Flecha en la oscuridad
El templo de la diosa Senitra en Venteria era una cripta subterránea en la zona más oriental del monte Primio. Una placeta con dos estatuas suntuosas y cinco columnas de capitel escultórico eran la portada en la superficie. Todo ubicado en una terraza natural que se asomaba en las noches al espectáculo de luciérnagas que confería la hondonada entre los montes, después de varios tajos, con toda la barriada de Humel y carboneros arracimada en las faldas de las dos montañas. A poca distancia del templo se encontraba el puente colgante que cruzaba hacia la prisión de Ultemar desde el Primio. En ese puente, subida a una de las torres que se elevaban por encima de las pilonas que cimentaban la construcción, elevada sobre el nivel del tablero del propio puente al menos diez metros, Sala disponía de poco más de un metro cuadrado de espacio en la cúspide que decoraba la torre y, con el viento racheado que desfilaba entre las dos elevaciones de terreno más pronunciadas de Venteria, parecía mucho más escueto y traicionero. Con una rodilla en tierra, Sala practicaba a apuntar sin flecha, mientras esperaba la llegada de la comitiva. Abajo, fingiendo ser vagabundos, los compañeros de Elgastán esperaban que la mujer hiciera su trabajo para ayudarla en su huida.
Habían elegido los rezos habituales de Rosellón en el templo de la diosa de la Oscuridad porque precisamente tenían lugar en las noches y era más fácil ocultarse en tejados y cornisas. La posición en el puente fue idea de Sala. Rosellón deseaba ganarse a las Ordenes religiosas y su acercamiento y dádivas en ofrendas a los templos componían una estrategia medida. Ante los fieles, los grandes cargos de las órdenes sacrificaban ya en las hecatombes habituales un toro por el nuevo rey. En Venteria todas las deidades poseían templo y escuelas de sacerdocio, residencias para peregrinos, posadas y otros negocios que suponían una plataforma económica importante en la ciudad. Sobre todos los poderes militares o de administración como las notarías, los templos y sus proclamaciones de augurios eran sin duda el mejor medio de tomar el pulso a la mayoría de los ciudadanos creyentes en los cinco dioses. Corvian lo sabía y ya en su etapa como consejero real había establecido buenas relaciones con los Aurines de Huidón y sacerdotes más poderosos en Venteria.
Sala estaba preocupada por el viento. Era impredecible. La ubicación en el puente era estupenda en cuanto a visibilidad de la entrada del templo. Sabía que tendría a Rosellón paseándose delante de ella. Era un lanzamiento fácil para alguien del nivel de Sala, sin viento, pese a la lejanía, tener la pendiente a favor convertía la distancia en algo equiparable a tirar a cincuenta metros y eso ella solía bordarlo. Eligió un arco plúbeo, uno de sus favoritos, recurvo, mediano, muy preciso, con el que su padre la había instruido durante años.
Sin embargo, caprichosas rachas de viento podrían variar la ruta que ella eligiese para su proyectil. El resultado podía ser nefasto. Jamás había matado a alguien tan importante como Corvian y, desde luego, se sumaba cierta responsabilidad añadida a la presión que ya de por sí suponía lanzar una flecha a una persona. Sin embargo para Sala iba a ser un crimen limpio. Otras veces cuando discutía misiones con su protector, el malogrado Cóster, siempre solía evitar conocer en profundidad la vida o la historia de la víctima. Sala evitaba matar gente honesta, pero asumía que en su oficio eso podía ser una quimera. Sin embargo, este crimen le imponía, no porque pudiera sentir cierto resquemor pasajero después de asesinarlo, sino porque se trataba de un magnicidio: un rey. Por muy ilegítimamente que hubiera llegado al trono de Vestigia, Rosellón era un rey y se le presuponía una dificultad adicional a cualquier crimen cuanto más poderosa y relevante fuese la víctima. Toda una legión de rebeldes confiaban en que ella acertase en su misión. Sala tenía en su mano la posibilidad de derrocar a un tirano, alguien que había cometido crímenes durante años, que había impulsado una guerra traicionando al rey Tendón. Pero sobre toda consideración política o de Estado, era el enemigo último y final al que Remo, Lorkun y ella estaban enfrentados desde que hacía años, desde que Remo eliminara a Selprum en la Ciénaga Nublada en aquel combate a muerte.
Sala intentaba calmarse diciéndose:
—Tranquila, lo has hecho cientos de veces. Has tenido miles y miles de flechas en tus manos.
Eso solía decirle Álfer cuando la entrenaba para disparar desde los tejados en su juventud. Podía rescatar la voz de su padrastro recordándole aquella frase:
—Cuando hayan pasado por tus manos miles de flechas, tu instinto corregirá tus errores.
Sala apretó las mandíbulas y volvió a ensayar mentalmente. Una racha de viento alborotó un poco su pequeña melena. Suspiró pensando en la suerte. La suerte que iba a necesitar para que esos soplos de viento no apareciesen en el momento de su disparo. Despacio, ante sus ojos rapaces apareció la comitiva real. Había llegado la hora de la verdad. Quitó el carcaj de su espalda y lo posó en el espacio breve de la plataforma. Extrajo una flecha. Comenzó a sopesarla en su mano.
En la mitad de la plaza donde estaban las escaleras suntuosas que el patio engullía hacia la entrada al templo, aparecieron varios sacerdotes y varias sacerdotisas portando cirios prendidos. Marcaban un camino de entrada. Sala miraba a estos y a los recién llegados a la plaza. Dos carruajes precedidos por tres corceles de la guardia y otros seis que venían detrás componían el grupo visitante. Los jinetes descabalgaron y después de atar sus corceles a los propios carruajes, formaron delante de la diligencia más lujosa, la carroza real. Del otro carro salieron ocho soldados con armadura que se dispusieron como escolta. Por fin se abrió la portezuela.
Sala olió las plumas mientras giraba en sus dedos el astil para que rotasen acariciándole la nariz. Miró la punta envenenada. Colocó la flecha sobre la pequeña muesca en la madera de su arco. Comenzó a respirar hondo. De aquella portezuela abierta salieron dos hombres con vestimentas ostentosas, seguramente nuevos consejeros de Rosellón.
El rey descendió al piso de la placeta. Sala no tenía tiro con tanto guardia cerca de él en ese momento. La escolta recibió instrucciones de un capitán, de los que habían venido a caballo. Rápidamente se colocaron tres a cada lado del rey y los demás simplemente tomaron distancia en la explanada en un perímetro de seguridad. Otro más salió del carro, llevaba capucha y capa negra.
Sala comenzó el ritual. Respiró profundamente mientras calculaba los pasos de Lord Corvian y el punto de encuentro con el representante de la Orden religiosa, que lo esperaba delante de las escaleras, flanqueado por los sacerdotes y sacerdotisas que portaban velones. Sala vio que Rosellón aceleró su paso saliendo de la protección de los guardias. Levantó el arco inspirando profundamente. Se abrazaría con el religioso en solo tres pasos más. Soltó la mitad del aire hasta la pose de esfinge que siempre adoptaba al disparar. Contuvo la respiración con la mitad del aire en sus pulmones. Vio las llamas de los cirios, no había viento. Disparó. Disparó dejando que sus manos encontrasen el camino de las miles de flechas que ya habían disparado. Expulsó el aire despacio mientras admiraba la trayectoria silenciosa.
El proyectil voló hacia Rosellón Corvian. Sala abandonó su arco allí mismo y se concentró en descender por la cuerda que tenían preparada, el enorme pilar que soportaba el puente. Escuchó voces, gritos. Como si la sintiera, había visto su flecha volar y estaba segura de una cosa: había impactado a Rosellón. Suponía que el veneno lo mataría en un rato. La agitación que venía a sus oídos era musical, confirmaba su éxito y acrecentaba la sensación de euforia que siempre sentía al acertar el blanco. También la espoleaba para salir de allí cuanto antes. Se escuchó una voz poderosa, primero gritaba un «apartaos», después pronunció palabras extrañas como un profundo lamento.
—Sala, ¿le has dado?
—De lleno.
En los últimos metros se dejó caer hasta que sus botas chocaron con el puente y las manos de sus compinches la equilibraron. Comenzaron a correr hacia el final del puente. Habían apagado las antorchas. Los guardias pronto enviarían una batida en toda la zona, así que debían darse prisa. Sala corría sintiendo como si tuviera el pecho liberado de varios alambres candentes que la hubieran estado oprimiendo. La adrenalina la quemaba por dentro. Podía sentir aquella flecha en sus manos, podía recordar su vuelo y cómo llegó a Rosellón, en el pecho, debajo del cuello. Ladeada por su posición, pero letalmente directa. Imaginaba la cabeza de la flecha asomando debajo del omoplato izquierdo del rey.