Visita inesperada
El viento golpeaba los portones de madera de la balconada de los aposentos de Sala. Se despertó por esa circunstancia. La tempestad que había nacido de una noche apacible ahora arreciaba. Las masas de aire rascaban las copas de los árboles, como también arremetían contra las murallas del castillo y arrancaban silbidos en aquellos parajes. Sala se incorporó con la intención de cerrar las portezuelas, pero entonces sintió una profunda desazón. Miró la noche arrebatada y sintió un impulso hondo y misterioso.
Salió del castillo envuelta en una capa de pieles, subida a lomos de un caballo. Los guardias de la puerta ni siquiera le cuestionaron el marcharse de la fortaleza en plena noche con uno de los corceles de la guardia. Todos habían oído hablar de Sala desde que mantuviese una relación con Patrio y después apareciera como una de sus salvadoras del secuestro. Ahora se extendían rumores sobre ella y su pasado como tiradora nocturna, su relación con Remo y el intento de asesinato del rey. Su autoridad en aquellas tierras era militar.
Se acercaba el amanecer y la noche tendía a clarear en los confines del horizonte. De alguna forma, Sala sentía que debía resolver sus dudas, sus miedos y sus frustraciones precisamente en la madre, en la fuente de donde provenían: en presencia de Remo; y había sentido el impulso de sorprender al hombre, no dejar que él decidiera cuándo y cómo iban a dirimir los asuntos que tenían pendientes; no, porque Remo siempre hacía lo mismo, provocar la pelea necesaria para evitar hablar, para evitar llegar al fondo de las cuestiones. Después del desastroso final de la reunión en la hoguera, Sala sentía que la intranquilidad que la empujaba necesitaba convertirse en tormenta y decepción definitiva o acaso ver alguna luz que la ayudase a comprender mejor a ese hombre.
Dejó que se ocupasen de su caballo los centinelas del campamento militar y logró que Sie convenciera al guardia que guardaba la entrada de la tienda de mando del capitán para dejar que Sala pasara dentro sin avisar a su señor.
Sala, en la penumbra de la estancia, sintió que su corazón delataría su presencia. Retiró la capa de pieles y la dejó sobre un butacón. Estiró su pelo y fue despacio, caminando con tiento hasta el pie de la cama donde Remo descansaba después de apartar varias cortinas. Se lo quedó mirando como quien respeta el sueño de un niño. Sala sentía que el amanecer se le echaría encima si no actuaba de inmediato y con el amanecer llegarían los avisos, los asuntos en los que Remo se escudaría para no dedicarle tiempo.
—Remo, despierta.
Tardó pero pronto aparecieron los dos ojos verdes en el rostro sereno. Como era habitual aquel rostro se contrajo hacia una mueca feroz.
—¡Eres tú, espectro! —gritó balbuceante mientras daba un respingo en la cama y se colocaba como una fiera a la defensiva. Debía de estar padeciendo alguna pesadilla.
—¡Cielos, Remo, qué susto!
De pronto el rostro del hombre cambió. La repasaba como si no la conociera, de arriba abajo, más tarde, cerró los ojos como si los echase en un pozo y después regresó aquella mirada distante, aquella forma familiar de tratarla con desdén, desde que se había encontrado con él en el castillo de los Véleron.
—¿Qué estás haciendo aquí, Sala?
—Remo, he aprendido que no puedo abandonar contigo. —Sala encontró inspiración y fue directa al fondo de la cuestión—. No puedo esperar que vengas a pedir disculpas ni puedo esperar de ti que regreses al camino de lo razonable y, Remo, yo no pienso dejarte tirado en el fango de la desesperación.
Remo mantuvo un silencio reverencial. Cuando ella había comenzado a hablar se lo veía con ganas de introducir una réplica inmediata, pero conforme fue escuchándola aplacó sus impulsos. Esto la animó a continuar.
—Quiero pedirte perdón, por mis mentiras, por las mentiras de Lorkun, por toda aquella farsa en la que te hicimos tomar parte. Los dioses saben que yo no deseaba ir por ese camino.
—Da igual, no sigas, Sala. No necesito tus disculpas.
—¿Entonces qué necesitas?
—¡Que me dejes solo!
—¿Eso es lo que quieres?
—Sí, justo eso, que me dejéis en paz todos. Hay asuntos importantes que requieren de mi concentración ahora. Hay un plan que urdir y no puedo equivocarme.
—Que te deje solo. Hoy has tratado fatal a Lorkun, casi me duele más que cómo me has tratado a mí. Te acabo de pedir disculpas y ni las aceptas. ¡Te mentimos, sí! ¿Dónde está Lania? ¿Te ha servido de algo que te dijera la verdad? Porque yo no veo a nadie aquí contigo… Remo, ¿no ves que no te queda nadie?
Remo abrió mucho los ojos; parecía a punto de explotar y contestar gritándole, pero sucedió algo inesperado para Sala. Sus ojos verdes se quedaron de pronto vacíos de esa energía. Amainó la respiración de su pecho. Sus venas del cuello se resguardaron entre la piel y una lágrima, una perla saltó del ojo derecho de Remo y manchó su cara dejando un caminito acuoso. Puso entonces cara de darse cuenta de que estaba llorando y volvió a bullir.
—¡Márchate! —tronó el hombre.
Para Sala era como ver manchas de sangre en la ropa de un niño, esa lágrima era desde luego inusual en Remo. La mujer se alarmó y desatendió aquella orden vociferada.
—No me voy a ir a ninguna parte, Remo.
El hombre quedó mirando un vacío que parecía ocultarse en las sábanas desde las que emergía su cuerpo broncíneo a la luz de los candiles. Pasó una eternidad de silencio y él no movió siquiera un músculo que no fuesen sus párpados para encender y apagar el verde de sus ojos.
—Remo, por todos los dioses, háblame. ¿Qué te ha pasado? No me voy a ir. No pienso irme a ninguna parte.
—¿De verdad quieres saberlo? —el tono en el que se lo preguntó era amenazador.
Se limpió las lágrimas con la paciencia de quien ya no va a derramar más.
Sala decidió sentarse a su lado, a una distancia suficiente como para que no se notasen las ganas que tenía de abrazarlo y sobre todo para que él no se alterase.
—Voy a revelarte solo a ti lo que sucedió con Lania, la explicación al misterio del que Lorkun hablaba. En realidad, es más simple de lo que parece. Todo está relacionado.
Hubo uno de esos silencios que Remo solía protagonizar. Uno de esos parones que siempre la hacían dudar de si realmente el hombre estaba dispuesto a seguir hablando o tal vez había cambiado de idea. Sala ni parpadeaba desde que había escuchado el nombre de Lania salir de los labios del hombre. Se acercó más a él.
—Encontré a Lania allí donde me dijiste. Viajé como en un sueño hasta estar frente a ella. Ahora no soy capaz ni de recordar su cara. Yo buscaba a una persona que ya había rehecho su vida, que tiene hijos y que simplemente me usaba como recuerdo para sobrevivir. Así de simple, Sala, así de sencillo. No era una esclava en peligro ni fui yo siquiera quien la rescató de esos piratas. Sé que tuviste que afrontar muchos peligros para salvarla. —La voz de Remo era seria, no la adulaba—. Aunque tuviese una vida de estragos, hacía años ya que había conocido a otro hombre, había formado una familia.
Remo no se detuvo y ella tuvo que serenar su respiración porque, de tanto contener el aliento desde que él había dicho: «Encontré a Lania…», ahora respiraba como después de una inmersión.
—Remo, en realidad fuiste tú quien la rescató. Granblu la buscó junto a Éder y Azira por ti, estuvieron dispuestos a arriesgar su vida porque tú antes los habías ayudado. Ablufeo te venera como amigo. Tú sabes que yo lo hice porque… siempre te he ayudado, Remo. Por eso me duele que me trates así.
Remo no respondió a esas palabras, sus ojos estaban fijos en una intención. Parecía desear confesar algo y no querer distraerse con otros detalles.
—Su vida, pese a las calamidades que ha sufrido, pese a todo, está llena, tiene hijos y ha construido un hogar. ¿Qué tengo yo, Sala? Cuando ella me lo contó todo, cuando la tuve delante y me fue diciendo cómo pasó años escondida en su tierra natal, surgieron una rabia descomunal y un odio tremendo hacia mí mismo, perdí el control. Después de tantos años, mi reacción supongo que fue extrema, como lo soy yo, como había sido mi vida hasta ese momento.
Sala ahora sintió miedo ante lo que Remo pudiera estar a punto de contarle.
—¿Sabes por qué pude visitar la isla de Estépal? —La miraba desafiante al preguntárselo.
—Dime, Remo, desahógate —respondió ella con miedo a lo que podía venir después.
—Me corté las venas, Sala.
Sala sintió el lametón de una bestia oscura invisible, que con saliva fría repasaba su espalda desde las nalgas al cuello. El fuego de las velas, los ruidos de los vientos tempestuosos fuera, todo era lejano. Sintió que se zambullía en una desolación gélida.
—Borracho, desquiciado, me quité la vida. En mi delirio me acordé de Ziben, la Guardiana, de sus desvelos por protegerme y, en ese momento de rompimiento, en ese estado de extrema violencia en el que había decidido hacer algo que diera al traste con todo, mis pasos ebrios dieron con una poza de aguas termales. Me parecía irónico hacerlo precisamente en el agua. Allí me corté las venas y sentí regocijo, Sala, sentí un descanso absoluto durante unos instantes. Ni siquiera recuerdo que me doliera especialmente. Solo que me sentí en paz.
Sala se tapó la boca con la mano presa de la sensación de horror más grande que jamás la hubiera poseído. Ni se atrevía a preguntar pero finalmente tuvo que hablar. Remo sonreía descreído y esa mueca, junto a una extraña forma de retorcer el ceño, evidenciaban un sufrimiento que dañaba el interior de la mujer.
—Pero estás vivo…
—Sí. Estoy vivo.
Respiró hondo. Le contó cómo apareció en el mismo lugar donde se había quitado la vida, le contó la visita de ese espectro demoníaco que se había encarado con él y lo que le mostró en las aguas de la poza, narró los pormenores del periplo de Ziben y su obsesión por protegerlo y cuidar de su destino desde que le entregase la joya de la isla de Lorna.
—Le dijiste al espectro que te habías quitado la vida para cruzar la Puerta Dorada.
—No le dije nada, esa era la suposición de la Guardiana, cuando el espectro vio que yo recordaba que Ziben me estaba protegiendo. Pensó que yo me maté por estrategia, para que ella se me apareciese, o para cruzar las puertas doradas. «Fuera del agua no podré protegerte». Aquello me lo dijo cuando me salvó la vida en la sentencia a muerte de Tendón en el agua hirviendo, ¿lo recuerdas? El problema radicaba en que Ziben y sus hechizos no podían salvarme de un suicidio, de la voluntad inequívoca de morir. No estaban seguros. Si realmente yo deseaba morir, simplemente debía permanecer en la intención del suicidio y ese monstruo me habría conducido hacia los infiernos del inframundo.
—Vaya, ¿y qué sucedió?
—Cuando peleé con ese demonio demostré, creo, ganas de vivir, y el hechizo protector de Ziben hizo el resto. Antes de eso, Ziben, empeñada en que yo visitara Estépal, convenció al espectro para enviarme allí antes de volver a la vida. De este modo aparecí en la isla y pude ayudar un poco a Lorkun a resolver los misterios de aquel lugar.
Sala estaba fascinada por la historia. Fascinada entre el horror inicial y la carambola increíble que había logrado conseguir lo que ella más apreciaba, que Remo siguiese con vida.
—Remo, ¿y realmente qué pasó por tu cabeza? ¿Realmente deseabas morir?
Remo sonrió con amargura.
—Supongo que en ese momento sí. Pero quizá mi subconsciente pese al licor y el agotamiento, se dejó llevar al encontrar la poza de aguas termales, precisamente para poder recibir la protección de Ziben. Ella cree firmemente que no deseaba matarme. Yo no estoy seguro, Sala. Lo cierto es que tuve la opción de morir en mis manos. Ese espectro intentó persuadirme, aunque no sé realmente si perseguía precisamente lo contrario, esos seres llevan años observando mis pasos y puede que me conozcan mejor de lo que yo mismo me conozco.
—Algo hubo que hizo que ese ser accediera a la petición de la Guardiana.
—Deseas creerlo. Yo también. —Ahora parecía que Remo estuviese recordando algo—. Tengo la sensación de que me han dejado venir a este mundo de nuevo porque mi destino está cerca de cumplirse.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que si me han dejado regresar es porque mi destino es morir luchando contra ese ser, Lasartes. No me creo que Ziben me protegiese por otras circunstancias, no me creo que ella me tenga apego, tal y como dijo el espectro, no, eso no encaja en un ser inmortal. Esta guerra de hombres ha arrastrado a los dioses.
—Por eso no quieres que me acerque a ti, piensas que esto acabará pronto.
Remo la miró directamente a los ojos.
—No soy estúpido. Después de morir una vez, te aseguro que no busco otra muerte. Sigo adelante con esto porque creo que mi destino lo decido yo, y quiero cambiarlo.
Sala sintió angustia, no veía capaz a Remo de variar su destino. Lo miró como el fantasma que tal vez un día se desvanecería y no pudo evitar acercarse a él.
—Remo, pero esto que me estás diciendo son suposiciones tuyas, ¿en serio piensas que sucederá?
—Ese espectro estaba muy seguro de la capacidad de Lasartes para prevalecer. No me mostraron mi destino en las aguas de la fuente si a eso te refieres. No es algo sencillo determinar eso. Pero desconfío de la historia y de lo que ese espectro me hizo ver en las aguas.
—Cielos, Remo, huye, lárgate de Vestigia. Esta guerra…
—No, Sala. ¿Crees que soy insensible a lo que le pasó a Lorkun con Nila? Todos hemos puesto nuestra vida en la consecución de este conflicto, no pienso dejar tirado a ese hombre, por muy cabreado que esté con él. Lorkun tiene fe ciega en que los dioses intervendrán de alguna manera, él sabe cosas que nosotros desconocemos. No voy a huir, no tengo miedo. Ese brujo y Rosellón Corvian merecen pagar por todo lo que han hecho y gastaré mis energías en que el precio sea lo más alto posible.
Sala asintió. Tenía esperanza en que Lorkun dispusiera de algo más que fe para que todo acabara bien. Comprendía perfectamente a Remo esta vez. Les había costado demasiado llegar a donde habían llegado. Sala sabía que Remo no abandonaría, y si alguien era capaz de torcer la voluntad de los mismos dioses ese era él.
—¿Y por qué no me lo dijiste desde el principio? Me moría por conocer tu historia.
—Es una historia difícil de contar, no deseaba hablarte de… ella. Ni tampoco deseaba compartir con Lorkun ni con nadie lo que había sucedido. Aunque creas que nada me importan las consecuencias de mis actos, me avergüenzo de haber terminado así. —Remo ahora arrugó su rostro, ¿era sufrimiento?—. Sala, ya me conoces, tú me conoces mejor que nadie. Mi rencor, mi forma cómoda de ver las cosas siempre es la confrontación.
—Pero, Remo, yo…
Remo la besó. Sala estaba a punto de preguntarle más cosas, estaba tratando de llevarlo a un terreno en el que ese hombre pudiera observar cuánta era la buena intención que ella siempre había tenido incluso en el momento en que tuvo que mentirle a sabiendas. Pero el beso cambiaba todo, el beso hacía inútiles las explicaciones, el beso eran las disculpas que Remo jamás pronunciaría, el beso era desde el instante en que sucedía la respuesta que ella necesitaba para todas las cuestiones que la atormentaban. Ella necesitaba descender a esos besos con más explicaciones, no sentir el contraste tan violento entre esa confrontación que él había mantenido con ella y el sentimiento con el que ahora la asediaba.
—Por favor, Remo.
Remo no se detuvo y Sala se adaptó a esa forma de expresarse sin expresarse. No deseaba frenarlo, deseaba que jamás finalizasen esos besos. Ella no pudo contener las lágrimas, no, porque aquellos besos que Remo le estaba dando golpeaban su ser y sus cimientos. Había sufrido tanto… Rescataban de la guarida el amor que le tenía, la arrastraban a la corriente de la que tantas veces había salido escaldada, con daños irreparables que la habían acompañado en pesadillas noches enteras. Entre esos besos había de cuando en cuando en su mente fogonazos de una extraña lucidez, un rostro de Tena que se le aparecía mientras la abrazaba dándole consuelo: «No vuelvas a ver a ese hombre más en tu vida niña, no te hace bien…», estados en los que en mitad de la pasión y el deseo que ahora comenzaban a nublarle los pensamientos la alertaban de que quizá no debería seguir ese camino que terminaría pagando más adelante. Pero a Sala los dioses le habían creado una debilidad y esa era la boca de aquel hombre.
No se conformaba con besos. Remo la invitó a sus sábanas, la desnudó y cuando una lágrima aparecía en las mejillas de la mujer, se la apartaba con la mano y la abrazaba despacio hasta que nuevamente volvían a las bocas unidas y a las caricias.
—Me vas a romper el corazón, Remo… —dijo aterrada y no sin cierta intención irónica—. Sé que lo harás tarde o temprano. Si no te matan, te cansarás de mí o, no sé, querrás marcharte o te podrá la melancolía o cualquier otra cosa que me destroce viva.
Remo no le contestó con palabras. Hicieron el amor en el amanecer y él no dejó que nadie perturbase aquel momento. No recibió a nadie, no dio tregua ni a Sie, que deseaba traer agua y enseres. Se quedaron dormidos y, en uno de esos despertares extraños en los que una noche de amor ya vencida en día podía brindar, con esa luz extraña que en el día se tiene cuando se sabe que fuera luce el sol y no se quiere abandonar la noche, Remo habló de esta forma a Sala:
—Te vi.
Ella acariciaba uno de los poderosos hombros de Remo mientras él hablaba con la vista perdida en algún lugar para ella inaccesible.
—Te vi —insistió él—. No eras tú, pero tenía tu rostro y tu cuerpo.
—No te comprendo.
—Creo que fue determinante que aparecieras. Ahora creo que ese espectro intentaba ayudarme y consiguió sacarme de las nieblas de la muerte con mucha inteligencia.
—Remo, me pierdo, no sé de qué estás hablando.
Jamás se lo explicó, pero Sala pensó que de alguna manera Remo y ella tenían un vínculo especial cuya naturaleza había servido en algo a Remo para regresar a la vida y eso, desde luego, era un pensamiento muy grato con el que poder dormirse aquella mañana. Sala sabía además que esa cama y esos besos eran el último oasis del que disponían antes de entrar en las tormentas que se avecinaban. Se moría de pena al pensarlo pero quizás aquellas fueran las últimas caricias que Remo y ella podían compartir. Lo miraba y cada beso intentaba sellar recuerdos en su memoria, lugares accesibles ante un futuro incierto en el que hubiese una ausencia atroz.
—Te quiero, Remo.
Encajada entre sus brazos, esos brazos que ella había visto tantas veces matar y realizar prodigios, ahora dormidos, de piel suave y musculatura tersa en reposo. Sala disfrutó de cada instante, hasta que el cansancio y el sopor de saberse con él, a resguardo de aquella luz cálida, de la sensación de perfección, la hicieron entregarse al sueño nuevamente.
Y tuvo que ser una pesadilla o al menos un sueño poco placentero porque por primera vez en mucho tiempo su despertar sí que le parecía sueño, uno del que no deseaba despertarse. Sala se percató de que estaba sola en la cama. Frente a ella, él, inclinado sobre la balda de agua. Los tatuajes de su espalda se estiraban y contraían con sus movimientos de frotamiento de la cara.
—¿Despertaste? —preguntó mirándola.
Sala se envolvió en una sábana y se le acercó. Se besaron. Remo la separó al poco tiempo.
—No deseo llegar tarde. Debemos atacar Venteria y tengo que convencer a esos nobles y militares de que sigan el plan que necesitamos para tener al menos una oportunidad de torcer la sonrisa de esos canallas. En unos días, nos pondremos en marcha.
Ella asintió. Lo dejó ir mientras le regalaba una sonrisa amplia. Cuando Remo se hubo marchado, Sala se sintió plena. Se sentó en la cama y se abrazó las rodillas. Cerraba los ojos evocando los besos y las caricias. Se emocionó y acabó echada sobre una almohada pensando que no eran justas aquella guerra ni aquellas circunstancias con ellos. Revivía las caricias como heridas en la piel. Le dolían por ser tan tardías, porque le recordaban todo cuanto había sufrido para obtenerlas. Le dolían porque a la postre podían ser las últimas, acaso Remo ya había muerto una vez, y ahora se iba a enfrentar a enemigos de poderes inimaginables. Intentaba buscar consuelo precisamente en haber disfrutado de esa última noche con él que se le había esfumado de las manos, aunque la tuviera fresca en su memoria.