Falsas experiencias
Después de supervisar el encadenamiento de Lorkun, Blecsáder pasó a la celda de Sala.
—Sala, volvemos a encontrarnos y vuelves a estar presa bajo mi dominio. ¿Recuerdas Sumetra? Seguro que no lo has olvidado.
Sala intentaba ser inexpresiva con su rostro. Calculaba las posibilidades de atacarlo ahora y acabar con él, pero también pensaba en la instrucción de Remo. Antes de meterlos en las celdas, les habían quitado todas las armas. Un tipo calvo las apiló en su regazo y se las llevó seguramente a un armero cercano. Sala esperaba poder encontrarlo y hacerse con la espada de Remo para volver a usar su energía cuando hiciese falta. Alabó la prudencia y estrategia de su hombre, para quien calcular el uso de la piedra debiera ser ya algo sencillo y habitual. Pensó que tal vez ella se habría precipitado.
Mientras pensaba en todo esto, Blecsáder sacó un puñal de su cadera y lo tendió a uno de los soldados que la habían confinado.
—Mátala.
La mujer, con grilletes en las manos, vio cómo el carcelero se le acercaba. Cuando recibió el cuchillo en la barriga se inclinó de inmediato y terminó por caer al suelo mientras boqueaba sin aire.
—Acabemos con Remo, tenemos pensado colgarlos para que los vea el pueblo, así que dejad el cadáver aquí.
Salieron de la celda. Sala sonrió. Gracias a la piedra de poder, su herida se había curado al mismo tiempo que fingiera aquella debilidad que la derribaba al suelo entre estertores agónicos. Esperó un poco para que se alejasen. Romper la cerradura con aquella fuerza prodigiosa tampoco habría sido difícil pero sus carceleros, al estar seguros de que la habían eliminado, ni tan siquiera habían cerrado la celda. Caminó por el corredor un poco perdida, sin saber cuál de aquellas escaleras la conduciría a los confinamientos de sus compañeros. Probó con una y llegó a un patio ciego; allí una estancia iluminada le mostró el almacén donde se organizaban las cadenas, los cierres las argollas y demás utensilios para las mazmorras. Se coló con la esperanza de recuperar su arco y la espada de Remo.
—Quieta o te mato.
La voz le vino desde atrás. Un hombre uniformado con el peto de cuero y tachuelas metálicas de los carceleros la amenazaba con un garrote acabado en una punta de acero.
Sala le dio un puñetazo tan rápido que el tipo mantenía los ojos abiertos todavía cuando la sangre de la nariz rota comenzaba a esparcirse y se dividía en riachuelos que le rodeaban la cara, mientras caía derrotado hacia atrás, al borde de la inconsciencia. Sala rebuscó con velocidad en aquella estancia.
—¡Genial! —exclamó la mujer.
Encontró la espada de Remo y su arco. Observó la carga de energía en la piedra. Pensaba con rapidez. Si él no había usado aquella carga tal vez con la esperanza de que pudiera servirle más adelante, ahora era probable que estuviera ya muy debilitado. Si lo trataban como a ella…, debía encontrarlo.
Agarró al guardia inconsciente y lo levantó del suelo; después de darle una bofetada, se espabiló un poco.
—¿Dónde está Remo? —preguntó con agresividad.
—En las… en las mazmorras de castigo… en…
El hombre intentaba explicarse, y Sala blandió la espada de Remo para amenazarlo, se puso su arco a la espalda y lo instó para que la guiase hasta allá. Se escuchaban gritos y restallidos que molestaban en los oídos al acercarse a una de las celdas de la que provenían voces. Estaba abierta, no había centinelas. Sala supo que estaban torturando a Remo. Sintió que la sangre le hervía de furia en las venas. Agarró la boca y nariz del centinela y lo mató sin vacilar. Hundió la espada en él con más dificultad de la que esperaba y adivinó que su fuerza flaqueaba. Murió en pocos instantes y pudo Sala ver cómo aquella misteriosa joya de la empuñadura adquiría un tono rojizo aún más intenso que el que ya poseía.