CAPÍTULO 32

Cena en la torre vacía

Lord Dérebalt había presentado a la reina y Trento estuvo satisfecho de la cantidad de saludos respetuosos que recibió hasta que la sentaron en la gran mesa donde iba a disponerse el banquete. Trento tomó su asiento, junto a Lord Dérebalt.

—¿Y cuáles son las nuevas en Vestigia? —preguntó en voz alta un noble cuyo nombre había sido pronunciado en varias ocasiones pero que Trento no acertaba a retener en su memoria. En el reino de Boleinas en Plúbea se hablaba sidi como segunda lengua, pero su acento era más cantarín, confuso para alguien de Nurín.

—Desde que partimos desconozco cómo van los asuntos allí.

—Nuestro embajador nos envió una mensajera diciendo que el nuevo rey, recién coronado, se muestra misericordioso y compasivo con la resistencia. Su influencia y su mirada al exterior son notables, ha prodigado gestos y cuentan que la ceremonia de su coronación arrastró incluso a los rudos embajadores de los reinos de Meristalia.

Trento miró a Dérebalt recordando sus consejos previos. Escuchar cualquier alabanza referida a Rosellón le hacía hervir la sangre, en especial en presencia de la reina. Itera miraba decorosamente a quien hablaba sin realizar ningún gesto aprobatorio, pero sin expresar desacuerdo. Trento la admiró por ello. En ese momento fue anunciada la presencia del rey. Trento dejó sin responder la pregunta y dio gracias a los dioses por no tener que hacerlo.

El monarca llegó vestido con túnica azul y cinturón de cuero adornado con piedras preciosas. Levantó una mano enjoyada en cuanto vio la disposición de la mesa. Rápidamente se acercó a él uno de los mayordomos. Después de un susurro bastante elocuente, el jefe de los mayordomos hizo una reverencia y se acercó presto a donde estaba sentada la reina.

—Mi señora, el rey desea que se siente a su lado. Le pido disculpas por la disposición, de la que soy el único responsable.

—Ahora las cosas tienen más sentido —afirmó Dérebalt por lo bajo a Trento.

El cambio de sitio de Itera fue algo que hinchó los pulmones de Trento de orgullo, pero también le hizo consciente de que él ni siquiera había reparado en el hecho de que el lugar que hasta el momento había ocupado la reina no fuese protocolariamente adecuado. Trento se sentía cada vez más inseguro en sus responsabilidades.

—La reina Itera es como de mi familia y por tanto ella elegirá siempre dónde quiere que la sienten y, no indicando otra cosa, será junto a mi propia familia donde ella deba estar sentada.

La proclama del rey provocó una reverencia de la reina que se levantó presta a ocupar un lugar cercano al rey. Uno de los nobles más poderosos del reino cambió su sitio con ella en un gesto voluntario, antes de que el mayordomo se lo pidiera y fue a sentarse cerca de Trento, donde antes estuviese la reina.

Le regaló una sonrisa que no sabía Trento si la esbozaba por disimular un escarnio o realmente por sentirse honrado de ceder su asiento a la reina. Trento sentía dolor de cabeza.

La cena comenzó y las conversaciones intermedias ocultaron el diálogo del monarca y la reina que, durante todo el festín, no cesó. La familia del rey preguntaba también a la reina y Trento sorprendió sonrisas ocasionales que le recordaron la belleza marchita de la señora.

Después del banquete un mayordomo se acercó a Trento.

—Mi general, el rey desea invitarle a compartir el té en el mirador cuando finalice el banquete.

Trento miró a Dérebalt.

—Si lo deseas puedo acompañarte, la invitación de un monarca siempre incluye un acompañante.

Dérebalt se ofrecía y Trento creyó adivinar que estaba interesado en acudir y, de alguna forma, se lo pedía para comprobar si le devolvía los favores que hasta el momento él había tenido con Trento.

«La próxima vez traeré conmigo a Granblu», pensó divertido por imaginar al gigantesco mercenario en una situación tan refinada en la que él estaba visiblemente incómodo, «pero desde luego, me vendría bien alguien que me guíe».

—Es muy sencillo, el rey puede adoptar dos actitudes en privado. El único protocolo que debes observar es que no debes hablarle a él antes de que él se dirija a ti.

—Como todos los reyes.

—Mi consejo es que no le mires a la cara, es más fácil concentrarse, y muestra sumisión, lo ideal es que no le mires en el principio de las frases pero sí durante un breve espacio de tiempo en el final de las frases.

—Eso es más difícil, estoy acostumbrado a ver en los ojos de las personas qué clase de alma tienen.

El mirador de la torre vigía era la terraza más alta de la gran edificación. Trento quedó sobrecogido. Era noche apacible, fresca, pero falta de viento. La terraza la componía media circunferencia cercada por una balaustrada de bronce, donde se reflejaban las luces de las velas y antorchas dispuestas para alumbrar las mesitas de caoba donde descansaban las teteras y las bandejas de pasteles. Baldosas amplias componían el escudo de Plúbea bajo los butacones y sofás grandes en los que se fueron acomodando los invitados. No más de seis nobles y sus acompañantes que, después de asomarse a la balaustrada con gesto indiferente, se sentaban poco a poco dejando libre una poltrona mullida enmarcada por dos columnas sin techo recubiertas de enredaderas, que debiera ser el lugar donde se acomodaría el monarca.

Trento se asomó a la balaustrada y se tuvo que agarrar fuerte de la impresión de ver la vista de toda la ciudad a sus pies, el puerto, las aguas reflejando la luna, las moles oscuras de los montes y acantilados que enmarcaban la bahía, las luces diminutas de toda la ciudad. Hasta los buques más espléndidos del puerto, desde esa vista, parecían de juguete.

—Un hombre a esta altura puede enloquecer —afirmó mientras comprobaba la estabilidad de la baranda broncínea agarrándola con fuerza—. Creo que mejor me siento alejado de aquí.

—Más de un rey decidió saltar desde este balcón, quizás afectado por ese mal —comentó Dérebalt.

—¿Cómo se le ocurrió a alguien construir una torre tan alta?

—Mi querido Trento, la vanidad de los hombres poderosos no tiene límites. También es conocida como la torre de los Emperadores. Es una construcción que se planificó como símbolo del imperio de Plúbea cuando el rey Palvino se proclamó emperador al unificar los tres reinos de Plúbea. En aquel tiempo el sur de Vestigia y muchas de las islas del Tesen y el Avental estaban sometidas al imperio. La torre en sus orígenes era más baja, pero Génival, el nieto de Palvino, construyó una segunda fase apoyándose en lo que su abuelo había construido. Fue una obra muy costosa, pues Génival estaba empeñado en que su porción de la torre debía ser en sí más alta que la de su abuelo. Tuvieron que reforzar los pilares antiguos y promover una construcción más estilizada. Sería su hijo Serelder quien propusiera la construcción de una nueva fase, la llamada aguja. Pero no se construiría en sus tiempos. Los intentos por iniciarse la obra coincidieron con revueltas y fue asesinado sin dejar descendientes. Fue el emperador Asildo, padre del último emperador de Plúbea, quien comenzó la construcción de la aguja. Se tardó mucho en terminarla, ni siquiera su hijo Aveldo la vio en vida. El segundo monarca después de la caída del imperio y la separación en tres reinos de Plúbea finalizó el palacio del cielo, que es su último piso. Es tan alto que algunos reyes evitaron residir en él.

—¿Es cierto que se derrumbó?

—No, eso es una falsa habladuría que circula fomentada por la envidia de los vecinos del reino de Darkia.

—Pero esos también son plúbeos.

—Desde que no somos imperio… Sí es cierto que cuando se construyó la aguja tuvieron que realizarse los contrafuertes y los cinturones de contención porque con esa altura el viento o un terremoto podía poner en peligro su equilibrio enhiesto. Hubo un incendio que costó la vida a más de quinientas personas. La torre vigía es una construcción irrepetible que agrada a los dioses, pero entraña sus peligros…

El rey había llegado y permanecía expectante ante la admiración que Trento demostraba por la altura de aquella terraza. Cuando se percató de que el monarca lo miraba directamente se cuadró y lo saludó con toda la cortesía que pudo reunir.

—Me encantaría que el general Trento me comentase las nuevas sobre nuestro querido reino vecino.

Dérebalt tomó asiento cerca del rey e invitó a Trento a sentarse a su lado. Los nobles, la reina Itera y los infantes del rey que acompañaban a la reina de Boleinas, que durante la cena se había ausentado, esperaban sus palabras después de que Asvinto expresara sus deseos.

Trento tosió levemente antes de hablar. No sabía si mirar el suelo ni dónde poner sus ojos para no ofender a nadie. Odiaba conocer por boca de Dérebalt aquellos pormenores del protocolo que sabía que jamás podría hacer de forma natural.

—Son tiempos oscuros los que se viven en Vestigia. No puedo decir que… —Trento amagó ese camino, esa historia que lo llevaba a insultar sin medida al usurpador. Dérebalt lo miraba con suma preocupación. Respiró hondo y continuó—. No puedo alegrarme, mi señor, por lo que allí ha sucedido. Mi señora Itera salió de Vestigia no por una guerra, sino por una maldición. Rosellón Corvian se ha apresurado para elevarse como rey sin haber diezmado las fuerzas rebeldes, en las que algunos creemos con esperanza.

—He oído historias, hay muchos comerciantes, nobles y familiares que viven o tienen relación con Vestigia y me han contado cosas preocupantes. La reina en el almuerzo me relató que su esposo murió en circunstancias poco claras y que la tregua que Rosellón Corvian usó para echarla de su lado era más un ultimátum que una oferta digna. Aquí, en la compañía de mis más allegados podemos abandonar protocolos y conocer la opinión de alguien que peleó en la batalla de Lamonien. Según tengo entendido sobrevivieron pocos hombres a esa batalla y tenemos la suerte de contar con uno de esos supervivientes. Para mí es un honor.

Trento agradeció aquella cercanía. De pronto le parecía que a ese monarca se le podía hablar con franqueza. Pero siguió siendo cauto. Lo incomodaba sobre todo que lo que pudiera decir él contrariase a Itera, que lo miraba desapasionadamente.

—¡Padre, que nos cuente la batalla de Lamonien! —gritó uno de los hijos del rey. Su hermano mayor rápidamente le dio un pescozón.

—Disculpa a mis hijos, general. Se dejan seducir por batallas, como si ese fuera el único fin noble de los hombres. Insisto en conocer los pormenores de lo que sucedió en Venteria. Siempre que a la reina no le disguste recordar…

La reina hizo un gesto neutro.

—Es el recuerdo que mantiene viva la convicción que me hizo aceptar este destierro. General, hablad sin miedo, Asvinto siempre fue respetuoso con Tendón y conmigo.

Trento comenzó al fin.

—Ese hombre maneja fuerzas que van más allá de nuestra comprensión. A la vez es de una astucia diabólica. ¿Cómo si no ha logrado Venteria sin asediarla con maquinaria de guerra? —preguntó Trento—. No quiera yo que me toméis por loco, ni deseo exagerar los acontecimientos que este invierno se vivieron en Vestigia. Pero ese hombre ha hecho un pacto con los demonios del inframundo. Camina joven y sus ojos han visto más inviernos que los míos. Lo sé bien porque conozco muy bien a Lord Rosellón Corvian. Antes de rey fue consejero del auténtico rey de Vestigia, mi amado Tendón, y antes de ser su consejero ese hombre fue general. Como digo, es más viejo que yo y ahora camina erguido y no tiene arrugas en los ojos.

—Había oído hablar de esa juventud. He escuchado noticias sobre una invasión terrible que acaeció en los inicios del invierno en Venteria. Hay conversaciones en las cuatro esquinas de Plúbea que afirman hechos realmente… poco usuales.

—Es cierto, no es un rumor. Ese hombre ha recobrado la juventud. Y envió una plaga de silachs a Venteria. No fue una plaga que los dioses enviasen. Ese hombre lanzó a las criaturas contra la población para amedrentar al rey Tendón. Hordas de bestias invadieron la capital, no son cuentos, yo estuve allí y manché mis manos de sangre de heridos y víctimas. Esas bestias eran noctilos, silachs feroces.

Trento había adoptado un tono de voz que a él mismo lo seducía. Era imposible contar aquellos hechos sin variar la voz y teñirla de seriedad y luto, de respeto y miedo.

—Me hablan también de un gigante. Hablan de…, hasta me cuesta decirlo, pero dicen que un dios asistió a su ejército para tomar Debindel.

—De eso nada sé —respondió con sinceridad Trento—. No estuve en Debindel.

—Me preocupa…

—Mi señor, en las guerras se tiende a las exageraciones. ¿Cuántos héroes en nuestra historia del imperio no eran capaces de matar toros con sus manos desnudas y derribar puertas y murallas?

La mención de esos héroes provocó sonrisas en los demás.

—Yo solo hablo de lo que he vivido. Conozco esas historias sobre el gigantesco ser llamado Lasartes. Pero no lo he visto con mis ojos y por tanto no puedo emitir juicio alguno. Pero de los silachs sí que puedo hablar. En una sola noche esas bestias treparon nuestros muros y propagaron la maldición causando muerte y el contagio a miles de personas en los días sucesivos. Es como una fiebre que transforma a las personas en bestias depredadoras. El ansia los nubla y sus ojos brillan en la oscuridad como pedazos de hielo sometidos al sol. Las manos se convierten en zarpas y los cuerpos se retuercen peludos y terribles. Las fauces… Todo lo que diga es poco, son las criaturas más horrendas que podáis imaginar. ¿Qué ejército puede contra eso? Treparon las murallas de Venteria como si fuesen bancales accesibles.

Trento bajó la gran torre en compañía de la señora, que fue guiada a sus nuevos aposentos en una casa que Dérebalt le había asignado. Fue presentada a sus nuevos sirvientes y se dispuso la escolta que debiera protegerla. Cuando estuvo acomodada, el general vestigiano se dirigió al puerto para buscar un merecido descanso y preparar la mudanza completa de todos los enseres de la reina que se guardaban en las bodegas del barco. Se sentía más cansado que cuando emprendía marchas largas con la Horda del Diablo para invadir Nuralia.

Cuando llegó al puerto se encontró a Granblu y Éder, desolados.

—¿Qué sucede?

—Trento… hicimos lo que pudimos, pero esos hijos de puta se han llevado parte del oro de la señora.

—¿Cómo?

Le contaron cómo soldados bien pertrechados diezmaron las arcas de la reina, que permanecían en las bodegas del barco.

—Se llevaron los cofres con oro. El ajuar y las joyas no las tocaron. Intentamos impedírselo por la malas, Trento, te lo aseguro.

Granblu tenía un corte fresco junto a sus cicatrices en la cara y Éder denotaba rastros de alguna hinchazón junto a los ojos.

—Pero ¿quién ha sido?

—Un capitán llamado Carlio, al servicio de un tal Dérebalt.

Ahora Trento abrió mucho los ojos, estupefacto. Se sintió un niño pequeño rodeado por lobos de fauces afiladas, de los que atacan en manada. Dérebalt, al que él ya hubiera confiado asuntos privados, con quien había compartido una jornada apacible, recibiendo consejos y más consejos, había expoliado a la reina mientras ellos permanecían en la torre vigía.

—Por lo visto sabían lo que buscaban, ¿cómo demonios sabían lo que había en las bodegas de mi barco? Lo lógico habría sido tal vez que la señora hubiese llevado sus cosas a la residencia donde la acomodaron.

—Esos cabrones me han tomado el pelo —dijo con asco y vergüenza—. Pero no sucederá dos veces.