El templo misterioso
Llevaban todo un día y su correspondiente noche tratando de averiguar el modo de invocar al oráculo. No tenían duda de que estaban en la isla de Estépal y, después de seguir a Remo hasta el templo abandonado, parecía sencillamente cuestión de entender la forma de convocar al oráculo, el último misterio al que debían enfrentarse para alcanzar sus objetivos.
Al principio Lorkun pensó que sería bien sencillo. Después de las dificultades previas tal vez ahora simplemente era cuestión de esperar a que apareciese por sí solo el oráculo. Se dejaron incluso llevar por la belleza inherente de la isla mientras la recorrían sin prisa alguna. Una vez dentro del templo al que Remo los condujo después de atravesar una jungla espesa, alzó la voz para invitar al espíritu o a lo que fuese en sí el oráculo a aparecer. Realmente el oráculo de Estépal era en sí mismo un misterio, no había encontrado más que menciones vagas sobre su origen y función. No tenía idea siquiera si era algo físico, o alguien. Probó rezando en todas las oraciones que conocía. Nila lo secundó mientras Remo permanecía expectante. Pero nada sucedió. Aquel lugar invadido por la vegetación ni tan siquiera se alteró o hizo eco de sus plegarias.
La presencia de Remo también era un misterio. Cuando desembarcaron guiados por su hoguera, después de un saludo afectuoso, quizás incluso demasiado efusivo dadas las circunstancias recientes, influenciados tal vez por la sobrenaturalidad que los rodeaba, su amigo rápido tomó distancia y desatendió sus preguntas.
—¿Cómo has llegado tú a esta isla? ¿Acaso regresaste al precipicio de Goldrim? En ese caso, ¿cómo es posible que hayas llegado antes?
Remo se quedó muy serio cuando escuchó que él mencionaba el precipicio, como si acabase de recordarle lo que allí sucedió y la disputa que ambos mantuvieron.
—Es una larga historia, Lorkun. Lo importante ahora no es precisamente cómo hemos aparecido aquí, sino cómo demonios hacer cantar a ese oráculo. Esta isla está aparentemente desierta.
—Será cuestión de invocarlo. Según el guardián, tenemos tres días para lograrlo. No debe de ser complicado.
—Tres días —susurró Remo visiblemente partido su pensamiento en espacios y lugares distintos que se asomaban a su mirada errante—. Yo entonces solo dispongo ya de dos.
—¿Cómo es que estás aquí? Remo, no puedo dejar de preguntármelo.
Remo miró a Nila ahora. Ella no dejaba de inspeccionar todo como si fuese la primera vez que tenía el privilegio de sentarse junto a una fogata en una playa. El cielo, la arena, las olas y el fuego parecían toda su distracción.
—¿Y Sala? —preguntó Remo de pronto.
Lorkun miró a Nila. La mujer, en contra de lo que habitualmente solía demostrar, fue bastante cortante.
—¿Qué te importa ella, Remo? —preguntó Nila con coraje—. La forma en que la despreciaste me persigue a mí en pesadillas, y no soy ella.
Remo miró las llamas sin mostrar emoción alguna.
—Se marchó de regreso a Venteria —dijo Lorkun más conciliador—. ¿Qué fue de ti? Remo, de veras, me intriga cómo es que estás frente a nosotros.
—No creo que importe mi historia. Lo importante aquí es averiguar cómo interpelar a ese oráculo.
De ese modo había esquivado las preguntas Remo, centrándose en los misterios irresolutos. Remo y Lorkun no comentaron nada, pero desde luego no parecía que Remo hubiese perdonado a su amigo. Lo conocía de toda la vida, Lorkun había sido como un hermano para él, desde muy jóvenes, inseparables, y sabía que Remo tardaba mucho en perdonar, acaso hacía dudar a quienes cometían una falta contra él que de veras los perdonase alguna vez. Lo cierto es que acuciaban misterios tan importantes para Lorkun que poca consideración le tuvo a la situación con Remo. Él mismo actuaba también como si nada, así que prefirió no entrar en esos temas.
Después de repasar el templo en su totalidad Lorkun comenzó a asustarse. Tenían solo tres días para invocar al oráculo y no veía cómo debían hacerlo. Después de las plegarias y todos los rituales de invocación que se le ocurrieron, Lorkun sintió la congoja ahogarlo.
—Nada.
—Los dioses se ríen de nosotros —dijo Remo.
El problema era que había plazo. No era como el misterio de la puerta, donde tuvo días y noches enteras para equivocarse. Ahora se le exigía una solución inmediata que, mientras caía el sol hacia el ocaso, no acababa de hallar. Los rezos, los innumerables intentos que protagonizaron en aquel salón frente a la pequeña estatua de la fuente acabaron por desgastar el ánimo de Lorkun cuando estaba cercana la primera noche.
—Hemos superado muchas dificultades para llegar hasta aquí —dijo Nila—, y estoy segura de que también lograremos pasar este nuevo reto.
—Estoy cansado de enigmas y de misterios que me superan —afirmó Lorkun con cierta desesperación.
Remo afirmó hiriente:
—Pues yo llevo un día más que vosotros aquí y pienso que perdemos nuestro tiempo. Esto es un templo abandonado. Si hay un oráculo, hace mucho que no viene por aquí.
Lorkun se clavó de rodillas.
—¡Dioses, dioses, acaso este tiempo que me habéis robado no significa nada! ¡Habéis devorado mi vida!
Los gritos desesperados de Lorkun sorprendieron a Remo, que abandonó su pose irónica. Nila se acercó a él y se puso delante, de rodillas, y le cogió las manos. Las besó.
—Lorkun, tranquilo. Todo tiene sentido, estamos en presencia de los dioses, estoy segura. El oráculo tal vez ya tiene el mensaje por el que vinimos a la isla. Los dioses nos miran. Estos parajes, ¿acaso no contienen una sustancia especial?
—¡No! ¡Ese es el cuento que nos repiten en los templos, esa es la mentira en la que hemos estado viviendo todos los años de nuestra miserable vida! Nila, tú misma has desperdiciado tu juventud en virtudes vacías, en plegarias y rezos que golpeaban las piedras inertes de tu templo. ¡Los dioses son crueles y despiadados!
—Gritar te va a servir de poco —dijo Remo dejándolos a solas.
Las lágrimas comenzaron a salir del ojo de Lorkun. Verlo llorar, flaco, gastado por las horas de vigilia, débil por la austeridad de su estilo de vida en esos tiempos en los que su obsesión lo había llenado más que el alimento; Nila tenía el corazón partido. Pero Nila había sido educada desde niña en la fe y, más allá de la que le profesaba a los dioses, Nila creía por encima de cualquier persona viva en Lorkun. Desde que lo había conocido no había hecho otra cosa que superar todas las expectativas. Un hombre amoral, dedicado a la guerra, que se retira y expía sus pecados en la fe no era precisamente un modelo de hombre cabal y de voluntad limpia como para afrontar la misión que él había afrontado, y sin embargo allí donde cualquier otro hubiera fracasado, Lorkun Detroy logró prevalecer.
—Lorkun, cuando te conocí nadie depositaba su fe en ti. Mis hermanos te juzgaron mal. Allí el mismo Mialco comenzó a temerte al ver que podrías pasar las pruebas del templo. Lorkun, te vi clavar la aguja de Kermes en tu carne sin vacilar, todavía tienes la marca en el muslo. Te creí muerto en aquella desesperada carrera a nado hasta la llave, y ya no dudé ni un solo instante en que resolverías la balanza de Kermes. Mis dudas quedaron totalmente despejadas. Te fueron revelados secretos ancestrales y cuando saliste de la cámara sagrada perseguiste la ambiciosa misión de enfrentar las fuerzas oscuras, el desequilibrio que asola nuestro mundo. Venir aquí, después de otras pruebas, persiguiendo la estela de los dioses. Buscar donde otros habrían abandonado.
Lorkun la miró con ternura y la abrazó. Estas palabras desfilaron por sus labios temblorosos.
—Ni siquiera he podido amarte como me habría gustado, Nila. Ni siquiera eso.
Nila lo rodeó con sus brazos y apretó mucho los párpados como para retenerlo en ese abrazo e infundirle fuerza.
—Lorkun, sin ti, sin tu fe, todo está perdido. No renuncies a tu fe.
Lo miró directamente a su único ojo y lo besó en los labios. Fue un beso largo, un beso que empezó siendo curativo y por momentos le hizo a Lorkun olvidar el fracaso. Después el beso dijo más cosas, porque hubo una cadencia dulce, un movimiento en el que parecía que se desharía el beso, pero que no terminaba de soltar la unión de sus bocas. En ese momento se estaban diciendo cosas, cosas prohibidas, pecados que ahora parecían bendiciones, como si la única creencia válida ahora en aquella isla fuese el amor que los unía, único sustento con el que podían afrontar la misión.
—Nila, lo mejor es haberte conocido.
En ese momento entró Remo. Llevaba consigo una vasija.
—¿Queréis agua? —preguntó insensible—. Está muy fresca. Encontré esta vasija en el río.
Lorkun miró la vasija un instante y apartó a Nila con delicadeza pero muy firme. Se levantó como un resorte y agarró el recipiente con las dos manos haciendo que Remo se la cediera. Pesaba y Lorkun no parecía estar interesado en beber de ella.
—Algo tramas, Lince, ¿de qué se trata?
—Remo, sigo pensando que tu aparición en esta isla no es casual. Tu intuición nos guía.
Se apartó de ellos y se dirigió a la fuente. Se encontraba en el centro del gran salón del templo. Surgía de entre aquella maleza reptante que se esparcía por todas partes, como el único lugar al que los ramajes no habían logrado tragar del todo en aquel salón. Se componía de una graciosa estatua femenina que representaba a una mujer que vertía aguas sobre su cuerpo y, debajo un plato ancho, también invadido de vegetales trepadores como el resto de la gran estancia. Sin embargo ni una sola de aquellas raíces lograba tocar siquiera los pies de la estatua. Lorkun vertió el agua sobre la imagen, le llegaba a la altura del pecho, por lo que tuvo que elevar la vasija por encima de su cabeza en una pose muy similar a la que tenía la propia representación. El agua resbaló lavándola de polvo y apenas si llenó el fondo de la copa de mármol. Entonces las raíces que tuvieron contacto con el agua comenzaron a moverse. Era sorprendente y muy llamativo ver cómo las varas reptaban fuera del plato, caminaban como serpientes retirándose del salón hasta salir por las ventanas del templo.
—¿Qué demonios sucede? —exclamó Remo.
Agarró la vasija quitándosela de las manos a Lorkun, la inspeccionó.
—¡Trae más agua, Remo! Llenemos la fuente.
Salió disparado hacia el cauce del río. Cuando regresó caminaba con dificultad entre los arbustos y pisando con cuidado los nudos de raíces que se habían formado a lo largo de los años de invasión vegetal del templo. La tierra estaba removida y pudo ver cómo los extraños árboles que circundaban el claro del bosque donde estaba oculto el templo se movían. Todavía contempló alguno de los troncos que salía por uno de los tragaluces y emprendía su recogida hacia la jungla. Le vino a la memoria el ataque de los férgulos en Morbennor.
Remo vació la vasija en el plato de la fuente. Ahora la había llenado a conciencia y dejó rebosante el plato.
—¡Fijaos!
Comenzaron a escucharse sonidos como de rasgaduras, también tensiones parecidas a cuando las cuerdas de una embarcación crujen para soportar el empuje del velamen, y algo parecido a cuando se desgarra el tronco herido por el hacha y el peso del árbol troncha la madera de un tronco grueso hasta que se rinde en el suelo. Así sucedía mientras la vegetación despejaba la sala. Tuvieron que ir a pisar en baldosa pues toda la alfombra vegetal de innumerables varas de diversos grosores se descomponía junto a sus pies y como reptiles se arrastraban hasta perderse por los ventanucos, la gran puerta o los tragaluces del techo. La luz comenzó a penetrar con más vigor en la estancia, una vez despejados los techos. Pudieron admirar los materiales marmóreos con los que había sido construida la estancia, aunque la suciedad, el polvo, la tierra que soltaban la misma vegetación y los restos de maleza como hojas y ramitas impidiesen ver con más detalle sus calidades.
Cuando todas las raíces se retiraron, el techo, las paredes y la solería del templo quedaron totalmente despejados. En un trasiego sibilino y constante, las raíces se habían retirado hasta la jungla desde donde todavía les llegaban sonidos de aquellos árboles y arbustos que se recomponían. Remo salió por la puerta principal, ahora amplia y cómoda para acceder y se fijó cómo en la explanada que antecedía a la selva las trepadoras habían ido dejando a su paso rastros de terrones oscuros de tierra removida.
—Parece como si alguien acabase de arar ese campo.
—Todo cuanto vemos se ordena con leyes diferentes a las que conocemos —comentó Lorkun asomándose por uno de los ventanales del salón.
—Era como si la naturaleza hubiera intentado engullir el templo y el agua en la fuente…
Nila interrumpió a Remo.
—¡Mirad esa puerta!
En uno de los costados de la sala había aparecido una puerta que antes estaba oculta en la maleza. Remo se abalanzó sobre un pequeño pomo dorado. Tiró con todas sus fuerzas hacia dentro y hacia fuera. Pero no se abrió.
—¡Dioses, os gustan los juegos!
—Tú lo has dicho, Remo. Un enigma nos conduce a otro. El Pacto de las Cinco Montañas, encontrar la Puerta Dorada, después resolver cómo atravesarla, ahora esto —resopló Lorkun—. Cuando piensas que estás cerca se abre un nuevo interrogante.
—Estamos cerca, estoy segura de que estamos muy cerca.
Durante el resto de la jornada debatieron el misterio del agua del arroyo y las raíces, mientras probaban diferentes rezos y conjuros inventados para tratar de invocar el oráculo.
—La verdad es que quien ideó esta magia tuvo intención de confundir. ¿Acaso el agua no atrae la vegetación en lugar de rehuirla?
—Sí, pero una fuente sin agua, seca, no era algo tan descabellado tener que llenar el plato. ¿A quién representa la estatua? Nila, ¿puedes reconocerla?
—La llevo mirando todo el día y no logro saberlo. Puede ser una níbula, desde luego no una níbula nadadora, sería absurdo representar con esa cántara de agua a quien normalmente está nadando en el ancho río de Aralea…, acaso una de las cantoras. Puede ser la misma diosa Okarín, en una fuente, aunque no suele ser representada realizando trabajos, y esta pose con la cántara derramándose es más bien de una sirvienta. La diosa del agua no necesitaría una cántara para bañarse.
Avanzaron las horas y después de repasar toda la estancia, de comprobar que aquella puerta no se abría, decidieron hacer una pequeña fogata allí mismo y seguir urdiendo entre los tres posibilidades que explicasen el misterioso proceso que había que seguir para invocar al oráculo. Con los restos de las trepadoras apilaron cerca de la salida una pira y Lorkun hizo brotar llamas. Estaban animados porque habían acertado en lo del agua y la fuente. Las teorías a la luz de la pequeña fogata que hicieron cuando Lorkun conjuró fuego en sus manos, en el mismo salón del templo, fueron más y más osadas. El sueño parecía vencerlos.
—Yo voy a dormir. Si no os importa, hablad en susurros y no me dejéis dormir mucho, solo unas horas, sin mí no creo que avancéis gran cosa —dijo sonriendo Remo, que también se había contagiado del buen humor que Nila trataba de inculcar en un Lorkun mucho más apesadumbrado.
Respiró profundamente al poco de cerrar los ojos. Se lo veía poco angustiado, aunque en él era difícil saberlo, porque podía adoptar la misma cara ante una situación de extrema urgencia como si acaso fuese algo irrelevante lo que tuviera que decidirse. Así era él, puro temple. Solo se alteraba con la pasión que le ponía a las cosas, el esfuerzo y el odio que proyectaba como nadie con sus ojos fieros.
—Me sorprendió que Remo y tú fuerais tan amigos cuando lo conocí. Es un hombre muy distinto a ti —comentó ella en susurros mientras escuchaban sus ronquidos.
—Es el más valeroso de los hombres que he conocido, el más audaz.
—Lo admiras mucho, pero sin embargo en nada te pareces. Tú eres misericordioso y, bueno, Remo adolece de ciertas virtudes de carácter. No es que desee criticarlo, precisamente hoy he descubierto el porqué de esa fabulosa unión.
—¿Ah, sí?
—Sí, veo que sois un buen equipo.
—Siempre lo hemos sido. Desde que nos conocimos. ¿Sabes?, al principio yo lo protegía a él, o lo intentaba al menos. Pero si tuviera que contar las veces que ese hombre me ha salvado la vida al cabo de los años, y las aventuras que hemos vivido juntos…
La mirada de Lorkun se recreaba en la pequeña fogata que había prendido sobre unos troncos que Remo había traído.
—Acércame su bolsa.
—¿Qué bolsa?
—¿No tiene el petate?
—No tiene nada, Lorkun.
Remo se despertó a la segunda patada amistosa de Lorkun.
—Espero que sea importante, amigo.
—Remo, quería preguntarte algo…
—¿Y no podía esperar?
—Tenemos poco tiempo, tú menos que nadie.
Remo se incorporó con agilidad y quedó sentado con las piernas cruzadas. Clavó su mirada en Lorkun.
—Cuando llegamos a la isla vimos que tenías prendida una hoguera. No veo que tengas pertenencias, ¿tienes contigo polvos de símil, o un rascador?
—No. —Remo recordó cómo había aparecido desnudo en la balsa, sin nada—. Conseguí fuego arriba, hay un pebetero encima del templo.
—¡Por los dioses, Remo, llévame allí!
Remo le explicó que su primera internada en la jungla de palmeras junto a la playa dio como resultado el entrar en una gruta que ascendía hasta el pico del acantilado, desde allí encontró una entrada al templo y descendió unas escaleras hasta la sala donde ellos se encontraban ahora.
—Será sencillo, solo hay que subir esas escaleras de caracol.
Los guio precisamente con un madero ardiente de los de la hoguera. Subieron los peldaños. Bastantes más de los que Remo recordaba. Al llegar arriba, el umbral de entrada al templo aparecía dorado por la iluminación que se desprendía del pebetero.
—Dices que llevas una jornada más en la isla, ¿este fuego lleva encendido desde entonces?
Nila examinó el pebetero.
—Tal vez tiene un depósito de aceite.
—Ahí están las antorchas apiladas. Hay dos.
—Yo usé una tercera para la hoguera en la playa.
Cada uno se hizo con una antorcha y las prendieron en el pebetero.
—¿Y ahora qué, Lorkun?
Remo no parecía entender la lógica de su amigo.
—Ahora regresemos a la sala. Querido amigo, si algo he aprendido en este viaje, es que hay muchos tipos de fuego que en determinados lugares sagrados tienen ciertas propiedades.
Nada más cruzar el umbral del templo con el fuego del pebetero, auspiciados por la oscuridad de la noche, comenzaron a verse brillos extraños en las paredes.
—Mirad las llamas, han cambiado de color —dijo Remo agitando la antorcha—. No lo comprendo, cuando yo descendí la primera vez no aprecié este cambio.
—¿Era de noche o de día?
—De día.
—El agua del río, el fuego en la montaña —murmuró Nila siguiendo los pasos de Remo que volvía a colocarse el primero.
—La noche, la oscuridad.
Llegaron a la gran sala y Lorkun apagó los rescoldos de la hoguera. Cuando toda luz quedó extinguida, fue la de las antorchas y la pobre iluminación del cielo estrellado en la noche la que pareció avivar en las paredes y en el suelo del salón minúsculos puntos luminosos al principio. Pronto se formaron círculos rúnicos.
—Bien, bien…
Lorkun pasó de uno a otro inspeccionándolos. Intentaba recordar el significado de las runas, pero tan solo sabía interpretar una pequeña parte de ellas.
—Lorkun, creo que ya lo tengo —afirmó Nila—. El agua en la fuente, el fuego en el hogar.
Se dirigieron hacia detrás de la fontana y prendieron con aquellas llamas azuladas y negras en la chimenea donde rápidamente se contagió pese a no existir madera alguna. Se escuchó entonces un crujido.
—¡La montaña es de Huidón, el fuego es de Kermes, la noche de Senitra, el agua de Okarín! Nos falta Fundus…
—La puerta se ha abierto.
En ese momento de éxito y nervios, Remo comenzó a sentirse mal.
—Algo sucede. Algo me cosquillea por dentro.
Recordaba esa sensación, no lo había hecho hasta ese momento pero ahora sí, ahora recordaba perfectamente esa punción interior que lo había separado de su cuerpo y de su pensamiento. Ese desgarro era como si el estómago se le derritiese y una fuerza tirase de esa parte de su cuerpo internamente mientras se propagaban hormigueos en sus piernas y brazos.
—Creo que mi tiempo en esta isla ha terminado.
—¡Remo, que tu suerte y tu destino sean favorables! —dijo Lorkun contemplándolo con asombro y cierta desesperación.
Lorkun no había logrado desvelar su misterio, no había logrado saber qué camino había usado para llegar a la isla de Estépal.
Remo se desvaneció como si fuese arena y esa arena se deshizo en briznas luminosas que comenzaron a elevarse a lomos de una brisa extrañamente imposible de sentir para ellos. Las volutas hicieron espirales hacia el techo y comenzaron a abandonar su brillo, se fundían y terminaron por apagarse desapareciendo.
Lorkun se aventuró a profetizar.
—Esto nos sucederá a nosotros en pocas horas, Remo nos advirtió de que llevaba aquí un día más que nosotros. Tres días, ¿recuerdas? Tres días se nos conceden y nuestro plazo ya está cerca. ¡Debemos apresurarnos!