Lasartes entra en combate
Mientras todo esto sucedía en la puerta este, la puerta sur se abrió sin que mediara rebelión alguna. De ella salieron dos guarniciones pesadas de mil doscientos hombres cada una y trescientos jinetes con jabalinas negras. Avanzaron por la muralla exterior hacia las huestes atacantes. Y a ese contingente se le sumó una enorme compañía de lanceros y espaderos ligeros que acampaban fuera de la ciudad. En total más de ocho mil hombres que remontaban desde el sur hacia el este los alrededores de la ciudad.
Cuando Dárrel fue informado de lo que se les venía encima sintió que debían hacer algo. Górcebal se había colocado al norte, Patrio estaba frente a la puerta pero bastante separado de las murallas, sin embargo él tenía a sus hombres muy divididos, unos contra las murallas, otros, como Gaelio, posicionado junto a Górcebal y los Glanner y él mismo en tierra de nadie, en el centro. Todos esperaban algo que no terminaba de suceder: que las puertas del este se abriesen.
Los arqueros en el muro y la presión de las tropas a caballo, sin tener ellos una línea defensiva bien orquestada, fueron letales cuando el contingente de armaduras pesadas llegó donde estaban apostados los rebeldes. Fueron los hombres de Akash los que se toparon con la línea de armaduras pesadas, mientras que las compañías de lanceros y las divisiones de espada abrían el frente hacia los demás contingentes.
—Debemos huir —dijo Dárrel a uno de sus mensajeros—. Debemos reagruparnos y aniquilarlos lejos de los arqueros del muro. ¡Decídselo a Akash!
Akash estuvo de acuerdo, el problema fueron los Glanner, que andaban en vanguardia de su propio destacamento y no había forma de avisarlos. Se habían separado del muro y habían rodeado a los hombres de Akash con la buena intención de sujetar por otro flanco al destacamento de enemigos recién llegados. Gaelio envió a un soldado a llevarle el mensaje de retirada a los Glanner, pues también veía que lo prudente era replegarse, juntar filas y aniquilar a las guarniciones pesadas desde una presión grupal.
—¡Retirada! —gritó Akash.
Como quiera que el empuje natural de las tropas trataba de evitar que se retirasen, la mejor forma de hacerlo era en dirección norte siguiendo el perfil de la muralla. Pasaron por el umbral de la puerta este, donde más de uno se atoró en un barullo de hombres huyendo, y después se apostaron contra las murallas mientras observaban el avance de sus enemigos. Por fortuna las armaduras pesadas no avanzaban con velocidad. No así los que iban a caballo con aquellas jabalinas que tanto daño hacían si se lanzaban con habilidad.
Echados contra el muro por culpa de los jinetes que los acosaban mientras respondían al ataque de las tropas recién llegadas, los hombres de Akash, aislados de los Glanner y de las tropas de Patrio, ganaron en comodidad cuando las guarniciones de arqueros preparadas por el hijo de Lord Véleron estaban logrando estorbar la tarea letal de los arqueros subidos en la muralla.
—Está funcionando, los arqueros de Patrio logran molestar a los de arriba.
Por esa circunstancia no les extrañó que durante unos instantes ninguna flecha en absoluto cayese sobre ellos. Entonces los capitanes gritaron el relevo y los hombres de vanguardia cruzaron las filas y retrocedieron al muro para descansar. Entre ellos un sudoroso capitán Akash trataba de buscar descanso con la espalda pegada a las piedras lisas. Las armaduras pesadas eran muy complicadas de superar, y los presionaban mientras la caballería seguía soltando las jabalinas. Les habían cortado la retirada y solo la intervención de las tropas de Patrio, los Glanner y Gaelio podría sacarlos de allí.
En esos instantes se escuchó una detonación, callada por lo espeso de los muros, pero sonora, cavernosa, como para que le vibrasen las costillas a todos los soldados que permanecían cerca de su origen, en la muralla de Venteria. La superficie de aquella pared vomitó, y se derramaron hacia ellos toneladas de piedra. Muchos hombres, entre los que se contaba el capitán Akash, fueron sepultados por una avalancha de piedras de al menos quince metros de anchura y otros tantos de altura. La muralla en ese punto se había venido abajo. Sobre la polvareda que se elevaba en los escombros, una silueta apareció ominosa y titánica, enmarcada por el portal de murallas rotas en sus flancos.
—¡Fijaos, es Lasartes!
No era la primera vez que los hombres que combatieron en Debindel veían al enorme Cancerbero Abisal. Quien quiera que alguna vez en su vida contemplase un ser descomunal como aquel, seguro que en años no dejaría de verlo aparecer en sus pesadillas más horrendas. Impresionaba tanto que los propios atacantes, las guarniciones que ahora estaban en pleno combate, detuvieron sus acometidas. Muchos caballos se desbocaron, relinchaban aterrados y sus jinetes caían como aceitunas de un olivo que se varea. El imponente Lasartes puso un pie fuera de la escombrera de la muralla y aplastó con él a un moribundo que tenía el pecho machacado por una piedra. Su cráneo crujió por el peso del gigantesco Cancerbero Abisal.
Esbelto pese a su tamaño, la piel broncínea contrastaba con aquella sombra que ocultaba su cabeza, donde dos ojos malévolos de intensa luz malvada parecían observar la nimiedad de sus enemigos. Estar a sus pies impedía tener una idea exacta de las proporciones equilibradas de su cuerpo, pues su enormidad provocaba que contemplar aquellas piernas evocase moles como columnas, como troncos de árbol los brazos, como peñones sus hombros. Era similar a una de esas estatuas de los grandes templos. La diferencia temible es que se movía y provocaba destrozos.
—¡Retirada! —gritó Dárrel sin vacilar en la intención, pero sin saber muy bien por dónde evacuar a sus hombres.
Los hombres que mandaba Akash vieron el aplastamiento de su capitán y de sus compañeros. Rápidamente adoptaron la premisa de seguir a los de Dárrel. La orden de retirarse además parecía lo más sensato. Pero Lasartes, a patadas, se llevó por delante a muchos soldados que intentaban huir y que veían cómo sus cuerpos salían disparados por la acometida de los golpes del gigante. Algunos reventaban desde el momento en que las poderosas tibias entraban en contacto con sus cuerpos. Otros era en el aire donde se descoyuntaban, retorcidos por la fuerza de haber recibido aquella embestida. El griterío que se formó en la huida desesperada de quienes estaban a sus pies podría asemejarse al que provocaría un desastre natural.
Lasartes realizó un movimiento extraño con su mano que procuró por unos instantes una luminosidad fugaz encima de su brazo, unas runas fogosas que se desvanecieron al instante dejando en su lugar la aparición de su gran espada. Mientras contemplaba la estampida de sus enemigos, la usó para destrozar a seis hombres que tenía cerca en un grupo de unos veinte. Pero el sablazo vertical del arma no mató solo a los seis hombres a los que machacó con sus más de tres metros de longitud, como si un arado invisible corriera por el campo, el corte de aquella arma fabulosa parecía propagarse en el aire y en la tierra, una zanja de casi cincuenta metros de longitud, más allá de la punta de la espada que ahora estaba inserta en ella, se abrió al instante y mató a todo el que estaba en esa trayectoria. Los cuerpos se desgajaban al ser impactados por aquella energía afilada y abanicos de sangre se esparcían y rociaban los campos de muerte.
Gaelio desde la posición de las tropas de apoyo, vio aquella nube negra que permanecía pegada al rostro del gigante y observó sus movimientos letales. El pánico le impedía acaso el acto de tragar saliva y sintió que se enfrentaban a una pesadilla que aniquilaba cualquier esperanza. Antes de la aparición de Lasartes pensaba rodear con sus tropas a las guarniciones pesadas. Desistió. Estar cerca del Cancerbero Abisal era desear ser despedazado con su espada mágica, o ser víctima del aplastamiento atroz con que pateaba los cuerpos que lo rodeaban.
—Retirada —sentenció Dárrel sin casi energía. El maestre estaba tan sobrecogido por la visión de aquel gigante aparecido en la muralla que no reaccionó.
Gaelio entonces gritó con más energía.
—¡Retirada!
La formación de armaduras pesadas reaccionó por fin a la estupefacción de ver en acción a su aliado gigante y trataron de evitar la retirada de los hombres del muro. Patrio ordenó a sus arqueros atacar a Lasartes mientras el grueso de las tropas de Górcebal venían desde el norte para auxiliar la salida de los hombres de Dárrel. Las tropas unidas eran superiores en número a las que se les oponían, hasta que sonaron fanfarrias. Gaelio, desde su posición, logró ver una humareda despuntando hacia el sur. Por allí se aproximaban el grueso de tropas de las alguacilerías del oeste y las murallas. Viendo que por los pasos no podían cruzar hacia la puerta este, con muy buen criterio decidieron salir a campo abierto por la puerta oeste y la sur, para esquivar las revueltas y emboscadas que Dontelio había sembrado en todos los barrios en los que apostaba a sus hombres. Eran un contingente bien nutrido, la mayoría lanceros y espaderos con aquellas armaduras negras ligeras. Eran muchos soldados, muchos más de los que habían imaginado ideando el plan.
—Si nuestros hombres no salen de ahí estamos perdidos. Ese ejército conectará con las guarniciones pesadas y no hará falta Lasartes para aniquilarnos.
—Mi señor, ese gigante destroza incluso a sus propias tropas, no podemos dañarlo, las flechas no penetran su carne en su mayoría y las pocas que logran clavarse en esa piel resistente parecen inocuas, ni lo molestan.
Lasartes seguía repartiendo espadazos cortantes que levantaban charcos de sangre mezclados con acero de armaduras y carne, dejaba surcos y más surcos en el piso. Entonces se irguió y unió sus manos. Respiró hondo. La espada se llenó de luz azulada como si le hubiese caído un rayo de una tormenta. No hubo quien en aquel campo de batalla que no se detuviese a mirar con terror de dónde procedían aquellos parpadeos como de relámpago que oscurecieron la claridad del día gris. La proyectó con violencia en el suelo, y la tierra crujió. Se sintió un temblor que parecía restregar rocas gigantescas unas contra otras debajo de aquel campo de batalla. La luz entonces se hizo más y más intensa y tuvo un coro de gritos mientras se expandía.
La desorientación era tal que no había enemigos o rivales, todos querían ya salir de allí. Los muertos por aquella salvaje intervención del Cancerbero Abisal, troceados por el campo, después de recibir el impacto de aquella luz, se contaban por cientos. Soldados, adversarios y amigos, por igual masacrados por una energía que no era acaso comprensible para ellos. El viento se llevaba la humareda levantada y los muertos aparecían ante los ojos de sus compañeros. Entonces, los soldados supervivientes por estar alejados del foco de la detonación, percibieron un fenómeno inquietante. Era aterrador; aquellas nieblas, debido a alguna reacción extraña a la energía después de la explosión, poseían un tono anaranjado. Eran humos cálidos como los de una terma.
—¡Por todos los dioses, es sangre!
Partículas diminutas de sangre hervida, como polvo, tamizaban el aire ligadas al polvo. Cuando se pegaban a las armaduras semejaban óxido.
—¿Qué locura es esta? ¿Acaso los dioses no se apiadarán de nosotros?