta Oxus; constantemente tenemos que cuidamos de los “juguetes” rusos, bombas disfrazadas de relojes, plumas o juguetes para niños. Las dejan caer en los caminos por donde saben que podemos pasar». En los campamentos, los hospitales están llenos de niños que han perdido brazos, manos, pies, piernas por culpa de esos juguetes que les atraen irresistiblemente. Otro comandante del extremo norte cuenta cómo él y su tropa han cortado las tuberías que llevan queroseno, gas o gasolina: «Las destruimos una y otra vez, los rusos no pueden pasarse la vida reparándolas, sólo pueden vigilarlas durante el día, pues nosotros tenemos el control por la noche». Le dijimos: «Somos reporteros de Estados Unidos e Inglaterra, ¿quiere usted enviar algún mensaje a Occidente?».
«¿Dónde están las armas? Estamos luchando con hachas». (Creímos que exageraba. A los muyahidin se les acusa de recurrir a la hipérbole poética, dicen que no hay que dar crédito a sus palabras, pero más tarde otra persona que había estado combatiendo en esa batalla confirmó que ese detalle era cierto). «No tenemos comida, hemos estado masticando lana y cuero. Llega un momento en que nos sentimos muy débiles y tenemos que interrumpir la batalla, incluso cuando vamos ganando».
Otro comandante del norte comenta que mantienen a sus familias y demás personas a su cargo en unas cuevas en las colinas, junto con los caballos y asnos. Sus pueblos han sido arrasados, no queda nada de ellos, los sistemas de irrigación están destruidos. Por cada soldado hay cinco personas que dependen de él; se turnan para ir al frente en unidades de cien: «No tenemos medicinas —cuenta—, ni médicos ni comida. Bueno, hemos quitado algo a los rusos, pero sus medicinas son raras para nosotros, jeringas y pastillas, no sabemos cómo usarlas». Un comandante de Kabul explica: «Tenemos dos organizaciones, una que funciona dentro de Kabul y otra fuera. La interna se dedica al sabotaje; todos en Kabul están de nuestro lado, y por eso los rusos no consiguen atrapamos. Las mujeres también nos ayudan, y hasta los niños. Tenemos gente en el KHAD, tantos que los rusos no podrían descubrirlos; nos dicen cuándo esperar ataques y gracias a eso ganamos. Los rusos no pueden moverse más de tres kilómetros fuera de Kabul».
A lo largo de la mañana todos los comandantes repiten lo mismo: es el hambre lo que está destruyendo a los muyahidm: «No tenemos comida, no tenemos abrigo, no tenemos botas, sólo sandalias. Perdemos las manos y los pies por congelación. Hay lugares donde la gente ya se muere de hambre y apenas estamos en otoño, falta pasar todo el invierno. Mandadnos comida, abrigo. Si nos facilitarais misiles tierra-aire, derrotaríamos a los rusos; ¿por qué nadie lo entiende?».
Continuamente repiten: «Occidente dice que estamos desunidos porque ve las cosas con arreglo a sus ideas. Piensan en un único gobierno para todo Afganistán, por eso siempre están creando un Massud o un Hakkani, o cualquier otro, haciendo cábalas sobre si alguno por fin será el líder nacional; ése no es el estilo afgano. Nosotros tenemos líderes locales, todos se respetan mutuamente y trabajan juntos, pero no significa que de ahí salga un dirigente nacional», todos estos puntos fueron confirmados en una entrevista a un militar con un alto cargo en un partido. No quiso ser fotografiado, filmado ni grabado. Aseguró ser sólo uno de los muchos que habían trabajado en el ejército afgano como agente encubierto y que, cuando las cosas se pusieron demasiado peligrosas, había marchado a Peshawar para ayudar en la coordinación de las batallas de los muyahidin. Para nuestro alivio, pues a decir verdad ya teníamos una sobredosis de piedad musulmana, comenzó afirmando:
—Yo soy un militar, no un religioso. Ésta es la sede militar operativa de este partido, y yo soy uno de los que la controlan. Tal vez les parezca que los hombres que están sentados en ese banco no tienen pinta de comandantes de alto rango, pues aquí nadie lleva uniforme. —Una docena de hombres ataviados como muyahidin nos observaba—. No son miembros de este partido, ustedes pueden sacar las conclusiones que juzguen pertinentes, yo responderé a todas sus preguntas y lo haré sólo con la verdad, pero los periodistas pueden causar mucho daño, pues pocos se dan cuenta del provecho que el enemigo puede sacar de cualquier detalle aparentemente insignificante. Ustedes no han sido entrenados en labores de inteligencia, en tanto que yo sí. No es culpa de ustedes, pero les advierto que protegeré nuestras posiciones en esta conversación.
»El punto principal, el punto clave, es que al margen de lo que les hayan dicho, la guerra continúa. No se ha detenido, como a veces aparece en sus periódicos. No dejaremos de luchar, lucha» remos hasta triunfar y ver a los rusos retirarse, o hasta que nos maten a todos. Éste es el hecho básico y más importante. Nadie en Occidente parece tener idea de la extensión de la Resistencia; cada casa, cada pueblo está comprometido. Si en un momento dado un área está tranquila, eso no significa que esté sometida, sólo está esperando, quizá por el clima.
Le preguntamos por la coordinación entre las diversas áreas de Afganistán, los diferentes partidos:
—Hay dos aspectos. Primero el militar; en algunas partes de Afganistán es posible que un comandante tenga a su mando a hombres de todos los partidos políticos, y ha sido así desde el principio de la guerra. En otras zonas hay grupos de muyahidin que luchan entre sí, y existen todas las variaciones entre estos dos extremos. Sin embargo, aun los muyahidin más tercos y fanáticos han llegado a entender que para ganar tienen que colaborar.
Tenemos líderes respetados por todos en general, de quienes ustedes sin duda han oído hablar, y ellos cooperan entre sí. El aspecto político no es menos importante; los siete partidos sufren una presión procedente de dos direcciones: desde fuera, por ejemplo, cuando se recibe ayuda con la condición de que los partidos cooperen en un cierto asunto y, quizá más importante, desde dentro. Los muyahidin están cansados de las discusiones ideológicas entre las facciones. Existe un tercer factor sobre el que estoy seguro no hace falta que me extienda, pues es un problema que se presenta en todas partes, en todos los países: se trata del choque de personalidades, lo que en nuestro caso se ve exacerbado por las enormes diferencias ideológicas. Nada es fácil en esta lucha y quizá lo más difícil es lo relativo a la ideología. Aquellos a los que Occidente llama fundamentalistas son los más ideológicos, pero también los mejores luchadores, fueron los primeros en combatir. Tienen aliados y seguidores en todo el mundo musulmán y, a largo plazo, esto puede creamos dificultades a todos. Estoy seguro de que habrán oído hablar de ello durante su estancia aquí, pues a todos nos preocupa.
El otro grupo principal de luchadores es igual de numeroso pero está menos unido. Deseaban un regreso al Afganistán de antes de la Catástrofe, donde las diversas interpretaciones islámicas pudiesen convivir. Este tipo de tolerancia es algo ajeno a los fundamentalistas. Un detalle interesante es que los fundamentalistas tienen más choques internos que ningún otro grupo. Los problemas que se originan por el choque de personalidades constituyen un factor común a cualquier grupo.
—¿Le importaría ofrecemos una visión estratégica sobre esta guerra?
—Entenderán ustedes que no les dé una respuesta completa, y tampoco pueden esperarla. Sería demasiado difícil hacerlo. He estado en esta lucha desde el primer día en formas diferentes. Podría escribir no uno, sino varios libros sobre esta historia tan comprometida y enrevesada. Podría decirles que hay en la actualidad tres áreas principales de lucha: Herat, Kabul y Kandahar, pero esto podría no ser cierto la semana que viene* habrá nuevas zonas de lucha. La presión del enemigo se ha quintuplicado en el último año: disponen de más tropas, de armamento más sofisticado, están utilizando mejores tácticas y mucha más crueldad. Las bajas y la destrucción de material en su lado son mayores que nunca, y en el nuestro hay mucho sufrimiento y muchas víctimas. Habrán oído que el ochenta por ciento de Afganistán está controlado por los muyahidin y el veinte por ciento por los rusos. En cierto modo esto es cierto, pero desde el punto de vista militar es más útil pensar así: el ciento por ciento de Afganistán está controlado por los rusos y el ciento por ciento por nosotros, ¿quién va a dar el próximo golpe y dónde? Los rusos no pueden hacer lo que quieren, ni siquiera en las ciudades donde aseguran tener el control, nunca saben qué volará en pedazos.
No pueden moverse libremente por las rutas principales; son peligrosas para ellos, aunque nosotros tampoco podemos usarlas, pero a cambio podemos operar en cualquier terreno y ellos no. Controlamos las Áreas Liberadas, pero los rusos enviarán sus bombarderos si algo no les conviene. Destruyen nuestros cultivos y nuestros animales. Están intensificando la política de acabar con nuestro alimento. Mientras estamos aquí sentados, muchos refugiados están saliendo en tropel de zonas recién bombardeadas porque los sistemas de irrigación han sido destrozados deliberadamente y quemados los cultivos. Ahora entienden lo que quiero decir con eso de que ambos controlamos Afganistán. Se están construyendo más puestos de seguridad que en los últimos tres o cuatro años, pero la mayoría de ellos ya han sido cercados, derribados, inutilizados. ¿La moral? Su moral está muy baja porque la guerra sigue sin arrojar ningún resultado, pero la nuestra también lo está. Llevamos siete años luchando, estamos cansados y sentimos que ustedes no nos ayudan. Supongo que habrán oído que los muyahidin afirman estar luchando por ustedes; es algo que de verdad creemos, uno de nuestros motivos para luchar. Para nosotros es sumamente difícil reponer nuestros suministros, equipar a nuestros hombres y alimentarlos. El invierno pasado no suspendimos la lucha, sino que seguimos, y a un costo muy alto. Nuestros hombres combaten en sandalias sobre altas capas de nieve; combaten con la misma indumentaria que llevan en verano, luchan con muy poca comida y hasta que se acaba. Este país, Pakistán, ya no puede aceptar más refugiados. Nuestra deuda con Pakistán es muy grande, el país se compadece de nosotros, nos ayudan tanto como pueden, les estamos agradecidos. Sin embargo, cuando lleguen los trenes con más refugiados tras nuevos bombardeos en sus pueblos, puede que mueran por falta de agua y alimentos. En ocasiones tenemos más armas de las que podemos usar por nuestra incapacidad para transportarlas. —Acabábamos de oír a un comandante describir cómo había capturado tanques y armas rusas cerca de Kabul, pero había tenido que destruirlo todo; no tenía dónde guardarlo—. Contamos con suficientes armas de un tipo y con pocas de otro. Tal como les han dicho todos los muyahidin que han conocido, necesitamos misiles tierra-aire, más dinero para comprar lo que nosotros sabemos que necesitamos, no lo que otra gente cree que necesitamos. Necesitamos alimentos, suministros médicos, y rápido, el invierno está en camino. ¿Les han dicho que allí donde antes los campesinos alimentaban a los muyahidin ahora a menudo son éstos quienes comparten su muy escasa comida con ellos porque se mueren de hambre?
»Los norteamericanos…, estamos agradecidos por lo que han dado y siguen dando. Leemos sobre esas grandes sumas de dinero destinadas a nosotros, pero ¿qué pasa con ese dinero y esas provisiones? Los estadounidenses han expresado su apoyo a nuestra causa y tenemos que creer que es real, pero ¿no sería conveniente, tanto para ellos como para nosotros, descubrir adónde va a parar ese suministro de armas y dinero? Ellos lo envían, nosotros no lo recibimos. En medio hay una especie de agujero en el que la mayoría de estas cosas se desvanece. Una y otra vez leemos en sus periódicos que se han mandado tales y cuales armas pero, si así fue, nosotros no las hemos visto. Los norteamericanos en general no parecen haber entendido que la guerra tiene que ser una combinación de lo militar y lo político; nosotros hacemos nuestra parte y la hacemos bien, pero nos da la sensación de que no se nos apoya adecuadamente.
—¿Se retirarán los rusos? —preguntamos.
—Ustedes saben perfectamente que los rusos jamás se han ido de ningún país por voluntad propia. Si yo fuese Gorbachov, no sabría cómo salir después de semejante derramamiento de sangre y tanta propaganda, pero si se encontrase alguna fórmula, se marcharían. Quieren irse. No importa lo que digan, saben que nunca dejaremos de luchar. He trabajado con los rusos durante años, les conozco bien. Como soldado, los admiro por su resistencia en la Segunda Guerra Mundial; no son buenos luchadores, pero fueron buenos defensores de sus hogares. Carecen de cualidades marciales, son malos tiradores y demasiado pesados físicamente, beben en exceso, no saben escalar ni moverse en la montaña, tienen muy poco aguante, no son nada sin sus equipos, sus vehículos, sus aeroplanos. Nosotros nos defendemos sin nada de eso. No pueden equiparar a un ruso con un afgano; tienen que mandar a tres o cuatro contra uno de nosotros. Nos bombardean desde tan alto que no podemos alcanzarles.
»Cuando lanzan a afganos contra afganos no lo hacen bien. No nos entienden, no entienden nuestra forma de independencia (la anarquía, si prefieren llamarlo así), que es nuestra fuerza. La clase de presiones que aplican sobre el ejército afgano hace imposible que éste utilice las cualidades de lucha afganas; no permitirán ninguna iniciativa a la fuerza armada afgana. Nosotros creemos que el ejército afgano combate mal, porque sus soldados no tienen la conciencia tranquila. Siempre llega un
momento en que los grandes planes simplemente se derrumban, se vienen abajo, fallan.
En este punto se desata una breve disputa entre dos de los hombres sentados en el banco sobre cuántos miembros del ejército afgano están contentos con su trabajo. «Cuarenta mil como máximo en todo el país», dice uno. «No más de cinco mil —replica el otro—. Si hubiese más nos iría mejor, son unos inútiles».
—Los rusos tienen una característica que les perjudica; si algo va mal, no cambian sus tácticas ni tratan de emprender otro camino; se limitan a insistir con más fuerza e intensifican lo que están haciendo. A menudo destruyen lo que intentan hacer, son rígidos e inflexibles, no escuchan a nadie, son tercos, y hacen las cosas a su manera. Así pues, si los rusos fuesen sutiles, habrían encontrado hace tiempo la forma de salir de esta guerra sin perder su prestigio. Además, escogen a gente débil como líder. Ésa es una desventaja para ellos a largo plazo. Conozco bien a Najib, es un don nadie, un hombre débil, ¿cómo puede gobernar un país? No es inteligente, ningún afgano le respetaría. Para entender a Afganistán hay que recordar que sus habitantes son la gente más independiente del mundo. Cuando digo que cada uno es un comandante natural y que nunca podrá seguir bien a nadie, lo digo con cierta ironía.
»Estoy seguro de que han oído hablar hasta el cansancio de la yihad, pero en mi opinión Occidente tiene un concepto demasiado simple de ella. El afgano lucha antes que nada por sí mismo, por su familia, por su pueblo, por su gente. Lucha por una combinación de todas esas razones; y lucha por su religión. Cuando oigan la palabra yihad, y la habrán oído mil veces al día, recuerden lo compleja que es esta Guerra Santa.
Le preguntamos si sería muy difícil para los muyahidin dejar de combatir y aceptar la paz.
—Sí, mucho. Son guerreros por naturaleza. Cuando esta guerra termine, habrá un período en que los asuntos tribales y personales se arreglarán. Los combates cesarán gradualmente, pero existe una característica afgana que deben ustedes tener presente: cuando decidimos ser leales a un gobierno, también le obedecemos. El futuro gobierno debe tolerar diferencias de opinión muy grandes, religiosas y políticas; sin embargo, habrá una diferencia entre el antes y el después de la guerra: antes de la invasión rusa quizás había unos cientos de comunistas, cuando se vayan no quedará ninguno.
A continuación nos interesamos por las actitudes ante la cobertura mediática.
—Todas las semanas, o cada diez días, redacto un informe de estrategia basado en la información que llega de todo Afganistán, pues tenemos gente en cada rincón del país y se nos envía información precisa. Yo mando el informe al exterior, pero jamás vemos ni una palabra en la prensa de sus países. A veces nos parece que hacemos esfuerzos enormes para ayudar a los periodistas a entrar en Afganistán y darles información, y que no recibimos ningún beneficio a cambio. Personalmente creo que necesitamos mucha más atención de los medios de comunicación y hacer mayores esfuerzos por realizar buenas películas y buenos reportajes periodísticos. Sobre todo necesitamos que vengan más periodistas a Afganistán, pero no sólo hasta Peshawar, que es hasta donde casi todos llegan; tienen que ver todo el país, nosotros estamos dispuestos a llevarlos.
—¿Qué piensa del periodista francés que describió tan bien una fortaleza muyahidin que, en cuanto salió el reportaje, los rusos fueron directamente a bombardearla?
—Ciertamente, se trató de un hecho muy desafortunado. Él fue descuidado, como a menudo lo son los periodistas, pero en definitiva valió la pena. Si ustedes estuvieran mejor informados, a nosotros nos iría mucho mejor.
Toda la información suministrada por este comandante fue corroborada en otras entrevistas. Por ejemplo:
—Usted dice que ahora no hay menos soldados rusos en Afganistán, sino muchos más, pero eso contradice las últimas declaraciones de los rusos.
—¿Nunca han oído hablar de la famosa desinformación rusa?
Otro comandante comentó: «Acabo de leer que ha caído una bomba en Sudáfrica y ha matado a nueve personas. Vengo de una batalla donde derribamos un helicóptero, destrozamos seis tanques y matamos a treinta rusos con una pérdida de cinco muyahidin, pero eso nunca saldrá en vuestros periódicos. ¿Tendría quizá mejor suerte si tuviese la cara negra?»
Conversando con un muyahid a punto de regresar a Kabul me decía:
—¿Sabes de alguna pastilla que sirva para calmar el hambre? Es nuestro peor enemigo.
Una visión de la guerra de un ama de casa (yo misma):
—¿Por qué no montan una fábrica de comida concentrada que los muyahidin puedan llevar a la guerra?
—Somos guerreros, hacemos lo que sabemos hacer.
—Napoleón dijo que un ejército avanza más con el estómago que con los pies.
—Si nosotros avanzásemos en función de nuestro estómago, la guerra ya habría terminado. Yo mismo y mis hombres acabamos de volver del frente. Estuvimos allí veinte días; los alimentos se acabaron y empezamos a comer hierba.
—Sí, sí, sí, ya lo sabemos, pero si montan una pequeña fábrica o, mejor dicho, varios talleres de cocina pequeños aquí, en Peshawar, o en las cuevas de las montañas, y hacen comida concentrada, fácil de llevar…
—¿Quién?
—Bueno, quizá los partidos…
—¡Los partidos! ¿Qué partidos? Tú no los conoces.
—¿Por qué no todos juntos?
—¡Juntos! ¡No hacen más que pelear! ¿Sabías que Massud acaba de pedir a su cuartel general que envíen comida antes de la llegada del invierno? No le han enviado nada.
—Dices que los muyahidin trabajan cada vez más unidos, prescindiendo de los partidos. ¿Por qué no montan ellos unas fábricas pequeñas o talleres y hacen…?
—¿Qué tonterías estás diciendo?
—En el pasado vuestros propios ejércitos marcharon con moras secas comprimidas, ricas en calorías, no para veinte días, claro, pero sí para tres o cuatro. Necesitáis conseguir azúcar, grasa, finitos secos y harina (muchas calorías y vitaminas). Cuando todo está bien mezclado se comprime, de forma que las cualidades se mantengan pero el alimento sea pequeño y ligero.
—Perfecto, mándanos el dinero, dinos qué hay que hacer, y nosotros lo haremos.
—Necesitaréis varias instalaciones en diferentes lugares, pues los rusos las volarán en cuanto se enteren.
—Si pudieran ser móviles, mucho mejor, ¿no? ¿Podríamos hacer comida concentrada para caballos? Nuestros caballos y asnos cargan nuestro equipo y nuestros alimentos, pero casi nunca hay comida para ellos y se mueren.
Un tema importante en toda conversación con los muyahidin es que los partidos políticos, que dicen representar a los que combaten, ya no lo hacen. Sin embargo, la ayuda procedente del exterior se envía a través de los partidos, y para conseguir las pocas municiones y comida que les dan los muyahidin tienen que seguirles el juego.
«Nosotros luchamos, somos los que hacemos frente a los rusos. Los partidos se quedan en Peshawar riñendo entre ellos, repartiéndose buenos cargos, coches; se han convertido en unos burócratas. Si mañana ganásemos la guerra, desaparecerían. Nadie los quiere».
El emir Mohamadi, líder del partido Hariqat, nos había concedido una entrevista. Hariqat apoya las relaciones con Occidente, el islam liberal, la restauración del Afganistán anterior a la Catástrofe, donde florecían diferentes interpretaciones del islam. (Y donde los mulá no eran tan poderosos como ahora; como hemos visto, en los malos tiempos, políticos o religiosos, es cuando prosperan las creencias extremas). El emir es un mulá. Yo estaba nerviosa pues mis interpretaciones de la palabra mulá son demasiado simples. Había oído a algunas mujeres quejarse sobre ellos: «Los mulás nos tienen fastidiadas en los campamentos de refugiados —decían—. Controlan todo cuanto hacemos, y los paquistaníes lo permiten». (Una de las razones por las que los mulás se han vuelto tan poderosos es precisamente ésa. Los paquistaníes tienen problemas para patrullar los campamentos porque no se permite la presencia de hombres en las zonas de mujeres, mientras que los mulás, por ser tan piadosos, sí pueden entrar. Así pues, los paquistaníes utilizan a los mulás para controlar a las mujeres).
No había conocido, y sigo sin conocer, a ninguno de esos hombres (en general viejos) fanáticos e ignorantes, pero algunos del grupo consiguieron entrevistarles y filmarles, y regresaron espantados.
Me impresionó mucho Among the believers[1] de Naipaul, pero, como ya he dicho, viviendo en Occidente he conocido a varios musulmanes (cuya religión no me gusta ni más ni menos que otras) inteligentes, tolerantes y liberales, que me han comentado que el islam está lleno de personas como ellos, incluso en países como Irán, donde esperan su oportunidad. En Pakistán conocí a más gente así. Me he preguntado cómo es que Naipaul, teniendo el bagaje religioso adecuado y la experiencia para encontrarse con quien quisiera, solamente conoció a maníacos religiosos, y en tantos países musulmanes. ¿Por qué son tantos los occidentales que vuelven de sus incursiones al mundo islámico trayendo relatos de fanatismo e intolerancia? ¿Acaso Occidente disfruta asustándose con los extremismos del islam porque todavía nos impresionan las noticias del malvado sarraceno?
La casa del emir era como cualquier otra, pero su jardín estaba lejos de ser común, lleno de jazmines, rosas, macetas de plantas, patios sombreados; todo lo que un jardín oriental debe tener. Contra un fondo de arbustos había una cama baja, con un jergón delgado, cubierta con una tela color salmón brillante y púrpura, como si fuese un trono pequeño. Frente a ella había una estera larga. Dejamos los zapatos al borde. Sobre la cama estaba el emir Mohamadi sentado con las piernas cruzadas. Vestía de un blanco deslumbrante y en su cabeza llevaba un turbante de cuadros lila como un mantel, atado alrededor de una elegante gorra negra y plateada. Jugueteaba con un rosario; sus manos me parecieron las de un hombre de acción, musculosas, fuertes.
Se ha dicho que vivimos en una «cultura de apariencias», cada vez juzgamos más a la gente por su aspecto. (Creo que cada vez más la gente se comporta en función de su aspecto). Esto vino a mi memoria por mis reacciones hacia el mulá. Había aprendido a aceptar que hombres que parecían bandidos balcánicos del siglo XVIII hablasen con propiedad sobre asuntos de la actualidad mundial; sin embargo, aunque me habían advertido que el emir no calzaba con la idea occidental de un muid, su presencia no dejó de asombrarme. He leído bastante sobre el islam para conocer algo sobre sus ideas básicas, su historia y sus principales figuras históricas, así que no me sorprendió que se pareciera a los retratos de Rumi o El Ghazali, la auténtica imagen de un santo medieval, pero ¿que también fuese un hombre moderno? Yo suponía, en mi obtusa mente occidental, que su aspecto era el resultado de un ejercicio de asesoría de imagen, diseñado para impresionar a los creyentes menos avispados, hasta que cuando salí de Pakistán se lo comenté a mis amigos musulmanes, quienes me dijeron: «Oh no, mi padre es igual». «En absoluto, mi tío es idéntico». Supongo que no tendría que extrañamos que algunas sectas cristianas decidan dirigir sus ritos con indumentarias que hacen parecer a los oficiantes príncipes renacentistas, ni que ciertas órdenes cristianas aún vistan como campesinos medievales.
El discurso introductorio del emir sobre la historia de la guerra afgana terminó así: «Es un hecho demostrado que yo inicié la Resistencia. Salí con dos amigos por Quetta. No teníamos dinero, nada. Buscamos a los estudiantes y les preguntamos si estarían dispuestos a combatir. Entrenamos algunos grupos de comando, atacamos ocho puestos fortificados de policía. La noticia corrió como la pólvora por todo Afganistán, y así fue cómo comenzó la Resistencia».
Fue una larga entrevista. Éstas son las respuestas que más me impresionaron:
—Si no se hubiese producido la invasión rusa, ¿cómo cree que sería Afganistán ahora?
—Seríamos libres, ¿acaso no es eso lo principal? Me sorprende que lo pregunte. Afganistán no es libre. Con los rusos no existen derechos humanos. Cualquier progreso en ese terreno en cualquier país es patrimonio del mundo entero. Cuando en un país se suprime el Estado de derecho, eso implica una pérdida para todo el mundo. Afganistán ha retrocedido en todos los aspectos. Estábamos avanzando en legislación, libertad de las personas, de prensa, las comunicaciones, la educación. El país se estaba modernizando; muchos de nuestros jóvenes estudiaban en el extranjero, empezábamos a tener una elite con conocimientos tecnológicos; las cosas cambiaban muy deprisa.
Luego el emir habló largo rato sobre el islam, de cómo Afganistán podía haber sido un modelo para un Estado islámico liberal.
—El islam está estrechamente ligado con el nacionalismo afgano y esto se ha intensificado con la guerra. No vamos a abrazar el islam de nadie cuando seamos libres de nuevo. Debéis recordar que nuestros sunitas y chiítas trabajan juntos; no están divididos como en otros países islámicos. Antes de la Catástrofe, Afganistán no era en absoluto un país fanático; había algunos grupos fanáticos, pero no tenían poder, ni siquiera el respeto general.
—Los rusos afirman que con ellos las mujeres afganas se han liberado —señalamos.
—Las mujeres comenzaron a liberarse antes de la Catástrofe, podían escoger entre llevar el velo si querían, y algunas así lo hicieron, o usar tejanos y blusas si lo deseaban. La mayoría no llevaba velo. Al norte, las tayikas, las mongolas, las uzbecas y otras no lo usaban, no forma parte de su tradición. ¿Acaso no le corresponde al propio islam cambiar la situación de la mujer? ¿Insinuáis que si un país desaprueba la política de otro eso le da derecho a invadirlo? Históricamente el islam ha mejorado la situación de la mujer, algunas leyes hay que verlas en su contexto histórico. Parecéis olvidar que la situación de las mujeres en Occidente mejoró recientemente, hace apenas medio siglo. El islam es una buena base para el desarrollo. Que se cometan y se hayan cometido abusos no es una razón para atacarnos. Una cosa es decir que el islam oprime a las mujeres, y otra que quienes las oprimen son los hombres —cursivas de la autora—. Los rusos oprimen a todo el mundo, no dan esperanzas de cambio. Nosotros ofrecemos esperanza y las bases para el cambio. Los comunistas oprimen a las minorías y a las religiones en todas partes, y nadie protesta. ¿Acaso las mujeres son los únicos seres oprimidos? El islam se reformará a sí mismo, y el mundo puede ayudamos a hacerlo. Estoy seguro de que la forma de liberar a las mujeres en Afganistán no es destruyendo sus hogares y matando a sus hijos.
—¿Qué piensa usted de la situación actual de la guerra?
—La guerra va muy bien, a pesar de que os hayan dicho lo contrario. Lo que necesitamos son los misiles tierra-aire; también luchamos por vosotros. Adquirimos armas allí donde podamos encontrarlas, pero no podemos obtener de los rusos los misiles que necesitamos para derribarlos. Les arrebatamos casi todo tipo de armas, pero no podemos conseguir misiles.
—Los rusos se llevan a los jóvenes a la Unión Soviética para adoctrinarlos. ¿Cala hondo ese adoctrinamiento?
—Los entrenan a fin de que trabajen para los rusos en Afganistán y se les da información que ellos mismos reconocerán como falsa cuando regresen a casa. Los afganos sovietizados serán una pequeña minoría, y si no vuelven a ser buenos afganos recibirán mucha presión para cambiar. Si no logran cambiar, entonces sus padres les matarán. Los afganos piensan a largo plazo; no dirán «éste es mi hijo», sino «ésta es una mala persona». Será duro para los padres, pero lo harán.
—Los rusos afirman que están modernizando el país.
—Mussolini logró que los trenes fuesen puntuales; Hitler consiguió el pleno empleo, y sin embargo hoy nadie admira a ninguno de los dos.
—¿Qué consiguen ustedes a cambio de la pérdida de su libertad?
—El genocidio.
—¿Qué proporción de comunistas hay en la población afgana?
—Si había setenta y cinco mil comunistas en Afganistán cuando los rusos nos invadieron, que lo dudo, hemos matado a cincuenta mil de ellos. Si quedan veinticinco mil por ahí, los mataremos rápidamente.
Después de la entrevista todos hablamos largo y tendido sobre el emir. Un afgano dijo:
—El emir viene de una familia muy antigua, llena de poetas y literatos, pero con una fuerte tradición militar. Esa combinación no es rara en Afganistán.
En primer lugar queríamos saber por qué se convirtió en un mulá.
—Tenéis que entender que ser un mulá no significa ser religioso o tener «vocación» en el sentido occidental. Un mulá es un maestro de la ley, de las tradiciones. Para un hombre con una familia como ésa, era lógico hacerse mulá. El emir estuvo en el parlamento durante mucho tiempo, elegido por su circunscripción. Luego fue senador. Los senadores no se eligen, se les nombra a dedo; es un cuerpo asesor, como un consejo de sabios.
Otro afgano comentó con sarcasmo:
—El emir Mohamadi tuvo que hacerse miembro del parlamento para ser escuchado; en el antiguo Afganistán no bastaba con ser un muid.
En Peshawar, los siete partidos están estructurados y se comportan como gobiernos en el exilio. A través de ellos se canalizan la ayuda y las armas, lo que les ha dado más poder del que deberían tener. Lo único en lo que todos los muyahidin concuerdan es en que los hombres que combaten en Afganistán están hartos de los partidos. Por ejemplo, estábamos en la sede central de cierto partido cuando entró un muyahid para preguntar si alguien hablaba alemán. Había trabajado en Alemania mientras su padre y sus hermanos luchaban en la yihad. Su padre murió y sus hermanos le llamaron para que volviese a casa, llevaba varios meses peleando como muyahid. La sede central es un edificio muy agradable, más bien de estilo femenino, todo blanco, decorado con unas grecas azules muy alegres, y con un lindo jardín. Encantador, el lugar perfecto para una fiesta al aire libre, para dilatadas conversaciones de verano; pero ahora es un hervidero de guerreros, de muyahidin que vienen de todo Afganistán. Entonces llegó un coche blanco del que se apeó un mulá. «Ahí lo tenéis —dijo nuestro amigo—; mirad adonde va a parar todo nuestro dinero: coches y ganancias para los mulás, empleos para sus amigos. Los soldados venimos a buscar municiones y tenemos que esperar, mientras que los mulás llegan y se les hace pasar de inmediato. Luego de esperar todo el día consigo municiones para combatir dos semanas, después tengo que parar un tiempo. —A continuación repitió lo que ya le habíamos oído decir cientos de veces—: ¿Por qué no nos ayudáis? ¿Por qué no nos dais armas? Si consiguiéramos ayuda suficiente, la guerra terminaría en unas cuantas semanas».
La cooperación dentro de Afganistán está creciendo entre los combatientes de distintos partidos. Líderes de líneas políticas muy diferentes tratan de aunar sus esfuerzos. Se oye decir: «Massud está imponiendo la unidad lentamente en toda la parte central de Afganistán».
En Peshawar, cada vez más gente de los partidos, incluso en altas posiciones, rechaza el sectarismo, su arrogancia, intentan romper las barreras; la cooperación entre los combatientes está reforzando Afganistán tanto dentro como fuera del país.
No habíamos olvidado en absoluto nuestro propósito de saber algo de las mujeres guerreras de Afganistán, pero el ambiente de algunas entrevistas hizo imposible mencionar el asunto. No fue éste nuestro único problema. Casi todas las entrevistas acusaron la diferencia de interpretación de la palabra «entrevista». Para nosotros significa que formulamos preguntas y nos responden. Aquí tuvimos que escuchar largas disertaciones antes de poder plantear alguna pregunta. Esto se debe a su sensación de aislamiento, de desamparo. Como dijo un comandante: «Es como si os gritásemos pidiendo ayuda y el viento se llevase nuestras palabras».
En mis apuntes de cierta entrevista se lee: «X sigue hablando, hace diez minutos que empezó». «Quince minutos más tarde, sigue y sigue y sigue». «Ya lleva media hora». «¡Cuarenta minutos y todavía continúa!» «¡Por fin!».
Todas estas súplicas desesperadas y conmovedoras se pueden resumir así:
1. Según los muyahidin, la guerra va bien, no están mal; nosotros, en Occidente, estamos mal informados.
2. Tienen intenciones de luchar hasta la victoria.
3. ¿Por qué Occidente no les ayuda? ¿Dónde están los misiles tierra-aire?
4. Necesitan alimentos; los rusos queman sus cosechas, destruyen sus campos y sus sistemas de riego.
Pasamos horas y horas en habitaciones de hotel que huelen a humo, y en las oficinas de los partidos tomando Coca-Cola, escuchando conversaciones sobre por qué Occidente no ayuda a los muyahidin. Para mí la afirmación más dolorosa ha sido ésta: «Obviamente no saben lo bárbaros que son los rusos; de lo contrario nos ayudarían». Esto me recuerda a la antigua Rodesia del Sur, donde año tras año, década tras década, oía a los africanos decir: «Si nuestros hermanos de Inglaterra supiesen cómo se nos trata, nos ayudarían». Quienes así hablaban eran los precursores de los activistas próximos a salir a escena. Ahora desprecian a la generación anterior, los llaman «Tíos Tom», en mi opinión injustamente. Una cosa es ser parte de un gran movimiento donde todos comparten las mismas opiniones, y otra diferente estar aislado como lo estaban la mayoría de estos hombres. Estaban armados con el conocimiento de que el derecho se hallaba de su parte, pues los ingleses les habían arrebatado sus tierras, pero la gente en Inglaterra había dicho que sus derechos, los derechos africanos, tenían que ser respetados. Y ellos repetían con cándido empecinamiento: «Cuando nuestros hermanos en Inglaterra se enteren…».
A sus hermanos en Inglaterra les importaba un bledo lo que les sucediera. Cuando salí de Rodesia del Sur y quise explicar cómo los blancos trataban a los negros en Sudáfrica o en Rodesia del Sur, a mí y a otra media docena de personas que intentábamos cambiar la opinión pública nos llamaban «rojos», «comunistas», «liberales» —siempre un insulto en el sur de África—, «buscapleitos» y cosas por el estilo. Nos miraban con condescendencia, nos degradaban, éramos el hazmerreír. Un debate sobre la situación en Rodesia del Sur habría vaciado la Cámara de los Comunes. Las críticas sobre la situación en Sudáfrica eran incipientes en alguno que otro círculo marginal. En parte se debió a ciertas novelas que se escribieron entonces, como Cry the Beloved Country (Llanto por la tierra amada), de Alan Patón. Pero Rodesia del Sur, ¿una colonia británica? ¡Claro que no nos estábamos portando mal! ¡Eso sería impensable! ¿Cómo? ¿Nosotros, los ingleses? Sin embargo, cada vez más me pregunto: supongamos que a principios de los años cincuenta la gente hubiese estado preparada para escuchar las escasas voces de alarma, ¿se habrían evitado los desastres que vinieron después? ¿La guerra civil de Rodesia del Sur, que duró siete años? En mi opinión, sí. Una década más tarde, criticar los regímenes blancos en Sudáfrica comenzó a calificarse, reveladoramente, de «opinión aprendida», pero para entonces ya era demasiado tarde.
«Si los occidentales supiesen cómo estamos sufriendo en Afganistán…» No todos los diagnósticos de los motivos occidentales son tan inocentes.
«Estados Unidos y la Unión Soviética tienen un arreglo secreto: Rusia puede hacer lo que quiera con nosotros aquí, en Afganistán, siempre y cuando se mantenga lejos de América del Sur. Eso también cuenta para la isla de Granada, donde los rusos se pasaron de la raya y hubo que castigarlos; no cumplieron el acuerdo secreto». Así habló un muyahid tocado con un gorro de piel ruso que había quitado a un soldado al que había matado dos semanas atrás cerca de Kabul.
Un muyahid con cicatrices de muchas batallas y varios dedos mutilados por un juguete bomba nos comentó: «A los norteamericanos les conviene que nosotros mantengamos a los rusos encallados aquí en Afganistán. Mientras les tengamos ocupados, se lo pensarán bien antes de armar bronca en otra parte. Nuestra lucha mantiene el equilibrio del poder. Supongamos que mañana echamos a los rusos de Afganistán: Quedarían libres para empezar otra aventura en otro lado. Quizás algún enfrentamiento en la frontera china, tal vez una pequeña excursión a Europa. Europa es como Estados Unidos, está dividida y eso la hace vulnerable. ¿Suecia tal vez? Suecia es débil por haber sido neutral durante tanto tiempo. Cuando el Oso ruso atacó a Finlandia, salió muy mal herido, y a los noruegos los vieron pelear contra Alemania».
En la oficina del Hariqat nos habló otro muyahid. «Es evidente que Estados Unidos podría terminar esta guerra ahora mismo si nos diese más ayuda, pero no lo hace; ¿por qué? Todavía está traumatizado por Vietnam, algo dentro de ellos les dice: “Si un pequeño país como Afganistán, mucho peor armado que los vietnamitas, puede ganar a la gran nación rusa, entonces nosotros (los norteamericanos) somos incluso peores que los rusos”. Éste es un eje de su razonamiento, y tal vez no sean conscientes de ello. Por eso deliberadamente mantienen la guerra en una baja intensidad; no quieren que los rusos ganen en Afganistán, pero tampoco que ganemos nosotros. Cuando ganemos, será la primera vez que se gana una guerra al comunismo, y la habrán ganado irnos muyahidm harapientos; eso haría quedar muy mal a Estados Unidos. El principal problema es que Estados Unidos está dividido; en cambio los rusos no, en absoluto, son un poder imperialista mundial y saben exactamente lo que quieren y cómo conseguirlo. Logran sus objetivos mediante la opresión y la mentira».
Hay un grupo de muyahidm sentados en el césped del hotel bajo los árboles. Son nueve. No son del Hariqat, pertenecen a otro partido. De nuevo vuelven a impresionarme sus caras, tan diferentes; son de varías partes de Afganistán. Un afgano nos explicó: «Afganistán es una mezcla de diferentes pueblos con diversos orígenes. No necesariamente se gustan entre ellos, pero no se molestan mutuamente. Es como lo que pasa entre escoceses, galeses e ingleses. No os caéis muy bien entre vosotros, pero tampoco peleáis. Los nómadas, como los cochis, los mongoles, los turcomanos, los kirguiz, los uzbecos y muchos otros, ven a los otros como un pueblo diferente, pero se unen para luchar contra un invasor».
Este grupo acaba de llegar de combatir cerca de Kabul. Acusan el desgaste de la batalla.
Poco antes de su llegada habíamos comentado la publicación en el Guardian de tres artículos de Jonathan Steele, un periodista que había sido huésped de los rusos y se tragó todo lo que allí le dijeron. Incluso cayó en la trampa de los «pueblos Potemkin», utilizada con éxito por los rusos durante siglos. (Potemkin fue general en tiempos de Catalina la Grande, de hecho su amante favorito. Para ocultar la escuálida pobreza del país, acostumbraba a construir fachadas de pueblos prósperos a lo largo de las rutas por donde pasaba la corte o los extranjeros. Hoy día los rusos enseñan a los periodistas crédulos zonas bien conservadas diciéndoles que se trata de la zona por la que han preguntado, cuando la verdadera está bombardeada y destruida).
¿No es sorprendente que el Guardian tome partido a favor de los soviéticos? Claro que no, les digo, el Guardian siempre ha sido propenso a los errores. En la época de la Federación de África Central (ya olvidada, pero en su momento una opción importante), que fue un último esfuerzo del poder blanco por preservar sus posiciones al tratar de amalgamar Rodesia del Sur, Rodesia del Norte y Niasalandia (que ahora es Zimbabue, Zambia y Malaui), el Guardian apoyó la idea con entusiasmo, al igual que otros periódicos de los que uno esperaba tal actitud.
Me parece sumamente extraño oír mencionar el Guardian en semejante entorno, así como otros periódicos occidentales.
Un muyahid comenta: «¿Por qué os sorprendéis? Los británicos invadieron la mitad del mundo con el argumento de que tenían derecho a “civilizar” a los pueblos. Lo intentaron con nosotros. Ahora los británicos han perdido su imperio, pero no han dejado de ser imperialistas. Cuando los rusos invaden y destruyen, lo llaman “civilización” y “modernización”. Tal como hicieron los poderes imperialistas europeos. Por ese motivo periódicos como el Guardian apoyan a los rusos; ya no pueden ser imperialistas, pero sí respaldar actitudes imperialistas por persona interpuesta, a través de los rusos».
La entrevista con el ministro de Educación en Hariqat empezó con la acostumbrada petición de ayuda y una declaración de su heroica postura. Después afirmó:
—Si nosotros ganamos mañana, tendremos suficiente gente para dirigir bien Afganistán; hay
tanto talento, habilidades y experiencia desperdiciados entre los refugiados de los campamentos y los muyahidin, Sin embargo, si en diez años no hemos ganado la guerra, entonces sufriremos mucho, porque a nuestros niños no se les está dando una educación tecnológica moderna. Sí, es cierto que algunos reciben ayuda, pero son pocos, hay muchos talentos desperdiciándose. Los paquistaníes nos ayudan con los chicos, pero no pueden ayudamos tanto como quisieran porque ellos también están sufriendo; no es un país rico. Todos los partidos en Peshawar y en Quetta cuentan con escuelas, pero no son suficientes, ninguno de nosotros tiene bastante dinero para pagar decentemente a los profesores. En los campamentos los padres tratan de echar una mano, pero no tienen dinero. Ése es un problema, la educación en los campamentos de refugiados. No hay que olvidar la cantidad de niños que hay en los campamentos. La mayoría de las familias tienen entre cuatro y diez hijos, y no están recibiendo educación. Las Áreas Liberadas de Afganistán son otro problema. Nuestra red de escuelas primarias se ajustan al modelo antiguo: escuelas en las mezquitas, escuelas religiosas y otras similares, pero no tenemos escuelas avanzadas. Si construyésemos una escuela secundaría, los rusos la bombardearían enseguida. Los rusos siempre bombardean los centros de enseñanza y los hospitales. Es lógico; no quieren que tengamos una población instruida, no quieren que los muyahidin se recuperen cuando están heridos. Por eso bombardean escuelas y hospitales. Hemos tenido una buena noticia: Estados Unidos dice que si los partidos de Peshawar colaboran, nos darán dinero para levantar más colegios en las Áreas Liberadas.
—¿Comparte usted la idea de que los partidos deben llegar a un arreglo para colaborar?
—Claro, estamos de acuerdo con eso; en las Áreas Liberadas se aceptan niños de todos los partidos en nuestras escuelas, las escuelas Hariqat. Es muy bueno que los norteamericanos hayan puesto esa condición. Con todo, la ayuda que nos dan no basta. Ahora bien, si otros países pudiesen ayudarnos con la educación como hace Estados Unidos, quizás empezaríamos a ver la luz al final del túnel.
Todo refugiado debe estar inscrito en un partido para recibir raciones de comida. Esto significa que quienes no son miembros de un partido no están inscritos y se mueren de hambre, o deben ser alimentados por familiares que ya tienen poca comida. Para ponerlo más claro: algunas personas con mente independiente, que no quieren ser definidas por un partido, pueden morir de hambre o tener muchas dificultades para alimentarse y alimentar a sus hijos.
No todos los refugiados están en los campamentos. Pasamos un par de días visitando gente que ha encontrado algún agujero en la misma Peshawar. Construyen colmenas de casitas de barro en un solar o se acomodan de cualquier forma en las calles.
Pronto comenzaron los enredos y problemas que algunos veteranos daban por sentado —y con los que incluso parecían disfrutar— como parte inevitable de la Experiencia Peshawar. Puesto que las mujeres guerreras de Afganistán seguían eludiéndonos, pues no llegamos a tener noticias de ellas, decidimos filmar y entrevistar a mujeres instruidas. Un partido nos había asignado un joven para que nos cuidase y enseñase todo. (Había sido muyahid, pero lo enviaron aquí para que atendiese a las familias en el campamento). Aseguró que ninguno de nosotros tendría problemas, incluso León podría filmar a las mujeres. Salimos con él en busca de las calles indicadas. Cuando llegamos, todos nos quitamos los zapatos y nos sentamos intercambiando fórmulas de cortesía con varios hombres; luego a las tres mujeres nos llevaron a la zona de mujeres. Se trataba de dos habitaciones pequeñas con un pequeño patio; todo era pobre, limpio, frugal. Estaban amuebladas al estilo afgano, con cojines y colchones a lo largo de las paredes, y esteras en el suelo. Las paredes eran de ladrillo y encalado blanco. Había dos mujeres jóvenes y una mayor, y muchos niños, todos simpáticos, correteando alrededor, ansiosos por hablar. Uno se siente cohibido al conversar con los muyahidin, pues han convenido en presentarse siempre como intrépidos y heroicos, pero con las mujeres no sucede nada de eso. Enseguida te cuentan cómo ha ido todo, lo terrible, lo pavoroso, cuánto han sufrido, cuánto sufren ahora. Hablan entre sollozos, recuerdan todos los detalles que los periodistas ansían recabar y que son tan difíciles de oír de boca de los hombres.
Esta familia llegó hace cuatro años cruzando las montañas. Su pueblo, lleno de mujeres y de niños, fue bombardeado por los rusos; los hombres se habían ido a luchar. «En nuestro pueblo no quedó nada en pie —nos explican—; guardábamos nuestras provisiones en el sótano de la casa. Bajamos allí y nos salvamos, a pesar de que bombardearon nuestro hogar. Del pueblo salió un grupo de cien personas; siete eran de nuestra familia, incluyendo esta niña». Una preciosa criatura de unos nueve años, Nadala, dice que recuerda perfectamente aquella terrible jornada. «Había nieve y hielo, pero no agua, los niños tenían la lengua hinchada por la falta de agua. Tardamos dos semanas; los rusos nos bombardearon durante todo el camino, tiraban bombas de día y de noche. Esta chica —una de las jóvenes— iba a caballo con un crío en brazos, un aeroplano ruso pasó muy bajo y ella sintió que le corría sangre; era del bebé. Se cayó del caballo, el crío estaba muerto. Muchos tenían los pies congelados. De los cien que salimos solamente diez logramos cruzar las montañas y llegar a Pakistán. Ahora vivimos aquí. Los hombres vinieron por nosotras unas semanas más tarde. Luego, cuando vieron que estábamos bien, regresaron para combatir junto a los muyahidin».
Fue la mujer mayor quien nos relató todo; lloraba, reía, imitaba el ruido de los aviones, de los tanques, los disparos, las granadas. Rebosaba de vida y de rabia. Nos sentamos todas juntas, las mujeres con los niños, y nos entendimos perfectamente, como hacen las mujeres. Contábamos con una intérprete farsi, pero nos hubiéramos arreglado igual sin ella.
Habíamos dedicado suficiente tiempo a la cortesía, así que les preguntamos si podíamos filmarlas. Enseguida se notó el rechazo, la incomodidad. Las dos mujeres jóvenes dijeron que sus esposos no estaban y que eran ellos quienes debían dar la autorización. Una no escondió el temor que le inspiraba su marido. El mal momento pasó y seguimos charlando. Se quejaban de la estrechez de su vida actual, encerradas todas juntas después de haber tenido una vida espaciosa en el pueblo.
De repente aparecieron dos hombres, los maridos, y todo cambió. Uno era maestro de escuela y hablaba algo de inglés. Había luchado en el ejército afgano hasta que, poco tiempo atrás, desertó con cuatro mil soldados, que se llevaron consigo sus Kaláshnikov y seis tanques. Cientos de esos hombres vinieron a Peshawar. El otro individuo se convirtió para nosotros en el símbolo de las frustraciones de Peshawar, incluso de la Experiencia Peshawar misma. Era más bajito que la mayoría de los afganos, más menudo, con una apariencia sumamente tenebrosa, sospechosa, un bravucón. Era el marido temido. De pronto las mujeres habían desaparecido de la galería y estaban dentro, mirando por las ventanas, o preparando la comida en un cuchitril que hacía las veces de cocina, con la cara cubierta por el velo; bien al fondo. Los dos hombres habían ocupado su lugar, se sentaron con nosotras, con los niños sobre el regazo y los hombros; saltaba a la vista que eran muy buenos padres. Las dos mujeres jóvenes estaban embarazadas; ambas tenían niños de pecho, además de otros mayores. Estas mujeres, bellezas afganas, todas hinchadas y lechosas, rodeadas de criaturas, eran vulnerables, necesitaban protección; no costaba verlas con los ojos de los hombres. Presenciábamos una escena de vida familiar desaparecida hace tiempo de Occidente, perdida en el pasado gracias al control de la natalidad y a la liberación de la mujer. Ese hombre posesivo, carcelero, malhumorado, con los ojos enrojecidos, era con toda probabilidad tan buen marido como padre, al viejo estilo: locamente enamorado de su mujer, celoso, sexualmente apasionado, exigente, absorbente.
Nosotras, mujeres emancipadas, a veces tenemos momentos de debilidad y soñamos con…, bueno, en realidad con lo que soñamos es con un verdadero marido a la antigua. Por desgracia no se puede tener una parte sin la otra, hay que estar a las duras y a las maduras. Los amables compañeros que comparten nuestro estilo, nuestra vida, jamás serán como este policía enamorado (en verdad era policía, trabajaba en seguridad) y temido por su esposa. Nuestros hombres nunca rodean a sus mujeres con fiereza, enojo, necesidad hambrienta, y si acaso lo hacen no se les permite que dure mucho rato. «¿Quién te has creído que eres, Hitler?». En consecuencia, se sienten inseguros, a la deriva. Nunca han estado realmente comprometidos, no en lo profundo de sus instintos. Lo que estaba viendo allí, en esa galería, era el otro extremo de las experiencias de las mujeres occidentales: el marido sexualmente apasionado, y cuantos más hijos, mejor.
Era como mirar una cárcel pequeña, cálida.
Mientras yo me perdía en estos pensamientos, que serían considerados excéntricos tanto por los hombres como por las mujeres afganos que allí estaban, ellos seguían hablando de la yihad y de los rusos. ¿Nos dábamos cuenta de que los rusos habían matado, por lo menos, a un millón de civiles? Creían que el número sin duda era superior. ¿Nos dábamos cuenta de que las mujeres y los niños que estábamos viendo podían haber muerto? ¿Sabíamos que Pakistán albergaba a más de tres millones de refugiados, probablemente casi cuatro? ¿Y qué del millón, había quizá dos millones de refugiados en Irán? ¿Nos dábamos cuenta?
Ya que no habíamos podido filmar a las jóvenes, ¿podríamos quizá filmar a la señora mayor? ¿Por qué no? Accedieron generosamente.
Procedimos a explicarles en qué consistía la publicidad, «la imagen», la propaganda, la información. No entendieron nada, es algo ajeno a ellos por completo.
—¿Para qué quieren que lo contemos de nuevo? —preguntaba la señora con toda razón—. Se lo acabamos de contar.
—Queremos que la gente de Estados Unidos la vea contando su historia, porque no entienden lo que le ha pasado.
—Los rusos bombardearon nuestro pueblo, entonces nosotros vinimos cruzando las montañas y… —Hablaba mecánicamente.
De repente una de nosotras le pidió:
—Háblenos de su casa en Afganistán.
Entonces la señora rompió a llorar, se olvidó de la cámara y empezó un lamento que era casi un canto:
—Oh, Afganistán, mi querido Afganistán, cuánto añoro mi hogar, mi patria, mi gente, mi Afganistán.
Pienso en la ironía de que, entre toda la gente del mundo, precisamente los rusos tendrían que entender eso de «añoro mi patria», pues son ellos quienes no paran de hablar de su patria, su rodina.
El maestro juega con un niño que tiene un rudo Kaláshnikov de madera. Dispara con él, ¡ta-ta-ta-ta-ta!, y grita «¡libertad y muerte!» siguiendo las indicaciones de su padre.
—Mientras haya rusos pelearemos —afirman los hombres y la señora y los niños, por si todavía no nos hemos dado por enteradas.
León no pudo entrar para filmar a esta familia. Mientras tanto estuvo hablando en la habitación exterior con dos jóvenes que habían estudiado en Kabul pero no conseguían una plaza en la universidad en Pakistán. «Ahora tenemos mucho tiempo libre, como puedes ver estamos ociosos», decían entre risas. Son hermanos de una doctora joven que trabaja en una clínica donde se atiende a mujeres y niños refugiados. Es ella quien mantiene a toda la familia. Y ¿qué pasó con el jovencito que había asegurado que no habría «ningún problema» en que filmásemos a las mujeres? Simplemente desapareció.
Nosotras, las mujeres, entramos en la habitación de la doctora. Me recuerda los tiempos en que fui pobre. Es una estancia sencilla, encalada, con el suelo cubierto de esteras de colores bonitas y baratas, fotos de revistas pegadas en las paredes y una colcha brillante. Contra las paredes hay jergones en los que nos sentamos con las piernas cruzadas, postura cómoda para todas menos para mí. No sé cómo lo hacen. En la habitación reina un calor húmedo. Su padre era el director de una fábrica de artículos de lana en Kabul y ayudaba en secreto a los muyahidin. Los empleados se enteraron de que los comunistas planeaban encerrarle en la cárcel y se lo advirtieron. Huyó con toda su familia. «Así pues, vinimos cruzando las montañas, bombardeados por los rusos».
La madre era contable, había trabajado en Estados Unidos. Todos conocían otros países. La doctora nos cuenta que en Kabul era libre, llevaba vestidos occidentales, estudiaba y trabajaba. Ahora está en el purdá, tiene que llevar velo hasta para asomarse a la puerta. Ni siquiera puede ir a la biblioteca para buscar libros, sus hermanos tienen que traérselos. De noche, leer es el único entretenimiento. «¿Qué otra cosa podemos hacer?» El severo espíritu puritano de Pakistán me había afectado tan profundamente que cuando me oí decir: «¿No hay cafés o restaurantes, o quizás algún teatro donde puedas ir?», me sentí como si le preguntase: «¿Nunca vas a los burdeles?». Su sonrisa puso de manifiesto que se daba cuenta de la ridiculez de la pregunta, así como de que yo también era consciente de que resultaba ridícula.
Un campamento de refugiados consiste típicamente en un laberinto de habitaciones pequeñas que se comunican entre sí a veces, si hay suerte, mediante un exiguo patio. Por lo general las paredes son de adobe, en ocasiones están encaladas. O bien se compone de cientos de tiendas de campaña, cada una rodeada por un bajo muro de barro. Según las pautas de configuración del purdá, debe haber una habitación exterior para los hombres donde las mujeres no pueden entrar cuando hay visitantes masculinos; cuando se puede, esas pautas se cumplen. Las habitaciones son minúsculas, sólo caben los jergones alrededor de la pared y algunos estantes para la comida y las escasas pertenencias. Es la pobreza más absoluta. Siempre hay muchos niños. Aquí las mujeres hacen malabarismos para apañárselas con las magras raciones que reparten los partidos. Sus maridos están luchando y vienen a visitarlas cuando pueden.
Algunas veces una familia o un grupo de familias cuenta con un hombre que vela por ellas. En otras ocasiones, Massud, Hakkani u otros comandantes han ordenado a un muyahid abandonar el combate para encargarse de los suyos.
Las familias no son tan sólo pasivos receptores de ayuda y comida. Peshawar está lleno de afganos que han creado toda suerte de pequeños negocios.
Venden comida en los mercados viejos de Peshawar, así como productos afganos en general; perchas, alfombras, artículos de bronce, ropas y tristes recuerdos de los soldados rusos muertos: sombreros de piel, gorras, prendedores con la estrella roja, cinturones, cualquier cosa. Todas estas mercancías llegan continuamente de Afganistán a lomos de caballos y burros, junto con las cartas y noticias de casa. Es un tráfico continuo. Si los afganos fuesen menos emprendedores, ¿quizá los paquistaníes se sentirían menos molestos? Los paquistaníes se quejan de que los afganos les quitan los empleos. Estos argumentan: «No os estamos quitando el empleo, nosotros montamos nuestros propios negocios». De hecho, los campamentos están llenos de pequeñas empresas.
Oí a dos afganos de clase media que de alguna manera sobreviven en Peshawar intercambiar opiniones sobre por qué Occidente es reacio a ayudar a los refugiados.
«Creo que es porque nos negamos a mostramos indefensos —afirma uno—. Occidente reacciona ante un niño que se muere de hambre, sobre todo si es negro, pero supón que ves una escena como ésta en televisión: un afgano que está combatiendo con los muyahidin resulta herido, no puede seguir luchando. Se pone a vender buñuelos al lado de la carretera por donde pasan los muyahidin cuando visitan a sus familias en los campamentos. Su esposa y siete hijos también están en el campamento. Trabaja de sol a sol pero apenas gana lo suficiente para que sus hijos no se mueran de hambre; sin embargo están mal alimentados, no tienen abrigo ni van a la escuela. ¿Crees que la gente reaccionaría ante esta historia?»
«No —responde el otro—. Es una cuestión de condicionamiento. Están condicionados para responder ante el niño negro, no ante nosotros».
Pregunté a un amigo paquistaní si pensaba que a largo plazo esta invasión de empresas y energía afganas podría beneficiar a Pakistán. Generalmente, cuando un país acepta refugiados, al cabo de un par de generaciones resultan evidentes los efectos beneficiosos. Me respondió que Pakistán tenía demasiados problemas como para sacar provecho de otro más. Cuando planteé la misma pregunta a algunos norteamericanos y otras personas, coincidieron en que a Pakistán no le vendría mal una infusión de energía y fortaleza afganas.
Tres millones, se dice pronto; tres, cuatro millones de refugiados, pero hasta que ves los kilómetros y kilómetros de campamentos de refugiados no te das cuenta de lo que en verdad significa, multitud de cubículos de barro o en su defecto chozas, enjambres de niños, la mayoría sin educación; todas las mujeres encerradas juntas; una sanidad inadecuada; agua insuficiente. Y los refugiados siguen llegando de Afganistán por miles, por cientos de miles. Un doctor estadounidense decía:
—Los rusos no estarán contentos hasta haber sacado a todos los afganos de Afganistán. Es lo que quieren, un país vacío para colonizarlo y explotarlo sin oposición. Saben que mientras haya afganos vivos dentro del país, tendrán que luchar contra ellos.
—Sí, pero mientras haya afganos fuera del país también tendrán que luchar con ellos.
—Por eso tratan de conseguir que cierren las fronteras.
Casi todo el tránsito —combatientes, su equipo, sus animales, productos para los mercados, periodistas, espías y aldeanos— pasa a través de las tierras de los pastunes. Éstos nunca han sido devotos de ningún gobierno. No quieren a Pakistán ni a Kabul ni a los rusos. Su historia es antigua y sorprendente; dicen ser Beni Israel, descendientes de una de las diez tribus de Israel, llevados a Afganistán hace mucho tiempo por Nabucodonosor. En resumidas cuentas, son judíos. Llevan nombres del Antiguo Testamento; hay tumbas antiguas con inscripciones en hebreo; mantienen algunas costumbres judías. Este pueblo tiene fama de ser rudo e intransigente incluso entre los afganos. Se negaron a cooperar con los rusos para derrotar a les muyahidin, pero ahora los rusos emplean una política muy inteligente para atraerlos. Los pastunes creen que les han robado sus tierras, se sienten confinados en un área muy pequeña. Los rusos les ofrecen tierras a cambio de que se retiren de la frontera o, si prefieren quedarse, les dan dinero para que se nieguen a ayudar a los muyahidin. Estas presiones funcionan, hasta cierto punto. ¿Tendrán éxito? De ser así, cerrarán a los muyahidin una de las entradas a Afganistán desde Pakistán, quizá la más importante. Sin embargo, los pastunes no mantienen su fidelidad por un soborno, como demuestra la historia; siempre han tomado el dinero sin importar quién lo ofrezca y luego buscan su propio interés. Odian a los rusos y ésa es la esperanza de los muyahidin.
Los cuatro fuimos al barrio donde viven los afganos no inscritos, escoltados por nuestro policía particular, quien había dejado claro que no podíamos ir allí sin él. ¿Con qué derecho? ¿Quién lo había dicho? Nunca supimos. Según los experimentados, era una especie de mentor que debíamos tener. Quizá pensamos que pasaríamos inadvertidos; tres mujeres, una británica (de la antigua Rodesia del Sur y nacida en Irán, pero obviemos el detalle), una tejana y una chica afgana nacida en Inglaterra, además de un cineasta sueco, nada fuera de lo común en Occidente, donde las gentes se mezclan y confunden, se mueven por todas partes, pero para las autoridades éramos algo imposible. ¿Qué estábamos haciendo? Bueno, dijimos, trabajamos para Afghan Relief y queremos ver las… Pero ¿por qué juntos? Porque somos amigos. ¡Pero, pero, pero! «Estaréis mucho mejor con vuestro policía, no es tan malo como creéis, podría ser mucho peor».
Cada callejón, cada trozo de tierra, cada casa presenta a ambos lados un canal no muy profundo con agua, con aguas residuales, todo lo que un hogar desecha. El olor es fuerte. Nancy Sheils, acostumbrada al sur de India, dice que la evacuación moderna de aguas residuales es una superstición occidental y que millones de personas se las arreglan muy bien sin ella. Yo le dije que antes de que Inglaterra tuviese alcantarillado la gente moría de cólera, tifus, disentería, y que no estaba dispuesta a dejarme convencer y mostrarme tolerante con unas zanjas llenas de mierda. Sin embargo, noté que en mi segunda visita a la zona apenas reparé en cosas que en la primera me habían llamado la atención.
Cerca de las habitaciones que visitamos, apretujado entre personas de todas las edades, vivía un qazi, o juez religioso, y su familia. Había sido algo así como un magistrado, pero ahora trabaja de portero. Una mujer, su cuñada, es pariente del Daud que invitó a los rusos a Afganistán. No quisimos preguntarle qué pensaba ahora de su distinguido familiar. Nadie, ni las jóvenes ni las viejas ni los niños ni el qazi, quería dejamos ir, algunos hablaban inglés y nos contaban lo desesperados que estaban por un momento de sociabilidad que rompiese su aburrida monotonía en esos cubículos donde vivían hacinados, en esos laberintos de calles. Y las mujeres por supuesto, oprimidas por el purdá.
Era gente que en Afganistán había tenido casas, jardines, una buena vida.
Luego, sin previo aviso, nos llevaron a un lugar polvoriento entre tres paredes de ladrillo donde habían montado una tienda. En el interior de ésta había una mujer, con la cara cubierta, por supuesto, un hombre que se veía sombrío y muy desesperado, un niño de cinco o seis años que se aburría sin nada que hacer. Había un bebé envuelto como una larva en una malla antimosquitos; acababa de despertar, parecía bastante saludable y normal. Otra criatura falleció «cuando veníamos por las montañas», había otro niño un año mayor que el bebé pero del mismo tamaño, estaba acostado boca abajo, tan quieto que pensamos que estaba muerto o agonizante. Algo andaba muy mal. La familia no estaba inscrita para la comida; el hombre ganaba unas pocas rupias por semana trabajando como porteador en el mercado. El interior de la tienda era bochornoso, el aire polvoriento. Pronto sería frío y polvoriento, pero era ahí donde pasarían el invierno. Justo donde están ahora.
Las callejuelas por donde anduvimos estaban llenas de afganos charlando. Toda el área está llena de afganos. Puestos de venta de frutas y verduras. La mayoría de los hombres eran muyahidin de visita entre una batalla y otra. Después nos llevaron a una habitación que se me antojó lujosa, hasta que me di cuenta de cuánto habían cambiado mis criterios de valoración en tan sólo un par de días. Era una estancia de tamaño decente y techo alto, con las paredes realmente blancas. En el suelo había una alfombra afgana de verdad. Encima de los colchones que bordeaban las paredes había tapetes y cojines, y en la cama una colcha de lana de muchos colores. En el techo giraban las aspas de un ventilador. Sobre todo destacaba, en una esquina, una nevera, la primera que veía. Luego pensé que en Inglaterra, y seguro que en Estados Unidos también, esa nevera sería considerada demasiado vieja incluso para una mala tienda de artículos de segunda mano. Fue la mejor habitación que vimos; sus habitantes eran profesores y tenían trabajo.
Un comandante de Paghman nos visitó varías veces. Pertenece a otro partido y es de bajo rango comparado con el que organiza campañas completas. Era hijo de un campesino. Como era un chico listo, entró en el ejército, donde se distinguió antes de la Catástrofe. Ahora tiene algunos cientos de hombres a su mando. La primera noche acababa de llegar de batallar en Paghman y estaba eufórico, locuaz, incansable, jactancioso. Al día siguiente, una vez descargada la adrenalina, era un hombre sobrio y se sentía muy cansado, dijo que sufría el «shock de la batalla»; no pudo dormir, pues pasó la noche viendo rusos en su mente y tenía que estar despierto para matarlos. Había luchado contra los rusos durante siete años. Tres días atrás habían matado a ochenta y herido a ochocientos. Los rusos llevaban siete años tratando de sitiar Paghman. Lo que antes fue el Paraíso de Afganistán, lleno de huertos, jardines, campos, pueblos, sistemas de riego, con medio millón de habitantes, ahora es un desierto; uno jamás creería que haya habido jardines y mucha agua y flores allí. Las bombas rusas han llegado tan hondo que han perforado las capas freáticas a diez metros de profundidad. El castillo de Paghman todavía custodia la entrada al valle. Ése fue su punto fuerte para atacar Kabul tiempo atrás. Ahora los rusos controlan un cinturón de cinco kilómetros alrededor de Kabul, pero sólo durante el día. «Somos nosotros —explica— quienes decidimos lo que pasa dentro y fuera de Kabul. Por ejemplo, el último Primero de Mayo los rusos anunciaron una celebración, ya sabes, su celebración del Día Internacional del Trabajador, y nosotros decidimos acompañarlos. Apostamos dos grupos de hombres cerca del castillo en un estrecho desfiladero y permanecimos a la espera en las proximidades de un puesto ruso. Por lo que nos habían dicho nuestros informantes, sabíamos que por ahí pasarían dos convoyes militares. No fue sino hasta las cuatro de la tarde cuando por fin aparecieron. Los dejamos hechos trizas. Nuestros hombres descendieron hacia los convoyes; llevaban incluso hachas y barrotes, pues los rusos no aguantan ese tipo de lucha. Capturamos varios Kaláshnikov y DSHK, y camiones blindados para llevar personal. No teníamos dónde guardar tanta cosa, así que lo rociamos con gasolina y le prendimos fuego; las explosiones se vieron desde todo Kabul. Ésa fue nuestra contribución al Primero de Mayo. Fue un ataque muy famoso, podéis verificarlo si queréis. Os lo digo porque nos acusan de exagerados. No es cierto, hay batallas todo el tiempo y nadie se entera, excepto los rusos, y ellos saben muy bien que no exageramos».
En otra visita, con otro grupo distinto de hombres, nos contó: «Los rusos emplean métodos que son incongruentes con sus pretensiones políticas. Al principio algunos se dejaron seducir por su oratoria, pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora no debe de haber más de dos mil comunistas en todo el país, y algunos están fingiendo; no tienen más remedio. Los rusos dan empleo a gente que les obedezca, en la que puedan confiar, o en la que crean que pueden confiar. Eso es imperialismo clásico. Luego hacen tratos con los familiares de sus trabajadores, o los secuestran y amenazan con torturarles si los empleados no les siguen el juego. Esto da oportunidades a la Resistencia. Son gente con la que se puede contar para que trabajen descuidadamente o cierren los ojos ante algo, para que corran un riesgo. En verdad no son colaboracionistas. Han aprendido de los rusos, que son unos corruptos, cómo burlar el sistema y son mucho más útiles donde están que si hubiesen huido. Lo primero que hacen los rusos es formar una red de colaboradores. Otro método incoherente con sus pretensiones: en lugar de colectivizar la tierra, como aseguran hacer, han creado una cantidad de pequeños capitalistas. Si una persona tiene veinte hectáreas, los rusos le quitan quince y le dejan cinco. Luego dicen: “Si te portas bien y no colaboras con los muyahidin, podrás conservar tus cinco hectáreas”. Con las otras quince consiguen otros tres pequeños capitalistas, controlados de la misma forma. En los pueblos utilizan otra política. Si alguien tiene cincuenta mil afganis, le dejan diez mil, le quitan cuarenta mil y se los dan a otras personas que espiarán para ellos. Ambicionan tener un control autofinanciado de nuestro país. Cuando llegan a una ciudad, escogen las mejores casas, desalojan a los propietarios y se las dan a sus soplones con el propósito de crear una elite servil. Sin embargo, nosotros sabemos quiénes son los verdaderos soplones, no ellos, leñemos tanta gente trabajando para nosotros en su red que siempre sabemos qué hacen y qué piensan hacer. Es así como gente con tan pocas armas y tan pocas municiones consigue tan buenos resultados». Este hombre hablaba con gran admiración de Massud, que es de otro partido: «Massud ha recuperado las minas de esmeraldas de las manos rusas. Sus agentes están comprando armas en los mercados internacionales, ya tiene reparados y listos para usar dieciocho helicópteros y trece aviones de reacción que quitaron a los rusos, dispone de seiscientos tanques… ahora debe de tener más. Tiene donde guardarlos, no como nosotros, que capturamos sesenta tanques cerca del castillo de Paghman y tuvimos que quemarlos». (Las montañas están llenas de escondites; cuevas y fortalezas naturales que los comandantes muyahidin usan como cuarteles generales. No sólo los muyahidin las utilizan. Un ejército de turcomanos sigue combatiendo contra los rusos décadas después de que éstos conquistaran su país. Tienen una «ciudad de juncos» en un juncar cerca de la frontera rusa, y allí cuentan con un ejército, armas, hasta hospitales y bibliotecas. Ahora han trasladado ese cuartel central a otro lugar).
Este comandante nos comentó que el KHAD iba tras él, pero no se le permitía llevar pistola en Pakistán: «El KGB tiene influencia aquí, donde uno no lo esperaría; por eso no se me permite ir armado».
Mientras hacíamos estas visitas, nosotros cinco nos alojábamos en el hotel Dean, que debe de ser único en su especie en todo el mundo. Erigido bajo el imperio, consiste en un área grande con construcciones de una sola planta dispersas entre jardines y árboles. En las habitaciones hace mucho calor y están mal ventiladas, aunque me despertaba en medio de la noche aterida de frío; el aire del forzado ventilador me había secado el sudor sobre la piel.
Luego no lograba conciliar el sueño a causa del ruido. Los ventiladores chirriaban. El aire acondicionado zumbaba y su maquinaria emitía sin cesar golpes secos. Parecía que las habitaciones fuesen un barco que chapoteaba en un río, chap-chap, chap-chap. Con todo en movimiento, las cortinas, los bordes de las fundas de las sillas, la ropa colgada en su respaldo, se hacía más intensa la sensación. Si me hubiese asomado a la ventana, habría visto el agua serpentear en medio de una jungla. Encima de nuestras cinco habitaciones en línea había un espacio vado, supongo que serían las buhardillas. De ahí llegaban unos ruidos sorprendentes, demasiado estruendosos para ser ratas. Quizá los pájaros habían tomado el lugar, o incluso animales pequeños. La sensación de estar acompañada y de sentirme incluso observada era muy intensa. Si miraba alguna rendija estaba segura de que vería ojos, y no forzosamente de animales. Sin embargo, cuando en verdad me asomé a la ventana, todas las fantasías se desvanecieron; sólo había jardines llenos de sombras, árboles, arbustos, pálidas estrellas, grupos de habitaciones con la luz apagada, y el vigilante nocturno haciendo su ronda.
No quiero criticar este hotel tan especial por temor a que lo destruyan y levanten uno de esos insípidos monstruos internacionales. Vaya este cuento a modo de ambientación: como de costumbre, no conseguía dormir por la falta de ventilación y daba vueltas en mi habitación a las cuatro de la madrugada cuando oí una fuerte detonación. ¿Un disparo? El hotel acoge a vendedores de armamento, traficantes de droga, ladrones, espías, delincuentes de todo tipo, al igual que periodistas, trabajadores sociales y turistas normales. En el momento no hice nada, pero a los cinco minutos me asomé; no había nadie en la galería ni en los jardines, todo estaba en calma, las ventanas de las habitaciones estaban oscuras. Al poco rato sonaron unos golpes en mi puerta. Tampoco abrí enseguida y cuando lo hice no había nadie. Media hora después oí una serie de ruidos difíciles de definir. No era la clase de ruidos que cabe esperar en un hotel respetable a las cuatro y media de la madrugada, digamos en el Tunbridge Wells. ¿Voces? No. Era más bien como si estuviesen arrastrando o empujando algo pesado. Me levanté para mirar; no se veía nada. Poco a poco llegó la mañana. Dos muyahidin salieron de una habitación cercana. Se echaron sus mantas al hombro y se perdieron en el amanecer. El vigilante del hotel les acompañó hasta la puerta. Partiendo de esta serie de acontecimientos podrían crearse varios cuentos.
De más está decir que en los hoteles los taxistas que esperan clientes a la puerta, los camareros, los recepcionistas, todos son policías.
Más o menos a los tres días de estar allí te das cuenta de que te has convertido en un ser sospechoso de una manera que en cualquier otra parte resultaría cómica. Lo primero que piensas al ver a alguien es: «¿Para quién trabajas?». ¿Paranoia? ¡En absoluto! Equipo esencial de supervivencia.
Todo el lugar está lleno de intrigas, sucesos misteriosos, espías. Personajes tan obviamente sospechosos que un novelista sólo los utilizaría en una sátira o en una parodia. Se acercan con aire inocente para plantear preguntas capciosas como si tal cosa, para explicar por qué están en Pakistán o en Peshawar, por qué se han sentido impulsados a visitarte en tu habitación o a acompañarte a la mesa, le entran ganas de reír a carcajadas, mirarles para que ellos también se rían… Pero no, las reglas del juego lo prohíben; la solemnidad se impone. Luego desaparecen, supuestamente con la intención de redactar un informe para alguien. Ésta es una parte esencial de la Experiencia Peshawar y significa que te han enseñado una muestra de esa sórdida y peligrosa comedia negra que estoy segura no se da en ninguna otra parte.
Debo señalar que si bien la situación de Afganistán resulta fácilmente comprensible, por muy trágica y complicada que pueda ser, Pakistán en cambio es un cúmulo de contradicciones a las que no acerté a encontrar sentido. Los cuatro periódicos en inglés que leíamos cada mañana mientras tomábamos el desayuno bajo los árboles, observados por los gatos del hotel, los cuervos y una especie de buitres, pintaban un país lleno de manifestaciones y crisis. Todas las ediciones incluyen artículos desesperados sobre el estado de la nación, pero lo que leíamos en los diarios no reflejaba lo que veíamos en la gente ni en la vida cotidiana. La característica de los paquistaníes parece ser una indolencia amable e imperturbable. Y su encanto. Todos son encantadores. El encanto rezuma en los amigables ojos pardos, en la sonrisa, en la cara. El encanto es la cualidad que abre el camino a mil transacciones que de otra manera no podrían llevarse a cabo. Cuando crees que no hay esperanza para tal permiso, ese billete de avión o una cita, el encanto acude en tu ayuda. Tienen reservas inagotables de amabilidad. ¡Un país de gente encantadora! ¿Cómo es posible una cosa así? Cuando regresé a Inglaterra, las preguntas que planteé a mis amigos paquistaníes suscitaron algún que otro comentario cínico, pero prefiero mantenerme en la ignorancia. Después de todo, no fui a analizar Pakistán.
Aun así, por donde pasaba preguntaba por la señorita Bhutto. Uno creería que en un país donde el velo de las mujeres es un asunto tan importante alguien diría: «¡Pero si es una mujer!». Pues no. «Es demasiado joven», dicen. «Zia es un zorro viejo demasiado astuto para ella». «No es más que una agente soviética». «Será parte importante de la oposición cuando crezca». Mas nunca «Pero si es una mujer».
Disponíamos de mucho tiempo para holgazanear bajo los árboles o sentamos en la hierba por la noche a contemplar la luna. Nos sentábamos, ociosos. Nos sentábamos. Así es como funcionan las cosas en Pakistán, lenta, impredecible, exasperantemente. Se concierta una cita, no se cancela, pero simplemente no se realiza. La gente no llega a la hora señalada, o ni siquiera aparece. Complicadas secuencias de acontecimientos planeados a la manera occidental, lo que significa que con toda seguridad sucederán, ni siquiera empiezan. Después de tres o cuatro días, por las noches decíamos: «¿Y qué imaginamos que ocurrirá mañana?». 'Iodos los veteranos que conocimos, los médicos occidentales que instruyen a los afganos, los empleados de los hospitales, los trabajadores sociales, todos han desarrollado un humor a la defensiva, una especie de protección contra la histeria. «Aquí la burocracia es así;…», dicen.
No me gustaría tener que soportarlo por mucho tiempo.
Quizá lo más frustrante era la dificultad para conseguir que los hombres nos contaran las cosas con tanto detalle y viveza como las mujeres. Esto define una diferencia entre ellos y nosotras que no es necesariamente un halago para nosotras, para quienes todo tiene que ser personalizado. Conservo las anotaciones de una conversación con un comandante muyahid. Habíamos pasado toda la tarde conversando sobre —no podía ser de otra manera— por qué Occidente no les ayuda; sobre los rusos; sobre las diferentes características nacionales de varios países occidentales. (Por ejemplo, los franceses: histéricos y emocionales, aunque han hecho mucho por ayudamos; los norteamericanos: comerciantes, pero sin el menor concepto de sus verdaderos intereses a largo plazo; los ingleses: mitad imperialistas, mitad comerciantes; los suecos: muy sinceros y trabajadores; los rusos; todos irnos imperialistas). En medio del conocido discurso sobre la arrogancia de los mulás comentó algo que dejaba entrever una extraordinaria experiencia personal. De ahí resultó esta conversación:
—¿Así que simplemente dejaste el ejército afgano para unirte a los muyahidin?
—Sí.
—¿Cómo lo hiciste?
—Bueno, no era fácil decidir el momento oportuno porque nos vigilaban todo el tiempo, de modo que cuando pudimos, nos fuimos.
—Sí, pero exactamente, ¿qué pasó?
—Cogimos unos tanques y nos largamos.
—Debes entender que a la gente en Occidente le fascinaría conocer esta historia.
—Te lo estamos contando. Diles que muchos afganos dejan el ejército afgano para ir a luchar con los muyahidin.
—Sí, sí, ya lo sé pero, por favor, dime exactamente qué ocurrió.
—¿Qué quieres saber?
—¿Era de noche cuando os luisteis?
—¿Qué? Claro que era de noche. Nosotros luchamos de noche, de modo que los rusos también tienen que hacerlo. Decimos que si no tenemos sueño, pues entonces los rusos tampoco pueden dormir.
—¿Y esa noche en particular?
—Habíamos enviado un mensajero a los muyahidin para informarles de que queríamos unimos a ellos. Estaba previsto lanzar un ataque a sus posiciones, así que les avisamos. Nos respondieron con otro mensaje en el que nos indicaban que fingiéramos atacarles y luego nos quedásemos allí, y eso fue lo que hicimos.
—Suena muy fácil.
—Fue fácil; para eso lo planeamos.
—¿Murió alguien?
—Sí, muchos rusos; de los nuestros no tantos.
—Has dicho que intercambiasteis mensajes con los muyahidin, ¿cómo sucedió?
—Hay tanta gente en el ejército afgano trabajando para los muyahidin que siempre sabemos lo que hacen y viceversa.
—Dices que algunos de los vuestros murieron.
—Sí.
—¿Hubo heridos?
—A mí me hirieron en el brazo. Al que estaba a mi lado lo mataron.
—¿Y entonces?
—Vine a un hospital para muyahidin en Peshawar y al cabo de unas semanas regresé para luchar con los muyahidin cerca de Kabul.
Hay personas que se marchan de Peshawar pensando que escapan de «una noche en Casablanca».
En mi caso, estaba contenta si el tráfico no acababa con mi vida. Habiendo crecido en Rodesia, donde los límites de velocidad y las leyes de tráfico se consideraban ataques a la libertad personal, pensaba que lo había visto todo. Cuando cae el sol, las calles se llenan con un millón de bicicletas, todas sin luces. En Salisbury pusieron el primer semáforo (acompañado de aplausos sarcásticos) al final de la Segunda Guerra Mundial. El tráfico de Peshawar es como la hora punta en París, pero cuatro veces peor; además se complica con la presencia de carros tirados por caballos, o burros, vacas y bueyes paseándose por las calles. Las bicis, a menudo con varias personas encima, casi nunca llevan luces. Hay coches de todo tipo, y los autocares de la región parecen latas enormes decoradas con frases, fotos de estrellas de cine, citas del Corán. Hay que mencionar asimismo la peculiar contribución del subcontinente a la movilidad internacional; motocicletas convertidas en minitaxis que, aunque no deberían, llevan hasta cinco personas y te dejan los huesos hechos gelatina. Todos conducen aferrados al claxon, como si confiasen más en los sonidos que en la vista. Hasta el viaje más corto es una secuencia de conatos de choques, «pero se adquiere un sexto sentido», dice un amigo paquistaní con tono alegre virando y conduciendo a toda velocidad bajo las narices de las bestias y las máquinas. Simplemente optas por no mirar, es mejor no ver la muerte venir. En cada ciudad te sientes envuelto por su característica principal; después de unos días en Peshawar sentía que el mundo entero era una peligrosa red de calles en una nebulosa de humo y polvo; polvo por doquier, mezclado con el olor de la gasolina y el gasóleo que te taponan las fosas nasales, te ensucian la piel y el pelo.
En los jardines del hotel Dean, el polvoriento tráfico quedaba al otro lado del seto, que sin embargo no protegía del alboroto. La niebla tóxica apagaba las estrellas; sólo las más brillantes lucían a través de ella, no se trataba del resplandor denso y bajo que cabe esperar del cielo de una noche meridional, que, tan pronto como el sol desaparece, hace insignificantes los asuntos humanos. Al contrario, la humanidad se impone con las luces polvorientas de la ciudad, se ven destellos rojos y amarillos en el cielo oscuro y piensas que son fuegos artificiales, pero luego te das cuenta de que las bengalas salen del valle de Parachinar, donde debe de haber algún «incidente» en curso. Entonces te sientas a ver si hay más bengalas o disparos. Hay polvo en las estrellas, polvo en los arbustos y en las galerías, polvo de los coches que entran y salen del hotel, polvo en el sudor que exige varias duchas al día para sacárselo de encima.
Un paisaje polvoriento, un paisaje de tierra, tal como lo vi al aterrizar; ahora me rodeaba.
Sin embargo eso fue antes de que saliéramos a pasear; después de unos días de largas esperas con intervalos de prisas, que era lo único que hacíamos, supe que necesitaba caminar. Nancy Sheils (otra andariega) y yo nos citamos a las cinco y media de la madrugada y salimos a la calle todavía desierta.
Fue la única manera de ver la cantidad de árboles que había por todas partes, pero fuimos en la dirección equivocada. Al cabo de un rato caminábamos a lo largo de un canal ancho y pestilente. Nos dimos por vencidas. Al día siguiente nos dirigimos hacia el otro lado y llegamos a los campamentos construidos por los ingleses para el personal de su ejército y, por supuesto, no había ningún canal de aguas residuales a la vista. ¿Adónde van entonces esas aguas? Mejor no saberlo. Allí todas las casas eran agradables, con jardines y patios especiales para tomar el té y sentarse a pasar el tiempo; cuando visitamos una por dentro, imaginé a la típica familia inglesa, similar a la mía. La señora de la casa como mi madre, protestando todo el tiempo por el polvo, el calor, las moscas y, claro está, las malas condiciones sanitarias. En Kermanshah, donde nací, mi madre solía decir: «Los criados han arrojado el agua sucia esta mañana temprano y a mediodía ya estaba seco, no sé adónde ha ido a parar». Donde había acabado, naturalmente, era en el polvo que el viento esparcía por todo el paisaje. No cuesta imaginar cómo estas esposas, una vez terminadas las labores domésticas, hablaban de Peshawar; por un lado, aliviadas porque el calor y su solitaria batalla contra el polvo había terminado y, por otro, atormentadas por la vida en la que no se permitían participar; la vida real de sus criados o de los soldados que sus maridos dirigían. Su contacto con ellos era estrictamente oficial; jamás se relacionaba con sus familias, con el indio común y corriente. (En ese tiempo todavía formaba parte de la India, no de Pakistán). En la casa donde tomamos el té había una sala grande y umbría llena de fotografías, dominada por el ventilador que giraba lentamente; de la pared colgaba la piel de un tigre que había devorado a varios hombres y cuya caza nos contaron en detalle. Alfombras de Pakistán y Afganistán, toda suerte de adoraos, visillos de encaje. Había un criado, muy observador, a cargo de todo; nos ofrecía pasteles y más pasteles, patatas fritas con salsa de tomate y deliciosas fintas en rodajas, y su mirada censuradora me hada recordar a mi madre cuando decía entre risas: «Le aseguro que tengo que cuidarme de no meter la pata con los criados de la casa. Si me paso de la raya, enseguida me lo hacen saber. Tuve que aprender a contenerme ante ellos». Las casas son ahora propiedad de paquistaníes acomodados, pero los fantasmas del imperio aún rondan por ahí. Nuestro anfitrión había estado en el ejército británico en las dos guerras mundiales. Sigue siendo todo un soldado, vive pendiente de las noticias de la lucha en Afganistán y critica o alaba las acciones según el caso. En verdad le gustaría mucho estar allí.
Hay barrios con viviendas preciosas, árboles, jardines; Peshawar está muy extendido sobre la planicie, aunque no muy densamente. Cuando buscas una dirección, en un momento te encuentras en una calle llena de grandes casas con puertas muy bonitas, para enseguida pasar a un pequeño campo de maíz, con cabras que escarban en la basura. Doblas la esquina, y estás de nuevo en la zona residencial.
En Peshawar nunca olvidas que los edificios tienen una vida corta, como las personas. No es sólo el contraste con la solidez de Londres, donde están tan profundamente enraizados en la tierra que te dan la sensación de continuidad; en el sur de África he visto docenas de ciudades, pueblos, aldeas asentados de forma superficial en el suelo, y sin embargo no dan esa sensación de temporalidad. Gracias a Dios, sólo hay unos pocos edificios modernos y altos en Peshawar, y son tan horrorosos como en cualquier otro lugar. Las construcciones nuevas tienden a copiar las antiguas, de manera que una escuela recién erigida tiene dos o tres pisos y posee una elegancia diáfana gracias al uso de los arcos y las decoraciones de los mongoles. Cualquier edificio nuevo puede parecer atacado por el tiempo, pues enseguida aparece una mancha oscura en la parte baja de las paredes blancas, como si la tierra subiese para reclamar lo que le pertenece. Todo, no sólo las patéticas colmenas de barro de los refugiados, parece provisional, transitorio, apenas levantado o a punto de venirse abajo. Ése es el encanto del lugar, lo fascinante; «polvo eres, y en polvo te convertirás», ése es el mensaje de este paisaje, este paraíso de los conservacionistas, de los ecologistas.
Visitamos a la familia de un comandante muyahid con quien habíamos trabado amistad. Al principio la ruta recorría las calles típicas de Peshawar, con esas edificaciones de ladrillo o barro, livianas, agradables, encaladas o no, algunas manchadas, desconchadas o agrietadas. Los mercados de Peshawar son exactamente lo que uno espera de un mercado oriental medieval: laberintos de callejuelas con patios y tenderetes, y todas las carreteras que salen de Peshawar están jalonadas de montones de estos puestos de venta a los lados. Son de barro, o de barro y paja, y su techo está hecho a base de juncos, ramas viejas, plantas de maíz apiladas o amontonadas sobre juncos o sobre un par de palos; algunos tienen un montículo de barro arenoso, y sobre ese suelo han crecido hierbas y maleza. En los puestos se venden frutas, verduras, carne, toda clase de mercancías, y los hombres, muchos de ellos afganos, se sientan delante, o bien se recuestan en camas confeccionadas de cuerdas y palos, a ver el mundo pasar. Algunas veces se reúnen en grupos y se sientan a charlar y a contemplar los coches y el tráfico, el tráfico asesino de Peshawar. Pronto los lados de la carretera se colman de muyahidin, muchos de ellos armados, pues ya no están en la ciudad. Hay cientos, luego miles, más tarde parece que toda esa masa de gente son muyahidin. Ocasionalmente entre los hombres se mueve alguna mujer. Hay que estar atento para distinguirla: su atuendo, al igual que su andar, la hace invisible. Es curioso, pero una mujer con burka tiene un modo de caminar más libre, más informal, que otra con velo. El burka cubre de la cabeza a los pies; se ciñe a la cabeza, tiene una rejilla para los ojos y el resto flota alrededor al andar. Dentro, la mujer está en un mundo diferente, observa sin ser vista, realmente es invisible (huelga decir que los burkas se utilizan para todo tipo de transacciones peligrosas o dudosas. En las fronteras entre Pakistán y Afganistán, las autoridades miran las manos y los pies; ¿es un muyahid o un periodista que trata de pasar a Afganistán?). El velo, una tela tendida sobre la boca, deja a la vista sólo los ojos, lo que da a la mujer un aspecto furtivo, escurridizo. Resulta doloroso ver a una mujer con quien has hablado, un ser humano, una persona transformada de esa manera.
Cuando regresé a Londres me envolví la cabeza con un velo que me cubría la boca y la frente hasta las cejas. Sólo se me veían los ojos. Durante todo el día caminé así por la calle; me había vuelto invisible. Habiendo captado al vuelo mi petición, «no quiero que me miren», la mirada de la gente resbalaba sobre mí y me pasaba por encima. No dejan que las miradas se crucen. Pronto me di cuenta de que mis ojos trataban de hacerse notar; en un país musulmán los habría llevado muy maquillados. Fue entonces cuando me percaté de que por lo general en un autobús, o en el metro, o al pasar a alguien en la acera, confío en que mi cara transmita un mensaje, bien sea con una sonrisa, una mirada, pero ahora, con la boca escondida, no se veía la sonrisa. Cuando te cubres la boca, en todo momento eres muy consciente de ello; de repente parece algo prohibido, desagradable o vergonzoso, algo erótico que hay que ocultar, como una llaga. Empecé a preguntarme qué clase de fijación oral u obsesión tendría el primero que ordenó cubrirse la boca, algo que por lo demás no aparece en el Corán ni citado como un mandamiento del Profeta. En algún lugar, en los primeros tiempos del islam, tuvo que haber un autoritario obsesivo, como san Pablo, que se impuso en el cristianismo durante siglos atormentando y humillando a las mujeres con prohibiciones que jamás pudieron emanar de Cristo. Los musulmanes liberales afirman que en el Corán hay diversos textos donde se establece la igualdad de las mujeres y que podrían servir de base para la reforma del islam. Por ejemplo: «La mujer es la mitad gemela del hombre»; «el Paraíso está bajo los pies de tu madre»; o «a la mujer no se le debe quitar lo que es de su propiedad». Esta última frase es la que ha permitido a las musulmanas establecerse como mujeres de negocios. También ayuda que la primera esposa de Mahoma fue una próspera comerciante por méritos propios.
¿Por qué tenemos que preocupamos por lo que se dijo hace siglos? Está claro que hay algo en el mecanismo de la mente humana que así lo exige. Una vez al año los chiítas musulmanes se flagelan, se rebajan a una idiotez escandalosa de automutilación porque los nietos de Mahoma fueron asesinados en el siglo V (del calendario cristiano). Miembros de nuestro grupo vieron a algunos chiítas llegar al hospital cubiertos de sangre, malheridos después de haberse golpeado a sí mismos con barras de hierro y cadenas, de tal forma que se parecían más bien (como comentó un amigo musulmán) a Cristo cuando le bajaron de la cruz. Los cristianos discuten continuamente sobre la interpretación de los textos del Antiguo y Nuevo Testamento. Hace poco oí un sabio y simpático discurso sobre cómo la religión según san Marcos podría ser una cosa totalmente distinta de aquella con la que hemos cargado; todo depende de los textos que se escojan.
Aunque nos empeñemos en negarlo, a la gente le gustan las figuras de autoridad. Cualquier persona madura recordará cómo, no hace mucho tiempo, los discípulos de san Freud elevaron a dogma sus palabras. Por fortuna parece que esta religión ha sido cortada de raíz.
Ciertamente hay algo en las mujeres que responde al hecho de verse prisioneras, cautivas. Hemos presenciado recientemente cómo grupos de musulmanas declaraban sentirse «libres» con el velo. ¿Por qué no, si eso las hace felices? Sin embargo, no deberían imponer su elección a las demás. En Irán grupos de mujeres ortodoxas recorrieron la ciudad en busca de sus «hermanas» que habían cometido el desliz de mostrar un rastro de lápiz de labios o un mechón de pelo. Cuando encontraban alguna le arañaban la boca, le tiraban del cabello, la abofeteaban y pegaban, le gritaban «puta». Por desgracia no son sólo los hombres quienes oprimen a las mujeres.
La carretera todavía estaba atestada de los enormes autobuses decorados con colores chillones, motocicletas taxis y coches; pero ahora había más carros tirados por bueyes y burros. De repente estás en medio de un campo fértil, con abundantes plantaciones, árboles, canales de riego, estanques, acequias. Cada centímetro está cultivado. La carretera está bordeada de búfalos felices que se revuelcan con gracia o a los que chicos a medio vestir llevan a tomar un baño en el estanque; las vacas tienen buen aspecto, los asnos están bien alimentados. No vi ningún animal maltratado; bueno, sólo uno, un asno agotado que tiraba de un carro en una calle en Peshawar, lo llevaba un muyahid de aspecto desesperado. Hasta los gatos del hotel se veían saludables, quizá porque el Profeta era conocido por su amor a los gatos. Un poco más allá reparaban la carretera; mujeres con el velo a medio poner llevaban tierra en canastos chatos, mientras que los hombres, sentados a intervalos a lo largo de medio kilómetro, picaban piedras a martillazos. Todos llevaban gafas de protección, lo que les hada parecer escolares; se protegían los dedos con una especie de manguitos como para tinta. Estos escribas, sentados a la sombra de pantallas de mimbre o tela que parecen velas, siguen picando sin prisa. De vez en cuando se ven algunos túmulos de piedras afiladas, firmes como dientes sembrados en la tierra. Algunos son de los muyahidin y parecen enormes veleros surcando las colinas con cientos de banderines, casi todos verdes, que ondean alegres.
Poco a poco el exuberante paisaje cambia, se toma más árido y pedregoso. La carretera continúa flanqueada de tenderetes, está llena de gente, coches, bestias. En varías ocasiones nuestro taxi tuvo que detenerse; de inmediato nos rodeaban hombres que nos miraban fijamente, a veces con una sonrisa burlona; éramos mujeres, mujeres sin velo, mujeres occidentales. Los críos nos saludaban: Hello, how are you?, para mostrar que estaban aprendiendo inglés en la escuela, y los hombres, serios, barbados, con turbante, les reñían. Sin embargo, ellos no les hacían el menor caso y corrían al lado del coche riéndose. Vimos muchas caras nuristaníes, qué impresión, con su nariz occidental, recta, hasta respingona; ojos verdes o azules, cabello claro, quizá rizado. Debes reprimir el impulso de tratarles como paisanos. Existe una teoría según la cual los ingleses, los anglos, tienen sus orígenes en estos lares; parte de una tribu nuristaní, debido a la presión demográfica, se vio obligada a vagar durante cientos de años antes de terminar en Inglaterra. Aquí te sientes tentado a creerlo. Al rato salimos repentinamente de la carretera para enfilar un camino y al instante nos encontramos en un paisaje desértico. Todo era un polvo rojo, pedregoso, agreste, con desfiladeros y riscos, por todas partes había edificaciones derruidas y a ras de suelo se veían los restos de viejas chozas como protuberancias de un rojo brillante. El polvo volaba por todas partes, velando incluso el cielo azul. Había fabricas de ladrillos (el ladrillo es la primera forma que toma el polvo en su camino para dejar de serlo), y esparcidas aquí y allá ocasionales tiendas de campaña, quizás al abrigo de un árbol solitario o un arbusto; una vivienda para una familia de refugiados afganos. Estas tiendas también han dado un paso adelante hacia la condición de casa; aquí una tienda puede ser la cubierta bajo la que se levantan las paredes de barro hasta un metro o más de alto. Están rojas por el polvo; los escasos árboles que crecen están llenos de polvo. No hay nada verde; un rebaño de vacas atraviesa la llanura roja para ir a pastar a algún lugar que no se alcanza a ver. A menos de dos o tres kilómetros está la tierra fértil, aunque desde aquí parece improbable. El polvo rojo de la llanura se extiende a lo lejos, bordeado por una línea verde que parece estar al pie del Himalaya: kilómetros de polvo, tierra y piedras.
A un lado de la llanura, en la distancia, hay un muro bajo, de tierra. Tras él hay un campamento de muyahidin; pertenece a un partido político. Grupos de muyahidin vagan en la explanada de polvo y luego desaparecen tras el muro. Todos están armados. El muro largo, uniforme, rojo contra el cielo azul me recuerda algunas partes de España, su grandeza, su soledad. Pero tras él hay un hormiguero de hombres armados, miles de ellos. En este paisaje la soledad es sólo aparente.
Al poco rato estábamos en un pueblecito de casas de barro construidas por los mismos refugiados, y entonces se produjo otra confusión de las que parecen inevitables. Nos habían invitado a visitar al comandante y su familia. Aquí también nos dijeron que no habría problemas para filmar a las mujeres. Sin embargo, el comandante estaba ausente; sus asistentes no sabían de él, hada tres días que no le veían. Suponían que estaría en la batalla que se libraba en el valle. Su madre y su esposa estaban muy preocupadas por él. Al día siguiente apareció, dio toda clase de disculpas pero ninguna explicación sobre el incidente.
Los asistentes no sabían nada respecto a la filmación de la familia. De nuevo a las tres mujeres nos llevaron a la zona de las mujeres, mientras los hombres se sentaban en la habitación para los visitantes masculinos.
Estas mujeres estaban mucho mejor que la mayoría; tenían espacio. Una pared alta cercaba un patio grande donde tres caballos comían la caña de maíz que habíamos visto carretear en el camino para destinarla a forraje. Había pollos, en un nicho en la pared de barro había un jardincito como de metro y medio de lado, con jazmines y rosas. Seco y polvoriento, pero jardín al fin y al cabo. Había dos mujeres jóvenes, eran las esposas del comandante y de su hermano, otro comandante; ambas estaban embarazadas, amamantaban a sendos bebés y, además, cada una de ellas tenía otro hijo mayor: seis niños en total. Los dos mayores jugaban con un pajarito parecido a una perdiz que tenían en una jaula de cuerdas. Eira su mascota, pobre pajarillo. Las dos chicas eran muy bellas, al estilo de cierto canon afgano; la cara en forma de corazón con pómulos amplios, boca sensual aunque el labio superior deja ver los dientes, muy blancos. Sus grandes ojos verdes, francos y directos, cándidos, están a un mundo de distancia de los oscuros ojos sigilosos de sus vecinas paquistaníes. Tenían el porte y el andar de la mujer montañesa.
Una señora mayor estaba al mando de todo; tenía sesenta años, era la madre del comandante, y se trataba de una mujer formidable. Enseguida entendimos lo que nos habían dicho sobre las sorpresas del purdá; apenas nos habíamos sentado cuando ella se levantó la falda para enseñarnos el vientre hinchado. Tenía un tumor, nos dijo que no le dolía pero tampoco podían extraérselo. Acudía a una clínica de unos médicos de Kabul en el exilio, pero apenas disponían de medicinas.
Varias personas familiarizadas con el islam nos han contado que si un hombre alcanza la categoría de «amigo privilegiado» de una familia puede visitarla cuando quiera, incluso estar con las mujeres en el purdá, y éstas serán para él casi hermanas, a salvo de toda tentación sexual. Ellas se comportarán con él con la familiaridad que se reserva a un pariente y podrán aparecer en su presencia no sólo sin velo, sino casi a medio vestir, y sin ninguna timidez.
Les preguntamos a las jóvenes si Nancy y Saira podrían filmarlas y fotografiarlas; pero no estaban sus maridos para dar el permiso. En cuanto a la señora y los críos, no había ningún problema.
Las dos familias vivían en sendas habitaciones más bien pequeñas unidas por una galería. Las paredes eran de cemento sin pintar. El suelo estaba cubierto de esteras. En un rincón había una pila de ropa de cama que llegaba casi hasta el techo, además de los habituales colchones alrededor de las paredes, cubiertos con telas muy vistosas. Las mujeres llevaban vestidos muy coloridos y bonitos, pendientes, collares, brazaletes.
Se trataba de bisutería, cuentas de plástico. Cuando empezó la guerra, las mujeres de Afganistán entregaron sus joyas, y objetos de valor para comprar armas y municiones. Reatas de animales cargados con las joyas cruzaron las montañas hasta los campamentos en Pakistán. A las mujeres que llegaron como refugiadas a los campamentos no les quedaba gran cosa, lo que tenían lo vendieron para comprar comida. Los bazares de Peshawar están llenos de sus collares, brazaletes, pendientes. Me compré un collar: veintiún complicados colgantes de cobre engarzados a una trenza de brocado. Da la apariencia y la sensación de algo intensamente personal, privado y muy usado. Está hecho para lucirlo ceñido al cuello. Aquí tengo que llevarlo sobre un vestido liso de cuello alto, muy elegante. Está en mi habitación, sobre una mesa, y parece atraer mi mirada. ¡No me olvides!, dice.
Durante toda la visita no pararon de ofrecemos té, y nosotras lo rechazábamos, pues eso significa que no tenían té; de lo contrario simplemente lo hubiesen traído. Había poca comida, pocos juguetes para los niños. La señora era quien más hablaba; animada, vivaz, confiada. Cuando sus hijos se van a batallar, dejan los niños a su cuidado, no al de sus esposas.
Su historia, por supuesto, comienza así: «Entonces los rusos nos bombardearon y destruyeron nuestros alimentos, y vinimos cruzando las montañas…». Cuentan que su vida aquí es pobre y aburrida. En su tierra no les faltaba de nada, todos eran felices en Afganistán antes de la Catástrofe. Ahora nunca salen del campamento. ¿Adónde van a ir? Sin contar que carecen de ropa; los niños tienen solamente lo que llevan puesto, unos vestiditos de algodón y camisas y pantalones; y el invierno se aproxima.
—Además —afirma la señora—, aquí nos sentimos seguras, rodeadas por nuestros muyahidin. En Peshawar muere mucha gente, a manos del KHAD, de los rusos.
Una vez más, preguntamos por las mujeres combatientes. ¿Han oído hablar de ellas, existen?
—Oh sí —responde enseguida—. Cerca de Herat hay una. —Ella misma era de Herat y su difunto marido también—. La mujer comandante se llama Maryam. Era hija única y su padre sentenció: «Sólo tengo una hija, ningún hijo, de modo que ella tiene que ir a la yihad».
Le puso su cinturón de municiones y sus hombres la aceptaron. Es famosa. Es tan valiente como un varón. Suele decir: «Cuando encuentre un hombre tan valiente como yo, me casaré con él». Pero tiene treinta y cinco años y, por supuesto, no se puede casar hasta que ganemos la guerra. Es muy inteligente. Por ejemplo, una vez que se supo que venían los rusos, hizo que la gente del pueblo llevase vacas y pollos al otro lado del puente. Los soldados rusos están mal alimentados y ella sabía que al llegar se detendrían para atrapar las vacas y los pollos. Cuando bajaron de los tanques, sus soldados los mataron a todos. En otra oportunidad dijo a unos rusos que acababan de llegar: «Venid, sois nuestros huéspedes, sentaos». Una vez sentados, ella y sus soldados vertieron gasolina alrededor de ellos y les prendieron fuego. Los quemaron vivos. Hay otra mujer comandante en Panjshir, he oído hablar de ella.
La señora nos cuenta que en Herat dieron muerte a dos mil personas de su tribu; a veintiséis los mataron con napalm mientras rezaban.
—Herat está de blanco —comenta. Significa que se disponen a morir; cuando uno dice que alguien está de blanco, significa que lleva la mortaja puesta, que está listo para morir—. ¿Por qué el mundo no protesta por la destrucción de Herat? Era tan hermosa y ahora sólo hay escombros. ¿Por qué permitís que los rusos se porten como salvajes? Paghman también está arrasada, no queda nada de ella, era tan bonita.
He de admitir que mientras estaba allí sentada con las mujeres, todo tan amigable, sociable y familiar, entre esas paredes que aíslan del mundo, y con esos hombres valientes, robustos y armados fuera para defendemos, me descubrí pensando: «Caramba, ¿por qué no dejarles todo a ellos?». Fue exactamente como me sentí después de pasar cinco días mimada y protegida en el hospital Middlesex, en Londres. Al salir no podía creer que alguna vez en la vida me había enfrentado al tráfico, las calles, la lucha de la vida cotidiana. Permanecí dos días en ese estado. Estoy segura de que sería fácil caer víctima del purdá y al poco tiempo empezar a creer que no hay otra forma de vida posible.
La conversación sobre las dos comandantes se prolongó largo rato por una razón muy tonta. Ellas se aburrían con nosotras y querían seguir su vida, y nosotras habíamos agotado nuestros temas de conversación y nuestro repertorio de farsi. Sin embargo, los niños estaban con nosotras y, claro está, los hombres, que estaban en la habitación de la entrada, no podían venir a la zona de las mujeres, y tampoco tenían un chiquillo para enviar de mensajero. Simplemente pensaban que lo estábamos pasando bomba y no queríamos irnos. Al final se nos ocurrió mandar a un niño para avisarles.
Acordamos que volveríamos otro día para filmarlas a todas con permiso de sus maridos, lo cual no ocurrió. Sucedieron otras cosas, pero no ésa.
En cuanto a Maryam, la mujer comandante, preguntamos por ella a cuanto muyahid encontramos, pero se limitaban a sonreír educadamente. Nos dijeron que las mujeres siempre les ayudaban en la guerra, ocultándolos en la ciudad, buscándoles escondites, llevándoles municiones y mensajes, la guerra no podría librarse sin su colaboración, pero ¡una mujer comandante! No habían oído nada al respecto. Claro que ella sería «invisible», como una mujer con burka.
En Afganistán hay tradición de mujeres guerreras. Existió una llamada Malali, una heroína con monumentos en su honor por todas partes; a muchas niñas les ponen su nombre. Se hizo famosa en la sonada batalla en Maiwan, en 1882. El general inglés Burroughs iba ganando; los afganos habían marchado toda la noche y estaban cansados. Entonces apareció Malali, una campesina, y tras tacharles de cobardes avanzó hacia las líneas británicas. La mataron enseguida, pero su muerte infundió energía a los afganos, que ganaron la batalla.
Llama la atención el que hasta las mujeres de nuestro partido duden de la existencia de Maryam; sonríen con la misma educada incredulidad que los muyahidin y dicen: «Es suficiente con que exista ese mito, el mito de una mujer». Yo sí creo en ella; hay demasiados detalles en esta historia para que sólo sea un mito.
Habíamos intentado llegar a algún campamento que no fuese uno de esos de exhibición adonde los paquistaníes, como es lógico, llevan a todos los visitantes. Incluso nos dijeron que uno ya disponía de un libro para que firmaran los VIP.
Al día siguiente de nuestro fallido encuentro con el comandante cuya familia visitamos, se presentó y nos condujo a la misma zona desértica a ver unos campamentos recién establecidos. Recorrimos de nuevo el camino dejando atrás los campos fértiles, con sistemas de riego, y los animales bien alimentados, hasta llegar al desierto, con el aire lleno de polvo rojo, donde sólo se ven piedras, secos desfiladeros y cadenas rocosas. Ya no quedaban buenos terrenos para albergar campamentos de refugiados, sólo tierras pobres, desiertos o montañas.
El partido ha suministrado las tiendas, algunas con desgarrones. Se diseminaban entre el polvo, entre los desfiladeros, algunas entre los escasos matorrales del desierto. Esta gente salió de Afganistán cruzando las montañas hace seis semanas. Hacía mucho calor, y murieron veinte niños y bebés.
Alrededor de algunas tiendas ya se han levantado las bajas paredes de barro, pero la mayoría sólo cuenta con un reborde de tierra amontonada. El suelo de las tiendas es de tierra. Dentro no hay nada, excepto algunas cacerolas. No hay mucha comida, sólo una bolsa con un poco de harina cuelga en una esquina. Harina y sal. «La sal es barata», explica el comandante con expresión ceñuda. Todos los días viene un camión con agua, pero sólo la justa para beber, no para lavarse. Hay algunos pozos de letrina entre las tiendas. Tienen más o menos un metro de largo por sesenta centímetros de hondo. No están tapados, no hay nada con que taparlos. Como decía mi madre, en otro contexto, el sol seca los depósitos y luego el viento se los lleva con el polvo, repartiendo enfermedades. «Pero los rayos ultravioleta matan los microbios», nos decimos para reconfortamos.
Incluso en mi lugar tan horrible como éste las mujeres deben mantenerse separadas de los hombres. Grandes y pequeñas se apiñan a las puertas de sus tiendas y observan a los hombres y a los críos de cualquier edad, que van por donde quieren, junto con las niñas pequeñas. A los diez años las niñas dejan de ser libres y deben quedarse con las mujeres, hasta ese momento gozan de una libertad de la que jamás volverán a disfrutar. Cuando nos dirigimos hada la tienda de las mujeres, una masa de mujeres y niños nos rodean pidiéndonos medicinas, cualquier medicina. Es lógico, cuanto más pobres, más ignorantes y mayor su admiración desmedida por la medicina occidental; no conocen los escándalos que nos hacen tener cuidado con las medicinas que tomamos. Además, están realmente necesitados de medicamentos. «Entonces los rusos bombardearon nuestros pueblos y destruyeron nuestras cosechas, y vinimos cruzando las montañas, etcétera.», y durante las semanas que dura el viaje mujeres de todas las edades y niños de todas las edades, con poca comida y poca agua, enferman, como es de esperar, tienen diarrea, reuma; se rompen los brazos; sufren trastornos nerviosos, no pueden dormir. Son heridas de los bombardeos que quedan sin tratamiento. Y no hay medicamentos, ninguno. Piden y piden, y lo único que tenemos son unas pocas aspirinas que se llevan como si fuesen milagrosas.
Es terrible moverse entre esa gente, sin nada que darles, excepto la promesa de hacer pública su situación.
Algunas personas estaban ansiosas por contamos su historia, convencidas de que si el mundo se enteraba la ayuda no tardaría en llegar. Todas las historias empiezan igual: «Los rusos bombardearon nuestro pueblo y vinimos cruzando las montañas». Una mujer dijo que, cuando los rusos encontraban gente en los pueblos, rajaban el vientre de las mujeres y mataban a los fetos «por diversión». Otra explicó que, en un ataque de los rusos, éstos encontraron a una chica horneando pan a las afueras del pueblo, la metieron en el homo y le quemaron. Se reían. ¿Sabíamos acaso que los rusos apiñaban a la gente, la rociaban de gasolina y la prendían fuego? ¿Sabíamos que los rusos arrojaban a algunas personas vivas en un pozo, las cubrían de tierra y luego pasaban los tanques por encima un par de veces hasta que nada se movía? La lista de atrocidades era larga. «¿Quieren escuchar más?», nos preguntó el comandante con rabia. Dijimos que no, pensando en nuestra gente de Occidente, que ya ha oído tanto del horror ajeno que no sería de extrañar que empezase a sufrir de «el agotamiento de la compasión».
Otras personas ni siquiera pueden contar su historia. En una tienda en la que se ve el cielo a través de los agujeros hay una señora mayor vestida con los harapos en que quedó convertida su ropa después del viaje. En el suelo de tierra hay tres sacos grasosos. Sus cinco hijos murieron combatiendo junto a los muyahidin. Sentada, se balancea, llora, se balancea, loca de dolor.
Durante esa visita el comandante puso un Kaláshnikov en mis brazos y me pidió que me hiciese una foto así. Me había roto la muñeca y tenía un vendaje. Está claro que jamás entendería por qué no me gustaba esa imagen tan dramática. Me sentía molesta; a él le dolió que me molestase. ¿Acaso no era un Kaláshnikov? ¿Acaso no estaba yo herida igual que ellos? Creo que esto es lo que se llama un choque cultural.
Fue allí también donde vimos en verdad el dilema fundamental del fotógrafo. León quería tomar fotografías de todo este sufrimiento para mostrarlo al mundo. Había dos niños pequeños del extremo norte de Afganistán, huérfanos; no teman nada en el mundo. Un viejo turcomano les encontró vagando en la carretera cerca de Mazar-i-Sharif. No podían decir qué les había pasado porque no lo recordaban. Sus padres y hermanos estaban con ellos, luego aparecieron los aviones rusos, y ya no recordaban más. El viejo atravesó Afganistán de norte a sur con ellos pidiendo limosna para poder sobrevivir; salieron del país cruzando las montañas hasta llegar a ese campamento, ese refugio, esa zona moteada de tiendas hechas andrajos en un desierto sin agua ni comida. Encontró una familia dispuesta a acoger a los niños. Todavía estaban en estado de shock. En su cara había asombro y vacío. León quería entrevistarles mientras les filmaba junto a un muyahid arrodillado a su lado que les animaba a explicar su historia. No pudieron hacerlo y rompieron a llorar. León estaba disgustado, los curiosos también. Fue horrible.
Los refugiados no dejan de venir. Hay miles de ellos, cientos de miles. Muchos mueren al llegar. Los paquistaníes ya no inscriben a más refugiados, no dan abasto, y no se les puede culpar. Las agencias de ayuda internacionales colaboran, pero no lo suficiente. Cuatro millones de personas es mucha gente. Los países occidentales acogen a irnos cuantos miles de refugiados y lo proclaman a los cuatro vientos. Los paquistaníes han acogido a millones, y llevan siete años haciéndolo, y ni siquiera son un país rico.
No he mencionado a los refugiados en Irán, donde hay entre medio millón y un millón (he oído hablar de hasta dos millones). Si los refugiados lo pasan mal en Pakistán, la situación de los de Irán es mucho peor. Hace poco concedieron un permiso limitado a un grupo de la Cruz Roja para inspeccionar algunos campamentos. Irán acaba de firmar un pacto con la Unión Soviética y ¿qué será de los refugiados? Ya antes del pacto, Jomeini entregaba los muyahidin que abandonaban la batalla para visitar a sus familias directamente a los rusos. Al enterarse de esto alguien preguntó a un afgano: «¿Cómo concilia Jomeini ese comportamiento con su condición de musulmán?». A lo que respondió con frialdad que simplemente se trataba de defender cierto® intereses básicos, así de sencillo.
Durante todo este tiempo seguimos tratando de establecer contacto con refugiadas afganas profesionales o con cierto nivel de instrucción. Habíamos decidido que queríamos escuchar la opinión de una mujer así que, a pesar de estar sufriendo en Pakistán el yugo del purdá, de vivir bajo un velo, protestase contra la invasión de su país por los rusos, que decían estar liberando a las mujeres. Después nos dio vergüenza haber pensado en esos términos y nos dimos cuenta de que la propaganda rusa nos había afectado sin que nos percatáramos siquiera. Sería imposible encontrar una refugiada afgana que necesitase denunciar lo que ocurría; sobraban las palabras.
Alguien nos habló de una mujer a la que llamaremos Amina, que podría representar todo un rango o clase de mujer afgana. Instruida, o parcialmente instruida, libre en Afganistán de lucir vestidos occidentales y no llevar el velo, alcanzó por sí misma cierto grado de formación, quizá como enfermera, o como contable. Su familia, incluido su padre, apoyó sus aspiraciones. Se casó con un ingeniero altamente cualificado; era un buen matrimonio, ya que su marido buscaba una mujer emancipada y educada. Luego vino la Catástrofe y ella huyó de los rusos a través de las montañas con sus hijos y embarazada de otro que murió al poco de nacer. Está en uno de los mejores campamentos de refugiados, tiene dos pequeñas habitaciones y una galería. De repente se encuentra rodeada de mujeres con ideas tradicionales, con quienes no habría tenido ningún contacto en Afganistán. Estas notan que tiene una educación superior y nociones peligrosamente modernas que no puede ocultar. La envidia de las desaventajadas, exacerbada por las dificultades y por los mulás que rondan las calles en busca de cualquier actitud contraria a la Ley, persigue a esta mujer. Tiene que volver al purdá, debe cubrirse el rostro cada vez que sale del área femenina, que es la habitación del fondo. La menor infracción de las reglas del purdá será comunicada a los mulás. Se encuentra en un campamento del partido; su comida depende de éste y sus hijos sufrirían por su mala conducta. Está prisionera de muchas maneras y no tiene salida hasta que termine la guerra en Afganistán.
«Si no consiguen entrevistar una mujer así, y en tal caso será difícil filmarla, pueden escribir esta historia. Es la historia de muchas mujeres», nos dijo el afgano que nos lo contó.
Los intentos por entrevistar y filmar alguna afgana instruida continuaron, pero siempre, misteriosamente, fracasaban.
Una mujer que trabajaba en una escuela afirmó no tener «ningún problema» en que la filmásemos. Sin embargo, de acuerdo con mi experiencia la expresión «ningún problema» significa siempre que algo va mal. Para evitar los miles de curiosos que siempre hay en los callejones le propusimos que viniese a nuestro hotel; nadie tendría por qué enterarse. Se presentó al anochecer, profusamente velada, por supuesto, y acompañada de un pariente varón, como imponen las normas. Nos dirigimos a mi habitación. Allí, como de costumbre, cuando desenvolvimos a esa mujer empaquetada descubrimos una chica corriente, alegre y vivaz, como tú o como yo. Le preguntamos si quería comer en la habitación, donde nadie la observaría. O quizá, nos atrevimos a proponer, sobre la hierba. Para entonces ya había oscurecido. Sentarse en un jardín después de estar prisionera en esas habitaciones sofocantes noche tras noche; incapaz de resistirse, aceptó. Su hermano lo aprobó, le pareció bien, ¿quién iba a verla? Así pues, nos sentamos fuera, sobre el césped oscuro, y escuchamos sus lamentos y los de su hermano por la libertad perdida de Kabul antes de la Catástrofe. Entonces sucedió algo desafortunado. Repentinamente apareció junto a nuestra mesa un hombre de su barrio; quería que le invitásemos a sentarse, quería trabajar como ayudante de filmación. Un par de días antes nos había seguido por la calle. Nos había perseguido. No nos gustaba el tipo, pero no logramos desembarazamos de él. De repente vio a nuestra invitada, la chica afgana sin velo, la miró con atención. Ella temblaba. Al estar en Peshawar, Ciudad Paranoia, todos creímos que el vigilante de la zona, el policía, la había oído salir de su habitación y había enviado aquel individuo para controlar a la pobre muchacha, que pasaba toda la noche en su habitación. ¿Acaso era simplemente casualidad? El hombre se quedó, no quería irse, y la chica estaba paralizada. «¿Esto te perjudicará de algún modo?», le susurramos. «Oh, no pasa nada, no pasa nada», respondió. Cuando por fin el tipo se largó, la joven pidió que la llevásemos al servicio, donde creo que vomitó.
A buen seguro que el mulá liberal que dijo al ser entrevistado: «¿Es el islam o son los hombres quienes oprimen a las mujeres?» no aprobaría esta escena. Sin embargo, sucedió muy por debajo de él en la escala jerárquica. Es posible que desde su punto de vista el policía bravucón fuese una persona insignificante. Estoy convencida de que el mulá probablemente no conozca este mezquino nivel de intimidación y persecución ¿Por qué estoy tan convencida? Pues porque este mismo proceso se da en cualquier parte del mundo. «¿Qué? ¿Insinúas que mis policías aceptan sobornos, dan palizas a inocentes, falsifican pruebas? ¡Por supuesto que no!» «¿Estás dando a entender que los oficiales de mi departamento son corruptos en los escalafones más bajos? ¡Qué estupidez!»
Trazamos un nuevo plan: la chica nos visitaría con su madre y su padre en su domingo, que es nuestro viernes, y les filmaríamos contándonos todas sus experiencias. Luego almorzaríamos en la habitación, donde estuviesen a salvo. Después, con las mujeres veladas, iríamos al museo. Sería una fiesta para las mujeres y les recordaría cómo era la vida en un país sensato. Eso dijeron ellas, pero aquella mañana apareció un jovencito, un mensajero de la familia. Ay, ay, la madre estaba enferma y, claro, la hija tenía que quedarse a cuidarla.
Unos días más tarde, el policía se acordó de la promesa que nos había hecho de dejamos entrevistar y filmar a una mujer instruida; se presentó en el hotel con dos chicas envueltas en ropajes de la cabeza a los pies. Eran enfermeras. Estaba claro que él no pensaba irse, lo que significaba que ellas no podían quitarse el velo y no podríamos filmarlas. Al fin lo persuadimos de que se marchara, y lo hizo, de muy mal talante. Las chicas se quitaron el velo y se volvieron conversadoras, amigables, chicas normales, emocionadas con la oportunidad de salir de las restricciones de su vida. A los quince minutos exactos regresó el hombre. Tuvieron que ponerse el velo y las llevó a casa.
El leitmotiv, el tema de nuestra visita, que podría ser «las mujeres se esfuman», seguía imponiéndose. Durante horas planeábamos y tramábamos cómo burlar a los cancerberos de estas pobres mujeres, pero fracasábamos. Por supuesto, había otra razón posible; aquellas que todavía tienen familiares en Afganistán temen salir de las sombras. Usar a los parientes como rehenes o como medio de presión es una de las tácticas favoritas de los rusos.
Nancy y yo decidimos volar a Chitral, en el Himalaya, un trayecto de media hora. Era un avión pequeño, con la habitual azafata de dulce belleza. Para entonces había entendido por qué las pocas mujeres que hay en los sitios públicos son todas guapas. Habiendo desterrado los rostros femeninos al interior de las casas, de manera que todo lo que se ve son hombres, hombres, multitudes de hombres melancólicos, cuando tienen una excusa para mostrar una cara de mujer, los paquistaníes se aseguran de que sea bonita. Imagino que esto puede calificarse de hipocresía.
Esquivamos todos los picos. Bajo nuestros pies se extendía el sinfín de terrazas intrincadas por todas las colinas y laderas. Parecían escamas de un pez verde o lentejuelas. En el aeropuerto de Chitral nos esperaba un señor del hotel Mountain View con un todoterreno, ningún coche normal aguanta los caminos de Chitral. Nos habían advertido que teníamos que presentarnos de inmediato en el cuartel de policía, como todo el mundo. Con los rusos a sólo unos kilómetros tras las montañas en Afganistán, y los chinos detrás de las otras, Chitral es un área de importancia militar. Las cumbres nevadas de la sierra de Afganistán están a unos pasos, al final del camino.
Estuvimos largo rato sentadas en la comisaría; yo estaba fascinada con un amplio tablero de madera donde figuraba la lista de todos los oficiales de distrito desde finales del siglo XIX. Hasta 1947, fecha en que el subcontinente indio se liberó de los británicos, todos los nombres eran ingleses, muy ingleses. Advertí que habían estado destacados allí sólo durante un año. Imaginé a un joven inglés destinado a la soledad de las montañas de Chitral para representar al imperio. Era fácil imaginarlo, pues conocí a muchos; ceremonioso, tímido, tercamente convencido del valor del imperio, por lo común honrado. Sería concienzudo, y sin la menor noción de la gente que lo rodeaba. Me intrigaba el hecho de que, mientras yo estaba tan absorta contemplando el tablero, que me contaba la vida de los jóvenes destinados a este lugar entre tribus hostiles, a Nancy no le interesaba en absoluto. Para mí eran historias sobre gente que podía haber conocido a mis padres o a mis abuelos. Para ella el imperio británico era algo del todo ajeno.
Al fin nos llamaron para presentarnos ante el jefe de la policía. Era un hombre de complexión pesada, apariencia decente, uniformado, por supuesto, sentado tras un escritorio cargado de papeles. Cuando alguien de rango inferior entraba para dejar un mensaje o una nota, le saludaba chocando los talones, enseguida se relajaba y se quedaba muy tranquilo; era evidente que a sus subordinados no les resultaba muy amenazador.
Nos hizo hablar todo el tiempo.
En cualquier lugar de Occidente dos mujeres de edad indeterminada que pasean con cámaras son tan «invisibles» como una mujer con burka en un país islámico. ¿Quién se volvería a miramos? Aquí constituíamos un reto, o una ofensa para la vista, y este policía estaba desconcertado. Nancy estaba cubierta con sus cámaras y equipos, y decíamos la verdad, queríamos ver a un médico que Nancy conocía y que dirigía una clínica para afganos llamada Medicina para la Libertad. «Por supuesto que las autoridades deben de saber de ese médico», le dijimos. Él insistía en que no tenía ni idea de quién hablábamos. Así estuvimos un buen rato. Quería saber si el objeto de nuestra visita era visitar a los khafir kalash, que es la gran atracción turística de estos lares; una tribu medieval. Todos los libros que he leído sobre esta área la describen como lo que en verdad debió de ser la Risueña Inglaterra. Muchas canciones y bailes, ciertamente, todo muy pintoresco, pero sucio, maloliente y por lo general no muy apetecible. Sí, sí, dijimos, queríamos ver la tribu khafir kalash, pero no en esta visita; quizás en otra. Nos dio un poco de vergüenza la diferencia de perspectiva que demostramos, pues pertenecemos a esa minoría de la población mundial que puede decir: «¿Por qué no vamos otra vez a Pakistán, que es tan bonito? Además nos quedó por visitar…»
Seguimos charlando. Le preguntamos si en invierno se esquiaba, pues eso nos habían dicho. Explicó que en invierno Chitral era espantoso, y parecía sumirse en una gran tristeza sólo de pensar en ello. Le pregunté si se sentiría más complacido de vemos en invierno y sonrió. Luego nos condujeron a otra oficina donde nos entregaron pases para dos días.
Hay lugares tan hermosos que hielan los sentidos. Chitral es uno de ellos. Es una población de construcciones bajas entre montañas que se alzan imponentes.
A ratos los picos blancos se confunden con las nubes blancas. Los arroyos corren por todas partes. Incluso en septiembre el sol no hace acto de aparición sino hasta después de las ocho de la mañana y parte a las cuatro y media; ¡cómo será en invierno!
Interminables horas de noche, horas de una melancólica penumbra con momentos tristes cuando el sol llega hasta abajo para acariciar el pueblo con dedos cálidos. Ahora entendíamos por qué el jefe de policía temía al invierno. De vuelta en el hotel, los jardines exhiben su extensión. Son amplios y tienen las mismas plantas y arbustos que podría tener un jardín de hotel en Zimbabue. Sin embargo, era completamente diferente de los hoteles de campo, por ejemplo, los de las montañas del Vumba, donde todos son hoteles con bebida. El Mountain View se levantó en los años sesenta, un edificio de dos plantas tranquilo, agradable, con amplias galerías. Estando en Peshawar no habría imaginado que llegaría a pensar en el hotel Dean como la civilización misma, pero las pretensiones del Mountain View se vislumbran en esta conversación: «¿Puede servimos agua de soda con limón, por favor?».
Administrador: «No tenemos agua de soda, esto no es Peshawar, ¿sabe?».
Había Coca-Cola, 7-Up y más Coca-Cola.
Tuvimos que alquilar un todoterreno, cuyo conductor, por supuesto, era miembro de la policía, un tipo amistoso y colaborador, ayudado por un nuristaní de aspecto clásicamente inglés. No hacía más que decirme en un inglés desastroso cuánto le gustaba el inglés.
Salimos en el todoterreno a buscar al doctor. El hospital está en construcción, y de momento han instalado en el patio las tiendas, ya familiares, con paredes de barro alrededor, llenas de aprendices de muyahidin. Al acercarnos oímos al doctor decir: «Parece que oigo hablar en inglés, ¡otra vez!» Como este lugar está tan cerca de la frontera afgana, llegan periodistas de día y de noche. Se les atiende, se les enseña todo y luego se van. «Y después ¿qué pasa con los artículos? —pregunta el médico—. Si acaso los escriben, no los imprimen». Luego sigue la conversación, que parece repetirse varias veces al día, sobre por qué la prensa occidental se hace eco del punto de vista ruso pero no del afgano.
Este hombre y su mujer dirigen un espacioso centro donde enseñan a los combatientes afganos técnicas de asistencia médica a fin de que puedan ayudar a los muyahidin en la batalla. El centro no está lejos de Peshawar, pero es la clínica más cercana al escenario real de los combates, nos explica el doctor. «Además, ésta es la ruta que más utilizan los refugiados para salir de Afganistán. Es el único lugar donde las mujeres y los niños de los campamentos locales pueden recibir atención médica. Hoy tendría que haber largas filas de mujeres esperando a la doctora que viene dos o tres veces por semana desde Peshawar, pero de alguna forma se han enterado de que no podía venir». Jamás acudirán a un doctor varón, por muy enfermas que estén. Dijo que podíamos volver al día siguiente y filmar. ¡Claro que podíamos filmar a las mujeres! (¡Ningún problema!) Regresamos al hotel. Habían servido una cena comunitaria en la galería. Eira una escena oscura. Por alguna razón que todavía no entendía, dos noches a la semana se producía un apagón en el hotel, se encendían velas. En la cena había un fotógrafo independiente sueco; una alemana que trabajaba en un hospital para mujeres y niños afganos en Peshawar, y su esposo, que se dedicaba a algo relacionado con la construcción en Chitral. Su hijito estaba con ellos. Una vez terminada la cena, no había nada que hacer aparte de irse a la cama. Nancy y yo nunca nos acostamos antes de la una o las dos, pero aquí obedientemente nos retiramos a las diez en punto. Varios paquistaníes se quedaron a charlar en la galería con el dueño del hotel, un joven regordete con —no hace falta decirlo— gran encanto. Estoy segura de que durante el largo invierno este hotel, que permanece abierto, es el centro de la sociedad (masculina) local. Todavía sin sueño, me acosté a escuchar los sonidos de la noche de Chitral. Una camada de cachorros estaba desvelada y chilló frenéticamente toda la noche. Un burro rebuznaba los lamentos de todo el universo. Los hombres se dirigieron a sus habitaciones charlando amigablemente. Se oía el ruido de agua corriendo en alguna parte y los mosquitos zumbaban sobre las paredes. Al rato cantaron los gallos. Luego, a las cinco menos diez, la llamada del muecín a la oración. Chitral no es un pueblo muy grande. Tiene una mezquita hermosa con un minarete de buen tamaño; cualquiera pensaría que con una llamada basta. Pues no, durante unos minutos media docena de fuertes voces masculinas resonaron en el pueblo llamando a levantarse y orar. Me vestí en la oscuridad, torpemente a causa de mi muñeca rota, y me asomé fuera. Ya había unos cuantos barbudos con turbante rezando sus oraciones sobre la hierba, todavía a oscuras. Se levantaron, se inclinaron, se arrodillaron y volvieron a inclinarse. En el islam, esto de la oración requiere muchas energías. Quizás el que inventó los ejercicios pensó: «¡Si las oraciones van acompañadas de ciertos movimientos ideados para ejercitar todo el cuerpo, todos se mantendrán en forma!». Al cabo de cinco sesiones al día los musulmanes más piadosos terminan por practicar no poco ejercicio.
Cuando terminaron, las cimas de las montañas brillaban a la luz del sol.
El cuarto de baño tenía la ducha más original que jamás he visto. El cuarto en sí era una simple habitación grande de paredes de cemento a la vista. Tenía un armario de dimensiones victorianas. ¿Acaso en el naufragio del imperio arrojaron por la borda este armario Victoriano aquí? Había un lavamanos con todo tipo de enchufes eléctricos para afeitadoras, luces y todo eso, el último grito en equipo moderno. El retrete estaba sobre un pequeño pedestal. La ducha sobresalía de la pared en un rincón y mojaba todo el suelo cuando se usaba. ¿Por qué no? Así el suelo quedaba limpio al mismo tiempo que la persona se duchaba.
Desayunamos a las seis en un comedor que podía albergar sin problemas a doscientas personas. ¿Se habría llenado alguna vez? Dos mesas largas cubiertas con los manteles más mugrientos que jamás haya visto formaban un ángulo recto y ocupaban casi todo el espacio; había otra mesita solitaria que era donde desayunamos nosotras, acompañadas de un afligido viudo que nos contó que, muerta su esposa y solo en la vida, se dedicaba a recorrer el mundo. Se sentía afortunado por haber escogido Pakistán para pasar las vacaciones, tiene tantos lugares hermosos. Era un hombre de aspecto torvo* En una sien presentaba el cráter de una antigua herida. ¿Traficante de armas? ¿De drogas? ¿Un espía común y corriente? ¿Acaso uno de los viejos tiempos, entregado a los intereses de un país? Creo que era holandés o alemán.
Chitral fue una de las plazas comerciales en la antigua Ruta de la Seda. La palabra «seda» evoca un toque de glamour o lujo, pero la ruta no era más que una trocha rocosa que bordeaba la ladera de la montaña con una caída fácil al río. Las bestias de las caravanas debían pasar de una en una. Ir al bazar de Chitral, en la calle principal, es como retroceder varios cientos de años. Es una calle empinada, pedregosa, flanqueada por los habituales puestos de barro, o de barro y paja, con cubiertas de barro amontonado. Como de costumbre venden cualquier cosa, aunque ahora algunas son de plástico. El lugar está lleno de muyahidin que pasean, compran comida para sus familias que están en campamentos, toman té en las minúsculas casas de té. Compramos algunas cosas y nos fuimos en el todoterreno a la clínica del médico. La doctora no había venido de Peshawar y no había filas de mujeres que pudiésemos filmar o fotografiar. Decidimos seguir camino hasta Garam Chasma, que significa «tibia primavera». Tardamos dos horas, no por la distancia sino por las terribles carreteras.
Nos detuvimos algunas veces para llevar a algún muyahid. Era sorprendente, admirablemente maravilloso. La carretera discurre por la montaña buscando el espacio necesario para encajar, Algunos cantos del río son grandes como una casa.
Después de casi media hora de viaje llegamos a un lugar con muchas tiendas blancas sobre una ladera. Era un campamento de muyahidin. Había cientos de hombres en las colinas. Nos apeamos del vehículo, incluido el conductor, que lo hizo para cuidamos. Sin embargo, no había por qué preocuparse. A la semana de volver a casa vi en la televisión un reportaje sobre los muyahidin donde se les presentaba como salvajes enloquecidos que actuaban bajo el efecto de la droga. Si rodaran un documental sobre este campamento, la impresión que darían sería la de un grupo de hombres amables y bien educados en un campamento muy ordenado. Desde su punto de vista debió de causarles cierta impresión encontrarse de pronto con dos mujeres infieles sin velo; en todo caso, puesto que el campamento está junto a la ruta principal, a cada momento ven aparecer periodistas, quizás a demasiados. Se comportaron con una cortesía impecable. En una tienda unos estaban durmiendo, en otra charlaban. Uno escribía cartas para la familia, otros leían algún libro o periódicos, uno en inglés. Un muyahid sentado en el espacio entre dos tiendas preparaba la comida con vegetales fritos en grasa y una especie de salsa; de seguro no sería una comida muy abundante. Cuando nos alejábamos de las tiendas oíamos bromas y risas a nuestras espaldas, repetían «gachacha» «gachacha» (imitaban nuestro «gracias») afectando chillonas voces femeninas. Podrían haber sido burlas socarronas u hostiles, pero saltaba a la vista que eran bromas sin mala intención.
Seguimos el viaje hasta el desfiladero. En Garam Chasma el conductor nos llevó a un pequeño huerto y nos trajo té verde de Chaijana. Justo detrás del huerto unos hombres levantaban una pared de ladrillos para un edificio nuevo, trabajaban entre chistes y risotadas. La pared parecía bastante endeble, pero cualquier obra humana se veía ligera e insignificante entre estas montañas. Había cientos de caballos en verdes praderas; todos estaban gordos, era el final del verano. Durante las horas que estuvimos allí los muyahidin llevaban en grupos a los caballos a abrevar al río.
Tuvimos suerte, llegamos cuando los muyahidin se preparaban para partir hacia las montañas a combatir. Destino: Panjshir. Tardarían varios días en llegar allí. Caminan casi continuamente, se detienen sólo cuatro horas al día para comer pan, tomar té verde y dormir un poco. Llevan consigo reservas de su propio pan, su grueso y achatado non regional. Cuando por fin llegan a sus escondites, tienen los pies y las pantorrillas hinchados, y deben descansar. Calzan únicamente sandalias. Cuando viene la nieve, muchos pierden los dedos, o incluso los pies.
Final de la tarde. La luz de septiembre ilumina las verdes praderas muy por encima del pueblo donde cientos de hombres siguen ocupados colocando la carga en el lomo de sus lustrosos caballos. Llevan sus mantas colgadas al hombro con su querido Kaláshnikov. Yo estaba sola en el todoterreno, en la calle principal del pueblo, justo frente a la pequeña casa de té atestada de muyahidin que tomaban su última comida antes del viaje. Pasaban sin cesar delante del vehículo, de uno en uno, de dos en dos, en grupos, y se detenían. ¿Una mujer blanca en un jeep? Tenía que ser médico. Todos me pedían medicamentos. Se iban a la lucha sin medicamentos, sin médico. Yo decía no, no; lo sentía mucho, no tenía nada. Formulaban su petición simple y llanamente, y tomaban la negativa con el estoicismo de quien está acostumbrado a las decepciones. En verdad esa «calle» era un camino de barro duro y trillado entre construcciones de barro y paja. Esta escena también podía ser de cientos de años atrás, excepto por las armas que llevaban los hombres.
También pasaron unas cuantas recuas de asnos; eran animales pequeños que avanzaban con agilidad entre los surcos y las piedras. Estaban bien alimentados, pero todos presentaban llagas a causa de las cinchas y las correas mal puestas. Cuando termine el invierno no tendrán el mismo aspecto; estos burros regordetes, o al menos muchos de ellos, estarán muertos. No hay suficiente comida.
Las filas de hombres con sus caballos subieron hasta el desfiladero y desaparecieron en las montañas.
Regresamos a Chitral. Si Chitral había conseguido que Peshawar pareciera una metrópoli, ahora Chitral, comparada con Garam Chasma, era la civilización misma. Seguíamos pensando en los combatientes que caminarían por las montañas esa noche. Estaría muy oscuro, no había luna. El silencio sería profundo; quizá sólo el ruido de los cascos sobre las piedras y de las aves nocturnas. Hemos oído y leído sobre tropas de muyahidin descuidados y ruidosos que terminan llamando la atención del enemigo, pero este grupo parecía muy serio, alerta y responsable.
Volvimos en el todoterreno a Medicina para la Libertad para la cena a la que nos habían invitado, pero encontramos a todos en plena crisis. En la galería del hospital a medio terminar estaba sentado el grupo de muyahidin que recibían formación médica con el doctor Brenner. Por culpa de un lío administrativo se cerraba la clínica, aunque esperaban que no definitivamente. No hay otra en los alrededores, ni para los muyahidin ni para los miles de refugiados que ocupan los campamentos de la zona.
El edificio tenía que ser evacuado, y las tiendas, retiradas. Algunos tendrían que dedicarse al tedioso papeleo de la pequeña burocracia, que quita tanto tiempo y pone en la cara esa expresión característica de quien ha tomado una paciente determinación. La misma expresión de los muyahidin cuando les dije que no tenía medicinas.
El doctor Brenner decía que era cuestión de aguante. Cuando inauguró su primera clínica, no tenía dinero. Después de comenzar la construcción lo buscó. Y apareció. Siempre lo encontraba, pero nunca resultaba suficiente. Cuando todo parecía perdido, llegaba cierta suma de alguna parte. Hablaba como la gente religiosa: «Dios proveerá».
Antes de despedirnos de este grupo, al que dejamos sentado tranquilamente en su galería, con la sala de operaciones sin terminar detrás, charlando quizá por última vez si la decisión burocrática se tomaba en su contra, les preguntamos si alguno había oído hablar de la mujer comandante de Herat, la que tenía hombres a su mando. Respondieron con tímidas y educadas sonrisas que significaban que algo así era imposible.
De nuevo nos acostamos temprano después de la última llamada a la oración. El grupo de hombres en la galería cuchicheaba con voz soñolienta. De verdad parecía que todo Chitral durmiese, pero quizás, ojalá, en las casas la gente se divertía, charlaba, tal vez hombres y mujeres. Quizás hubiese alguna fiesta. Sin embargo, todos debían levantarse a las cinco, y en efecto se levantaban a las cinco, de modo que probablemente era hora de dormir. Me acordé de las lamentaciones del jefe de policía por las terribles noches de invierno; ¿acaso eso significaba que las de otoño en Chitral eran festivales de placer?
Quizá la próxima vez que visitemos Chitral todo sea diferente. El emprendedor gerente del hotel está construyendo un salón de té, pues no hay en Chitral ninguno para los visitantes occidentales. Tendrá una buena vista sobre los tejados y los jardines, y más allá del río se divisarán las montañas, que parecen advertimos: «Esto también pasará». Por este valle han pasado los ejércitos de Alejandro Magno y los mongoles. Ahora los rusos están detrás de esa cordillera, a la espera de su turno.
El gerente dice: «Quizás el próximo verano regresen los estadounidenses y todos seremos ricos». Luego se ríe. Comparte la impaciencia tierna de los europeos hacia los norteamericanos por dejar que les pongan nerviosos unas pocas bombas. Dice, como todo el mundo: «Al fin y al cabo en sus ciudades se matan unos a otros todo el tiempo». Se encoge de hombros. Como todos nosotros.
El conductor del todoterreno, es decir, el agente de policía a cargo de nosotras, nos ha dicho que deberíamos filmar la mezquita, con las primeras luces de la mañana, lo que, en ese pozo entre las montañas, sería tarde. Cuando nos pusimos en marcha y preguntamos por el camino para llegar a ella, varios barbudos con turbante fingieron no entender la palabra «mezquita», así que no sabíamos por dónde ir. Regresamos al hotel y nos indicaron el camino y que no hiciéramos caso de los mulás. En el trayecto coincidimos con muchos niños uniformados que se dirigían a la escuela: el mundo moderno. La mezquita es hermosa, clara, espaciosa, elegante, sus cúpulas están pintadas de diferentes colores. Parecía flotar entre los primeros rayos de sol. A cierta distancia ofrece la visión de lo que una mezquita debería ser; pero fue mal construida y ya presenta manchas y grietas. Una pareja de mulás, furiosos de celos, no quitaban el ojo a Nancy mientras fotografiaba su mezquita.
Luego volvimos a encontramos con el tropel de escolares. Detrás de nosotras venía un regimiento de soldados. Se dirigían a otro viejo edificio desmoronado que probablemente fuera el palacio donde los antiguos gobernantes se solazaban. Tenía unos azulejos bellísimos en la entrada; queríamos ir a verlos pero dudamos ante la posibilidad de que fuese propiedad del ejército. Nancy dejó caer un accesorio de su cámara. El oficial a cargo lo recogió con la punta de su bayoneta, se lo tendió con un saludo y con una sonrisa nos invitó a entrar. Seguimos a los soldados hasta un gran patio vacío rodeado de habitaciones que se están derrumbando y en las que los soldados desaparecieron rápidamente. ¿Para qué?, nos preguntamos. ¿Qué hacían los soldados en esas ruinas? Producía melancolía estar allí, en ese viejo palacio, que pronto sería otro montón de escombros que indicarían que una vez allí hubo un palado.
Teníamos billetes para el segundo vuelo que salía de Chitral esa mañana. Parece fácil, pero en verdad significó muchas dificultades y largas colas.
Las oficinas de la línea aérea en Chitral se reducen a un sórdido cubículo cuya galería, de unos pocos metros cuadrados, da cabida a la taquilla de venta de billetes, y a una apretada corriente de gente que sale de un lado y desaparece por el otro. Para entrar en ella hay que ser ágil. En cuanto abre sus puertas, numerosas personas se agolpan contra la taquilla. Cuando nos descubrieron a nosotras, mujeres, en medio de esa masa de hombres, enseguida nos hicieron pasar al interior, donde no pudieran vemos. Nos dieron billetes para un vuelo que ya estaba completo. Siempre están completos. Para salir en avión de Chitral se requiere una habilidosa navegación entre las montañas, y a la mínima sospecha de mal tiempo se suspenden todos los vuelos. Así pues, siempre hay una acumulación de esperanzados pasajeros amontonados alrededor de esa taquilla. Estábamos desesperadas por salir de Chitral. ¿Y si llega el mal tiempo y quedamos encerradas aquí? ¿Y si tenemos que pasar todo el invierno aquí? La otra opción, aunque no en invierno, es un viaje de diez horas por carretera, muy pintoresco, pero tan espantoso que quienes lo han hecho comentan: «Bueno, ciertamente es algo que hay que hacer, pero una sola vez». Las provisiones para pasar todo el invierno hay que traerlas en otoño. A la primera nevada se cierra la carretera, y los aviones pueden volar o no.
Cuando logramos salir de la oficina a contracorriente del resto de la clientela, un muyahid preguntó: «¿Cómo han entrado en la oficina si nosotros no podemos?».
«Verá —dijo Nancy con sencilla dignidad—, somos mujeres».
En el aeropuerto nos despedimos del conductor del taxi y de su pícaro asistente nuristaní con auténtica tristeza. «Eres muy buen conductor», le dije sinceramente, pensando lo bien que había llevado el todoterreno durante horas y horas en esas terribles carreteras. En ese momento el vehículo empezó a avanzar hacia atrás, se había olvidado de poner el freno. La gente se apartaba a saltos del camino, riendo; aseguraron el vehículo y nos acompañaron al aeropuerto. Entonces un hombre vestido con el típico atuendo paquistaní, ese que parece un pijama, nos pidió los pasaportes. Repentinamente Nancy se convirtió en una auténtica hija de la Revolución norteamericana y dijo con arrogancia que no estaba acostumbrada a enseñar su pasaporte a cualquiera que se lo pidiera. Para respaldarla hice notar al señor que no llevaba ninguna identificación visible. El pobre tipo estaba pasmado; por supuesto, era de la comisaría, quería asegurarse de que de verdad nos marchábamos. Hurgó en un bolsillo y sacó un documento con su fotografía donde se indicaba que era de «Seguridad». Estaba doblado en un pedazo de papel viejo. Así pues, le mostramos nuestros pasaportes. Estábamos tristes por irnos de Chitral.
Siendo aquel pequeño aeropuerto de montaña el fin del mundo, no es extraño que los extremos se toquen; no hay cafetería, pero un hombre te lleva en una bandeja el té a donde estés sentada. Luego Nancy y yo fuimos desterradas al purdá a través de inmigración. Hicieron que Nancy desarmase por completo su equipo fotográfico. En cuanto a mí, tuve que quitarme la muñequera de velero que llevaba en la muñeca rota, por si acaso ocultaba drogas o quizás una bomba. Claro está que ese trabajo lo hicieron unas chicas de deslumbrante belleza. Se reían al tantear varias partes de mi anatomía, incómodas pero resueltas. En el aeropuerto de Chitral, el purdá es una pequeña habitación para mujeres y niños. Estaba llena. En el purdá las mujeres se asoman a la ventana y pasan el tiempo abriendo la puerta un instante para ver qué ocurre al otro lado; es un lugar donde escuchas y miras todo cuanto sucede fuera de la habitación donde estás encerrada.
No había un solo asiento vacío en el avión. Bajaron escoltado a un joven alto, de pelo largo, cosecha de los años sesenta, norteamericano, que estaba drogado y atontado, y luego volvieron a embarcarlo. Un hombre de seguridad armado con una porra hizo todo el viaje en la cabina del piloto. Nos preguntábamos si había habido alguna bomba o algún incidente en el aeropuerto del que no supiéramos; no habíamos leído ningún periódico en Chitral.
Bajamos a la neblina de polvo de Peshawar. En el hotel Dean los ventiladores siguen girando en el aire denso. El tiempo se me acaba. Justo antes de partir conocí, no a la mujer instruida que había estado buscando, sino a un profesor. Fue un hombre quien explicó con mayor elocuencia la situación de sus compatriotas femeninas. Era el profesor Mayruh. Había impartido clases de literatura en Kabul y ahora trabajaba en la Universidad de Peshawar. Me dijo:
«He oído que has conocido a los muyahidin. Son grandes personajes, lo sé, pero te digo una cosa, prefiero mil veces ser un muyahid que una de sus mujeres. Un muyahid pasa muchas penalidades, vive sin apenas comida, no tiene ropa de abrigo, si le hieren lo más seguro es que muera, pues no dispone de atención médica, a muchos los matan. Aun así, todo eso es mejor que ser una mujer afgana en uno de esos terribles campamentos. Somos gente de montaña y gente de desierto, estamos acostumbrados a tener espacio, a nadie le falta espacio en Afganistán, ni en los pueblos ni fuera de ellos. Las mujeres disfrutaban de una buena vida antes de la Catástrofe, muy pocas llevaban velo, no estaban obligadas a llevarlo, el poder de los mulás no era nada comparado con lo que es ahora. Una de las tragedias de esta guerra es que los mulos hayan alcanzado tanta influencia. Los afganos no son un pueblo fanático por naturaleza, aunque lo parezcan cuando hablan de la yihad. Es esta guerra lo que ha intensificado lo que antes era sólo un aspecto de su carácter.
»Las mujeres han dejado de cantar —explica el profesor—. Hace tiempo, antes de la Catástrofe, en los pueblos sólo se oía el canto de las mujeres. Ahora están hacinadas como animales en los campamentos, con sus hijos, y no ven fin a la guerra. Sus hombres están combatiendo, las visitan entre batallas, a veces pasan meses sin verlos. Las mujeres se deprimen, al igual que os ocurre a vosotras, y viven con sedantes, cuando tienen suerte y los consiguen. Las obligan a vivir en el purdá y llevar velo, no pueden salir de los campamentos, están controladas por los mulás y las autoridades paquistaníes del campamento. No; no critico a los paquistaníes, sin ellos estaríamos todos muertos, no quedaría ningún afgano».
Luego habló sobre la matanza de intelectuales afganos a manos de los rusos. «Toda una generación de poetas, dramaturgos, escritores e intelectuales ha desaparecido en sus prisiones y desde entonces no se ha vuelto a saber de ellos. Se estaba desarrollando un movimiento literario en Afganistán, algo muy nuevo y prometedor. Toda esta gente ha sido borrada, sencillamente. ¿Por qué el mundo no ha protestado? ¿Alguna vez ha sucedido algo así, que se acabe con toda una generación de intelectuales sin una palabra de indignación por parte de nadie? La lista de sus nombres llenaría esa pared de arriba abajo, todos torturados y asesinados, y ni siquiera un murmullo de protesta».
Finalmente encontramos una mujer a quien podíamos entrevistar y filmar sin la supervisión de ningún protector autodesignado. Lo que hasta entonces había parecido tan difícil de lograr resultó simple, como pasa con todo cuanto se logra después de muchas dificultades. Es difícil imaginar que alguien pueda obligar a Taywar Kakar a hacer algo contra su voluntad. Es una mujer menuda pero vigorosa, decidida, llena de seguridad. Vive en las condiciones comunes de pobreza con sus siete hijos, cinco niñas y dos chicos, a quienes mantiene con su empleo de maestra. Trabaja de firme.
Estaba en Kunduz, al norte de Afganistán, y se incorporó a la Resistencia inmediatamente después del golpe comunista de 1978. Con ayuda de los comandantes de la Resistencia masculina estableció una escuela para adiestrar a los chicos en el uso de armas y explosivos. Fomentó y participó en numerosas manifestaciones contra el régimen comunista y en 1980, cuando los rusos invadieron el país, le encomendaron la tarea de llevar dinero, ropa y comida a las familias de los hombres de Kabul que estaban presos o muertos. Allí encontró trabajo como maestra y se involucró activamente en actividades clandestinas.
Miembros del partido comunista amenazaron con arrestarla, a lo que ella replicó: «Sois unos hipócritas, vuestras palabras son dulces pero vuestras acciones son amargas». Fue arrestada y torturada. No facilitó ninguna información a los rusos. La mantuvieron aislada por ser «un mal ejemplo para las demás prisioneras». No consiguieron sacarle nada, la liberaron y regresó a Kunduz. Allí continuó colaborando con la Resistencia hasta que un hombre que sabía todo de ella fue nombrado oficial del KHAD en Kunduz. Con ayuda de los muyahidin, huyó a Kabul con toda su familia. Cuando le planteamos la pregunta habitual: «Los rusos dicen estar devolviendo la libertad a las mujeres de Afganistán, ¿qué piensas de eso?», se echó a reír y afirmó que antes de la Catástrofe no había ninguna mujer en prisión; ahora las cárceles de Afganistán están llenas de mujeres.
Casi por casualidad salió el tema de las mujeres de la Resistencia. «En Herat hay una mujer que combate con la Resistencia. Su padre fue un defensor de la libertad y lo mataron. Luego mataron a su hermano, que lo reemplazó como comandante. Ella tomó el relevo y formó un grupo independiente de mujeres combatientes. Los muyahidin les dieron armas, y operan por su cuenta y riesgo».
¿Y la mujer llamada Maryam, con tres mil hombres a su mando? Este asunto, que cuando llegamos a Peshawar constituía nuestra prioridad, había perdido su importancia; de pronto parecía frívolo, incluso típico del sensacionalismo occidental.
¿Qué importaba quién estuviese combatiendo? A ellos les traía sin cuidado. Lo que cuenta es la lucha en sí.
De regreso a casa volé vía Islamabad. Si al ir a Peshawar hubiese tenido un asiento tan malo como el que me tocó de regreso, jamás habría conocido ese paisaje que semeja un campo de batalla entre el hombre y la naturaleza.
Pasé una noche en un hotel. El insomnio persiste; estuve junto a la ventana desde la una en adelante, mirando y escuchando. Hacía un calor bochornoso; olía a polvo, a gasolina, a especias, a aguas residuales. Los sonidos, tan diferentes de los de Londres, mantenían alerta mis oídos. También en Islamabad la gente se acuesta temprano, pero en un piso más alto había una luz encendida y durante toda la noche se oyeron canciones. Un hombre cantaba con tristeza y lentitud todos sus anhelos y privaciones. Justo bajo mi ventana se sentaba el vigilante del aparcamiento del hotel con algunos amigos, tres o cuatro. Estos hombres, barbudos, con turbante, serios, tomaban té, se iban, daban una vuelta, volvían, sus voces apagadas eran un murmullo continuo, a menos que un autocar o coche privado saliese del aparcamiento en un intento madrugador por burlar el tráfico. La luz del piso de arriba no se apagó, ni las canciones cesaron. Luego se oyó la llamada del muecín, tierna y melancólica, como la canción del vecino. Formaban un triste dúo.
Cada día que paso fuera de Pakistán lo admiro más. En Peshawar la gente es cínica con respecto a los motivos de este país, dicen que roban la ayuda y las armas de los refugiados, que las autoridades aceptan sobornos, que la mera existencia de los campamentos de refugiados ha impulsado la economía. Puede que sea cierto, pero cuando regresé de Pakistán la prensa informaba de que a muchos trabajadores que Europa aceptó porque le convenía los enviaban de vuelta a su país. Y no sólo Europa, Arabia se deshacía de los trabajadores extranjeros. Conocimos algunos de ellos en Peshawar. Cuántas alharacas hacemos por unos pocos refugiados que recibimos, nosotros, los países ricos de Europa. Sin embargo, el general Zia se ha mantenido imperturbable; no entregará los refugiados a los rusos.
Por otra parte, Benazir Bhutto ha afirmado que si logra llegar al poder les enviará a casa.
Noviembre de 1986
Ahora los muyahidin reciben algunos Stinger, los misiles tierra-aire. No tantos como pidieron; no los suficientes para que puedan ganar, pero el hecho de contar con algunos debe de influir en su moral.
Diciembre de 1986
Cuando este libro está en la imprenta, llegan noticias de que los rusos están dispuestos a iniciar un alto el fuego de seis meses con ciertas condiciones.
Por supuesto, saben que los muyahidin no las aceptarán, en cuyo caso la lucha no se detendrá.
¿Qué tratan de conseguir los rusos? ¿Cuáles son los efectos ya visibles?
1. Cuando en otoño los rusos anunciaron la retirada de una pequeña cantidad de tropas, la gente dijo: «Estupendo, la guerra se acaba», con expresión aliviada y el corolario tácito de que ya no había que preocuparse por ella, no hacía falta ni pensar en eso. Este aspecto de la nueva oferta repite la propaganda rusa desde el inicio de la guerra, toda dirigida a reducir el interés de Occidente, disipar su preocupación por la contienda.
2. Pakistán está más dividido que antes respecto a los refugiados afganos: puede decidir devolverlos (si no lo hace el gobierno de Zia, lo hará otro). Tanto si los devuelve como si no, un país ya inestable se desestabiliza aún más.
3. Algunos muyahidin pueden sentirse tentados a rendirse. Quizás algunos lo hagan, aunque no creo que muchos. En todo caso, el efecto será debilitar y confundir a la Resistencia. Por otra parte, esta misma confusión, un elemento totalmente novedoso en la guerra, puede intensificar la Resistencia o modificar sus patrones.
Claro que los rusos quieren que la guerra acabe, pero quieren que termine con arreglo a sus condiciones. Creo que esta oferta puede tener resultados explosivos, mucho más allá de lo previsto por los rusos. Por ejemplo, si Pakistán se derrumba, para Rusia sería muy tentador invadirla; ¿con qué consecuencias? O la evolución de la situación (en direcciones no previstas por los rusos) podría obligar a una intervención internacional mucho mayor de la que ellos desean. Ciertamente, si los refugiados y los muyahidin son devueltos al país por la fuerza, sólo la más estricta supervisión internacional evitaría un asesinato en masa. Cuanto mayor sea la intervención internacional, más probabilidades habrá de que se establezca un tipo de gobierno que los rusos desde luego no desean.
Es posible que esta oferta encaje en la categoría de la conducta rusa descrita por el militar entrevistado en Peshawar. Son tan inflexibles que, si algo les sale mal, no prueban una táctica diferente, sino que intensifican el método que están usando y, en ocasiones, destruyen lo que tratan de salvar.
Si por otra parte, cuando este libro salga a la luz, se produce un reconocimiento verdadero de las exigencias de los muyahidin, entonces el leopardo ruso aparecerá como si hubiese cambiado sus manchas.
Mientras tanto los afganos, tanto dentro como fuera de su país, necesitan ayuda desesperadamente.
Acabo de enterarme de que la clínica dirigida por Medicina para la Libertad en Chitral obtuvo el permiso del gobierno paquistaní para continuar su trabajo. Se puede enviar ayuda económica a:
Freedom Medicine
941 River Street Suite 201
Honolulu, Hawai 96817.
También a:
Afghan Relief
Registered Charity N.º 289910
PO Box 457
Londres NW2 4BR
O por transferencia bancaria directa a:
Sres. C. Hoare & Co.
16 Waterloo Place
Londres SW1Y4BH
Acc. Afghan Relief#93322000
Enero de 1987