CAPÍTULO 19

Un lugar más allá de las tinieblas

La Puerta Dorada estaba abierta.

No habían escuchado mecanismo alguno, frotamiento o ruido que alertase de que una de aquellas inmensas hojas doradas se hubiese desplazado. Sin embargo bajo aquella luz invertida que despedían los pebeteros, aquellas linternas leforanas que se accionaron al ser colocadas en la posición que mostraba la clave de luces, ante sus ojos, aparecía uno de los cuerpos de la legendaria Puerta Dorada abatido parcialmente hacia dentro, hacia una oscuridad más lejana y compacta.

—La oscuridad es absoluta más allá. Ni tan siquiera se percibe suelo. Es como si fuera un engaño, un efecto de luz que nos hace ver esa sombra y la puerta sigue cerrada. Nila, mi único ojo no es capaz de ver bien, ¿qué ves tú? ¿Me engaña la vista?

—Creo que tengo la misma sensación, un efecto de luces, como en los teatros de sombras. No hubo ruido alguno, más que el crepitar de esas llamas extrañas. Pero es como si estuviese abierta, cielos, ¡parece abierta!

Se acercó a la gran puerta mientras aquellas llamas seguían proyectando aquella iluminación tétrica que profería al tono dorado de la puerta un color grisáceo. ¿Y si no era más que eso, una ilusión? Lorkun se acercaba poco a poco para tratar de averiguarlo, con miedo a cualquiera de las dos posibilidades. Alargó una mano y comprobó que realmente aquella gran hoja de la Puerta Dorada estaba parcialmente desplazada. Uno de los cuerpos de la puerta permanecía batido hacia delante, al menos un tercio de lo que sería la abertura de un ángulo recto, lo suficiente como para que pasaran sin dificultades. No se adivinaba nada de lo que pudiera aguardarlos más allá. Respiró hondo y miró a poca distancia ya lo que tenían delante. Nila se acercó y extendió sus manos.

—¡Está abierta, Lorkun, está abierta!

—Espera.

Tuvo ese acceso de lógica serena cuando Nila, maravillada, parecía estar dispuesta a cruzar el umbral mientras ronroneaba en voz baja oraciones sin parar. En su rostro alterado por la percepción que contaminaba la luz invertida azulada se reconocía la fascinación. Nila era una devota creyente, una mujer entregada a la fe, una fe absoluta y sólida sin los resquebrajamientos que dividían la de Lorkun. Para Nila aquella puerta abierta era una oportunidad de acercarse a los dioses de una forma directa y tangible. No iba a ser un sueño o un viaje místico auspiciado por estados de conciencia alterados. Era un privilegio que jamás un solo sacerdote de su era había disfrutado. Por eso Lorkun entendía que la emoción la desbordara.

Lorkun alcanzó las alforjas y rápidamente la mujer reaccionó y fue a ayudarlo a recoger sus víveres. Ella sonreía compulsivamente y la vio temblorosa, agitada por el mismo temblor que lo sacudía a él. Para Lorkun aquella negrura insondable en la que se iban a adentrar le provocaba inquietud y miedo. No tenía ni idea de las consecuencias que para ellos pudiera tener cruzar al otro lado de ese umbral. Tragaba saliva y se concentraba en detener esa debilidad, ese tiritar nervioso que aparecía en sus piernas y manos. Deseaba cruzar, pero también trataba de hacerlo con la mejor ventaja posible. Por eso daba vueltas a la cabeza a qué podrían necesitar. Se sentía como quien descubre un tesoro y debe pensar bien cómo transportarlo para que no merme en su traslado. Lorkun no deseaba arrepentirse después de no haber actuado con más inteligencia.

Lorkun se encomendó a los dioses sumiso, en una plegaria conciliadora. Extendió una mano incrédulo y su mano a la altura ya del umbral no encontró resistencia, no chocó con la puerta. Después cruzó, se perdió en aquella oscuridad. Nila lo siguió dentro.

Lorkun guiaba en la oscuridad. Sus pasos eran muy lentos, pero siempre ininterrumpidos hacia ese otro lugar, tan leves que no parecían siquiera pisar suelo. No deseaba usar fuego o cualquier otra forma de iluminación para ayudarse en el avance, por miedo a ocultar aquellas marcas misteriosas que tanto le habían ayudado a encontrar la solución al misterio de la puerta. Tenía la convicción de que aquella magia era comúnmente usada por los constructores de ese lugar y no deseaba ocultarlas si es que las había.

Lo primero que lo inquietó era saberse del otro lado.

Nila le tenía agarrada una mano y sentía que caminaba muy cerca de su cuerpo. La emoción se palpaba en la forma que tenía la mujer de aferrase a él. Apretaba su mano como quien contempla algo horrible y despiadado y, al mismo tiempo, como quien pisa con seguridad y pretende demostrar a otro que puede confiar en su destino. Durante años había sido ayudado en ocasiones por infinidad de manos, después de perder su ojo, para aventurarse en lugares oscuros, o pasar por estrecheces y tomar asiento en salones o templos, siempre encontraba quien misericordiosamente atendiera a ayudarlo como si fuese ciego. Al principio, cuando la herida y su visión recortada eran recientes agradeció esas manos del todo innecesarias, pues lo reconfortaba que le procurasen respeto. Después dejó de compadecerse. Sabía leer muy bien las manos de la gente cuando se la estrechaban y agradecía aquella forma plena de aferrar su mano que tenía la sacerdotisa. Apreciaba también la delicadeza de su mano estrecha, la finura de su piel que tapaba unos huesos delicados.

Respiró hondo en aquella oquedad tratando de concentrarse y estar alerta.

—Hace fresco —comentó la sacerdotisa—. Es como el fresco de… no sabría decirlo aunque me es familiar, me recuerda el silencio y el fresco de los lugares sagrados. Como algunas salas del templo que antes eran mi casa… ¡Lorkun, espera, mira!

El hombre se giró en la tiniebla. También había escuchado el ruido. Vio con estupor lo que Nila le señalaba. La Puerta Dorada abierta por aquella extraña luz azulada poco a poco se estaba cerrando. Era un sonido parecido a pasar una barra de hierro lentamente por la superficie de un peñasco poroso. El ruido no procedía de la puerta sino del lento retroceso de los pebeteros que con tanto esfuerzo habían desplazado. Ahora regresaban a su posición original. El mecanismo pronto se completó y las extraordinarias llamas negras y azuladas se desvanecieron de las jaulas. La rendija luminosa por la que ellos habían pasado se hizo cada vez más estrecha hasta que se extinguió, silenciosa y enigmática. Entonces la oscuridad total tapó la visión de Lorkun.

—Dioses… nada se ve.

El frío no era común. Era un frío extraño y paciente, no avasallaba, no los hacía temblar, era un frío ancestral, un frío oculto en aquel lugar durante siglos, no sujeto a clima o circunstancia, un frío perpetuo. Ese fresco no era húmedo, de hecho se respiraba mejor que en la caverna de la que provenían. De no ser por la sensación de horadar en lo inhóspito, en lo prohibido, con la ceguera absoluta por la falta de luz, tal vez allí se habrían podido sentir más confortados.

—La Puerta Dorada se ha cerrado —susurró Lorkun. Nila había enroscado sus brazos en el suyo y su rostro se apretaba contra el hombro de él.

Esperaron varios segundos por si aparecía alguna de aquellas señales misteriosas con las que él había logrado descifrar el enigma de la puerta. Después de un buen rato escrutando la oscuridad, Lorkun decidió que era hora de poner más luz allí dentro. Con delicadeza se separó de Nila.

—Necesitamos ver.

Tenía las runas pintadas y, aunque estaba a oscuras, sus movimientos se habían perfeccionado tanto que, sin esfuerzo y a la primera, el conjuro de la llama de Kermes inundó sus manos de fuego. Las adelantó al cuerpo para no contagiar a sus propias ropas.

Rápidamente las llamas propagaron formas y colores, la mayoría perfiles oscuros de rocas. La primera conclusión fue demoledora: la Puerta Dorada se había disuelto en aquella pared, no estaba donde se suponía que debía estar. Nila palpaba roca basta, ni rastro de la superficie pulida color oro.

—Este camino no tiene vuelta atrás. Donde quiera que estemos, no podemos regresar.

La sentencia de Lorkun quitó del semblante de la mujer cierta expresión de paz o admiración sosegada. Estaban al otro lado, sin tener idea siquiera de qué significaba el haber cruzado.

—Pisamos donde nadie ha pisado en siglos, miles de años tal vez.

—¿Qué crees que puede suceder ahora?

—No lo sé.

—¿Dónde estamos? —preguntó Nila. Como viera que Lorkun no le respondió ella misma trató de explicar en voz alta su propia teoría—. Según la leyenda que yo leí, Pasonte cruzó la puerta y así evitó la muerte. Estamos en un lugar de confluencia entre nuestro mundo y el gran río que se cruza en la muerte.

—La muerte no se llevó a Pasonte. Se quedó custodiando la puerta. Tal vez estemos en sus dominios.

—Un lugar poco agradable para pasar la eternidad.

Habían aparecido en el interior de un túnel rocoso que descendía suavemente. Era extraño porque no parecía alto, no como para haber albergado la altura de la puerta que fantasmagóricamente se había desvanecido. Pero era tal la inquietud de los misterios que los acechaban que eso pasó a un segundo plano.

—Mira las paredes de la gruta.

—¿Qué son?

—Parecen metales preciosos.

La luz emanada de las llamas de Lorkun se reflectaba de cuando en cuando en piedras insertas en los muros corvos de roca, provocando reflejos multicolores.

Avanzaron como fascinados por aquellos efectos cromáticos.

—Si Trento estuviera aquí, seguro que se detenía a arrancar uno de estos —dijo Lorkun haciendo gala de energía renovada.

Avanzaron en el único sentido posible, hacia la profundidad. Con la luz conjurada en las manos de Lorkun tenían suficiente visibilidad para apreciar las distancias. Era una gruta grande, pero mucho menos alta que el majestuoso umbral por el que habían accedido. Las paredes dejaron de estar decoradas con esas vetas de mineral y la luz fue más útil sin que se distorsionaran las sombras en colores. Tras un recodo descubrieron un ensanchamiento del túnel y, al girar su cabeza para ver lo profundo que se delimitaba, descubrieron que, excavado en aquella roca negra, había una especie de templo, o lo que podría ser un oratorio. No tenía altar, pero estaba construido con piedras pulidas y con suelos de baldosas graníticas.

—¿Qué es?

—No lo sé, pero desde luego quien cruza la puerta, recibe una invitación divina para comprobarlo.

Se acercó e iluminó aquellas paredes que ahora le parecieron más altas pues en aquel agrandamiento de la cueva, el techo crecía en altura considerablemente. Las paredes no eran rectas, poseían una curva muy cuidada por cómo habían encajado piedra a piedra, modelando sus perfiles para dar apariencia de que los muros en sus bases se derramaban sobre la solería.

—Aquí hay una antorcha —dijo Nila, que levantó un pedazo de madera gris, envejecida claramente. Lo acercó a las manos de Lorkun. Al principio el fuego lamía la broza casi petrificada que componía la cabeza de la antorcha y parecía no prenderla. Después de unos instantes que los acercaron a la incredulidad, la antorcha prendió y por fin pudo el hombre relajar sus brazos.

Mientras repasaban la estancia en el suelo distinguieron unos símbolos. Rascaron con el pie. La sandalia de cuero apartó una costra de arenilla que espolvoreó cortinillas de humo. Los símbolos aparecieron más claros. Lorkun comprobó que se trataba de una circunferencia rúnica.

—¿Qué significa? —preguntó Nila.

No respondió con palabras: pisó el círculo. No supieron al principio si fue a causa de esta acción, pero varios metros delante de ellos hacia lo profundo, una llama se prendió vivaz. Brotó del suelo sin motivo. Fuego convencional, una lengua que danzaba, decoró la estancia con más iluminación hasta distinguirse que la piedra de los muros lisos tenía un color ocre y que los techos eran irregulares, marcaban varias alturas hacia una cúpula justo encima de aquel fuego, con un tragaluz por el que debiera escapar el humo hacia algún lugar que no debía estar iluminado pues permanecía en tiniebla.

—Mira las runas, brillan.

Aquella luz azulada desaparecía cuando tenía cerca cualquier otra fuente de luz y sin embargo en aquellas runas, pese a los fuegos prendidos, la luz parecía sobrevivir.

—Desconozco la diferencia entre ese fulgor y el que se alimenta de oscuridad pero está claro que son opuestos.

Lorkun salió del círculo resolviendo la duda que tenía respecto a lo que podía suceder si lo hacía. Apenas abandonó las runas la llama se extinguió sumiéndolos de nuevo en la claridad más lúgubre que dominaba la antorcha.

—De modo que, si queremos luz, este es el lugar que hay que ocupar —dedujo la mujer, que invadió sin preguntar el círculo rúnico. La llama apareció al instante—. ¿Entonces para qué la antorcha?

—Parece un mecanismo mágico. Si no me equivoco, Nila, estas runas son parecidas a las que yo dibujo en mi piel. La antorcha, por la factura que tiene, parece que pertenece a nuestro mundo. Sin embargo esa forma de prenderse la llama en el suelo escapa a nuestros conocimientos. Supongo que el viajero que terminó aquí, una vez prendió la llama, decidió abandonar la antorcha.

Nila parecía estar poseída por una fascinación perpetua. Repasaba las paredes un poco ajena a los motivos del fuego. Ella interiorizaba aquel momento de otra forma.

—Lorkun, mira allí: un símbolo, seguro que hay otro círculo rúnico.

Lo señalaba a su derecha. Lorkun fue a inspeccionarlo y asintió. Lorkun se posicionó en el interior del círculo y algo sucedió en el fuego. Hubo un crujido interno, bajo el suelo que pisaban. Después, poco a poco, sobre las baldosas graníticas, una mancha acabó dibujando una figura humana que avanzó hasta colocarse sobre la llama. De repente entendieron que no, que no venía de atrás, sino que había nacido en ese fuego. Cada vez adquiría una forma más sólida.

Estaban absolutamente sobrecogidos por la aparición, que levitaba sentada sobre esa llama, con las piernas cruzadas. Se trataba de un encapuchado. Un ser abrigado por una sombra. Escucharon palabras rebotando por la sala. Palabras que se deslizaban sibilinas, que iban ascendiendo en sus oídos, aunque no las comprendían.

—Nos habla…

—Es una lengua muy antigua.

Nila se arrodilló con los ojos suplicantes encadenados a la aparición.

Lorkun, sin apartar de su rostro la maravilla, trataba de escudriñar algún rasgo que pudiera servirle para identificarlo. Pero mirarlo producía una sensación extraña. Era una figura negra, en la que no se distinguía rostro, era una sombra encapuchada. Se movía a veces como para acomodarse y entonces los inquietaba más, como si el misterio que lo guardase tuviera alguna respuesta y ellos fueran incapaces de resolverla. Estaba flotando encima del fuego. La punta de la llama seguía siendo visible pese a que pertenecía al lugar donde estaba la sombra que la transparentaba.

—Sois bienvenidos.

Nila quedó totalmente hechizada por aquella voz que les venía de todas partes. De toda la retahíla de palabras pronunciadas por aquella aparición les sorprendió encontrarse con algo inteligible.

—Habla sidi.

—Hablo todas las lenguas. Hablo vuestros dialectos y los de vuestros pensamientos, por eso puedo hacer que me entendáis.

Hubo silencio mientras Nila y Lorkun se miraban en contestación a esas palabras. Tenían los ojos poblados de euforia y reverencia, miedo y congoja.

—Conozco el origen de lo que os ha traído hasta aquí y la responsabilidad que soportáis y sé el propósito de vuestra hazaña. Puedo atravesar vuestros sueños más profundos. Habéis cruzado el umbral sagrado por el que este templo fue construido. Hacía más de mil años que eso no sucedía. Os doy la bienvenida a las Tierras Baldías.

Los silencios eran escogidos a voluntad de la sombra. Lorkun sobrevivía como podía a la impresión y trataba de reunir valor para preguntar todo aquello que después, si aquella presencia se desvanecía, pesaría en su cabeza.

—¿Quién eres? —preguntó Lorkun.

—He tenido muchos nombres, pero ninguno humano. Podéis llamarme guardián. Soy el guardián de la puerta.

—¿Eres Pasonte, el primer hombre?

La sombra tardó más en responder.

—No.

Como quiera que no añadió comentario alguno, Lorkun siguió preguntando.

—¿Qué son las Tierras Baldías?

—Son como las costuras que unen vuestros vestidos. El nexo de unión con el cosmos. Pero hablemos del propósito de vuestra hazaña. Para un humano llegar hasta aquí es un logro. Hablemos de lo que os ha empujado a cruzar el umbral por el que os habéis presentado en este lugar.

—El oráculo —susurró Lorkun, para quien aquella sombra encima de la llamas era cada vez más temible.

Hubo silencio.

—Como os he dicho estáis en las Tierras Baldías en presencia del guardián de la puerta. Es mi deber abrir un poco vuestra mente y mostraros las posibilidades. Ahora mismo veo que vuestra voluntad solo contempla un camino… y estáis en la mayor y más importante encrucijada de caminos en la que jamás hayáis imaginado. Sería desconsiderado no haceros partícipes de esa perspectiva mucho mayor.

El tono del guardián ahora era más afable. Parecía adularlos.

—Lorkun está sumido en una búsqueda que lo ciega, Nila parece que lo seguirá hasta el mismo abismo que pudiera ahora abrirse ante sus pies.

En el silencio que vino después ellos tuvieron tiempo de mirarse.

—Habéis cruzado la Puerta Dorada y tenéis derecho a saber. Si lo deseáis sería posible que os llevase a cruzar el gran río de la muerte y mostraros Aralea, la Tierra de los Dioses. Yo podría enviaros allí. Detrás de este fuego hay numerosos portales y yo he sido instruido para que podáis usarlos. Ese es mi don. Sí, podríais estableceros en esa maravillosa tierra para la que los mortales como vosotros tienen muy caro siquiera el poder contemplarla tras la muerte.

Les estaba ofreciendo un puente a la tierra de los dioses, al lugar mítico donde habitaban aquellos seres sagrados en convivencia con sus creaciones más cercanas, los inmortales. Entonces, tras la sombra y el fuego se difuminaron las paredes y comenzaron a iluminarse paisajes.

—Contemplad un atisbo de Aralea.

La visión de Aralea les surcó la mente y arrasó sus limitaciones humanas. Eran bosques, eran cielos en el ocaso, eran amaneceres al mismo tiempo que noches estrelladas de velos gaseosos multicolores; y eran ríos de aguas como lágrimas, eran playas envueltas por mares cuyo horizonte crecía infinito, eran parajes de vegetación vivaz y orografía nacarada, donde las rocas resplandecían y las sombras de oquedades y cuevas estaban reverdecidas. Avistaron quebradas y montañas con la sensación de la niñez descubridora del idilio de la naturaleza; imponentes crestas escarpadas como si jamás hubiesen visto una montaña les hicieron perder el equilibrio y caer en el suelo que parecía balcón que sobrevolaba la inmensidad de esos lomos de serranías, la altura de precipicios donde el espacio se arrojaba al lugar donde crecían, junto a lagos de aguas diamantinas y llanuras voluptuosas donde las brisas parecían colorearse por la densidad del polen que lo surcaba, cromático el viento que azotaba los bosques amplios de árboles gigantes, arbustos y helechos en rocío perpetuo.

La visión se desvaneció y Lorkun, desde el suelo, miró a Nila, también acostada en su círculo rúnico, como intentando adivinar si acaso ella mostraba deseos de que ese fuera su destino. Una sombra apareció de repente en su mente viajera, que bregaba por retroceder en el sueño, por recobrar una ruta que había sido obnubilada por la maravilla. Una sombra le recordaba su responsabilidad y no pudo por más que sentir terror ahora hacia esa sombra que se hacía llamar guardián de la puerta y que en instantes les había cambiado los muros que tenía detrás de sí por un paraíso que hasta las lágrimas en su ojo sano parecía animar a derramarse.

—Lorkun, no deseo tentaros. No deseo ofrecer algo que enturbie vuestra alma, ni soy un demonio que intente corromper vuestras intenciones.

La capacidad del guardián para leer los pensamientos era pasmosa. Lorkun creía que incluso se adelantaba a esos pensamientos.

—La Puerta Dorada es un privilegio, y como tal, desde que la cruzasteis os pertenece el derecho a decidir qué hacer. Para eso debéis conocer vuestras opciones. No os tiento, ni deseo que toméis una decisión u otra. Simplemente os muestro la verdad que podéis comprender. La felicidad más absoluta que haya sentido un ser humano en un atisbo de su vida no es comparable con respirar el aire, o sencillamente caminar por las praderas y bosques de Aralea. No habría dolor ni allí habitarías en la incertidumbre de lo que acaeció en vuestro mundo. Ahora las dudas que os paralizan son consecuencia del tiempo. El tiempo en Aralea es muy diferente. Allí la eternidad os esperaría de forma sosegada y aquellos miedos y esa guerra de la que ahora os preocupa el resultado, esos reyes o esos amigos que ahora os esperan serían simples recuerdos en vuestra existencia allí, donde fundaríais realmente otra vida, una vida en la que esos recuerdos serían no más que una brizna de hierba entre un pasto eterno. Os elevaríais espiritualmente y podríais tener la común unión por la que ahora os sentís culpables.

Nila miró al suelo. El guardián leía sus espíritus, no había barrera posible que oponerle.

—La casa de los dioses estaría abierta para vosotros y en ocasiones podríais contemplarlos.

El silencio apretó el pecho de Lorkun. Lo apretó como si aquella presencia estuviese demoliendo sus principios y sus miedos, como si cambiara de sitio el mobiliario de su capacidad de discernir lo bueno de lo malo.

—Hablad entre vosotros, pensad lo que deseéis pensar.

—No hay nada que pensar —dijo Lorkun de inmediato.

—No hay nada que pensar —repitió Nila con sumo esfuerzo.

—Sentís la obligación, sentís la tradición, sentís…

—¡Es la fe! —gritó Lorkun—. Es la fe lo que me ha faltado todo este tiempo y ahora la he recobrado, guardián. Es la fe en mí y en lo que soy para los dioses. Lo que ellos guardan para mí. No deseo otra cosa que cumplir mi destino. No he cruzado este umbral para retirarme del combate, sino para combatir con armas nuevas. No he venido aquí y he sufrido, mis padecimientos no pueden ahora apartarse, ni mi vigilia se reconfortaría en el acomodo. Tengo la necesidad vital de terminar mi camino.

Nila levantó la cabeza. Se agarró la túnica por encima de los pechos como si le quemara el corazón y puso su mano en el hombro de Lorkun como si mostrase de este modo su apoyo.

—Llévanos al oráculo de Estépal, guardián, es allí donde deseamos ir. Si tienes a bien concedernos algo, aconséjanos.

—No debes presumir que yo persigo fines plegados a tus intenciones, mortal. No soy más que el guardián de la puerta. El oráculo de Estépal es una prueba prohibida para mí. El consejo debes pedirlo al oráculo, para eso has venido. Olvida pretensiones sobre justicia humana o equilibrio universal, el oráculo es una herramienta de los dioses y ellos son Toda Voluntad, y Toda Voluntad es ajena a esos principios.

—Llévanos allí y deja las tentaciones.

Hubo un silencio.

—Despreciáis el camino venerable y la paz gozosa y eterna por lealtad a vuestra fe. Debo confesaros que esta es una prueba que pocos logran superar, ni siquiera muchos inmortales poseen la vehemencia y el arrojo que veo en vosotros. Está bien, si lo que deseáis es acudir al oráculo a la isla de Estépal, os llevaré en un suspiro. Pero antes debo advertiros de algo.

Lorkun agudizó su oído a esa voz que susurraba por encima del vapuleo de la llama, semejante a un trapo viejo soplado por el viento.

—Vuestra esencia mortal se desmenuzará en este lado de la puerta. No os habéis bañado en el río de la muerte y vuestra alma y mortalidad siguen intactas. Cuando el sol caiga tres veces en la isla de Estépal, vuestro tiempo habrá terminado. Ningún mortal puede permanecer allí más tiempo. Al tercer día os evaporaréis como las aguas y retornaréis a donde está vuestro cuerpo, al otro lado de la Puerta Dorada. Por lo tanto serán solo tres días los que tendréis para consultar el oráculo.