Preso del mal
A Lorkun lo colgaron de grilletes anclados en el techo de una mazmorra. Apenas la punta de sus pies podía tocar el suelo para aliviarle la picadura del metal sobre sus muñecas. Era doloroso sentir cómo los grilletes le cortaban la circulación de las manos y le herían la piel. Dos carceleros, después de bañarlo, se mofaron de él mientras lo colgaban. Recibió precisamente la visita que esperaba. Braman Ólcir.
—Dejadnos a solas —ordenó mientras los carceleros salían de la estancia.
Braman se retiró la capucha y Lorkun pudo ver la palidez de su piel que contrastaba con la negrura que habitaba en sus ojos. No era una negrura natural. Esos ojos carecían de distinción alguna entre la pupila y el resto del ojo. Negros por completo, resultaban adversos y desnaturalizados, como las arrugas que en su rostro de cuando en cuando aparecían para mostrar sus muecas. Era precisamente lo que necesitaba ver. Se preguntó cómo les estaría yendo a Remo y a Sala. Estaba tranquilo porque sabía que sus amigos dispondrían durante un tiempo de la ayuda de la piedra de poder. Estaba convencido de que ellos estarían preocupados por él.
—Bueno, Lorkun Detroy, te confieso que este encuentro para mí tiene especial interés. Deseaba conocerte desde hace mucho tiempo. He perseguido tu pista durante meses. De hecho le hice una visita muy ilustrativa a tu querido Birgenio. Él fue quien mejor me guio para saber cuáles eran tus planes, esas ideas locas sobre la Puerta Dorada. Reconozco que eres osado en tus planteamientos.
Lorkun no respondió. Lo miraba con inquietud estudiándolo. Esos ojos negros no eran normales, estaba seguro de que aquello tenía que ver con el conjuro idonae.
—Has jugado con fuerzas demasiado oscuras incluso para ti, Bramán Ólcir.
Estaba agobiado por una circunstancia especial. Además de colgarlo de aquella forma incómoda, desnudo, Lorkun no tenía ya dibujadas las runas en el cuerpo. Los carceleros le habían lavado los brazos concienzudamente e intuyó que era por deseo expreso de Bramán.
—Sí, Lorkun, yo ordené que te quitasen con jabones esos símbolos arcaicos con los que tenías adornados los brazos. Esa magia rúnica no puede ayudarte ahora.
—Sé quién eres, sé lo que has hecho con Rosellón Corvian, y sé cómo detenerte.
Ahora Bramán sonrió provocando esas arrugas repulsivas en su rostro.
—Lo que yo sé, Lorkun Detroy, es que en esa cabeza descansan ciertos conocimientos que yo deseo. Si estás vivo es precisamente porque deseo que compartas conmigo particularmente uno de tus poderes. No me impresiona la llama de Kermes, hasta un sacerdote de nivel medio de la Orden de Kermes puede convocar las llamas en sus manos.
Bramán se acercó a Lorkun.
—Lo que no puede hacer nadie y tú sí es curar la maldición silach… Eso es lo que quiero que me cuentes con detalle.
Lorkun trataba de concentrarse. Sabía que de algún modo el brujo iba a intentar asaltarle la mente. Le dolían los brazos, tenía la sensación de que ya no sentía las manos, le habían borrado las runas de la piel y, sin embargo, Lorkun no se daba por vencido. Memorizadas en la cámara secreta, después de muchas lunas de entrenamiento, después de consagrar su vida a la búsqueda de la compensación del Pacto de las Cinco Montañas, Lorkun no podía admitir que todo se hubiese perdido. No después de lo lejos que había llegado, de cruzar los umbrales del mundo y visitar al oráculo en la legendaria isla de Estépal. Necesitaba liberarse de esos grilletes.
—Eres bueno protegiendo tu cabeza, se te nota acostumbrado a la meditación y la disciplina.
Ahora Lorkun sintió vértigo, una sensación de arrojo al espacio, un pánico que le penetraba por el estómago y las costillas. El brujo estaba intentando asaltar su espíritu, debilitarlo. Lorkun supo cómo protegerse de forma natural. En cambio esto le impedía intentar soltarse de sus ataduras. Cuando en su cabeza pensaba en las runas necesarias, dejaba la puerta abierta para ese pánico que Bramán usaba para captar sus recuerdos y conocimientos. Sus fuerzas menguaban y tarde o temprano no podría oponerse al brujo, por lo que decidió dejarle pasar a cambio de intentar la locura que su instinto le decía que podría funcionar y brindarle una opción de enfrentarse cara a cara a Bramán.
Se concentró en esos dibujos que tantas veces había practicado sobre su piel. Después de tener las runas en la cabeza, visibles, Lorkun pensó en las rutinas de movimientos de sus brazos, en los movimientos exactos para conjurar el fuego de la llama de Kermes.
—No te resistas, Lorkun, sé que fuiste a la isla de Azalea, sé que después has estado persiguiendo el mito de la Puerta Dorada. ¿Qué es lo que deseabas descubrir?
Lorkun notó cómo se calentaban los grilletes. Funcionaba pero aquel vértigo al que lo sometía el brujo le hacía mucho más difícil la tarea. De hecho desfalleció en varias ocasiones y no pudo evitar que Bramán penetrara su mente.
—Así que allí en la isla pasaste unas pruebas y… entraste en la cámara secreta. Todo un día y una noche. Manejaste un fuego fatuo, un fuego oscuro, interesante.
Lorkun pensó que debía soltarse de los grilletes con urgencia. Cuando aplicaba su mente en visualizar las runas y los movimientos para usar sus poderes, dejaba la puerta abierta a Bramán, pero no tenía otra opción.
—Fabuloso… en esos muros había textos compilados, innumerables conjuros.
Ahora el brujo parecía realmente fascinado.
—Tú perseguías la maldición, despreciaste tantos y tantos otros conocimientos… te centraste en unas runas concretas.
Bramán sacó de sus hábitos un pequeño carboncillo y un pedazo de papel y comenzó a dibujar esas runas que descubría al sacarlas de la mente de Lorkun. Quizá fue por este motivo por lo que no advirtió cómo los grilletes se tornaban incandescentes y cómo salía humo de la piel de las manos de Lorkun. Garabateaba con energía y estaba concentrado en la conexión que tenía con la mente de Lorkun. Entonces se escuchó un ruido metálico. Los grilletes habían saltado al rojo vivo y el cuerpo de Lorkun se estrelló en el suelo libre de ellos.
—¡Dioses!, desde luego, te he subestimado, Lorkun.
—Bramán, tu suerte se ha terminado.
Lorkun se incorporó. Bramán guardó el papel en los pliegues de su túnica. En ese momento Bramán hizo un movimiento peculiar de su mano izquierda. Un humo negro rodeó su mano y con un ademán aquel humo se volvió luz. Esa luz se le vino encima y cegó a Lorkun, que sintió como si un toro lo embistiera. La pared del fondo de la celda detuvo su empuje. La luz se apagó y Lorkun en el suelo sentía dolor en cada hueso.
—¿Ves?, resistirte solo te traerá dolor, Lorkun Detroy. Mis conocimientos mágicos son muy superiores a los tuyos, tú simplemente arañaste algunas runas de unos muros, yo he consagrado mi vida a las artes oscuras. Ni te imaginas cuánto he vivido.
—Sé perfectamente cuánto has vivido, búcaro, demonio.
Bramán abrió mucho los ojos. Había miedo en su mirada.
—¿Qué has dicho?
—Sé quién eres, Bramán Ólcir. Un búcaro entró en ti, una inspiración malvada y antigua, deseosa de rescatar viejos poderes oscuros. Tú conociste la senda de la magia negra, la brujería te salvó seguro de muchas muertes gracias a esa presencia. Desde luego no eres un humano convencional, tu magia va más allá de lo que uno de esos hechiceros que sacrifican animales puede realizar.
Bramán mantenía su expresión estática de sorpresa mientras Lorkun continuaba explicándose.
—Imagino que Rosellón fue para ti una catapulta para lograr financiar tus experimentos y tus estudios oscuros. Has llegado muy lejos, búcaro: el conjuro idonae, la maldición silach. ¿Acaso crees que los dioses son ajenos a tus hechos?
—Me has sorprendido, Lorkun, jamás nadie me había hablado de mí mismo como tú lo has hecho ahora, y jamás en toda mi existencia en los últimos siglos tuve frente a mí un humano que despertase mi admiración hasta que conocí a Rosellón y, ahora, a ti. ¿Cómo has sabido de los búcaros? ¿Cómo es posible que sepas de mi raza?
Bramán entonces se encolerizó tal vez presa de cierta inseguridad. El caso es que descargó sobre Lorkun de nuevo un fogonazo de aquella luz que lo arrancaba del suelo sintiéndose embestido por una energía violenta.