Bancarrota
Las carencias económicas comenzaban a aflorar no solo en las arcas de Lord Véleron. Las cartas de garantía que tenía Gaelio estaban a punto de caducar y para abundamiento en el problema, el rey que las firmaba estaba muerto. Los acreedores, de no ser Gaelio un hijo del valle, con un apellido honorable, lo habrían denunciado. No lo hicieron pero ya le negaban los pedidos. Gaelio tuvo que armarse de valor para ir a ver a su padre. Fue tan difícil como en su día agarrar una espada y correr a la batalla. Sabía que pedir un favor a su padre era desear que lo pisoteara, pero entendía que era algo más allá de su situación personal con él. Sus hombres no merecían después de las batallas que habían soportado, después de su periplo lleno de méritos, obtener como recompensa racionamiento de alimentos y faltas en los pagos.
—Padre, me fue entregada la vida de estos hombres y su compromiso conmigo es total. No disponemos de fondos para alimentos y medicinas, para lo más básico. Esos hombres no necesitan lujos, pero no deseo que pasen hambre. No me fían en ninguna parte.
—Qué fácil es insultar a un padre cuando crees que no lo necesitarás más… ¿verdad, Gaelio?
Gaelio agachó la cabeza. Estaba dispuesto a recibir la humillación, dispuesto a soportarlo, pues sus fines eran más importantes que su propio orgullo.
—No vas a llevarte ni una sola moneda de oro de esta casa. Dile al general Górcebal con quien ahora te llevas tan bien que soporte los gastos de esos hombres que mandas provisionalmente.
—Górcebal le aseguro que ya comparte sus arcas conmigo. Pero es una situación incómoda porque sé que sus reservas se están diezmando también. No deseo acudir a Lord Véleron ahora precisamente en que ese tesorero vino a amenazarlo con esa inteligencia. Sería más presión para él. Usted mismo lo pudo comprobar con sus ojos. Muchos proveedores no desean cobrarme, me prestan las sobras de sus producciones, pero usted tiene dinero como para suplir al menos durante un tiempo cualquier ayuda de Górcebal que me coloca en un plano de necesidad con él, que me obliga a soportar su mando.
—¿Y qué demonios gano yo con eso? Dejaste bien claro que esas tropas no son tuyas, y que si lo fueran, jamás responderían a tu linaje. ¡Imbécil!
—Padre, soy tu único hijo. Por derecho propio me corresponde mi herencia.
—¿Harás eso? ¿Deseas arruinarte por esa chusma? ¿Qué son para ti ese puñado de hombres que comandas? No entiendo cómo ese loco te dio el mando, me sorprende esa prosperidad. Recuerdo que temblabas cuando vinieron a buscarte. Temblabas como una cría. Pero al menos eras respetuoso. Ahora eres un cobarde que además tiene malos modos, y me dejó en evidencia delante de mis amigos.
Gaelio se dominaba pero las palabras de su padre crecían. Era de esos hombres terribles que cuando detectaban un punto débil en otra persona lo acuchillaban sin piedad.
—Son más familia para mí que la que habita en esta casa. ¡Deseo mi herencia! La gastaré como los dioses me den a entender. Y ya podrá dejar de considerarme su hijo, descansar para siempre de haberme criado.
—¡Márchate, perro inmundo! ¡Largo de mi vista! ¡Si quieres lo que te permite tu apellido, tendrán que venir a arrancármelo con una orden de reclamación de caudales hereditarios firmada por el mismísimo Brienches de Venteria! O eso, o tendrás que ordenar que me maten.
Gaelio salió de su casa para no regresar jamás. Besó a su madre antes de marcharse. Ella se dejó besar con frialdad. Esa mujer jamás había alzado su voz en aquella casa y ahora, todavía viendo la injusticia y la crueldad de su esposo, era incapaz de hacerse notar. Gaelio los amaba. No tenía otra forma de explicar sus propias lágrimas cuando salió de la mansión de su padre y emprendió camino de regreso al campamento. Tuvo que detener sus pasos en un arroyo para lavar su cara, respirar hondo y volver la vista con firmeza sobre el lugar que debía borrar para siempre de su memoria.
—Capitán, necesitamos aprovisionarnos. Las despensas están vacías. He pasado un pedido a los almacenes de Lavén y no me han servido. Les dije que llevaría la carta de garantía y no desean que vuelva a aparecer por allí.
Dárrel exponía ante Gaelio lo que ya sabía. Todavía le temblaba un poco la barbilla por la disputa con su padre.
—Iré personalmente a hablar con ellos, no te preocupes. ¿Algo más?
—Más de lo mismo, las herrerías tampoco desean atendernos y algunas armas están bastante tocadas. Los entrenos además causan gastos. Los hombres preguntan cuándo cobrarán. Usan el poco dinero que se les paga para enviar desde la notaría mensajes a sus familiares y se han encarecido las tarifas.
—Todo se arreglará, que nadie se preocupe.
Después de darle lecciones de moral a Lord Véleron sobre no plegarse a los intereses del nuevo rey por motivos económicos, ahora comenzaba a ver una realidad para la que jamás desde su posición de noble había estado preparado: no tenía dinero y nadie deseaba prestárselo. No ganaba nada confesándoselo a Dárrel. Sabía que más tarde o más temprano debería hacer partícipes a sus maestres y a Akash de cómo estaban las cosas, pero antes trataba de agotar sus opciones. Lo peor es que sabía que si se acercaba al castillo de los Véleron a pedir sustento para sus hombres ellos accederían a cambio de su apoyo público a favor del pacto fiscal y la cesión de su mando. Lo veía venir. Estaba en un callejón sin salida. A fuego estaban grabadas las palabras del capitán sobre velar por el buen destino de esos hombres.