El viaje de Ziben
Remo despertó, aunque no tenía la sensación de incorporarse por entero a la consciencia. Escuchó sonidos acuosos y sintió vapores que le subían desde el torso, le trepaban por el cuello hasta cubrir su cara. El sudor se le paseaba por la cara cuando abrió los ojos. Reconoció que se encontraba en la poza de aguas termales. Le fueron al instante familiares esas rocas ordenadas para contener el curso del manantial, en las que, por un extremo, rebosaban las aguas para deslizarse después hacia un riachuelo que dividía el claro del bosque escarchado. Se encontraba extrañamente colocado en la misma posición que entonces, cuando…
Remo se acordó en ese instante de que se había quitado la vida.
Golpes de brisa mecían la copa de los árboles asomados a la poza y lo apartaban ese velo blanco de vapores, lo aliviaban del sofoco. Retiró el sudor de sus ojos con los dedos de su mano derecha. Remo recordaba perfectamente haber quedado al remanso de la muerte. El tiempo era engañoso. Parecía que hubiese sucedido hacía mucho y a la vez le asaltaba la duda de que fuese tan solo un instante el transcurrido desde que había sentido el picor rondarlo desde sus brazos. Le hormigueaba la espalda, recordó haber tenido esa misma sensación hasta que se le nubló el sentido, la consciencia. Le costaba recordarlo aunque tenía la certeza de que era insoluble en su memoria.
¿Por qué despertar allí entonces?
Estiró un poco su cuerpo y entonces la vio, fuera de la poza. Un compendio de velos que se desenredaron para mostrarle una mujer de cabello largo, negro fulgurante. Cuando le miró los ojos quedó maravillado. La conocía. Remo respiró hondo como si llevase mucho tiempo sin hacerlo y sintió que arrastraba en su pecho encharcado un mar de congoja.
—¿Sala?
No era Sala. La mente de Remo, su razón, le decía que esa mata de pelo largo que muchas veces le había agradado en la mujer había desaparecido en los últimos recuerdos que tenía de ella. Recordó aquel viaje a las entrañas del precipicio de Goldrim. Sala tenía entonces el pelo corto. ¿Era un sueño ese extraño despertar, era acaso esa visión su último delirio en su viaje hacia el río de la muerte?
Sin embargo, Remo notó despierto en su interior su instinto, esa intuición que se anula en los sueños en los que se choca contra los muros de la irracionalidad, en los que se pierde la extrañeza ante lo incomprensible. Estaba despierto y contrariado por todo cuanto lo rodeaba, estaba alerta, insatisfecho y hambriento de razón.
Esa aparición no era Sala aunque enseguida comprobó que le copiaba también su voz.
—Hola, Remo.
—¿Quién eres?
Sala sonrió y mientras desplegaba toda la amplitud de su sonrisa, se detuvo el vuelo de aquellas gasas y sedas con las que estaba vestida. Habló con mucha tranquilidad. Remo parpadeaba intentando despejar el parecido con ella, pero se quedaba ensimismado anulando su resistencia: era Sala, era la misma cara.
—Tú no eres Sala.
—Desconfías de lo que ves.
—¿Quién eres y por qué te muestras como ella? —insistió Remo.
—Remo, soy el reflejo de quien más deseas ver. Es uno de mis dones.
Remo miró hacia las aguas de la poza, oscuras por la sangre vertida, su sangre. Regresaba a sus recuerdos, regresaba poco a poco como si hubieran pasado eternidades, hasta que esa percepción cambiaba de golpe y sentía que en realidad fue breve el tiempo que había transcurrido desde entonces.
—No es posible, tu don está alterado, no deseo ver a esa mujer. No debo estar despierto. ¿Es este uno de los ingenios del inframundo para devastar mi alma? —Se le ocurrió otra pregunta más certera que arrojarle al espectro—. ¿Acaso eres Ziben Electérian, la Guardiana, y te burlas de mí?
Por unos instantes la falsa Sala abandonó la sonrisa sosegada y se puso muy seria.
—Remo, estás aquí, en tu último sueño. Estás muerto, pero tu viaje ha sido interrumpido. Yo he venido a explicarte por qué… me he tomado muchas molestias. He representado para ti este lugar, precisamente el mismo lugar donde te suicidaste.
Las palabras misteriosas pronunciadas por aquella Sala a la que Remo ahora temía no lo tranquilizaban. «Estás muerto…». Se miró los brazos, y pudo ver los cortes profundos por los que ya no rezumaba sangre y recordó el dolor. Sin embargo ahora no percibía ese dolor, ni sentía urgencia, ni ese vuelco que aplastaba su esperanza y aniquilaba su alma. Al agachar su cabeza para ver los cortes mejor, se fijó en su propio reflejo en la superficie del agua, y dio un respingo. Una masa sanguinolenta se proyectaba en él. Un cuerpo en carne viva copiaba su pose.
—Ese eres tú, Remo, hijo de Reco. Esa es la verdad que llevas en tu interior. Aunque la profanación del templo de la diosa Okarín, en la isla de Lorna, logró que en tu vida reflejases otra imagen diferente. Esa es tu verdadera cara, Remo, tu cuerpo curado de mil heridas deja un alma atrofiada como esa que ahora ves horrorizado en tu reflejo.
Remo comprendió el hechizo. Se veía a sí mismo agujereado por cientos de heridas, cortes mortales que acosaban su piel, las quemaduras, las enfermedades y todas las calamidades que la piedra de la isla de Lorna, la joya de poder que Ziben Electérian le entregase aquel día, le había permitido superar. Sonrió forzadamente para ver qué sucedía en su rostro demacrado, pero era tal el daño que habitaba aquella cara que no distinguió sonrisa alguna en el cuajo que componía su cabeza.
—Ese soy yo —dijo Remo desafiante en su tono de voz. Aunque al principio, al comprender aquella lógica macabra se había sentido congelado por un escalofrío, su aplomo, la entereza resultante de superar precisamente todas esas fatalidades, lo dominó para encararse con la visión de Sala, que parecía desear amedrentarlo—. Ese soy yo, sí, tú puedes verme como soy, pero sin embargo te ocultas de mí bajo esa máscara. ¡No deseo ver a Sala! Quiero ver tu verdadera cara, una que seguro es tan horrible como esta que me mira en el agua.
—Ves lo que más deseas, Remo. No hay juegos en eso. Es un don bastante sencillo y creí que era la mejor forma de recibirte.
Silencio de agua. Aquella Sala a veces copiaba los gestos de Sala y eso lo distraía de la amenaza que pudiera encerrarse bajo esa apariencia, porque provocaba su recuerdo. Se acordó de la última pelea que tuvieron, de cómo se sintió traicionado por ella y Lorkun. Se acordó de cómo la maldijo y Remo, mirando aquel cuerpo, sintió dolor. Un dolor extraño y hermanado con el terrible sufrimiento que lo había torturado en los últimos instantes de su vida, una niebla que ahora no lograba disipar del todo. Sabía a resultas que aquel dolor, aquella extraña fosforescencia en sus entrañas tenía que ver con su propia naturaleza y con toda la sed insatisfecha en su vida.
—Remo, precisamente lo que más deseas y siempre has despreciado. Ahora recuerdas su traición, sí, tienes el don de recordar siempre lo peor de las personas, he prestado mucha atención a tu alma, Remo, hijo de Reco. Eres un mortal extraordinario, diferente, diría que difícil de comprender incluso para mí, cuánto más para las personas que siempre te han rodeado, la gente que te dio su amor y solo recibió desprecio por tu parte.
—¡Muéstrate y deja de entrar en mi mente! —gritó Remo palmeando las aguas, que salpicaron por todas partes—. ¿Eres acaso la Guardiana, Ziben?
—No, Remo, pero si estoy aquí hablando contigo es por ella. Normalmente la gente muere sin más. Alguien que se corta las venas desesperado, cuando asume su derrota vital, lo más acostumbrado es que encuentre el destino que se ha procurado con ese acto: la muerte y, con toda probabilidad, el gran río lo lleve irremediablemente a los parajes del inframundo. Tu caso es peculiar.
Si pensaba con frialdad, si era cierto lo que decía ese ser con apariencia familiar, ahora Remo era un viajero en el río de la muerte al que por extrañas circunstancias no le habían permitido seguir su viaje.
—¿Quieres saber por qué? Ziben acudió a mí desesperada, Remo. Mira las aguas, mira bien las aguas donde ahora pierdes tu reflejo. Esas aguas te mostrarán la verdad.
Remo hizo caso. El vapor cesó y en las aguas donde él mismo estaba inmerso en la poza, comenzó a clarearse una visión, un reflejo donde podía ver otra agua, de un azul más claro. Incrédulo, Remo agitó los brazos como si quisiera desbaratar aquella visión, que no se alteraba ni perdía luminosidad. El rostro iluminado de Remo mostraba fascinación.
Apareció ante sí una mujer que braceaba buceando con energía, de cabellos dorados; tardó en reconocerla. Nadaba y nadaba con dificultad, pues en una de sus manos llevaba una espada envainada y debía compensar su buceo con el otro brazo. Remo la veía con tal nitidez que acaso por su tamaño sabía que no estaba nadando a sus pies, que era una visión luminosa en aquella poza que lo transportaba a otro tiempo y otro espacio. Ziben buceó hasta llegar a un lugar semejante a un pozo por el que se introdujo en su natación intensa. Allí detuvo su nado y se dejó ir hacia la superficie, un lugar semejante a un templo donde pudo salir del agua a respirar. Se aupó en aquel bordillo de piedras grises y caminó dejando huellas húmedas en el suelo pobremente iluminado. Sus ropajes le ceñían el cuerpo mientras su respiración se agitaba todavía por el esfuerzo submarino. Acomodó su espada en el cinto y se dispuso a continuar caminando en aquel lugar oscuro.
Remo contemplaba su avance maravillado, como en el palco de un teatro, aunque no podía escuchar, solo ver, como si la estuviese acompañando tres o cuatro pasos por detrás de Ziben. Ella avanzó por pasadizos estrechos de techumbres bajas, de paredes lúgubres y enmohecidas por el paso de los siglos, que dificultaban a veces su avance con recodos y bifurcaciones. Remo contempló cómo la Guardiana se enfrentaba a peligros en las sombras. Blandió su espada frente a criaturas oscuras que intentaron impedir que avanzara. Ziben, como si estuviese rodeada de maleza inofensiva, con su espada de oro se abría camino en la oscuridad de aquellos corredores con brío y determinación. Su espada era un destello letal. Cruzó un puente de madera gris, sobre un río de aguas carmesíes como la sangre. Debía de emanar vapores venenosos porque la Guardiana decidió rajar su vestido y se cubrió la cara con esos jirones para no inhalar aquella atmósfera corrosiva. Remo debió de poner un rostro que mostraba asco, puesto que escuchó a la falsa Sala decir:
—Eres como un niño viendo una pesadilla.
Aquel ser con apariencia de Sala caminaba despacio, alrededor de la poza, fijándose atentamente en Remo, que tenía el rostro iluminado por las aguas donde emanaba la visión mágica. Decidió acompañar las imágenes que él veía narrando la historia de lo que iba sucediendo. Aquella voz familiar de Sala comenzó a narrar de este modo.
—Ziben siguió una intuición después de conocerte, Remo, hijo de Reco, y viajó a Aralea tierra de inmortales, al fondo de los océanos prohibidos. Deseaba llegar a un lugar mítico: el santuario de las Aguas Venideras. No es una tarea fácil, Remo, ni siquiera para una Guardiana de su clase. Es un lugar inhóspito creado por los dioses antiguos, donde se puede contemplar el porvenir infinito del cosmos.
Remo iba viendo en las aguas todo el periplo al que Ziben se enfrentaba mientras la voz de la falsa Sala seguía desgranando la historia.
—Lo que me fascina más de esta historia, Remo, es el porqué de la misma. La clave está, para qué negarlo, en el origen de la propia Guardiana. No sé si conoces su leyenda.
Remo negó con la cabeza.
—Fue humana Ziben Electérian, y sí, cuando Remo, hijo de Reco y Arkane el Felino llegaron a la isla de Lorna, podía ser sin duda la ocasión más singular y el más fascinante divertimento que Ziben había tenido en todos los años de estancia en la isla. No era la primera visita que recibía, pero sí la expedición más osada. A las playas de Lorna habían llegado náufragos a los que embriagaban con frutas y caldos para dejarlos morir entre el éxtasis de saberse en tal paraíso. También había rescatado a supervivientes de tormentas y los había hecho enloquecer para retornarlos a las aguas tranquilas. Esos hombres que regresaron a la civilización fundían en la cultura humana pequeñas siembras de sus experiencias en la isla y engrandecían la leyenda de la Guardiana Ziben. Pero sin duda fueron Remo y sus compañeros los que más profundamente se adentraron en la isla.
»Contemplar a los humanos desembarcar, con sus movimientos temblorosos y sus respiraciones agotadoras debió de ser para ella motivo de excitación, de intriga. De repente se dio cuenta de que sí, de que habían pasado muchos años que la distanciaban de lo que ellos eran. Más allá de todo orgullo o ensanche de su corazón por sentirse inmortal, sintió, profundamente, una melancolía extraña. Sentir el corazón latiendo de esos hombres a los que la vida se les iba, que pisaban Lorna con la osadía de un niño que se sienta en un trono, debió de remover sus entrañas.
»Ziben sabía que las intenciones de los hombres eran seguro funestas y estaba dispuesta a defender su templo. Hacía varios años que acogía en la isla al gran Macronus y temió que este aniquilase a sus visitantes antes de que ella pudiese verlos. Los humanos lo esquivaron como ratones y se colaron en el templo de la diosa Okarín. Uno de ellos, el capitán valeroso que soportaba el peso de la misión, logró encontrar lo más sagrado del templo después de sortear numerosos peligros, la sala que guardaba los tesoros que la diosa depositó en aquel templo: las piedras de poder. El duelo con Arkane fue muy satisfactorio. Lo venció porque aquel humano, aunque mucho más hábil que la mayoría, no alcanzaba a comprender la velocidad que podía ejecutar Ziben con su energía inagotable. Ella acudía una vez cada cien años a las famosas faldas de las montañas de lava donde el místico y poderoso guardián Escortel ofrecía combates singulares e instrucción para los guardianes celestiales jóvenes como ella.
»Entonces llegaste tú, Remo, con aquella mirada, con aquella dureza pintada en un rostro fiero. Fue cautivador para ella. Aquel loco que intentó batirla a sabiendas de que se lanzaba a una muerte segura. Aquel desdichado que logró enternecer su corazón milenario. Ziben quedó prendada. No fue más que el amor por lo que ella había sido antaño, no fue más que el contemplar el propio reflejo imperfecto, la graciosa torpeza de la existencia de la que ella misma procedía lo que la impulsó a ayudarte.
—Parece que lo sabes todo sobre Ziben —dijo Remo con cierto retintín en la voz sin despegarse de las imágenes. Ziben seguía aquella búsqueda que él estaba contemplando y ahora caminaba por un desfiladero escarpado, parecía imposible que no cayese al abismo negro que tenía a sus pies.
—Después entenderás por qué la conozco tan bien… Aquel día marcaste su destino, no solo el tuyo, Remo, hijo de Reco. Ziben tardó años en decidirse en ir a la fuente, la maravilla que preside el santuario de las Aguas Venideras.
»Deseaba saber más de ellos, deseaba con todas sus fuerzas que la vida y el destino que ella había afectado con la decisión de otorgarte la piedra se hubiera tornado en un resultado sobresaliente. Imaginó a un Remo rey de reyes, un rey del que ella pudiera sentirse orgullosa, alguien que inspirara a generaciones enteras. Ella no pudo evitar perseguir tu destino y buscar, como solo la Guardiana de las piedras sagradas podía hacer, al portador de una de aquellas lágrimas de la diosa Okarín. Se asomó a aguas sagradas allí mismo en Lorna para saber qué era de tu vida y lo que vio fue decepcionante.
»Remo sufría, se arrastraba en una vida imperfecta, sufría tanto que su rostro había cambiado y aquella fuerza ahora componía una maldición. Se había convertido en una bestia feroz y un ansia eterna ahora poseía sus ojos. Era un maldito y un asesino frío y despiadado. La piedra le permitía hacer muerte y vida. Sin embargo, Remo no había conseguido ni siquiera un palmo de felicidad, no había prosperado ni acumulaba acaso poder o influencia.
Fue la compasión lo que la llevó a desear cuidarte, Remo, hijo de Reco. Vio también la sombra, la oscuridad que rodeaba tus pasos, la corrupción que se propagaba en tu mundo, la temible virulencia del mal con el que a veces te habías enfrentado tú… y sobre todo advirtió los signos de que un mal mucho más poderoso se engendraba en la oscuridad. Entonces tomó la decisión de viajar a la fuente de las Aguas Venideras.