Prólogo

Afganistán es como un escenario iluminado. El mundo entero lo está mirando. Los que estuvimos involucrados en los tiempos de «la Catástrofe» (el nombre afgano para la invasión soviética) debemos recordar lo triste que fue que en aquel entonces los reflectores estuvieran apagados; cuánta tragedia habría podido evitarse. O, para ir más atrás todavía, a una situación de la que he oído hablar a afganos importantes en tiempos del último rey Zair, cuando Afganistán se acercó a Estados Unidos en busca de ayuda para defender a un país que siempre ha sido objeto de disputas, que siempre se ha visto como el paso de Rusia al mar, el escenario para el Gran Juego, un país sin muchas esperanzas de que lo dejen en paz. Era imposible pedírselo a Inglaterra, su viejo enemigo, cuyos ejércitos fueron derrotados por Afganistán tres veces en el siglo XIX.

Si Estados Unidos, el nuevo poder mundial, hubiese incluido a Afganistán en su esfera de influencia, las ambiciones de la Unión Soviética habrían sido refrenadas y Afganistán no hubiese sido testigo de cómo el imperio soviético se expandía sangrientamente hasta sus fronteras; pero Estados Unidos se negó a ver la oportunidad y fue la Unión Soviética quien envió sus espías, sus provocadores, construyó las carreteras necesarias para la guerra y fomentó el poco popular partido comunista, al que luego utilizó como pretexto para la invasión.

La historia está llena de «si sólo», pero éste es amargo. Sí, la influencia de Estados Unidos puede estar fallando, o aún algo peor que eso, pero ¿qué otra opción había?

Durante aquella guerra, la habilidad de la Unión Soviética para desinformar y los prejuicios de Occidente hicieron que Afganistán pareciese un teatro de sombras chinescas; nada era lo que aparentaba, y releer este libro dieciséis años después me recuerda la frustración y la desilusión descritas por un periodista que trabajaba en Peshawar: «Te sentirás como si estuvieses en un saco de caucho; gritarás y chillarás pero nadie querrá oírte». Es exactamente así. No tiene objeto revivir errores del pasado a menos que iluminen el presente. La razón principal para la ceguera de Occidente fue la debilidad ante la Unión Soviética, una blandura que prevaleció a lo largo de la crisis, al margen de los crímenes que hubiera cometido o estuviese cometiendo. Cuando no hicimos la vista gorda ante sus atrocidades, les encontramos una disculpa y nos tragamos su propaganda. Las cosas no han cambiado. Volvemos a ser amigos de la Unión Soviética y estamos encubriendo la cruel historia de aquella guerra. Parece incluso que vamos a apoyar a Rusia en su guerra atroz contra los «terroristas» de Chechenia, tal como hicimos, casi hasta el final, en su guerra contra los «terroristas» de Afganistán.

Poco después de que nuestro grupo saliera de Peshawar, Estados Unidos por fin envió algunos Stingers a los muyahidin que estaban indefensos ante los bombardeos y los habían pedido durante años. Se trata de los misiles tierra-aire para derribar aviones. Por fin terminaría la guerra. Las tropas soviéticas regresaron a casa para participar en la disolución del imperio soviético: la contienda había sido una catástrofe tanto para la Unión Soviética como para Afganistán. La primera hizo su autocrítica por la invasión, que no por su conducta, y los hipnotizados de Occidente despertaron y empezaron a musitar esa vergonzosa frase de disculpa de nuestros tiempos: «Hemos cometido un error».

Afganistán quedó plagado de minas antipersona, lo que hizo más difícil el regreso de los exiliados a sus pueblos en ruinas, qanat destrozados (los antiguos canales de agua), ejércitos de niños analfabetos, grupos de combatientes enemistados. Vale la pena recordar lo que dijo el general (omití su nombre con tanto celo entonces, por miedo a que se me escapara en un descuido y aumentar así el riesgo de que lo asesinaran, que ahora no logro recordarlo): «Algunos de los grupos más fanáticos son los mejores luchadores». Uno de esos grupos era el liderado por Gulbuddin Hekmatyar, que recibía apoyo de Estados Unidos. Hekmatyar hizo que parte de las armas que Estados Unidos les había suministrado acabaran en Irán. Incapaz de trabajar con otros grupos, una y otra vez echaba a pique las precarias alianzas que a duras penas se lograban entablar. Lo más amable que se puede decir sobre la política norteamericana es que estuvo mal asesorada.

Nos enfrentamos a una situación similar. Si se derrota a los talibanes, entonces grupos que ahora son enemigos tendrán, de alguna manera, que llevarse bien, o ese pobre país caerá de nuevo víctima de algún tirano ambicioso o de un hatajo de ellos. Los talibanes son producto de la Catástrofe. Aquellas pandillas de niños de ojos brillantes que nos rodeaban, como a todos los visitantes, implorándonos un bolígrafo y un cuaderno o incluso hojas de papel sueltas, mientras se aferraban a sus Kaláshnikov de madera, no recibieron ninguna educación, sus padres los criaron hablándoles de guerra y venganza, sufrieron toda suerte de padecimientos y terrores; niños inteligentes que si crecieron en los campamentos de refugiados recibieron de un grupo de mulás ignorantes la única «educación» posible, el Corán. Crecieron para un futuro que les negará siempre el acceso al mundo moderno. Los talibanes son fanáticos sin instrucción y sin información. En todas partes del mundo las guerras dejan a su paso hombres y mujeres jóvenes capacitados sólo para matar, torturar y reprimir a la gente, para dar el trato que a ellos les fue dispensado.

La reacción inmediata de Estados Unidos ante el ataque a las Torres Gemelas del Trade Center fue el grito ultrajado de un elefante alcanzado por un dardo envenenado, y amenazas de venganza inminente. Por fortuna, prevalecieron la sensatez y quién sabe si un mejor asesoramiento.

Es difícil aplaudir el plan de enviar fuerzas terrestres a ese país para enfrentarse a soldados que en la guerra aprendieron a luchar medio muertos de hambre, sin tiempo para detenerse, que pueden escalar laderas difíciles para una cabra y además llevando una pesada carga encima. Solamente los Speznaz, el equivalente soviético de las SAS, fueron capaces de combatir con éxito en esa guerra. Los soldados normales, a pesar de su armamento superior, resultaron inútiles. Los afganos ganaron a los ingleses con fusiles antiguos, con su valor y con el conocimiento de lo que ahora llamamos la guerra de guerrillas.

En las montañas hay grutas por todas partes, algunas tan grandes que caben compañías enteras de soldados con suministros de comida y armas; hay fortalezas subterráneas que los rusos nunca encontraron. Sólo es posible ganar esa guerra con el apoyo de la población, y al respecto hay informes contradictorios que dicen que toda la nación celebraría la caída de los talibanes, o bien que la mayoría los apoya.

El admirable general X dijo que la manera afgana de apoyar a los caciques locales (y en guerra, comandantes) mediante alianzas frágiles era una fortaleza, no una debilidad, como lo ve Occidente. En los viejos tiempos, la población de un valle o una montaña podía profesar lealtad a un cacique local y prescindir del gobierno central. Es una posición un tanto comprometida si se trata de conseguir la estabilidad después de la guerra, pues siempre aparece algún gamberro como Hekmatyar. Cuando las cosas se ponen así la gente empieza a invocar para sus adentros la figura de «el Rey», Zair fue un monarca bastante bueno, las cosas iban bien, pero no duró. Los reyes en ese país rara vez mueren en su lecho. Es una historia de complots, golpes de Estado, asesinatos, o al menos así ha sido en los últimos tiempos. ¿Estará la población tan agotada por las guerras, el hambre y la represión como para aceptar un gobierno central si éste resulta aunque sea moderadamente justo y estable? ¿Querrán volver a lo que les sale por naturaleza, a sus viejos hábitos de lealtad a los líderes locales, en quienes al menos pueden influir directamente, una especie de democracia comparada con lo que han conocido bajo los talibanes y los rusos?

Hay un elemento de la mayor importancia que nunca se menciona. Cuando en 1986 se denunció, una y otra vez, que una generación de intelectuales, ingenieros, poetas, dramaturgos, músicos, profesores universitarios había sido asesinada con la minuciosidad que los regímenes comunistas aplican a esas actividades, y que nadie en el mundo se percataba de ello, y mucho menos protestaba, era porque estábamos condicionados a no verlo. Nuestra imagen de Afganistán es la de un país de bandidos de opereta, de comedia musical imaginada en los Balcanes. Cuando estuve en Peshawar conocí a hombres que presentaban ese aspecto, pero que hablaban de la actualidad mundial con desenvoltura, igual que la gente normal, y combatientes o no, de una talla intelectual y moral que no he vuelto a encontrar. Pero persiste la actitud de siempre. León Flamholc vivió y luchó junto a los muyahidin durante un año e hizo una película, pero nadie aquí ha querido presentarla, pues prefieren las películas donde los combatientes aparecen como salvajes asesinos. Una chica inglesa combatió tres veces en Afganistán, durante varias semanas cada vez y en batallas grandes, y aquí no se le ha prestado ninguna atención, salvo por una breve aparición en Woman’s Hour, porque nadie podía creer que los afganos, todos ellos unos verdugos de mujeres, pudiesen tratar a una chica guapa como a una hermana y dejarla combatir a su lado como uno más.

En Afganistán, la clase media educada fue eliminada. No obstante, miles, quizá millones, escaparon y están en el exilio en Inglaterra, Estados Unidos, por todo el mundo. Bush y Blair sólo hablan de reconciliar los grupos en litigio. El profesor Mayruh, que enseñaba literatura en Kabul y luego en Peshawar, fue asesinado al igual que muchos como él, pero ¿qué pasó con el impresionante general X? ¿Acaso nos es imposible, incluso ahora, ampliar nuestras mentes para dar cabida a la idea de que existen afganos educados y con experiencia del mundo moderno?

No he mencionado al archiconspirador Osama Bin Laden, pues mucha gente piensa que es sólo una araña en una gran telaraña. Nos han dicho que estamos luchando contra el terrorismo mundial, ¿no parecen historias de una mente dada a la fantasía? Hay un mito que dice que, cuando un héroe luchador muere, cien hombres armados surgen en su lugar.

Estamos gobernados por personas, y eso es algo que en Inglaterra, un país convencido de que la retórica son los hechos, donde pensamos, como los aprendices de mago, que decir algo lo convierte en realidad, lo tenemos muy claro.

La guerra en Afganistán puede llevar al bombardeo (esperamos que) quirúrgicamente preciso de objetivos estratégicos, puede acabar con los talibanes, hasta puede incluso que sirva para dar caza a Bin Laden, pero ¿qué ocurre con el plan de acabar con el terrorismo internacional? Los hay que antes eran terroristas y ahora ocupan posiciones de poder en Israel e Irlanda del Norte. Nelson Mandela fue tratado como terrorista durante años, al igual que Keniata, quien después se convirtió en el padre de Kenia. ¿No hará falta un poco de cuidado, tal vez incluso algo de humildad? ¿Qué tal una pizca del sabio y viejo sentido común?

Y también algo de escepticismo. Un veterano de la guerra de 1914 me advirtió, al principio de la Segunda Guerra Mundial: «Recuerda que en toda guerra la primera baja es la verdad». Había nacido un cliché; siempre lo he recordado, y resultó ser un consejo muy útil.

DORIS LESSING

7 de octubre de 2001

Nos acaban de decir que el bombardeo de Afganistán ha comenzado.