CAPÍTULO 37

Represalias

Rosellón mejoró bajo los cuidados de Bramán. Habían fingido una recuperación total de aquella flecha envenenada, de cara a sus enemigos y al pueblo, pero lo cierto es que el nuevo monarca estuvo muy cerca de las puertas de la muerte. Los médicos de palacio a los que Bramán les negó su intervención no dejaban de interesarse por la salud de Rosellón y mantenían debates sobre las posibles medicinas que tal vez había administrado el brujo, camuflándolas como pócimas. Era muy delgada la línea entre los estudios de un médico, siempre afanado por descubrir en la naturaleza procesos lógicos, y las investigaciones de un hechicero habilidoso con las pócimas.

—Sé que te debo la vida, Bramán —comentó Rosellón todavía pálido, aunque ya se dejaba ver por las terrazas y los jardines.

—Creo que es más indicado decir que se la debes a Lasartes y su poderosa esencia oscura.

Bramán recibió un recado de uno de los mayordomos personales del rey, ahora a su disposición.

—Esos médicos de palacio siguen maravillados por la curación, desean hablarme con urgencia. Les hice un encargo que espero nos revele más cosas sobre quién te atacó —comentó Bramán.

—Atiéndelos.

Recibió a los médicos en una de las terrazas de esa ala del recinto que tenía vistas a los jardines. Los médicos traían la punta de la flecha sumergida en una pecera taponada con un corcho de gran anchura. El color del líquido donde estaba la cabeza de la flecha era similar al óxido. Era media mañana y la luz del sol hizo brillar la punta de la flecha depositada en el fondo del frasco, justo cuando Bramán accedió a sostener el recipiente en sus manos. Los médicos lo invitaban a observar el tono rojizo de la solución.

—Querido Bramán, tal y como pediste hemos logrado analizar y descubrir qué veneno usaron para embadurnar esta flecha letal.

—Para eso al menos sí que habéis servido —adujo Bramán con ironía.

—Se trata de algo muy potente y caro, es un veneno sacado de la víbora roja.

—¿Una serpiente?

—No. —El médico sonrió visiblemente contento de observar algo de ignorancia en aquel que había usurpado su posición con artes oscuras, haciendo que sus conocimientos pareciesen inservibles—. Se la conoce así por su alta toxicidad. La víbora roja es una planta. Crece en abundancia en Bifenia, una isla alejada de nuestras costas. Aquí en Vestigia solo hay una región donde sabemos que se mantiene un pequeño cultivo de esta planta.

—A ver si lo adivino, ¿el valle de Lavinia?

—Cerca, en las aldeas entre las llanuras de Gibea y el valle de Lavinia.

—¿Y quién lo distribuye?

—Aquí en Venteria es difícil de encontrar. Es muy caro y su uso, aparte del evidente, es poco común ya. Se aplica como un remedio para el dolor de parto si se mezcla en proporciones muy limitadas con agua de limón y es un potente anestésico cuando se debe recurrir a la amputación de miembros gangrenados. Pero sin esa mezcla, puro, es letal al contacto con el cuerpo, no comprendo cómo es posible que nuestro rey haya sobrevivido. No conocemos un antídoto.

—Se escapa a vuestros conocimientos, señores. ¿Dónde se puede comprar ese veneno?

—No lo sé, pero podemos investigar.

Dos días después de aquella conversación, el brujo descendió junto con una guarnición de soldados de la nueva guardia real provistos de la característica armadura negra del ejército hasta la plaza de los grandes mercados. Allí los médicos habían señalado a un tendero como sospechoso de comerciar con la víbora roja.

Cuando irrumpieron en la gran plaza que era adyacente a las naves altas de los mercados soportadas por enormes vigas, Bramán y los suyos no tuvieron más que preguntar por el tendero para que lo señalaran en uno de los puestos de hierbas medicinales y especias que se colocaban a la sombra de la nave principal. En ese momento el propietario del puesto del mercado palideció al ver a los soldados y al encapuchado acercarse a su carreta, que le servía de muestrario de su mercancía.

—¿Qué puede este tendero ofrecerles?

—Buscamos algo especial, ¿venimos al lugar adecuado para comprar víbora roja?

El comerciante sonrió.

—Es una planta interesante, según tengo entendido ahora se mezcla con agua de limón y eucalipto, con precaución claro, y se deja secar unos días, después se consigue un perfume excelente para quemar en incensarios.

—¿Cómo es tu nombre, tendero?

—Abenio.

—Escúchame, Abenio, alguien te ha señalado como uno de los pocos comerciantes que poseen víbora roja. Deseo que me digas quién te ha comprado últimamente esa mercancía y, por supuesto, de dónde la sacaste tú.

—Hace semanas que no vendo nada. Es un capricho caro y tiene mala fama.

Bramán se acercó más a la tabla que le servía de mostrador al mercader y miró fijamente a los ojos de Abenio. De pronto el tendero cerró los suyos, tropezó con varios cachivaches y se clavó de rodillas.

—Mi señor, piedad —suplicaba mientras sufría algún mal invisible para sus discípulos, que observaban con horror cómo el brujo con una simple mirada lo estaba torturando.

—Gracias, Abenio.

Bramán se dirigió entonces al barrio de los plateros. Sonaban aquí y allá las fraguas de los herreros a su paso por la calle principal. Después de preguntar en varios lugares, Bramán ordenó a sus hombres atacar de forma inmisericorde un negocio de venta de plata. Hombres y mujeres que trabajaban allí fueron golpeados y después de numerosas disputas se colocaron frente al brujo que, de forma parsimoniosa, fue repitiendo la misma operación de castigo mental que había ejercido sobre el mercader de especias. En esta ocasión, Bramán los encadenó y se los llevó detenidos. Su periplo por aquel barrio terminó en una posada donde según las malas lenguas solían reunirse un grupo de asesinos comandados por un hombre de cierta reputación.

—Elgastán, pero hace meses que no pasa por aquí.

Bramán torturó al mesero y no pareció lograr más información, pues su periplo por los bajos fondos de la ciudad se dio por concluido. Los soldados se llevaron al gordinflón y a sus familiares que atendían el negocio. En la plaza de las sillerías juntó a todos los prisioneros que tenían algo que ver con la procedencia del veneno y su distribución desde que lo adquirieron en el puesto de especias. Bramán esperó con paciencia hasta que la plaza se llenó de curiosos. La plaza de las sillerías era de las más concurridas cerca de los mercados.

—¡Hace pocos días, como todo el mundo sabe, un grupo de hombres de esta ciudad decidió atacar a nuestro rey! —gritó Bramán a la multitud—. Que sirva esto de escarmiento a los que piensen que pueden esconderse de mis ojos. ¡Estos hombres colaboraron en la venta de ese veneno a los asesinos que intentaron atacar al rey!

Infiltrados en el corro del populacho que estaba allí, había numerosos colaboradores de la rebelión que sabían de aquella operación fallida. Sumergidos entre la multitud pudieron tal vez cambiarse por momentos con aquellos desgraciados que estaban a punto de conocer el terrible poder de Bramán.

El hechicero deseaba contundencia, marcar en la retina de todo un pueblo lo que sucedía cuando dejabas que te sedujesen los integrantes de la resistencia. Podía haberlos mandado ahorcar o traer un verdugo con un hacha opulenta que hiciese cerrar los ojos del público cuando bajaba su arma sobre cada uno de ellos, decidió algo distinto y más atroz.

Los encadenados subidos precisamente a la base en la que solía construirse el patíbulo de ejecuciones, contemplaron cómo Bramán espolvoreaba una sustancia parecida a los polvos de símil hasta completar un círculo a su alrededor mientras murmuraba unas palabras. La guardia retiró al público que ya se agolpaba abarrotando la plaza a una distancia prudente para que pudiesen contemplar lo que iba a suceder. Bramán comenzó un ritual de invocación. Un humo negro comenzó a emanar de aquel círculo, una esencia nubosa y oscura que se compactaba a los pies de los condenados. Los ojos de Bramán se habían oscurecido como tintados por aquella esencia. Lentamente alzó sus manos y aquella negrura creció sin salirse del círculo.

Un tentáculo apareció navegando ese humo negro. Se izaba como si fuese una serpiente que se despierta por la llamada del flautista. El tentáculo creció ante los ojos aterrados de público y víctimas. Cuando ya rebasaba la altura del más alto de los hombres en la plaza, se acercó a una de aquellas personas encadenadas. El humo negro en el que se habían sumergido sus pies parecía paralizarlos pues se le vio intención de huir y no podía dar un solo paso para retirarse. El flagelo enhiesto parecía observarlo. Creció aún más, mostrando una base más gruesa. Entonces cinco finos tentáculos comenzaron a nacer desde distintas posiciones dentro del círculo. Los cinco nuevos crecían a más velocidad y pronto se igualaron al primero. Cimbreaban de cuando en cuando con bastante violencia, desatando gritos de pavor en los que, aterrados, veían que no tenían huida posible. Uno de los tentáculos atravesó de parte a parte el pecho de un hombre. La sangre salía a borbotones de la herida que le causaba y el tentáculo pareció atravesar el cuerpo como si fuese de mantequilla, con una facilidad asombrosa. Los gritos de dolor y el miedo de la multitud aterrada ante lo que estaba viendo elevaron el número de curiosos que ya se subían unos encima de otros para ver mejor la escena. Bramán entonces volvió a alzar las manos. En el centro del círculo comenzó a crecer algo deforme. Una masa negra, con una textura viscosa como la mermelada, que al superar en altura y tamaño la segunda planta de las edificaciones de la gran plaza, mostró que era el nexo de unión de todos los tentáculos. Pero siguió creciendo. De esa base compacta comenzaron a desarrollarse extremidades, como patas de cangrejo y otros tentáculos que se desarrollaron más laxos, acabados en algo blanco que pronto podía suponerse similar a los colmillos de un elefante. Aquella abominación emitió un sonido espeluznante y tiritó. De su estertor se abrió verticalmente un orificio, una matriz dentada que expelió un hedor que hizo sentir náuseas a la mayoría de la gente. Entonces aquellas fauces se cerraron sobre el cuerpo de uno de los de la platería que gritaba mientras un brazo y la misma pierna de su lado se habían perdido ya dentro de aquel ser que no dejaba de desarrollar formas, patas, ganglios y orificios peludos o dentados. El hombre gritó hasta perder la voz mientras trataba de liberarse con la otra mano. Al poco tiempo de estar esa parte del cuerpo en contacto con aquella mandíbula, perdía la vestimenta y la piel, trituraba sus músculos y licuaba su sangre. El cómo devoró al resto fue mucho más atroz, y no hubo quien de entre el público no apartase la mirada después de ver cómo la bestia usaba sus extremidades y tentáculos para agredir la lógica humana, para malversar cualquier forma de muerte imaginable y hacerla parecer digna. Esa bestia parecía devorar con agrado provocando dolor en sus víctimas, y estando ya todos engullidos por el monstruo, aún sus gritos acompañaron un rato los crujidos y eructos, el ruido de molusco en movimiento que rodeaba al engendro sin que se supiese exactamente qué parte de aquel amasijo corpóreo lo producía.

Bramán sembró miedo y pánico en todos los ciudadanos pese a que hizo desaparecer al demonio y recogió con cuidado el polvo con el que había realizado el círculo una vez el suelo dejó de estar contaminado de humo y sus ojos volvían a aparecer de color humano.

Tal fue el horror desatado por el hechicero, que llegó a oídos del rey, al día siguiente.

—Bramán, me cuentan que invocaste un demonio.

—La esencia que compartimos con Lasartes nos permite invocar sus mejidores, los demonios compuestos que posee, en determinadas circunstancias. Creía importante infundir terror entre aquellos que han osado atacarnos directamente. Son ofrendas que a él le agradan.

—He estado hablando con Gonilier. Vamos a atacar también el origen de problema.

Bramán sonrió lleno de satisfacción.