CAPÍTULO 56

Tropas divididas

—¡Mi señor, artillería!

Según los contactos de Patrio y los rebeldes, las instrucciones estaban claras: no dar la señal de ataque a las tropas hasta tener controladas las máquinas artilleras de ese flanco de la ciudad. No comprendían cómo había volado aquella piedra hacia donde ellos estaban apostados. Al llegar al suelo la roca rebotó y rodó sobre sí misma llevándose en su trayectoria a algunos desdichados que habían optado por una huida absurda y equivocada hacia retaguardia cuando vieron la piedra girar en el aire con una trayectoria que amenazaba su posición. Ante el peligro de nuevos lanzamientos, las tropas que recién se acercaban a las inmediaciones de la muralla este, junto a la puerta de la ciudad, rompieron la formación mientras escuchaban ya las campanas de las murallas, la señal de alerta que usaban para darles la bienvenida.

Había tres gruesos que componían las tropas rebeldes al rey. Las tropas de Górcebal, los hombres fieles a Remo y el más nutrido de todos, los hijos del valle de Lavinia, comandados por Patrio Véleron. Después de la batalla de Lamonien, los espaderos de Lord Véleron habían quedado muy diezmados, pero los efectivos en reserva e incluso la propia guardia personal de los Véleron y otros nobles del valle fue prestada para la batalla que debía ser decisiva para el futuro de Vestigia. Sus aliados de Numir también habían aportado tropas, gracias a la influencia que el padre de Patrio había sabido sembrar durante años en la ciudad vecina al valle. Era un pueblo poco aguerrido y tan solo envió facciones de soldados lanceros sin armadura. A estas tropas se había sumado un contingente de hombres que Odraela prestó después de varios pactos entre Rolento y sus casas nobiliarias. De Mesolia no pudieron obtener ayuda y los pueblos del sur, que seguían siempre a la gran ciudad portuaria, tampoco acudieron, pese a las palomas mensajeras que Patrio envió a sus conocidos en las cuatro esquinas del reino, incluso a aliados extranjeros de los que no obtuvieron respuesta alguna.

Cuando Górcebal supo que Remo no acudiría a la batalla, le solicitó gobernar él a sus tropas, pero el hijo de Reco prefirió no poner sus hombres al servicio del general, precisamente al hilo de todos los problemas que había tenido Gaelio con el general. Así que antes de partir a la misión especial con la que deseaban descabezar el reino, Remo entregó el mando de su contingente a un sorprendido Dárrel que, desde luego, no esperaba tal honor, después de que Remo hubiese contado con Gaelio en su ausencia previa.

La primera decisión de Dárrel fue precisamente dividir a los hombres en grupos de asalto. Akash, siempre fiel a Remo y sus decisiones, aceptó dividir a sus hombres para engrosar las otras divisiones. Se creó una facción llevada por los gemelos Glanner, y Dárrel sorprendió a todo el mundo ofreciéndole a Gaelio el mando de un destacamento propio.

Así las cosas, de buena mañana cuando vieron la señal de las tres flechas, las tropas unidas se asomaron a la muralla. Las primeras posiciones las ocupaba el contingente de Akash y, cuando voló aquella pieza de artillería, se fueron contra la propia muralla en lo que fue una huida hacia delante. A las tropas de Patrio Véleron el proyectil les quedaba lejos porque venían más en la retaguardia y lo que decidieron fue precisamente virar hacia el sur lateralmente hasta tener en frente una de las torres de la muralla que esperaban les sirviese de parapeto frente a posibles nuevos lanzamientos.

Gaelio vio esta opción buena y ordenó a sus hombres tomar la misma iniciativa, pero en lugar de irse a la izquierda, hacia la derecha, en dirección norte, hasta buscar otra de aquellas torres que juntaban facciones de muralla. La puerta este quedaba en medio, en el lomo del muro entre esas dos torres.

Las tropas que dirigía Akash, acostadas ya contra el muro, colocaron los escudos en alto de inmediato. Desde la dentadura de almenas vieron brillar el metal bruñido de los cascos de la división de arqueros que ya estaba situada y dispuesta a acribillarlos. No eran muchos arqueros pero todos sabían que era cuestión de tiempo que tuviesen más apoyo.

Pegados al muro los maestres se desgañitaban porque los hombres se dispersaran a todo lo largo de la muralla, con los escudos preparados. Los arqueros del muro pronto comenzaron a asaetearlos a placer. A esa altura dejar caer una simple piedra podía suponer un proyectil dañino.

Las tropas no estaban divididas al azar. Todos en la mente tenían el recuerdo de la devastación de Lamonien y, aunque eran conscientes de que en nada se asemejaría aquella batalla con la que ahora debían afrontar, se mantuvieron separados en la previsión de que la ciudad vomitase un contingente armado numeroso que pretendiera arrinconarlos contra las murallas y estrangularlos en un cerco.