CAPÍTULO 17

La conjura en la sombra

Apoyó el clavo en la madera. Marcó con la punta después de varios toques con el martillo y, una vez el clavo quedó en equilibrio retiró la mano que lo guiaba. Elevó el martillo y lo dejó caer con fuerza sobre la cabeza del clavo. Le encantaba ver que podía clavarlo de un solo golpe, en parte era cuestión de puntería y, si en algo era buena Sala, era en la puntería.

—Niña… hay alguien abajo que pregunta por ti.

Un delantal inmenso apareció en la habitación. Tena Múfler con el pelo recogido en un moño se había asomado para repetirle el aviso. Sala trabajaba duro para reconstruir la pensión que había quedado destrozada por el ataque de los silachs. Cada día que pasaba en mitad de las obras, colaborando junto a los dos operarios que el constructor había designado para las reformas, sentía que se estaba reparando a sí misma. Mantenerse ocupada, avanzar cada día en un trabajo certero, concreto, la hacía sentirse útil. En Venteria, pese a que todavía quedaban restos de los estragos que la maldición silach había provocado, gracias a la férrea colaboración vecinal, y la organización de las tropas del nuevo rey, se había recuperado la vida comercial y cierta estabilidad. En el barrio donde estaba la pensión de Tena, no se producían tantos arrestos y las revueltas de las que tenían noticias diarias en los comentarios en el mercado, o en los discursos de los voceros de las notarías que se dedicaban más a proclamar las bondades de las actuaciones del nuevo rey, eran más numerosos en otros barrios. La situación era tensa con los soldados, que en cuadrillas abusaban de su poder allí donde sus superiores no ponían el ojo. Una pensión que alquilaba la noche por tres dinares de bronce y daba una comida completa por ocho cobres y un diñar de bronce no era un negocio muy lucrativo como para llamar la atención de las aves de rapiña.

—¿Quién es? —preguntó Sala.

Dejó el martillo trabado en su cinturón y bajó del taburete. Estiró su cabello hacia atrás después de lavarse las manos en la pila del baño. Aún estaba corto, pero cada vez lo podía peinar mejor.

—No lo conozco, pero dice que él sí te conoce a ti… No sé, niña, si quieres le digo que no estás presentable.

Pisó las telas manchadas de barniz y llegó al rellano. Bajó las escaleras despacio y descubrió de quién se trataba al instante.

—Elgastán…

—Hola, Sala, necesito hablar contigo.

Elgastán estaba en pie junto al mostrador destrozado de la pensión.

—Ven conmigo al salón.

Sala lo conocía, aunque nunca le había tenido confianza. Era un asesino, de los más crueles, pertenecía al clan de los Halcones, rivales naturales de los Furia Negra a los que ella había pertenecido. Era el líder indiscutible del clan, y quizá el exponente máximo de su fama.

—¿Es cierto eso que dicen de que ya no trabajas? —preguntó Elgastán con una sonrisa. Era un hombre que no parecía amenazador, su forma de hablar y su apariencia eran afables. Esa apariencia lo convertía en un hombre peligroso, de los que habían logrado prosperidad tras una fachada bondadosa.

—Elgastán el terrible, el mutilador… viene a verme a mí, a plena luz del día. Se nota que los alguaciles nuevos todavía no tienen tiempo de perseguir asesinos.

—Mis tiempos de juventud crearon una leyenda un poco exagerada sobre mí, Sala. ¿Qué sabes del bueno de Cóster?

Sala serenó su respiración, esperaba la pregunta.

—Nada desde que desapareció. Creo que se ha retirado, siempre decía que el día menos pensado dejaría todo esto atrás.

—Por lo visto Cóster se quitó del mapa precisamente después de que alguien arrasara el cuartel general de los Furia Negra en Humel, antes de toda esta suerte de conspiraciones palaciegas, antes de que el rey muriese en extrañas circunstancias. Ese viejo zorro tal vez decidió tomarse un descanso de la capital.

Sala se encogió de hombros mientras pestañeaba rápido. Sus ojos veían la pensión pero su mente estaba en el puente alto de Humel. Cuando ayudó a Remo a lanzar el cadáver de su amigo al río.

—¿Has venido a comentar las noticias, Elgas?

—No. Venteria está sumida en el caos y en mitad de ese caos apareces tú, hay rumores de todo tipo sobre ti, Sala, y como ves, quien te busca puede encontrarte.

Ahora sí que se sorprendió. Sala había cultivado siempre la discreción.

—La ciudad tomada sin lucha por el nuevo y flamante rey, Rosellón Corvian… ¿qué te parece?

—No me parece ni mal ni bien.

—No te creo.

—Elgastán, ¿qué quieres de mí?

—Quiero saber si tienes ganas de hacer cosas más provechosas que usar ese martillo. Eres una arquera prodigiosa y muy bien relacionada.

—No sé si sabes que rompí mi compromiso con Patrio Véleron. Desde entonces y tras la desaparición de Cóster, no estoy muy en boga en la corte, hace bastante tiempo que no frecuento fiestas, ni creo que se celebren ya muchos eventos en las casas acaudaladas, mientras no se sepa exactamente el pie del que seguro cojea la mesa del nuevo rey. —La propia ironía la hizo sonreír.

—Sala, no me andaré con rodeos. En esta ciudad varios clanes de asesinos se han unido a un grupo de alguaciles que desean rebelarse contra Rosellón Corvian. No estarás segura si no te decantas por un bando. Lo quieras o no, tú eres una tiradora nocturna y tus servicios nos podrían venir bien.

—¿Mis servicios?

—Sí. Se está preparando una conjura y tu nombre sonó varias veces. No voy a contarte nada más. Si quieres complicarte la vida por una causa, acude esta noche a las catacumbas del mercado. Capa y capucha, este es tu salvoconducto.

Elgastán dejó una daga envainada encima de la mesa. Era atractivo. Sala había conocido bastantes hombres como él. Fríos como el hielo, aparentaban ser honestos y protagonizaban la más deshonesta de las vidas. Había dos clases de asesinos en aquella ciudad, los que como ella tenían un código, unas convicciones claras sobre qué hacer y qué rechazar, y los hombres como Elgastán, depredadores de hombres. Famoso por clavar en una lanza a sus víctimas y, en su agonía, cercenar sus extremidades. Puede que fuese en su juventud, pero una mente capaz de hacer eso no se acoge a la virtud de la noche a la mañana.