CAPÍTULO 38

Operación de castigo

De buena mañana llegaron dos jinetes al castillo de Lord Véleron. Era acostumbrado que para entregar un mensaje importante los alguaciles enviasen dos emisarios por si uno de los dos no era capaz de alcanzar su objetivo, incluso adelantar el contenido de la misiva por paloma mensajera si disponían de ellas. Patrio fue quien los recibió y, como viera que el asunto era de capital importancia, los condujo rápidamente a presencia de su padre. Rolento andaba por el jardín en compañía de Górcebal y Gaelio.

Hasta la llegada de los emisarios discutían sobre la difícil manutención de las tropas y su capacidad de sumar más efectivos en caso de afrontar una batalla contra las fuerzas de Rosellón. Gaelio deseaba charlar con el noble a solas, no junto a Górcebal, para saber si se plegaría o no a las ofertas del tesorero real y exponerle abiertamente su situación ruinosa. Aunque Lord Véleron se había negado en un principio a claudicar en el pago de los impuestos, después de la coronación, recibieron otra visita de Caldrio. El tesorero real les entregó un nuevo documento donde se les ofrecía una prórroga de varios meses para recaudar nuevos impuestos y pagar al rey, a cambio del reconocimiento de la deuda y la paz. Gaelio tuvo tiempo de tener una conversación privada con el tesorero, al que expuso sus problemas con las cartas de crédito firmadas por Tendón.

—Mi querido capitán Gaelio, ¿es posible que me estés preguntando a mí por la validez de documentos firmados por un rey anterior? Como cualquier otro documento, ahora deberá ser compulsado por la notaría central, y créeme que si la actitud del valle no cambia con respecto al pacto fiscal, perderás tu tiempo haciéndolo. Esas cartas de garantía pagan la manutención de tropas enemigas al rey actual, por lo que carecen de validez.

Gaelio estaba abochornado. Las quejas en sus tropas se habían subido ya de tono. No había dinero para gastar y no pagaba a los hombres desde hacía ya más de dos lunas. Si se prolongaba más esa situación comenzarían a desertar, se rebelarían contra él.

Rolento dio la palabra a los emisarios en presencia de Górcebal y las palabras apresuradas de los hombres sacaron de sus recuerdos a Gaelio. Traían mucha preocupación.

—¡Mi señor, venimos del cruce de caminos en los lindes con las grandes llanuras! —gritó uno de los hombres—. ¡Un contingente armado está quemando todos los pueblos de la zona y se dirigen hacia el río Lavón! Hemos resistido en el fuerte de la torre Vieja, pero es un gran grupo a caballo, superaron nuestras posiciones con facilidad. El alguacil murió al perseguirlos hacia el río. No disponemos de suficientes jinetes. Pretenden arrasar los pueblos junto a la ribera.

Górcebal miró con los ojos muy abiertos a Gaelio.

—Señores, ha llegado la hora de defender esta tierra —dijo Rolento.

Todo fue muy precipitado y Gaelio reaccionó lo mejor que supo.

—Prepara a tus hombres, Gaelio.

—Nosotros no disponemos de caballos.

—Yo tengo caballos. Prestaré los que sean menester —repuso Lord Véleron.

—No es una invasión, si la tropa es de jinetes, no creo que sea una invasión.

—¿Qué sugieres, Gaelio? —inquirió Górcebal.

—No enviaré a mis hombres a luchar a campo abierto contra jinetes expertos. No somos caballería, no estamos adiestrados para eso.

—¿Bromeas? Seguro que la mayoría saben montar. ¡Están atacando el valle de Lavinia, debemos responder con dureza, de inmediato! —tronó el general.

—Mis hombres no cobran paga desde hace dos lunas, general, sé que su valor y su lealtad los moverán, pero no puedo lanzarlos a una batalla suicida si encima no tengo nada con qué recompensarlos después.

—¿Qué sugieres, que dejemos a esos bellacos campar a sus anchas por el valle sin oponer resistencia?

—Yo pagaré a tus hombres —dijo Lord Véleron—. Pero estarán bajo el mando de mi hijo Patrio. No te ofendas, pero desde luego te falta experiencia de combate. Me he informado y sé que jamás has dirigido tropas en batalla.

—Mi señor, con todos mis respetos, no prestaré a mis hombres ni los venderé. Velo por sus intereses como líder responsable, y una batalla frente a jinetes podría ser costosa para hombres de a pie.

—¡Tropas bien pertrechadas destrozan caballerías! —exclamó Górcebal.

No hubo acuerdo. Gaelio se marchó del castillo sin dar su brazo a torcer. Eso podía tener consecuencias. El general Górcebal le echó una mirada desafiante antes de ver cómo Gaelio se marchaba en el carruaje a su campamento.

Las tropas recibieron el aviso porque los capitanes de Górcebal comenzaron a movilizarse y se encontraban organizados a poca distancia de las tierras del padre de Gaelio. Dárrel fue junto con Akash a pedirle información al capitán Gaelio que recién regresaba del castillo.

—Esperamos sus órdenes, capitán. Los hombres de Górcebal inician su marcha hacia el este.

—No es una invasión. Se trata de un contingente de caballería, jinetes expertos, no vamos a movernos de aquí. No son una amenaza más que para las aldeas.

Dárrel pareció tan sorprendido como Akash.

—¿No prestamos apoyo al general Górcebal? El capitán Tomrel parecía dispuesto a ubicarnos junto a su tropa. ¿No desea Górcebal nuestro apoyo?

—No he aceptado ir con él. Remo me dejó el mando a mí, y nuestro contingente ya no se limita tan solo a los doscientos hombres que el rey ordenó al capitán Remo mandar subordinados al mando del general. Ahora somos muchos más después de lo de Debindel, donde por cierto, no sé si recuerdas, se nos consideró proscritos. No estoy obligado a respetar el mando de Górcebal. Ni voy a entregar las tropas de Remo al mando del hijo de Rolento Véleron. Prefiero que nos quedemos como estamos.

—Mi señor, con todo el respeto, los hombres se quejan, se sienten engañados por la falta de medios, la comida cada vez lleva más sopa y menos condimentos. Si además los hombres ven que no se nos respeta como ejército…

—Una batalla es algo arriesgado siempre. ¿Acaso no ves que lo hago por su seguridad?

—Los hombres desean ir al combate y recibir el incentivo de la batalla.

—El maldito oro decantará esta guerra del lado de nuestros enemigos.

La frialdad con la que lo dijo Gaelio provocó resignación en la mirada rebelde de Dárrel. Era admirable lo dispuesto que estaba ese hombre siempre a jugarse la vida. Gaelio sabía que todos y cada uno de los oficiales a su cargo eran mucho más valerosos que él en el combate, pero tenía grabadas a fuego las palabras de Remo, que le ordenaban proteger los intereses de sus hombres si él no regresaba.

—Remo no se habría quedado al margen de una batalla —dijo escuetamente Dárrel antes de salir de la tienda de mando.

Dárrel comunicó a otros maestres que estaban esperando la decisión del capitán, que la fiesta no iba con ellos y que se quedarían en el campamento. Quizá por lo difícil de asumir o simplemente por tentar más a Gaelio a cambiar de decisión, les dio instrucciones para organizarse y tener preparados los aperos de la guerra, el reparto de armaduras, armas y demás gestiones que hicieran fácil poner en marcha las tropas en caso de que el capitán decidiese entrar en acción. Se propagaron interrogantes y la decepción de los más veteranos, ávidos por regresar al combate para incrementar su gloria y de paso, la paga. No cobraban desde hacía tiempo pero todos tenían la convicción de que finalmente serían recompensados; no obstante, confiaban en que Gaelio, que sabían tenía una posición importante en la región, contaría con recursos suficientes como para que ellos recibiesen lo suyo. Esa era la razón por la que los hombres seguían una espera cada vez más tensa, y no se habían rebelado aún. Akash los mandó callar a voces cuando los descubrió haciendo semejantes cábalas.

—¡Aunque no comamos, aunque no tengamos para abrigarnos, yo daré mi vida como en Debindel por la gloria de esta hermandad que prevaleció en la batalla! —gritó Akash.

Gaelio estaba nervioso, temblaba dentro de su tienda de mando cuando le llegaron los gritos de su colega. Akash tuvo un gesto que le insufló mucho ánimo. Ni siquiera había expresado opinión alguna sobre su decisión de no entrar en combate. Akash además tenía el mismo rango de mando que él, pero incluso cuando la precariedad atacaba a sus hombres y crecían las dificultades, seguía respetando la decisión de Remo de dejar a Gaelio el destino de sus hombres. Era tan firme que hasta era desagradable para el capitán de pacotilla que se sentía Gaelio observar esa determinación y sentido del deber.

El capitán que no se sentía capitán, sentado en su mesa, miraba absorto los documentos que Remo le entregase esparcidos por la mesa, y las piezas ordenadas de su armadura, colocadas sobre el perchero de madera, así como la espada apontocada en el tronco que sostenía la percha, estaba seguro de que muchos de sus hombres a caballo serían presa fácil para las tropas que Rosellón había enviado. Pensaba además que sus hombres si regresaban victoriosos, estarían más ávidos y envalentonados que nunca para exigir su paga y que, por el contrario, si regresaban maltrechos y heridos, el coste anímico de no cobrar, además del incremento en gastos para sanarlos sería ya la ruina definitiva de su división. Dudaba pero tenía la seguridad de adoptar la decisión correcta.

¿Qué pretendía el rey? ¿Estaba presionando a Lord Véleron para firmar el acuerdo económico de una vez? No parecía una forma muy inteligente de hacerlo. Sin embargo, si la intención del nuevo monarca era la de atacar el núcleo duro de la resistencia, ¿no era más lógico realizar un ataque total? ¿Por qué un contingente de jinetes?

—¿Tiene un momento, mi señor? —preguntó Uro Glanner. Con él venía su hermano gemelo, Pese. Los dos se colaron en la tienda y sin pedir permiso alcanzaron unas butacas y se sentaron poniendo los pies encima de su mesa. Gaelio se sintió intimidado. Los Glanner habían sido compañeros de Remo en la Horda del Diablo, conocían al capitán perfectamente y disponían de cierto carácter rebelde. Después de las batallas se habían ganado el respeto de todas las tropas como para que supusieran un problema del liderazgo endeble de Gaelio. De hecho él se preguntaba si acaso en justicia no debían ellos regir a sus hombres.

—Capitán Gaelio…

Gaelio apretó las mandíbulas, estaba dispuesto a gritarles que quitasen los pies de encima de su mesa, debía tratar de rescatar autoridad en algún gesto para tratar de bajarles los humos y que respetasen sus decisiones.

—¡Bravo! —dijo Pese—. ¡Bravo! Remo fue un canalla al no darnos el mando a nosotros, pero claro, no se fiaba de nadie. Acertó contigo. Hemos venido a darte nuestro apoyo frente a todos estos que se quejan porque llevan comiendo sopa una semana.

—Sí, Gaelio, tranquilo; a caballo, sin entrenamiento, estos se matarían simplemente al trotar. Por otra parte desconocemos las circunstancias de los ataques. Tal vez haya tropas a pie bien escondidas, quién sabe. Es mucho más inteligente esperar, que se desgasten en los primeros pueblos y después resistirlos aquí o en el castillo.

Gaelio respiró hondo.

—Vosotros conocéis a Remo, ¿qué pensáis que habría hecho él?

—¿Remo?

—Sí.

—Habría marchado el primero a la batalla.

Para Gaelio era descorazonador escuchar eso.

—Pero tú no eres tan loco como él ni él deseaba que lo fueras, por eso te eligió.

—Por eso, claro que sí —dijo Uro reafirmando las palabras de su hermano.

Los gemelos se bebieron su última provisión de vino, mientras él iba recibiendo a otros maestres interesados en lo que estaba sucediendo. Cuando alguien entraba en la tienda y veía a los Glanner allí plantados apoyando al capitán ni se atrevían a discutirle la decisión.

Se le quitó el apetito y Sie tuvo que llevarse el plato que le había preparado sin conseguir que Gaelio probase bocado. Cada vez le resultaba más amargo comer cualquier cosa distinta de aquella sopa que repartían para todos. Se mantenía a la espera de noticias. El día lo pasó con la incertidumbre de si de repente los campos de su padre serían invadidos por las tropas enemigas. No recibía noticias de los vigías que estaban apostados en distintos altozanos, por lo que deducía que nadie se acercaba. Tal vez esos jinetes eran el anticipo de un contingente mayor y ahora Górcebal y los hombres de los Véleron estaban echando de menos su apoyo. No sería hasta el amanecer del día siguiente cuando regresaron Górcebal y su ejército. Gaelio fue avisado y, junto a Dárrel y Akash se dirigió al castillo de Lord Véleron. Imaginaba que allí podría conocer los pormenores de lo sucedido, pero estaba razonablemente contento de que sus peores miedos no se hubiesen materializado.

—Si han regresado es que la amenaza ha pasado.

—Están reorganizando el campamento —dijo Akash.

Deseaba con todas sus fuerzas que Górcebal hubiese logrado una gran victoria. Esta vez prefirió ir a caballo junto a sus oficiales al castillo. Tenía pensado vender esos corceles a cambio de provisiones.

En el salón donde normalmente se realizaban los banquetes, Patrio y Górcebal, aún vestidos con la armadura, daban cuentas de lo sucedido a Rolento. El general y algunos de sus hombres presentes tenían restos de los combates visibles en sus atuendos y en sus rostros.

—¡Gaelio, es muy oportuno que hayas venido! —alzó la voz el general cuando lo vio junto a las columnas que lo acercaban al centro de la estancia.

En ese momento se hizo el silencio. Las caras serias se propagaron en todos los que se giraron para observarlos. Górcebal continuó con la voz en alto.

—Ayer decidiste por tu cuenta y riesgo apartarte de mi mando. Dices que tenías un pacto con Remo, que te nombró capitán, pero no respetas que yo era vuestro general. Te ordené acompañarnos a la batalla y rehusaste.

Patrio Véleron tomó la palabra de inmediato.

—No nos hizo falta tu colaboración. Esos jinetes nos invadieron para cumplir con una operación de castigo contra varias localidades donde, por lo visto, se fabrican ciertos venenos. El rey Rosellón Corvian ha sido atacado por nuestros aliados en la capital. Yo estaba al tanto de esa operación, como también estoy al tanto del fracaso de la misma. Supongo que no podíamos esperar que no tuviera consecuencias. La intención de esos jinetes era castigar esas localidades y, seguramente enviarnos un aviso para que no nos resistamos más tiempo al acuerdo con el rey. ¡Era vital mostrar nuestra fuerza!

Gaelio asintió incómodo. Fuese fácil la misión o complicada, él no se había opuesto a unirse a las tropas por la dificultad de la empresa, él lo hizo en la convicción de que debía proteger a sus hombres y por la situación económica de la que nadie parecía dispuesto a desear rescatarlo sin pedir nada a cambio.

—¡Yo soy el general al mando! —tronó Górcebal y hasta Patrio mantuvo silencio. La cosa se estaba poniendo seria. Gaelio comenzó a sentirse en una guarida de lobos—. Ordeno la inmediata detención del capitán Gaelio y la destitución de sus oficiales. Si no os entregáis ahora pacíficamente, seréis tomados como enemigos.

Akash desplazó a Gaelio detrás de él y desenvainó su espada, estaban cerca de la puerta del salón y el capitán quizás estaba pensando en huir al campamento, donde estarían más protegidos. Dárrel hizo lo propio con su arma y sin ningún temor se colocó al otro flanco de su capitán. En ese momento los caballeros y maestres allí reunidos, no más de una veintena, comenzaron a dispersarse alrededor de los tres interpelados. Habían dejado sus armas en los armeros, pero eran tantos que Gaelio sintió los colmillos fríos del miedo. Un miedo diferente, un miedo nauseabundo de verse repudiado, de ver cómo se le cuestionaba.

—¡Somos aliados, no debemos pelear entre nosotros! —gritó Patrio. Rolento escrutaba los ánimos sentado en su trono.

—¡Prendedlos! —gritó Górcebal.

En ese momento varios soldados rodearon a Gaelio Dárrel y Akash por completo. Un círculo de hombres estaba a punto de abalanzarse sobre ellos. Gaelio no deseaba muertes, ni deseaba que la tensión desencadenada supusiera para Akash o Dárrel una condena mayor. Se le vino todo encima. De pronto verse a él preso, en un calabozo, con sus tropas bien mantenidas bajo el mando de Górcebal o los Véleron era un destino tal vez más esperanzador que el que podía desarrollarse si él continuaba con el mando.

—¡Alto! —ahora era Lord Véleron quien hablaba. Se había puesto en pie—. ¡Detened esta locura inútil! Comprendo que la unidad de las tropas debe ser nuestra prioridad, y ayer, Gaelio, desatendiste la ayuda que te requería esta tierra, tu tierra. En mi castillo, con el debido respeto al general Górcebal, las órdenes las doy yo. Declara aquí y ahora tu sumisión al mando del general o únete a las filas de mi hijo y pide disculpas y ninguno de tus hombres perderá su posición y no se te privará de libertad. ¿Estamos todos de acuerdo en eso?

Se escucharon tres golpes de gong en ese momento. Nadie entendió su significado. Los golpes continuaron hasta completarse la cantidad de diez estallidos del gong de las puertas principales del castillo. Resonaba en todo el valle de Lavinia. Pronto varios guardias se internaron en el salón apresurados, se acercaron a Rolento y clavaron su rodilla en el suelo para anunciar a viva voz:

—Mi señor, lamentamos la interrupción.

—Despacha, ¿qué sucede ahí fuera? ¿Qué merece el sonido del gong en estos tiempos de mala suerte y penumbra?

—Mi señor, por lo visto, Remo, hijo de Reco, desea ser recibido de inmediato.

—¡Remo! —hubo más gargantas y no solo la de Rolento las que gritaron sorprendidos su nombre.

—¡Por todos los dioses, Remo, hijo de Reco; hazlo pasar!