CAPÍTULO 61

Mecanismo de defensa

El objetivo principal de los rebeldes dentro de la ciudad era abrir las puertas del este, más allá del control militar de los barrios adyacentes. Si lograban abrir las puertas para que las tropas penetrasen en Venteria, allí los combates urbanos podrían ser mucho más igualados que una batalla a campo abierto, teniendo en cuenta la capacidad bélica que demostraba Rosellón y su ingente capacidad reclutadora con los libertos a su disposición. La mejor estrategia era fomentar el caos en un barrio complicado, de calles estrechas y accesos dificultosos. Si lograban adscribir a los ciudadanos a su causa, al motivarlos precisamente con esas tropas invasoras, Venteria podía sucumbir.

El jefe de la guarnición de la puerta este, al escuchar las campanas de alarma puso en marcha la estrategia defensiva que Blecsáder había aconsejado al rey cuando diseñaban el sistema para asegurar las puertas principales de la ciudad frente a una eventual revuelta.

Rosellón conocía los riesgos de una revuelta interna y había dispuesto un sistema para que las puertas estuviesen protegidas. Blecsáder había ordenado construir unas fosas en las que estuvieron trabajando durante semanas con la excusa de realizar reparaciones en los cimientos de la muralla.

El proceso era muy sencillo y el jefe de la guarnición lo cumplió a rajatabla. Primero los soldados colocaban un listón de hierro delante de la puerta en la cara interna de las murallas. Después agarraban unas cadenas situadas en los extremos de la puerta, en unos pozuelos construidos en la reforma. Esas cadenas se unían en grandes argollas. Debían trabar las argollas al listón de hierro. Lo hicieron temerosos porque escucharon rugidos venir del suelo de aquella plaza. De pronto las argollas les pesaron muchísimo y las cadenas se tensaban. Los habían advertido de que debían ser muy rápidos al colocar las cadenas en el listón. Después simplemente debían descorrer una compuerta parecida a la de las acequias. Esas compuertas dejaban abiertos dos agujeros con aspecto de gran desagüe. En cuanto lo hicieron los rugidos fueron más audibles. Una tromba de sonidos graves, como un galope desbocado bajo los suelos dio como resultado que no menos de cuarenta bestias silachs fuesen vomitadas por aquellos agujeros.

Las bestias, con sus ojos brillantes y sus cuerpos nervudos, estaban todas encadenadas por el cuello y rápidamente tensaron las argollas a las que estaban sujetas. De tal forma que, para abrir las puertas de la ciudad, habría que matar a los silachs que, como perros guardianes, protegerían con su frenesí asesino los umbrales estratégicos. Las cadenas de los monstruos eran largas, lo que les confería movilidad y los convertía en blancos muy complicados para hostigarlos con flechas o cuchillos, y su voracidad, seguramente incrementada por el hambre, nublados por esa ansia de contagio, intimidaba. Conseguían a saltos arrimarse hasta la mitad de la plaza que servía de porche de recepción en esa zona de la ciudad. A esto había que añadir una guarnición de arqueros que hacían guardia en cada puerta y a la que ahora, con las campanas de alarma sonando, se habían sumado más efectivos. Subidos al corredor de almenas en la muralla, los arqueros tenían la doble tarea de defender ambos lados del muro.

Cuando Elgastán y los suyos llegaron a la plaza y vieron a las bestias allí encadenadas recibieron un jarro de agua fría sobre sus intenciones.

—¡Silachs!

—Para matar a esos bichos tendremos que acercarnos y seremos un blanco fácil para los arqueros, ¿qué hacemos, Elgastán?

A Elgastán y sus hombres les llegaban ya los sonidos de los ejércitos aliados desplazándose al otro lado de la muralla, a la espera de que ellos lograsen abrir las puertas.

—Debemos atacar. No tenemos otro remedio. De esto depende la invasión.

Elgastán comprobó la terrible habilidad de los silachs para la muerte. Cuando sus hombres se arrojaron contra las bestias mientras les llovían flechas, compusieron una aterradora masa de individuos atacados por el terror. Cuando intentaban herir a las criaturas, estas saltaban, se escurrían o les destrozaban las piernas a zarpazos repentinos colocándose a cuatro patas. Los soldados de Elgastán recibían las zarpas que se hendían en sus carnes y gritaban sabedores de que estaban condenados a la transformación. Sus gritos expresaban un pánico que helaba la sangre de quienes en las calles cercanas a la plaza detenían sus tareas sorprendidos ante los tumultos que generaban caos en el barrio.

La primera línea de cincuenta hombres que intentaron acabar con los silachs prácticamente pereció al completo en las fauces de las criaturas, sucumbieron por los cortes de sus zarpas inclementes, o atascados también en las cadenas de las bestias. La violencia y rapidez de los movimientos de los monstruos convertía los eslabones en dientes de sierra. Las criaturas mostraban inteligencia. No agotaban toda la cadena, esperaban retirándose a veces hacia la puerta, para provocar a los soldados y que entrasen en la distancia y así poder lanzarse sobre ellos sin que las cadenas les evitasen el festín.

—¡Retirada! —gritó Elgastán. Había comprendido que aquel problema no podría solucionarse atacando frontalmente. Las convulsiones de los heridos que no saciaban la voracidad de las criaturas ahora les heló la sangre pues comprobaban lo rápido que actuaba la maldición.

—Estamos aumentando sus posibilidades defensivas. Necesitamos arqueros hábiles en los tejados de las casas para que les den caza. ¡No os acerquéis a ellos, lanzad cuchillos o hachas, pero no os acerquéis!

Era tal la inutilidad de las tropas contra los silachs que los arqueros de la muralla prácticamente centraban la atención en las tropas del exterior, y cada instante y flecha que volaba en aquella dirección provocaba en Elgastán el desgarro de no estar cumpliendo con su deber.

Sin embargo no comprendía el propio Elgastán la magnitud de los sucesos en Venteria. Aquellas proclamas y el primer acopio de reclutas que había sido exitoso no fue más que una llamada, y lo que se desencadenó después superaría todas sus expectativas.

Sucedió que gran parte de sus hombres, repelidos por el miedo a los silachs, se dispersaron en la retaguardia y acudieron a las calles superiores; allí, grupos de ciudadanos en corros los acribillaron a preguntas.

—¿Cómo va? ¿Está el ejército de Remo ya dentro?

—No podemos abrir las puertas, Rosellón nos arroja bestias silachs. Las tenía encerradas en las murallas.

—¿Cómo es posible que ese loco defienda con silachs las puertas?

El pueblo se levantó. Fuese por los rumores de los silachs en las puertas, fuese porque realmente estaban convencidos de que Rosellón era un tirano disfrazado de benefactor, tal y como promulgaban los voceros de Elgastán, fuese en parte también por los conflictos generados con los esclavos libertos que habían abusado de su renovada posición de poder como soldados al servicio del rey, o del propio abuso de los nuevos alguaciles; el caso es que cuando el mensaje de que se estaba luchando por la liberación de la ciudad caló en los barrios más desfavorecidos, cuando sonó el nombre de Remo, hijo de Reco a las puertas, no un noble o un rey, sino un militar abnegado con fama de tener el favor de los dioses para vencer, comenzó una marea de voluntarios que buscaban conectar con los rebeldes, darles apoyo y tratar de derrotar a las durmientes facciones del ejército del rey, que todavía no llegaban a entender la gravedad del ataque.

Sucedió en algunas plazas donde se combatió. De pronto la guardia era alertada y cuando iba al lugar en cuestión veían a sus vecinos armados, formando parte de aquella revuelta, y comprendía que se estaba jugando el dominio de la ciudad. Sí, en algunos lugares el cambio de mano fue masivo y muchos soldados de la guardia, sobre todo los más fieles a los antiguos alguaciles, se involucraron con los rebeldes y ahorcaron incluso a sus nuevos líderes. Dontelio y los suyos insistieron mucho en la tarea de los voceros que iban a las tabernas y a los mercados. Gritaban que era la hora de liberar Vestigia de los usurpadores, que la Alianza del valle de Lavinia estaba a las puertas de la ciudad reclamando la justicia que Rosellón Corvian había pisoteado con su invasión. Que el tirano usaba a los silachs contra ellos, que el dolor sufrido en el invierno por aquella terrible plaga que los había sobrecogido no fue un castigo de los dioses, sino un plan de Corvian para entrar en Venteria. Que Remo, el que sobrevivió al agua hirviendo y defendió la fortaleza de Debindel, venía a liberar la ciudad.

Sin embargo no todo fue un apoyo unánime a la causa rebelde. Muchos defensores del nuevo rey fueron a advertir a los alguaciles, los esclavos que estaban ya tocando con los dedos la libertad que Rosellón les había prometido, y muchos detractores del anterior régimen se alzaron frente a la mayoría de ciudadanos para apoyar a las tropas organizadas que parecían ademas otorgar ciertas garantías de victoria por contar con la fortaleza del rey y sus recursos bélicos.

Pese a estos hechos, las tropas que normalmente ejercían de policía de la ciudad y los militares que ya de por sí Rosellón tenía apostados en Venteria conformaban un contingente muy nutrido que, cuando estallaron los sonidos de alarma en las murallas y les llegó el rumor sobre los asaltos a las alguacilerías del este, reaccionó.

En el monte Primio era donde estaba la jefatura de toda la red de alguacilerías. El capitán de guardia aquella mañana, un imponente esclavo liberto que se había ganado a pulso el título de capitán después de varias hazañas logradas en la batalla de Lamonien no dudó un instante en alertar al palacio y llamar a todos sus hombres para prestar auxilio a la puerta este de la ciudad.

—¿Vienen con maquinaria de asalto? ¿Tienen torres? —Esas fueron las primeras preguntas.

—Mi señor, pretenden abrir las puertas con la confabulación de sus secuaces aquí en Venteria, no traen torres de asalto ni catapultas.

—Que los alguaciles hagan su trabajo.

No fueron conscientes de que habían caído las alguacilerías de la zona hasta bastante después de que se escuchasen las campanas de la muralla por segunda vez.

Dontelio contaba con esto y tenía una estrategia pensada para contener a los hombres de la guarnición interna. Camino a las barriadas del este había dos puntos de acceso a los barrios fundamentales para acuartelarse, los puentes que cruzaban el río y las pasarelas de madera junto a los talleres de forja. Los rebeldes, la noche anterior, ya habían saboteado uno de los puentes serrando las vigas. Ahora tan solo quedaba completar el trabajo y antes de que el primer soldado de la guarnición interna pisase las barriadas, aquel puente estaba ya desmayado sobre las aguas, donde poco a poco se descomponía. Esto obligaba a las tropas a cruzar por el puente más estrecho, por las pasarelas o tener que ir a la zona de los templos y cruzar hacia las inmediaciones de la cárcel de Ultemar por uno de los puentes elevados en el precipicio. Lo más cómodo para una enorme cantidad de soldados, desde luego, no era remontar todo el Primio alarmando a las gentes pudientes de la ciudad. Por eso los rebeldes apostaron por las pasarelas y el puente estrecho como puntos de entrada.

Gentes con cuchillos, hachuelas, trinchadoras, rastrillos, picos, puñales de toda índole, incluso hondas con piedras y puños desnudos acudieron en marea a la puerta este persiguiendo los rumores que poblaban desde el barrio más pobre al más rico en Venteria sobre las tropas que intentaban entrar a la ciudad para dar un golpe, bloqueadas por los monstruos que habían traído la desgracia durante todo el invierno, esas mismas abominables criaturas que mataron a sus familiares o vecinos.

Lo primero que hicieron fue una fila de antorchas que sí que logró molestar e intimidar a los silachs. Cuando los tuvieron arrinconados contra la puerta, pese a la lluvia de flechas que caía sobre ellos, cientos de hombres y mujeres en la plaza empujaban el fuego contra las criaturas y lograron doblegar a las bestias, que se lanzaban a atacar a la masa saltando por encima de las llamas. En ese momento, eran trinchados por lanzas largas y a poco que no lograban retroceder, eran rematados de inmediato por la suerte de objetos punzantes de la gente llana del pueblo.

Elgastán pensó que estaba cerca, que podría abrir las puertas. Pero entonces llegó él… y todo cambió.