El niño
La corriente de aire costera repasaba la ciudad de Aligua y llegaba mansa sobre las aldeas. Una racha de ese aire tumbaba la estela de humo que salía de la chimenea de la granja, con más vigor del que parecía aplicar sobre los árboles y matorrales. De la casa salió una mujer que abrazaba un canasto con ropas.
—¡Vamos, Remo, no seas perezoso!
Un niño de pelo oscuro salió de la vivienda y pareció molestarle la luz de la mañana porque se llevó una mano encima de los ojos. Arrastraba una pequeña carreta de madera con cepillos y jabones. Parecía malhumorado. Siguió a su madre por el sendero hasta el río cercano. Pasó todo el camino protestando.
—Lania, tu hijo está cada día más apuesto —comentaban las lavanderas en una pequeña pausa antes de volver a inclinarse sobre sus prendas para seguir frotándolas con las piedras.
El pequeño Remo acercó la carreta a su madre cuando esta estuvo ya preparada para lavar. Hizo un mal gesto, lanzando la cuerda con la que arrastraba el pequeño vagón.
—Llevas todo el camino incordiando, Remo. Si no cambias esa cara te juro que hoy lavas tú la ropa.
—Esto es cosa de mujeres, no debería venir aquí contigo, ya soy mayor.
La madre se levantó de inmediato y agarró al niño de la oreja.
—No seas insolente con tu madre. ¡A lavar!
Remo con mala gana se arrodilló y después de remangarse con gestos bruscos las mangas de una camisola que le estaba bastante grande, comenzó a mojar las calzas en el agua del río. Lania le pasó los jabones y después lo observó mientras frotaba con uno de los cepillos.
—Dale con fuerza, Remo, para que se limpie bien. Ahora es cuando necesitas ese nervio que los dioses te han dado, para trabajar y no para molestar a tu madre. Y quita esa cara de asco que tienes.
—Si acabas con eso y quieres ganarte unos cobres me ayudas a mí después —le gritó una lavandera, divertida de ver al muchacho obligado por la madre.
Remo la miró fulminándola con sus ojos verdes. La mujer comenzó a reír a carcajadas.
—Ese hijo tuyo te traerá de cabeza, Lania.
Estuvieron lavando la ropa un tiempo que al joven le pareció eterno. Pero Remo no protestó más ni le pidió a su madre dejar de lavar. Lania sabía que al jovencito debían de dolerle los brazos, pero ese niño nunca se quejaba. Después con el canasto lleno de ropa mojada, Lania tuvo que parar a descansar mientras caminaban de regreso a la granja. Remo se ofreció a llevarle él el canasto. El sol de la media mañana hacía sudar a su madre y aunque estaba todavía visiblemente enfadado, Remo siempre era muy cortés y galante.
—Yo estoy ya más fuerte que tú, madre. Deja que sea yo el que cargue con eso.
—Sí que estás fuerte, Remo.
—Cuando quieras castigarme, haz que te lleve el canasto, pero madre, no me hagas lavar más.
Lania no pudo evitar sonreír un poco. En ese momento el muchacho se quedó inmóvil. Como un perro de caza que realiza la muestra escrita en su instinto cuando ve una perdiz o un conejo. Lania se preocupó enseguida.
—¿Qué tienes, Remo? ¿Qué miras?
—Alguien nos observa en esos árboles.
Lania sacó un cuchillo del canasto de la ropa y se acercó a donde Remo le señalaba. En el rostro de la mujer al principio había severidad, después se relajó.
—Remo, siempre estás pensando en aventuras y fantasías. Ahí no hay nadie.
—Tengo mejor oído que tú, y papá dice que tengo buena puntería porque mis ojos son de águila; algo raro se ha movido en los árboles.
—Siempre andas asustando a tus hermanos con historias como esta —dijo Lania y pese a que con su tono de voz pretendiese simular tranquilidad, agarró el canasto con energía y se puso en marcha de inmediato. Empujó al niño, que no dejaba de mirar los árboles.
Continuaron hasta la granja y Remo, antes de entrar en la casa, después de que su madre se internara en la vivienda, dejó el pequeño carro y caminó directo a la arboleda que rodeaba el camino por el que se llegaba a la granja. Escrutaba la oscuridad de las sombras que provocaban aquellos árboles viejos. Remo había oído hablar de esas criaturas, los ecos, que vivían en los bosques y que se hacían invisibles. Lo fascinaban aquellas historias. Estaba convencido de que algo los había acompañado en el trayecto de vuelta del río. Sentía un miedo tan palpable como su avidez por descubrir maravillas. El suficiente miedo como para que un chico de su edad no se internarse en la espesura, sembrada de leyendas que él creía a pies juntillas. Cuando su madre lo llamó, después de un último vistazo con los ojos verdes clavados hacia la arboleda, se giró y echó a correr con agilidad regresando a la casa.
Una silueta se desplazó entonces entre la arboleda, para no perder de vista al joven que llegaba ya donde lo esperaba la reprimenda de su madre.