Expresión de poder
El asunto de Gaelio pasó a un segundo plano. Todas las preguntas a media voz, todos los comentarios iban dirigidos a saber qué había sido de Remo y qué misión era esa de la que se había encargado y que lo había tenido ausente durante todo ese tiempo.
—Parece que viene acompañado de cuatro hombres y una carreta —le susurraron a Gaelio que, después de toda la tensión acumulada en los últimos instantes, necesitó sentarse.
Un encapuchado entró en el salón. Vestía cota de malla bajo la capa y un cinturón ancho. Retiró la capucha hacia atrás y pronto lo reconocieron. Se había cortado el pelo y tenía un afeitado pendiente de un par de semanas. Dejó la capa en un perchero y se quitó el cinto al que estaba trabada la espada; después tuvo paciencia para sacarse de encima la cota de malla. La dejó en el suelo a los pies de la capa y se desprendió del subarmalis que protegía el cuerpo de la cota. Después volvió a colocarse el cinturón y ajustó la posición de su espada sobre la cadera. Como era costumbre, Remo no se desprendía de su arma incumpliendo los protocolos. Estiró un poco la camisa sobre la que había vestido todo lo demás y respiró hondo. Buscó con la mirada y pronto localizó a Akash que se había acercado para abrazarlo. Se dirigió hacia él y lo estrechó amistosamente. Después a Dárrel le dio otro abrazo fuerte.
—Capitán Gaelio.
Gaelio, azotada su cabeza por los últimos acontecimientos, estaba paralizado. Se acercó y fue el propio Remo quien lo abrazó. El muchacho estuvo a punto de derramar lágrimas cuando Remo le susurró en el oído: «Siento haber tardado tanto». Después lo separó de él mirándolo a los ojos. Le hizo un gesto como para infundirle ánimos. Remo era pura energía.
—Os saludo, caballeros —alzó la voz para hablar hacia todos los ángulos de la estancia—. Señor de la Alianza del valle de Lavinia. Afuera hay cuatro hombres que seguro están hambrientos, los recluté de los llamados Osos de los Collados.
—¡Nurales! —gritó Górcebal que después de ver lo efusivo de Remo con sus hombres dudaba de si acercarse también él a saludarlo.
—Sí, mi general —dijo Remo sin sonreír, pero amistosamente—. Son un grupo de conocidos mercenarios fronterizos; esos cuatro me juraron lealtad con algunas condiciones y pude con ellos atravesar las montañas de Nuralia.
Remo recuperaba al instante el mando de las tropas y Gaelio comenzaba a sentir que sus hombros se liberaban de una carga asfixiante. Solo padecía la vergüenza de entregar ahora a Remo una guarnición de hombres diezmados por la falta de medios, furiosos por su cobardía y sedientos de sustento monetario. Mientras el capitán se explicaba ante Rosellón, Gaelio veía con miedo el momento de tener que explicarse ante Remo.
—Remo, ¿puedes desvelarnos la naturaleza de esa misión que te ha mantenido tan atareado estos meses? —preguntó Rolento Véleron.
Remo ignoró por completo la pregunta que había hecho Lord Véleron.
—Me enteré en los postes del camino y en algunas tabernas de cómo están las cosas en Venteria. Ese canalla es rey y todavía nadie ha ido a molestarlo siquiera a su puerta. Eso tiene que cambiar. Veo que somos afortunados de que el general Górcebal no se largase como otros o se rindiera a los nuevos inquilinos de los palacios de la capital. ¿Cuántos hombres has traído, Górcebal?
—Vine con cuatro mil hombres, mis mejores capitanes y maestres los mandan. Remo, precisamente estábamos presentando una cuestión sobre la cobardía de ese hombre al que tomaste como aliado y sustituto: Gaelio. Es un cobarde que se negó a combatir a la mínima señal de peligro.
Remo no respetó el turno de palabra de Górcebal. Avanzó con grandes zancadas por el salón mientras los hombres que antes habían cercado a Gaelio dispuestos a prenderlo, ahora se apartaban. Desenvainó su espada ante la mirada incrédula de los que allí seguían con interés su paseo.
Górcebal como quiera que lo vio acercarse como un toro sintió temor, pero no tuvo tiempo de mucho más. Tal vez no quería mostrar debilidad y aguantó sentado en silencio. Remo descargó su espada en un sablazo vertical y partió por la mitad la mesa donde estaba sentado el general, con un solo tajo de su espada. Las astillas volaron como sopladas por un vendaval. Le dio una patada a una de las partes de la mesa y alargó la punta de su acero señalando el cuello de un Górcebal aterrado que se retorció en su silla pensando que Remo lo iba traspasar de parte a parte.
—¡Si vuelves a llamar cobarde a uno de mis hombres, pincharé tu corazón en mi espada!
Esos ojos verdes, la violencia. Górcebal no era un hombre que se asustase con facilidad, pero había visto demasiadas veces cómo se las gastaba Remo. Sabía que en combate no tenía rival y que cuando amenazaba no lo hacía a la ligera, era un hombre al que le pesaban las palabras, que no las usaba si no era para cumplirlas. Las batallas recientes no habían hecho sino agrandar su leyenda, que podía infundir temor incluso a quienes no lo conocían, como para saber que todas esas cosas que de él se decían eran ciertas.
Cinco soldados de confianza del general se colocaron en los flancos de Remo esperando cualquier gesto de su mando. Incluso ellos vacilaron.
—No conoces las circunstancias, Remo —logró susurrar Górcebal por encima de la sequedad que tenía en la garganta. Remo había dejado su espada flotando a tan solo un palmo de su cuello.
—Eres un general sin rey, Górcebal, yo no te pertenezco ni mis hombres tampoco. ¡De no ser por mí, habrías muerto en Lamonien como la mayoría de vosotros! —gritó mirando a esos soldados que lo rodeaban—. Tampoco estoy obligado a proteger esta tierra ni este castillo. —Eso dijo Remo en voz más alta, dirigiéndose a todos los presentes. Se hizo a un lado bajando su espada y los escoltas del general lo dejaron pasar. Replegó su pierna apoyándola en el borde y se aupó encima de la mesa que se encontraba junto a la que había partido en dos. Los soldados miraban a Górcebal y a Remo alternativamente, parecían esperar la orden de atacar al recién llegado. Aunque el mero hecho de que el propio Górcebal no hubiese gritado orden alguna contra él ya implicaba desde luego cierta licencia en Remo para decir lo que le viniese en gana—. Yo soy Remo, hijo de Reco, y no he venido a hacer pactos con vosotros. Si deseáis luchar a mi lado será como iguales, ya hace tiempo que nadie manda sobre mí. Si desde este momento no aceptáis eso, tened el valor de decirlo.
Caminó despacio sobre la mesa limpia que iba manchando de barro con sus pisadas. Después saltó al piso alfombrado delante del trono de Lord Véleron. Rolento estaba paralizado. Patrio miraba a Remo como a un fantasma, con pavor y veneración. Su padre habló con sabiduría.
—Sugiero que mañana tengamos una reunión para ponernos al día todos de las circunstancias de la guerra.
Cuando Remo llegó al campamento tuvo que subirse a un caballo para que todos pudieran verlo. Entre vítores su nombre retumbaba una y otra vez. Akash estaba como loco, y sus maestres, junto a los Glanner con los que habían trabado amistad, no dejaban de hacer proclamas cada vez más exageradas. Remo saludó a la tropa con gestos, en el estado de euforia en que lo recibieron no era posible discurso alguno. Entró con Gaelio en la tienda de mando.
—Gaelio, quedarás como capitán bajo mi mando, no te quitaré rango.
—Señor, doy gracias a los dioses por…
—Tranquilo, amigo, no agradezcas nada a nadie todavía. Estoy seguro de que esos hombres que ahora me jalean, cuando estén frente a los muros de Venteria heridos de muerte y con la esperanza en el suelo hecha pedazos, se acordarán de la prudencia del capitán Gaelio y de lo bien que estuvieron bajo su mando. ¿Cómo te ha ido?
No había tomates en todas las huertas y tenderetes hasta el río Lavón con más color que la cara de Gaelio.
—Mi señor, lamento mucho el estado en el que le entrego el mando. Estaban a punto de detenerme justo cuando habéis llegado. Tenemos deudas imposibles de afrontar, todo ha sido un desastre. No he logrado patrocinadores, y en esta tierra o entregamos el mando a Lord Véleron o jamás nadie osará financiarnos. Mi padre desea echarme de aquí y…
Sie entró con lágrimas en los ojos en la tienda. Dejó un canasto de frutas en la mesa y fue a besar la mano de Remo, finalmente se abrazó a su regazo como una niña busca la protección de un padre.
—¡He rezado todos los días a los dioses por su regreso, señor!
—¿No se ha portado bien Gaelio contigo?
La mujer de pronto parecía tomar en serio la pregunta.
—El señor Gaelio me dio libertad como vos ordenasteis y un trabajo digno, le estaré siempre agradecida.
—Pues tengo hambre, Sie, mucha hambre, a ver si puedes solucionarlo.
—¡Siempre queda algo de caldo!
Remo rebuscó en sus bolsillos y lanzó entre sus dedos una moneda que ella atrapó al vuelo. Gaelio disfrutó viendo volar esa moneda que parpadeaba como las alas de una mariposa entre dorado y marrón. Llevaba tiempo sin ver una moneda de oro.
La chica desapareció hacia la trastienda y después de alcanzar varias cazuelas se fue con la promesa de un buen guiso.
—Gaelio, ¿crees que unas siete u ocho mil monedas de oro solucionan nuestros problemas?
El muchacho lloró un buen rato sin poder contenerse.