El irreductible Remo, hijo de Reco
De buena mañana se convocó en el castillo de los Véleron la reunión pedida por Remo para confrontar posiciones y adoptar una estrategia común. Después de lo sucedido en las aldeas linderas, el ánimo en la región estaba alterado. Se temía una invasión más contundente. En pocos meses se había alimentado la sensación de que la corona de Rosellón era un escalón demasiado alto para pretender cambiarlo usando la fuerza y más parecían las gentes de toda Lavinia preocupadas por ver que no se les perjudicase, en defender su estatus. En aquella reunión había especial interés en conocer las circunstancias de la ausencia prolongada de Remo.
—Capitán Remo, a este valle vino Gaelio hace muchas lunas y se acogió a nuestra alianza y hospitalidad. Como se trata de un hijo de este valle, fue recibido desde luego como tal. Nos comentó que Remo, hijo de Reco, era el líder de esos hombres que él mandaba y que una misión especial, directamente encargada por el mismísimo rey Tendón, lo mantenía fuera. Es pues una situación que debería explicarse. He de manifestarte que la situación de tus hombres es muy precaria en este momento. El alguacil de Lavén, aquí presente, me acaba de entregar todas estas reclamaciones por impago referentes a ciertos documentos que se aportaban como garantía para la manutención de esas huestes y que ahora no valen nada. Los proveedores que hasta la fecha y con buena fe prestaron servicios a ese contingente se sienten engañados por la promesa de un pago que parece inverosímil que llegue a suceder teniendo en cuenta que el rey que ahora se sienta en el trono de Vestigia no respetará las cartas de pago del anterior.
Remo escuchaba el discurso de Patrio impasible. Akash y Gaelio lo acompañaban sentados en sus flancos. Gaelio estaba colorado como un tomate.
—¿A cuánto asciende la deuda? —preguntó Remo.
—No es una cifra fácil de asumir para quien no tiene quien lo respalde, Remo. Mil setecientas monedas de oro.
Remo hizo una señal y Gaelio fue hacia la mesa que presidía el salón para depositar frente a los ojos de Patrio y su padre que se sentaba a su vera un cofre pesado que, al quedar depositado sobre la mesa, hizo un pequeño ruido, un rascado metálico.
—En esos cofres hay dos mil monedas de oro —dijo Remo mientras Gaelio regresaba a por el segundo cofre—. Queda por tanto zanjado el asunto de las deudas, y adelantamos el pago de más suministros con esas trescientas monedas que sobran.
La incredulidad que se dibujaba en el rostro de Patrio era solo comparable a la que poseía el padre de Gaelio, presente en aquella reunión.
—¿Puedes contarnos de dónde has sacado ese oro? —preguntó Patrio.
Rolento Véleron deseó añadir más.
—Remo, ahora mismo que nuestras arcas están quebradas tú vienes cargado de oro. ¿Está relacionado con la misión que te encomendaron?
Remo sonrió.
—Querido Rolento Véleron, haga memoria. Cuando nos conocimos eran desde luego mejores tiempos que los que ahora transcurren. Liberé a su hijo Patrio de un secuestro sospechosamente relacionado con todo lo que sucedería más tarde en este reino. Para ese cometido se nos dio a los hombres que fuimos hasta Nuralia un cofre con mil monedas de oro cada uno. La expedición se llevó a cabo y fueron diez los cofres que viajaron hasta Nuralia. Hubo mermas, pero yo escondí el grueso de aquel oro para protegerlo y lograr cierto equilibrio en las fuerzas, para negociar cómodamente con esos canallas en la ciudad subterránea de Sumetra. Esa recompensa perdida en la misión ha servido ahora para costear mis deudas y pagar a mis hombres. Después de todos los gastos que eso supone creo que aún me queda oro suficiente como para estar tranquilo. Así que no debe preocuparos la manutención de mis tropas.
Rolento miró a Patrio con sorpresa en los ojos.
—¡Remo, tus osadías no tienen límite! —repuso Patrio—. ¿Acaso ese oro era tuyo para decir en qué modo emplearlo? El rey presiona nuestras arcas para pagar impuestos. Ese oro nos vendría muy bien para liquidar nuestros compromisos o para ayudar a nuestros vasallos. ¡Sois un osado, pero jamás pensé que fuerais un ladrón! ¡Debéis devolvernos lo que es nuestro!
Remo adoptó un semblante serio. Comenzó a hablar con un tono de voz bajo, que se avivó como los rescoldos de un fuego al que un vendaval hace recobrar el vigor.
—Ese oro no era mío. Está manchado de sangre. Mi sangre y la de los que murieron en aquel viaje a Sumetra. Ese oro perdido era de la tierra donde jamás hubiese sido encontrado de no ser por mí. Y ha sido encontrado después de un viaje bastante duro, en el momento justo para paliar la situación de sufrimiento de esos proveedores, vasallos por cierto de sus señorías, y de los hombres que más han arriesgado su vida en esta guerra. ¡Los hombres que salvaron la vida de muchos en la batalla de Lamonien, los hombres que aguantaron en Debindel! —gritó Remo sus últimas palabras.
Se iba a replicar, los nobles no parecían dispuestos a recibir gritos. Se había comentado antes de aquella reunión, según pudo saber Gaelio después, que no deseaban tolerar las salidas de tono de Remo. Desde luego no tenían ni idea de lo que estaba a punto de suceder.
Rolento levantó la mano para que nadie opusiera ni una sola palabra a Remo, hijo de Reco, que con su sincera declaración había levantado mucho revuelo en la camarilla de nobles que estaban indignados por el robo confeso de aquellos dineros a su señor.
—Sé que te necesitamos para esta guerra —dijo Lord Véleron—. Sé que eres uno de esos hombres irrepetibles que son capaces de marcar la diferencia, lo demostraste entonces, Remo, hijo de Reco, con tu papel en la batalla de Lamonien. La resistencia de Debindel te garantiza ser recordado en la posteridad, pero juegas con la muerte en cada decisión que adoptas. Ese oro perdido me pertenece.
Se escuchó cómo los soldados de guardia en el salón se afirmaban en una pose más tensa, parecía inevitable que recibieran una orden bastante incómoda: detener al legendario «castigo de Lamonien».
—Pero que conste delante de mis aliados que te lo concedo…
—¡Padre!
En ese momento fue anunciada en el salón la llegada inesperada de Caldrio, el tesorero real. Los presentes ya ni se inmutaron pues comenzaban a acostumbrarse a la suerte de visitas repentinas que la guerra propiciaba. Los medios de aviso se habían visto muy mermados desde el agotamiento de la red de palomas mensajeras.
Rolento Véleron estuvo tentado a hacerlo esperar, a no recibirlo allí en presencia de Remo. Sin embargo sintió que debía ser transparente con sus aliados y los nobles que ahora lo miraban con inquietud. Cualquier pacto con respecto a los impuestos del lugar y a la deuda del rey con los Véleron los afectaba a todos en la región. Ciudades como Odraela estaban ya implicadas en el apoyo a la causa y Numir también prometía ya hacer levas para entregarlas al grueso de las tropas de los Véleron. Rumores de reuniones a puerta cerrada no le convendrían.
Caldrio apareció en el salón esta vez seguido por un solo recaudador, que llevaba un macuto ancho para portar documentos. Después de saludar reverencialmente a los presentes y repetir la reverencia frente al trono de Rolento, Caldrio comenzó a hablar con aquella elegancia seductora.
—Aprovecho esta reunión, en la que veo a muchos de los nobles de la Alianza del valle de Lavinia y a otros señores que también son de mi agrado, para trasladar un mensaje directo de su majestad Rosellón Corvian, que quiere expresar su malestar por cierto grupo de disidentes que se avituallaron de sustancias venenosas en aldeas limítrofes al valle de Lavinia y Meslán. Supongo que ya conocéis que nuestro rey fue objeto de un intento de asesinato cobarde y no han sido sino esos motivos los que provocaron una acción de castigo, acción que fue repelida de forma violenta por las tropas que defienden esta tierra.
—Es de justicia que en esta tierra nuestros alguaciles sean quienes apliquen la ley y no recibimos sino una invasión de nuestros lindes por tropas que en ningún momento respetaron a las autoridades locales —adujo Patrio.
Jugó al mismo equilibrio dialéctico de respeto que usaba el tesorero.
—Mis queridos amigos, ¿qué debemos esperar si se ataca a nuestro rey?
El tesorero real se había presentado en Lavinia después de los altercados en las aldeas limítrofes del valle para calmar los ánimos. Caldrio, con sus amables palabras, siempre lograba que sus interlocutores se sintieran reconfortados. Como viera que ese tema era peliagudo, cambió a lo económico, materia donde traía buenas noticias.
—Como prueba de que mi señor sigue adelante con sus compromisos y de que desea que este hecho desafortunado no enturbie la oferta que le hizo al señor del gran valle de Lavinia, he traído el reconocimiento de la deuda que Venteria posee con vos, firmada de puño y letra del rey. Es ya por lo tanto carta de garantía de pagos. Necesito ahora que su señoría cumpla su parte y firme nuestro acuerdo fiscal. El rey confía en poder iniciar entendimientos que poco a poco nos lleven a que florezca de nuevo la unión de Vestigia.
Remo miraba al tesorero con los ojos llenos de sopor, como si lo aburriese escucharlo.
—¿Podemos ver ese documento firmado? —preguntó Rolento.
El recaudador que acompañaba a Caldrio rebuscó en el fardón de cuero después de quitarle la correa con la que la abrochaba. Una vez localizado el que le pedían entre numerosos documentos, el tipo se acercó para mostrar el nuevo distintivo real lacrado.
—¿Qué rey plasmó su firma en ese documento? —preguntó Remo desde el extremo de la mesa donde estaba sentado. Lo hizo en voz alta.
El recaudador lo miró con cierta sorpresa. La misma que expresó el tesorero real. Los presentes perseguían el documento con los ojos mientras lo paseaba el recaudador y no atendieron a la pregunta de Remo.
—Señor, no lo conozco —afirmó con una sonrisa Caldrio.
—Soy Remo, hijo de Reco.
Caldrio se inclinó ante Remo muy cortés.
—Es usted notorio en toda Venteria.
—Responde a mi pregunta: ¿qué rey firma ese documento?
—Pues el rey de Vestigia, nuestro actual monarca.
—¿Quién?
La pregunta no estaba siendo formulada con ironía, realmente Remo parecía desconocerlo.
—Lord Rosellón Corvian.
—Ese no es el rey. El rey es Tendón de Aferal, que murió seguramente asesinado a manos de algún secuaz y no por ese incendio accidental según se afirma. El rey legítimo deberá decidirlo un gran Consejo de nobles o la aclamación de un pueblo liberado, si es que no dispone de sucesor hereditario. Después se deberá hacer justicia con quienes han usurpado el palacio. Por lo que esas cartas y toda esa tinta con buena caligrafía no sirven para nada.
—Esa teoría creo que es descabellada…
—¡Estás en la tierra de los que todavía rinden pleitesía a Tendón! —gritó Remo.
Hubo silencio.
—Desconocía que además de militar fuera su señoría también consejero económico de Lord Véleron, yo he venido a hablar del marco económico en el que…
Remo se levantó de la silla y caminó alrededor de la mesa donde estaban los nobles, entre ellos el padre de Gaelio, que exclamó un «¡por todos los dioses!», quejándose del estruendo que había hecho la silla de Remo al caer hacia atrás, pues el militar se había levantado con tal ímpetu que, mientras se iba hacia el tesorero, su asiento se derrotaba finalmente contra el suelo.
—¿Qué rey hay en Vestigia si aún la guerra no acabó? —gritó Remo.
—El rey Rosellón Corvian.
—Ese no es el rey de Vestigia. Vienes aquí como una sanguijuela para llevarte impuestos, como si estas tierras estuvieran bajo tu protección, como si estas tierras compartiesen el proyecto conjunto de ese loco. ¿Por qué pagan impuestos las ciudades a la Corona?
—Para obtener protección y para que se les presten otros servicios. Para engrandecer la Corona y el reino, para lograr acuerdos comerciales dentro y fuera de Vestigia, prosperidad. En ese clima de entendimiento, Lord Rosellón Corvian desea que entre todos dejemos a un lado las disputas, que envainemos las espadas y construyamos para el pueblo la prosperidad. Yo he venido precisamente para ofrecer acuerdos económicos interesantes, pasos sobre los que edificar la paz.
—Me sorprende que un perro como tú venga a hablar con palabras pausadas de intereses económicos en mitad de la tempestad de la sangre. ¿Qué sucede cuando una espada cruza el corazón de un hombre que paga impuestos? ¿Qué sucede cuando esa misma espada cruza el corazón de un hombre que no paga impuestos?
Remo llegó a la altura de donde estaban el tesorero y su subordinado. El miedo se pintó en el rostro de Caldrio.
—¡Estamos en guerra! —gritó Remo y hasta los nobles sintieron aprensión—. Somos enemigos. ¡Estás en presencia de tus enemigos!
De repente Remo le hundió un puño en la boca del estómago. El ayudante no requirió ser golpeado, el miedo le cambió la cara y se agachó sumiso hasta ponerse de rodillas.
—Una vez corté la cabeza de un general joven que venía a parlamentar y a ofrecer chanzas —dijo Remo amenazador—. Dile a Rosellón Corvian que sus días como rey terminarán pronto.
—¡Remo, espera, ¿qué vas a hacer?! —gritó Rolento.
De un solo puñetazo en la cara, Caldrio dio con su cabeza de bruces en el suelo. Estaba desmayado, podía estar muerto. Remo extrajo un cuchillo que tenía disimulado en su cinto y le cortó la garganta. La sangre salió como de una fuente.
—¡Clemencia! ¡Clemencia! —gritó el recaudador atacado por el pánico, mientras se escuchaba cómo varias butacas se arrastraban, pues la sorpresa había levantado a algunos de los nobles presentes de sus asientos.
—¡Remo, por los dioses! —Rolento se había puesto en pie y se sujetaba la cabeza ante la barbarie.
—¡Así sangramos los que estamos en la batalla, así es como se echa a los tiranos de sus tronos, así es como se ganará esta guerra perdida! ¡No pagando impuestos a los que tienen la osadía de matar a nuestro rey! ¡Cuenta lo que aquí has visto a Rosellón! —gritó Remo que se inclinó a un palmo del rostro del subordinado del muerto, lívido de espanto. Después se irguió y Gaelio juraría que se bañaba en el horror que había provocado, parecía feliz viendo sus devastadoras consecuencias en las caras de los nobles—. ¡Este valle está en guerra! ¡No hay marcha atrás, Lord Véleron, no hay pactos ni chanzas de nobles que tergiversan la voluntad del pueblo!