CAPÍTULO 44

Regresos

No pudo pegar ojo en toda la noche. Cuando se lograba quedar dormida, Remo aparecía abrazando a una desconocida en sus sueños. Lania le sonreía y la desafiaba a dejarlos vivir en paz. O eso o le daba por regresar al precipicio de Goldrim, donde no encontraba el camino correcto para descender y terminaba angustiada mientras recorría recodos de piedra en la oscuridad. Solía despertarse cuando se le iba un pie y caía al vacío negro y monstruoso. En ese sueño parpadeante que venía y se iba, que la despertaba sudorosa para luego robarle de nuevo la vigilia y regresar al castigo de las pesadillas y la angustia, Sala se debatió toda la noche.

A la mañana siguiente comentó a Tomei que se acercaría a Lavén para hablar con Remo y preparar una cita privada con él. El hombre accedió, no protestó ni adujo prisa o inquietud, aunque se suponía que Sala debiera haberse citado ya la noche anterior con él. Ella lo vio bien atendido por los sirvientes del palacio, así que se relajó egoístamente. Tomei podía ser una excusa perfecta para que Remo no hablase con ella de ciertos temas, así que prefirió ir sola al encuentro. Desde que Elgastán le propusiera acompañar a Tomei para ir a ver a Remo, supo que necesitaba enterrarlo de una vez por todas en su vida. Para eso deseaba conocer la verdad, lo que fuese que hubiese sucedido entre él y Lania. Si ella estaba en Lavén, si acaso lo había acompañado, deseaba ir y tragarse una escena, deseaba despejar fantasmas y cambiarlos por hechos. Sí, ver a Remo y a Lania juntos para desengañarse de una vez por todas. Sentir el dolor que sentía ahora y abandonar ideas estúpidas de una vez por todas. Sonreírles con la hipocresía más creíble y menos dañina que pudiese reunir y marcharse tal vez a Venteria, para intentar ser útil como arquera en las filas de Elgastán.

Un carro la llevó a Lavén y, desde allí, no fue difícil encontrar dónde acampaban los hombres de Remo. En un vado junto a uno de los afluentes más caudalosos del río Lavón que discurría en el valle, las tiendas de campaña militares se distribuían en cuadrícula. En varios grupos numerosos los soldados realizaban maniobras en el perímetro. A Sala la conocían muchos de ellos desde que la vieran en Debindel defender con su arco las murallas. La saludaban efusivamente, algunos incluso fueron a abrazarla. Sintió realmente que esos hombres la recibían con cariño y pensó qué le habría costado a Remo ser un poco más cordial con ella después de todas las cosas que habían pasado juntos. Se mordió el labio cuando le señalaron la tienda donde se alojaba el capitán. Era una tienda de mando. La custodiaba un soldado. Justo antes de hablar con él, una de las lonas se separó de la otra y Sie, la sirvienta de Remo, apareció con un canasto colmado de atuendos para lavar.

—¡Sala! —gritó Sie, que dejó caer a la hierba la canasta y las ropas. Fue a estrecharla con sus brazos con la alegría de un familiar.

Sala sintió nuevamente aquel cariño, esa hermandad.

—¡Los dioses han escuchado mis plegarias, estás sana y salva como mi señor Remo!

—Muchas gracias, Sie, me colma tu alegría. Deseo ver a Remo, no sé si está reunido o si tiene asuntos pendientes, pero me harías un favor si le anuncias mi presencia.

—El capitán recibe últimamente muchas visitas. Acude a reuniones que ya sabes que lo ponen de mal humor, pero esta mañana estás de suerte —comentó con gracia Sie—. Seguro que te recibe de inmediato.

La muchacha recogió las ropas y las apiló en la canasta. Sala, nerviosa, se la arrebató del regazo y le dijo sencillamente:

—Anda, ve y pregunta si está presentable, yo te sostengo esto mientras.

Cuando Sala entró en la tienda su mirada rastreó como una fiera buscando presa, cada rincón de la estancia amplia por si veía la constatación de sus temores. Conforme repasaba la mesa, las alfombras, los asientos, los baúles y el mobiliario escaso que rodeaba la abertura de lona que daba acceso a la parte privada donde estaría la cama, pensó que no había vestigio alguno de esa mujer. Lania no estaba allí.

Remo salió precisamente del habitáculo donde podía verse el catre. Venía con el torso semidesnudo, con un chaleco de piel largo y unos pantalones muy holgados como única vestimenta. Tenía los cabellos húmedos como recién salido de un baño y unas telas de secado le pasaban por la nuca y le caían sobre los hombros. Sus ojos verdes brillaban en la penumbra cálida de las lonas que filtraban la luz de la mañana. El mosaico de luces lo completaban los tonos más amarillentos que provocaban las velas repartidas por la estancia.

—Bien, despacha lo que desees contarme.

Sala decidió no hacerle caso a ese tono despegado y frío.

—Remo, quiero hablarte. No sé ni cómo empezar a hacerlo pero deseo que hablemos con franqueza, que nos sinceremos.

Remo la miró mientras secaba su pelo corto.

—Creo que esta conversación va a ser muy corta. Sala, es mejor que…

—¡No me niegues la palabra después de todo lo que ha pasado! —Tragó aire más que respirarlo y continuó—. Veo que Lania no está contigo. No pienso preguntártelo ni me importa, si acaso me quisieras contar lo que ha sucedido, pero estás aquí y nuestros caminos se vuelven a cruzar.

—No tengo por qué darte explicaciones de nada.

Sala vio que Remo no iba a entrar en la cuestión personal, sintió rabia. Tanta, que perdió el miedo a increparlo de una forma mucho más directa, más personal, cruzó precisamente las líneas que siempre él la había acostumbrado a no cruzar.

—Remo, hace solo unas lunas hacíamos el amor. Ahora ni me miras a los ojos.

Remo pegó un puñetazo en la mesa que hizo saltar una jarra al suelo, donde se destrozó el silencio.

—¡Hace unas lunas me engañaste a sangre fría, me traicionaste al ocultarme lo de Lania! ¡No tienes ni idea de lo que eso significa para mí! ¡Cómo podías yacer conmigo en la cama en Debindel sabiendo lo que sabías!

Remo fue certero atacando el punto más débil. Lejos de acobardarse, Sala explotó.

—¿Y qué, Remo, qué pecado es ese? ¿Qué pecado es amarte como lo he hecho este tiempo? ¿Qué precio tengo que pagar? ¡Hijo de perra, siempre he estado a tus pies, siempre me he arrastrado para intentar hacerte feliz! Eres despreciable, eso es lo que eres, Remo. ¡Tuve que ir a buscar a esa mujer, fui al fin del mundo para traértela, arriesgué mi vida en esa isla de piratas, por poco no me matan esos locos a mí y a Éder. Granblu, Azira, todos nos jugamos el pellejo por esa mujer, maldito malnacido egoísta! ¡Ni siquiera me lo has agradecido!

Las lágrimas de rabia de Sala ahora sí que fueron contempladas por Remo, que parecía sorprendido por los gritos y el tono rabioso de ella.

—Mira dónde hemos llegado, Sala. Gritos, dolor…

La voz de Remo había salido como del interior de una montaña.

—¡Pues no es por mi culpa, Remo, hijo de Reco!

Sala se giró y apartó la tela de entrada con tanta furia que una de las anillas se soltó de la barra de hierro donde estaba trabada. Se fue satisfecha por haberle dejado la palabra en la boca, por no haberle dado tiempo ni oportunidad para defenderse. Precisamente ella pensaba que no tenía defensa posible.

Le duró poco aquella sensación de victoria. Era vacía. Repasó las palabras de Remo una y otra vez. Entonces detectó una frase que le produjo cierta inquietud. «Mira a dónde hemos llegado, Sala. Gritos, dolor…». ¿Qué demonios quería decirle con eso? Caminando hacia el carruaje, esa pregunta se le clavó en el pensamiento. Durante el trayecto no pudo percatarse de la distancia ni de la buena mañana que evocaba ya una primavera más cercana al verano; cuando se acercaba ya el medio día, llegó a las inmediaciones del castillo de los Véleron. Seguía dándole vueltas. ¿Era imposible volver atrás porque la relación se había degradado?, se preguntaba analizando la frase de Remo. Cruzó el patio de armas después de descender del carruaje y pasar bajo la gran puerta de la fortaleza. La guardia se le cuadró. ¿Acaso es que si no hubiese gritado o si no existiera ese sufrimiento sí había una posibilidad? No podía comprenderlo, pero sus ganas, sus anhelos se confabularon como siempre para perseguir la esperanza.

—Sala.

Era Patrio Véleron. No pudo evitar resoplar en su presencia. Si algo no le apetecía en absoluto era mantener una conversación banal con él, ni soportar sus frases intencionadas que evocaban aún la posibilidad de lo que habían podido crear juntos. Sala ni siquiera le había preguntado por su madre, a la que desde luego no guardaba el más mínimo cariño y cuyos encuentros esquivaba de forma deliberada, rechazando invitaciones para las actividades femeninas que ella siempre proponía a las huéspedes que permanecían en su palacio.

—¿Estás cansada?

—Sí, vengo del campamento de Lavén.

—Está aquí Lorkun, pregunta por ti.

Sala sintió un martillazo en el corazón.

—¡Lorkun! —gritó.

—Sí, acaba de llegar, últimamente estamos recibiendo visitas interesantes. Desea verte, ya le he dicho que Remo estaba en Lavén, pero no sabía que tú estabas fuera. Está en la terraza junto a tus aposentos, tomando té. Dijo que te esperaría allí.

Sala subió a grandes zancadas los peldaños, como si su amigo pudiera evaporarse de un momento a otro.

—¡Lorkun! ¡Lorkun! —gritó al Lince.

Sala se abalanzó sobre él y volcó en su camino una mesita de té y un pequeño taburete. A sus oídos llegó esa percusión, sin que desde luego le importase lo más mínimo. Lorkun apenas tuvo tiempo de incorporarse para recibir el abrazo. Sala explotó, se le saltaron las lágrimas de inmediato. Tal vez era por la tensión acumulada después de aquel combate dialéctico con Remo, y sobre todo por lo que significaba ver a Lorkun allí, sano y salvo. Había soportado muchas noches en vela pensando acaso que por su culpa sus amigos hubieran tenido un mal final allí abajo en el agujero. Estaba realmente emocionada ante su presencia. Algo parecía salir bien. No sabía del éxito o fracaso de su misión, pero verlo allí ya para ella entrañaba un éxito rotundo.

—¡Dioses, Lorkun…!

Estaba mejor que la última vez que lo vio. Seguía en los huesos, pero se había afeitado y vestía de limpio. En su ojo habitaba cierta serenidad y lucía un parche nuevo para su cicatriz. Sala no sabía por dónde empezar a preguntarle.

—Lorkun, cuando me fui —decía la mujer mientras se secaba las lágrimas—, estuve muchas veces tentada a dar media vuelta. Te pido disculpas si acaso mi partida fue un contratiempo para vosotros. ¿Qué ha sucedido? —Ahora bajó mucho el tono de voz—. ¿Lograste abrir la puerta? Oye, y Nila, ¿dónde está?

—Cada cosa a su tiempo, Sala.

—¿No está contigo?

—Ya te lo explicaré…

Sala asintió pero supo enseguida que algo no iba bien. Lorkun sonrió con la boca pero su ojo parecía triste. No quiso presionarlo más.

—Remo seguro que se llevará una sorpresa al verte. Me preguntó por ti, antes de comportarse como siempre, como un auténtico estúpido.

La cara de Lorkun adoptó ahora una expresión misteriosa, como si lo que estuviese contando Sala fuese una revelación.

—¿Remo? ¿Está aquí?

—Está acampado junto a sus hombres en una aldea cercana.

—Pues necesito verlo. Hay cuestiones que debemos tratar.

Sala asintió.

—También yo requiero su atención —dijo ella pensando en Tomei—. La rebelión decidirá en breve su estrategia de ataque a Venteria y vine desde la capital precisamente como enlace de la resistencia que allí se opone al tirano. Supongo que estarás al tanto de la situación.

Lorkun asintió. Parecía pensar en otros asuntos, pero como siempre, cortés, seguía el hilo de su conversación.

—Sala, ¿cómo está Remo? ¿Está bien, normal?

Respondió sin saber exactamente lo que requería Lorkun de aquellas preguntas.

—Está como siempre: imposible. No he conseguido hablar con él a solas hasta hoy. Intenté que me explicara qué sucedió con Lania, ya sabes cómo es, al final nos hemos peleado. Doy gracias a los dioses por tu regreso, Lorkun. Si no fuese por las circunstancias, me sentiría muy feliz. Dioses, no te imaginas lo que te he echado de menos, querido amigo.

El hombre dibujó una sonrisa en su rostro paciente.

—Lorkun, me preocupa Remo.

—A mí también.

Sala iba a contarle más extensamente su encontronazo con él, pero su amigo se le adelantó dejándola con la boca abierta.

—Cuando estuvimos al otro lado de la Puerta Dorada pasó algo realmente misterioso. ¿No te lo ha referido él?

Sala no comprendía.

—¿Te refieres a Remo?

—Sí.

—Nunca cuenta nada. Lo primero que ha hecho al verme, después de no sé cuántas lunas, ha sido reprocharme cosas. Me preguntó que por qué no estaba contigo.

Lorkun asintió, parecía entender cosas que Sala desconocía y esto la agobiaba.

—Nila y yo cruzamos el umbral sagrado y, bueno, ya te contaré, pero el caso es que después de un periplo complejo, llegamos por la venia y la gracia de un poder muy por encima de cualquier conocimiento humano… a la isla de Estépal. No fue sencillo abrir la Puerta Dorada ni el transcurso de lo que vino después. Lo trascendente de sabernos más allá de esta realidad nos afectó profundamente, pero nos sobrepusimos a toda esa afectación para conseguir llegar al oráculo de Estépal.

Sala apretó las manos sosteniendo la manga ancha de su blusa. Todavía no sabía qué demonios tenía que ver eso con Remo. La intrigaba la misión de Lorkun y hasta su voz le parecía más pausada y sabia, como si un antes y un después de aquel viaje fuese apreciable incluso en su tono de voz.

—Y allí, en la isla a la que tanto trabajo nos había costado arribar, encontramos a Remo.

—¿Cómo?

—Sí, Remo estaba en la playa de la isla, había hecho una fogata. Le pregunté entonces cómo había llegado a la isla y esquivó mi pregunta. Nada, no respondió. Era tal mi ansia por conocer los secretos de aquel lugar, que él cambió de tema y yo no supe perseguir mi pregunta.

Sala sonrió, era muy típico de Remo.

—¿Quiere eso decir que Remo regresó al precipicio de Goldrim y abrió la Puerta Dorada?

—No tiene sentido. En todo caso, él habría llegado después que nosotros a la isla. Te digo que cuando llegamos a Estépal, él llevaba un día allí.

—Tal vez le ayudó la Guardiana.

—Tampoco tiene lógica, si le ayudó la Guardiana, ¿porqué no lo envió antes al oráculo sin necesidad de buscar la puerta? No creo que ella pueda tener poder como para trasladar a un mortal, un humano, desde nuestro mundo a ese lugar.

Lorkun encendió su pipa para fumar. Sala no hizo comentarios mientras le llegaba el olor del tabaco.

—Sala, si la Guardiana podía enviarlo a su libre albedrío al oráculo, ¿por qué no lo hizo desde el principio?

—No lo sé.

—Remo guarda un secreto. Algo que no me reveló en la isla y que veo que tampoco te ha confiado a ti.

—Lorkun, Remo sigue enfadado por lo de Lania. Si no me ha perdonado a mí, dudo mucho que te haya perdonado a ti. Prepárate para lo peor cuando hables con él.

Su amigo asintió fumando.

—¿Y qué pasó con ella, qué sucedió finalmente entre ellos dos?

—No lo sé, Lorkun, te digo que no lo sé.

—Creo que necesitamos hablar todos juntos. Si se está decidiendo cómo abordar el ataque a la capital, es necesario que hablemos entre nosotros, nuestros enemigos son poderosos. Necesitamos forjar un plan. Si acaso todos hemos de morir persiguiendo los designios de los dioses, así sea, pero al menos, intentar que nuestra tentativa sea lo más certera posible. Hemos de hablar, pero no entre estos muros ni tampoco en el campamento militar de Remo. Hagámoslo en un lugar donde estemos totalmente solos. Una hoguera, mañana por la noche, tú conoces mejor esta región. Envíale a Remo un mensaje citándolo en ese lugar apartado, dile que quiero hablar con él. Cuando sepa de mi presencia aquí, acudirá sin que tengas que lamentar sus reproches.

—¿Eso crees? Tal vez no quiera verte.

Lorkun volvió a fumar antes de decir.

—Te aseguro que deseará conocer mi historia. Remo es muchas cosas menos estúpido, y como te digo, estuvo conmigo en esos lugares que despejaron sus dudas sobre mis objetivos, sobre la misión que se cargaba en mis hombros. Lo conozco desde hace muchos años. Se cómo piensa y la distancia entre lo que te muestra y lo que reside en su corazón. Es un hombre que puede odiarte de palabra y serte leal.

—Deberías enseñarme a ver eso en él.

—Remo es obstinado. Pero desde que lo conozco siempre despertó en mí admiración. Es un hombre irrepetible, de los que no se dan por vencidos. Sé que desea acabar con Rosellón, que lo intentará a costa de su propia vida, que la guerra para él supone mucho más que para cualquier otro. Remo desea cerrar sus círculos vitales, desea terminar la canción triste que siempre suena en su cabeza.

—Lorkun, me da miedo que eso lo lleve al desastre.

—La obstinación de ese hombre convierte desastres en milagros.

Lorkun esbozó una sonrisa y Sala supuso que estaba evocando el pasado en algún recuerdo.