Lo que emerge del cosmos
Fue como regresar.
Era diferente a despertarse, era más lejano, como si le costara mucho llegar al punto en el que debía sentirse despierto. Venía de muy lejos persiguiendo un destello luminoso. Primero ascendió por lugares vaporosos del cosmos, desde un lugar perdido en las estrellas. Algo parecido al viento lo impulsaba, quizás un magnetismo, sin darse cuenta de que él ahora era simplemente eso, voluntad. Trepaba entonces hasta lo que parecía ser su cuerpo, desde dentro de su cuerpo, como si él mismo fuese todo ese cúmulo de constelaciones y brillos donde se volvía a sentir unido. Se acercaba a sí mismo, se recobraba. Entonces poco a poco fue ya consciente de inundar la forma familiar que siempre había tenido: el cuerpo.
Percibió sin sentir aún, sin dolor o incomodidad, que sus miembros estaban destrozados, que su cara estaba resumida por falta de nutrición o deterioro, y que sus ojos se acercaban más que antes a su cráneo. Lo sintió desde dentro de ese cuerpo, como si él fuera un fuego que visitaba las entrañas de ese recipiente y obtuviera el eco de lo que era. Un soplo, una sensación muy familiar para él, acaso gemela a la que había sentido tantas veces con la piedra de poder que le fue entregada en la isla de Lorna, lo acercó a sus propios confines. Lo que él entendía por la yema de sus dedos se acercó invisible y terminó por ajustarse a sus dedos reales, visibles, dañados, flacos, hasta que fueron recobrando grosor. Lo que él consideraba como sus pies bajó hasta coincidir con sus pies en una ruta similar de reconocimiento. Sintió su peso, sintió que lo ganaba, que crecía un poco y que estaba boca abajo. Todavía no respiraba. Estaba tranquilo, recibía la vida de una forma pausada y consciente, como si pudiera elegir los peldaños y tomarse su tiempo hasta ascender a su estado de vitalidad que lo haría capaz de enfrentarse al exterior. No era una erupción inabarcable, sucedía poco a poco, le permitía habituarse. No debía existir el tiempo en aquel proceso, pues Remo no era consciente del devenir. Solo era consciente de estar boca abajo y poco a poco de recobrar la anchura de su pecho y el aplomo de sus hombros. Nada lo molestaba, nada le dolía y nada era él más que fuego en un cuerpo, donde se posaba lentamente, un lugar al que ya reconocía como familiar.
Comprendió que no tenía limitaciones físicas y cuando la mente abandonó la tarea sencilla pero absoluta de reconocerse, de regreso a su ser, Remo pudo entender que debía salir de una trampa de tierra húmeda. Lo habían enterrado, desnudo, boca abajo según las creencias clásicas que lo volcaban al inframundo. Su cuerpo le respondió. Pudo girarse un poco pues no conocía el esfuerzo, puesto que aún no necesitaba respirar ni ver ni cualquiera otra cosa a la que su forma corpórea normalmente urgía, aún no devoraba lo que consume la vida, y vida todavía no se desencadenaba, ni necesidad ni dolor ni sentimiento. Remo después de bregar un rato logró como en un parto hallar la salida.
En el vado que se arrimaba a las primeras arboledas del bosque, en una umbría cercana a una aldea limítrofe con la ciudad portuaria de Aligua, caía lluvia cuando una mano apareció negra, lodosa, superando la superficie oscura del campo. Esa mano fue después brazo y más tarde, mientras la lluvia lavaba aquel brazo, otro más negro aparecía también de la tierra y finalmente un cuerpo de barro se izaba como si la tormenta lo llamase. Con lentitud y ademanes soñolientos se quitó las plastas de barro de la cabeza y despejó sus ojos. En ese cuerpo se recomponían los huesos y los tejidos, se rectificaban las heridas internas. Escupió tierra, sacó de su nariz también restos. Poco a poco Remo logró ponerse en pie. Entonces, cuando estuvo erguido, bien equilibrado con los pies plantados en el suelo tierno y tuvo la necesidad de respirar, Remo, hijo de Reco, volvió a la vida.
Buscó un lugar para lavarse y limpiar su cuerpo, la lluvia no era recia y tardaría mucho en quitarle toda la tierra adherida. Se sentía bien físicamente. Sus músculos respondían como nuevos, aunque su instinto permanecía vacilante. Caminó hasta dar con una charca originada por la confluencia de improvisados arroyuelos que reunían las lluvias en una depresión del vado donde lo habían enterrado. Remo se lavó con agua fresca por todo el cuerpo y sintió el frío erizarle la piel. Después se quedó un rato mirando su reflejo en el agua vapuleada por la lluvia. Miró sus ojos y su cuerpo esbelto, sin mácula. Miró sus muñecas donde no había resto alguno de los cortes. Respiró hondo. No tenía idea de cuánto tiempo había permanecido muerto, desconocía dónde estaban sus pertenencias, su espada. Pero Remo, hijo de Reco, necesitó unos instantes frente a su reflejo, detenerse y fijar bien sus ojos verdes en ese que lo miraba desde abajo, algo más sombrío y misterioso.
Había vuelto de las sombras de la desesperación, había regresado de un sueño de muerte en el que deseó perderse. Había nacido de sus propios errores y Remo era consciente de que la vida a partir de ese momento debía tener otro significado para él. Sabía que todavía soportaría los tormentos de su espíritu maltrecho por todos sus fracasos, pero Remo ahora deseaba sobrevivir, a sí mismo y a sus enemigos. En parte sabía que el camino que estaba a punto de emprender podía conducirlo precisamente a la muerte con la que había jugado de aquella forma en la poza de aguas calientes. Remo apretó sus mandíbulas pensando en sus enemigos. Podía elegir retirarse al lugar más recóndito que conocía, ocultarse allí. Si algo había aprendido de la muerte es que no la deseaba. Pero Remo ardía por dentro. Remo necesitaba encarar a sus enemigos. ¿Acaso Rosellón Corvian y sus secuaces, que habían llenado pantanos de sangre de hombres valerosos en la batalla de Lamonien y los muros de Debindel, que habían arrojado a multitudes a la maldición silach, merecían prevalecer? Sabía que los dioses no harían justicia que no ejercieran los humanos. Mucho se temía que Lorkun sacaría bien poco de aquella isla que tantos esfuerzos le había costado encontrar. Remo no perseguía la justicia ni equilibrio alguno entre el bien y el mal. No pretendía juzgar a Corvian ni valorar sus motivos. Remo, más que cualquier otra cosa, deseaba matarlo y con él matar todo lo malo que había sucedido en su vida. En esa tarea no le importaría darse de nuevo de bruces con la muerte.
Recordó aquel enfrentamiento con el espectro que adoptó la apariencia de Sala, al que no sabía qué papel adjudicarle ahora viéndolo en perspectiva. En un primer momento parecía que ese ser deseaba provocar en él una afirmación de su intención de hallar la muerte. Ser consecuente con el hecho de haberse cortado las venas e invitarlo a morir sin más. Sin embargo, Remo ahora pensaba que tal vez el espectro lo ayudó precisamente a hacer lo contrario. Lo ayudó a darse cuenta de que deseaba vivir y de que el conjuro protector del agua que Ziben mediante sacrificios titánicos había descendido sobre él no debía tomarlo a la ligera. Ahora lo pensaba y al recordar la escena veía a Sala con el pelo largo junto a la poza. Remo volvió a respirar hondo apretando con fuerza sus mandíbulas.
Había una guerra abierta y la parte que a él le tocaba era la de luchar junto a sus hombres por aplastar a Rosellón Corvian. Esa era su misión, la de siempre, luchar con o sin las potencias de los dioses. Disponía de un ejército de hombres valerosos que lo admiraban y que se entregarían a los brazos de la muerte gustosos siguiéndolo.
La primera tarea que debía emprender no era otra que la de encontrar su espada.