CAPÍTULO 46

La trama de Lord Dérebalt

Cerrada la noche en la bahía del gran puerto de Banloria, sombras se movían en los tejados de una mansión céntrica, arrimada a la plaza Real, donde estaba situada la entrada principal de la gran torre Vigía. Buscaban la cara oculta a las luces de las antorchas que iluminaban toda la plaza perpetuamente. Allí soltaron cuerdas y dos de las figuras se descolgaron con agilidad sujetándose a los cabos hasta una balconada propicia. Abrieron el cubreventanas con sutileza haciendo crujir quedamente los postigos con maestría, y se colaron en el interior de la mansión.

Una escena parecida aconteció en la casa vecina y en varias situadas más allá, frente a la mansión que se asaltó en primer lugar. A la mañana siguiente los alguaciles fueron llamados de inmediato por las familias nobiliarias que indignadas hablaban de destrozo y latrocinio.

—¡Son esos extranjeros que vinieron en ese barco de piratas! —gritaron en presencia del monarca, cuando el tono de las acusaciones creció y fueron a reclamar al rey. Eran nobles importantes y tenían fácil acceso a Asvinto.

—¿Cómo vertéis esa acusación? ¿Tenéis pruebas?

—Estas maromas son de barco.

Uno de los nobles se había traído un pedazo de la cuerda por la que los atracadores se habían colado en sus casas.

—¿Quién en su sano juicio me robaría a mí o a Lord Poster?

—No vamos a consentir que esos robos queden impunes —los tranquilizó el monarca y mandó llamar a Lord Dérebalt, por ser él quien más había tratado con los hombres de la reina de Vestigia.

—Mi señor, no creo capaz a ese hatajo de grumetes desquiciados de robar las casas más exquisitas de nuestra ciudad. Su barco es de mercenarios, pero la guardia que es leal a la reina no está compuesta por ladronzuelos, sino por hombres de honor, así que imagino que habrán advertido bien a esos marineros de no ensuciarse las manos precisamente en la ciudad que debe acoger a la reina en el exilio.

—Precisamente esas casas que tienen un nombre tan elevado como esta torre son fáciles de robar por su exceso de confianza. Esta es la ciudad más pacífica de la costa de Plúbea, desde que yo la domino y mis leyes la rigen. No voy a consentir sucesos como los que aquí se están exponiendo.

—¡Mercenarios! —gritaron dos de los nobles agraviados al unísono.

—Eso no quiere decir que sean ladrones —dijo Dérebalt con poca convicción en sus propias palabras.

—Deseo que detengas a sus mandos hasta que se aclaren estas circunstancias y ordeno un registro de esa nave que está atracada en el puerto. No actuéis con violencia, la relación que tienen con la reina es muy estrecha.

Éder besaba a Azira mientras ella le abrazaba la espalda. Acudir a aquellas termas había sido una gran idea. Charlaban en la piscina de aguas calientes sobre su futuro inmediato.

—Veamos, estamos los dos de acuerdo en que el barco de tu hermano no es el mejor porvenir para nosotros —decía Éder—. Yo deseo tierra firme.

—Yo también. Criar a los hijos en un barco es muy peligroso.

Éder se quedó muy serio.

—¡Estaba bromeando!

Los dos rieron y volvieron a besarse.

—Pero, Éder, puede suceder… ya sabes, podríamos tener un hijo si seguimos haciéndolo.

—Debemos fijarnos en tus ciclos. No es que no lo desee, pero me asusta todo lo rápido que nos están sucediendo las cosas. Ni siquiera sabes de mí. No conoces de dónde vengo, ni sabes nada de mi familia.

Azira peinó los cabellos de él divertida y después lo besó en la frente.

—Estaré encantada de ir a visitar tu tierra. ¿De dónde eres?

—¡Salid del agua! —gritó un soldado que irrumpió en la sala donde ellos se bañaban. Lo siguieron dos más. Tenían espadas y cota de malla.

—¿Quién lo pide?

—Si hacéis que entre yo en las aguas a por vosotros, créeme que lo lamentaréis.

El soldado puso la mano sobre el pomo de su espada y en su rostro se adivinaba la mala sangre de quien estaría encantado de contrariar la orden que le habían dado seguramente de llevar vivos a sus detenidos en presencia de quien quiera que los requiriese.

—Está bien, saldré por mi propio pie, no tengo nada que ocultar. ¿Sois hombres del alguacil?

—Sí, y tu amiguita debe venir también con nosotros.

—Es mi esposa —espetó Éder con gallardía en su voz—. Salid para que pueda vestirse.

El soldado sonrió. Miró a Azira con lascivia pero retiró la mirada de la mujer cuando se topó con los ojos fieros de ella que no se dejaban dominar por el miedo.

—¿Qué hacemos? —preguntó la mujer cuando los soldados abandonaron la estancia.

—No sé qué sucede, pero me huele muy mal. Después de que nos saquearan, ahora esto.

Salieron vestidos aunque desprovistos de armas. Fueron conducidos a un carromato donde encontraron compañía familiar: Solandino y Granblu, con cara de pocos amigos.

—¿Qué está pasando? —preguntó Éder a los demás cuando se puso en marcha el carruaje celda.

—Nos relacionan con varios robos a casas nobiliarias relevantes en la ciudad.

—¡Son ellos los que nos robaron a nosotros!

Trento estaba indignado cuando recibió en una visita a la residencia de la reina la noticia de la detención de Granblu y los demás. Se personó en palacio. Dérebalt lo recibió en su despacho en las alturas.

—No os bastaba con robarnos, ahora esto.

—Veamos, querido general. Ya respondí sobre esas acusaciones que no se trataba de algo realista. ¿Por qué motivo íbamos a tomar el oro de la reina, nosotros que estamos comprometidos a subvencionarla sin nada a cambio según nuestro acuerdo con vuestro actual rey?

—Dérebalt, exijo la inmediata liberación de mis hombres.

—No son tus hombres. Son mercenarios sospechosos de robos bastante onerosos a gente importante que desea justicia. El rey en persona se interesa por el caso.

—Son inocentes. Te aseguro que en este reino podrido de apariencias…

—¡Basta! —gritó el noble rompiendo la elegancia que le era habitual—. Trento, las cosas están así: ¿deseas que la reina sobreviva? ¿Deseas que la hospedemos con todas las garantías y seguridad?

Trento asintió.

—¿Pensabas que eso no tenía un coste?

Lo había susurrado, pero escuchar de sus labios aquella pregunta confirmó a Trento lo que ya sabía. Todo era una trama, un engaño para lograr financiar la estancia de la reina. Primero le robaron a ella y ahora habían ideado un plan para lograr fondos extra de los nobles a los que no podían subir los impuestos.

—¿Es este el ejemplo de ciudad y reino que tan bien luce con esta torre? ¡Yo te maldigo, Dérebalt!

Trento fue expulsado del despacho del consejero real. Estaba furioso consigo mismo. Aceptar esa misión había sido una decisión bastante peor de lo que esperaba. Le parecía monstruoso que desearan echarle la culpa precisamente a los mercenarios de Granblu, que habían sido arrastrados allí a regañadientes. No lo merecían. Se preguntó si acaso el rey era quien fomentaba aquella maniobra tramposa o si era cosa del propio Dérebalt. Esa duda lo encendía por dentro. Sabía que no podía acusarlo en público sin tener pruebas o él mismo acabaría en la misma cárcel donde habían recluido seguro a sus amigos.

—¿Deseas ir a la azotea, vestigiano?

Trento estaba tan ensimismado en sus pensamientos que en lugar de bajar escaleras, había pensado tomar aire en la primera terraza que lograse encontrar y subía rumiando maldiciones. Así alcanzó en la escalera al hijo del rey, acompañado de su maestre.

—¿Es verdad eso que dicen de que en Vestigia hay gentes rudas sin educación? —preguntó el niño.

Trento venía muy encendido, demasiado para soportar palabras inconscientes de aquel joven, pero lo que le molestó fue que quien debía reprenderlo, el maestre, guardó silencio con aquella decorosa sonrisa que todo el maldito personal al servicio del rey parecía copiar. En ese momento Trento perdió el sentido de lo razonable. Una idea que cualquiera en su sano juicio hubiese descartado le apareció como factible rodeado de aquella vorágine de política y mentiras. Agarró un cuchillo de los que tenía en el cinto, e hizo lo que siempre se le había dado bien. Lo lanzó contra el maestre. Se clavó en una pierna con suma facilidad y despertó los chillidos del viejo. En ese momento Trento se abalanzó sobre el joven y lo agarró.

—Te vas a venir conmigo, mequetrefe.

Lo agarró como si fuese un saco de patatas. El niño, normalmente bastante acostumbrado a que todo el mundo lo reverenciase, se vio tan sorprendido que al principio ni siquiera pataleaba.

—Si gritas, te juro que te mato.

Los lloriqueos hasta hicieron sonreír a un Trento que se sentía vivo, allí subiendo escaleras pensando en un ataque de hilaridad desesperada que ya estaba muerto, que se había metido de lleno en una situación tan extrema, que no podría salir airoso. Precisamente por eso iba a llegar hasta a las últimas consecuencias de su plan. Lo estaba arriesgando todo, ya no había vuelta atrás.

En su búsqueda de una terraza se vio forzado a derribar a dos soldados. Tuvo suerte de que se viesen tan sorprendidos como el muchacho. Los cuchillos volaron como si los lanzase Lorkun. Precisos a las piernas. La escalera los hizo caer y pudo de esta forma impedir que vinieran a molestarlo en una persecución demasiado prematura para sus intenciones. Escuchaba los gritos de alerta mientras salía al exterior, a media altura del segundo tramo de la gran torre Vigía. Era una terraza amplia con una balaustrada de bronce con menos adornos que aquella en la que estuvo en los pisos superiores. Pese a que no estaba en la cumbre de la edificación, la altura mareó por instantes a Trento. Disponía de poco tiempo. Recordó a Remo y su determinación para momentos como aquel. «Si voy a morir lo haré sin torpezas», se dijo. Allí y con suma habilidad mantuvo controlado al infante con su mano poderosa mientras sacaba un cordón de su capa ayudándose con el pie. Con esta cordada ató al hijo del rey. Pensó que podía valer, pero viéndose aún con tiempo, mejoró su estrategia usando el cinturón de su propio pantalón para usarlo como eslabón de esa cuerda que unía las muñecas del muchacho. Después sacó al heredero al vacío sobrepasándolo por encima de la barandilla de bronce.

—¡Por los dioses, socorro, no, por favor, vuelve a ponerme dentro, por favor!

—Si no te callas, suelto la cuerda.

—Me duelen las muñecas.

Trento alivió la postura del muchacho acercándolo a la barandilla. Pudo colocar sus pies en el borde de la solería de la terraza y sus manos en el tubo horizontal del barandal.

—Si veo que intentas saltar dentro, te empujo, ¿entendido?

El niño no dejaba de mirar con terror la impresionante masa de vacío que lo rodeaba. Ahora quedaba esperar a que medio castillo viniese a por él. Pronto estaría rodeado de soldados.