CAPÍTULO 15

El economato de la guerra

Gaelio fue invitado a la asamblea de cuentas y tomó asiento junto al general Górcebal, con quien había compartido paseos a caballo, desde su llegada y asentamiento en Lavinia. Górcebal gustó de compartir con los hombres de Remo una relación más estrecha que con los Véleron y, dado su rango y el sometimiento natural de las tropas de Remo a su destacamento, Gaelio cumplía los protocolos y se prestaba solícito a reuniones y demás encuentros. Fue para él un revulsivo y cierta forma de descargarse responsabilidad de los hombros; aunque no manifestó ni firmó el sometimiento de sus hombres al contingente de Górcebal. El grueso que mandaba Gaelio estaba formado por gentes heterogéneas de las que solo doscientos pertenecían originalmente a los espaderos de Venteria. Mandaba a más de dos mil en aquel asentamiento por las suma de las tropas de Akash y la marea de voluntarios de Debindel. Eran hombres que se habían unido por Remo, no para combatir bajo las órdenes de Górcebal.

Remo no había cumplido su promesa. No había regresado en las tres lunas que había predicho y el ánimo de Gaelio comenzó a decaer. Sus problemas florecieron al abrigo de su desamparo y las circunstancias económicas.

Les llegó la noticia de la muerte del rey y de la invasión pacífica de Venteria y los nervios en los nobles del valle se precipitaron. De pronto se sentía perdido, como alguien que ignora cómo dominar un caballo y es subido a la fuerza a uno que va al galope. Los maestres, el capitán Akash, toda la tropa comenzaba a pedirle explicaciones sobre qué sucedía con el líder que no regresaba, y él no sabía qué responderles. Lord Véleron seguía impulsando una agrupación de tropas para hacer frente al nuevo rey en caso de que este decidiese atacarlos y Gaelio ya no sabía qué postura adoptar, si adherirse al mando del noble o mantenerse al margen. La llegada de Górcebal y sus tropas tranquilizaron sus inquietudes. Traía consigo un gran contingente armado, soldados expertos y muchos maestres instructores. Una fuerza que intimidaba simplemente observándola desenvolverse, cuadrar su paso o realizar trabajos conjuntos.

De Venteria, después de un mensaje de tregua, se había dirigido a ellos el nuevo tesorero real. A nadie le extrañó que Caldrio llegase al cargo de tesorero, pues al fin y al cabo Rosellón había estado en la corte durante años, oculto en su intención de usurpar el trono, pero solícito y muy integrado en la vida pública. El talento, la honradez y sobre todo el pragmatismo de Caldrio, que debía de haberle jurado lealtad, hizo posible que las finanzas reales continuasen siendo dirigidas por quien fuese secretario personal del anterior tesorero Dinorio. El nuevo rey escribió a Lord Véleron para advertirlo de que enviaría a los recaudadores de impuestos a tratar las cuestiones del economato. Sin embargo el propio Caldrio en persona quiso acercarse a Lavinia para tratar con Rolento. Como quiera que cualquier contacto directo con emisarios del rey era de la incumbencia de todos en la Alianza del valle, Lord Véleron declinó la posibilidad de negociar a solas con el tesorero y convocó a los nobles y mandos militares más importantes.

—Mi señor, debo decir que es siempre un honor estar ante su presencia.

Los recaudadores gastaban siempre modales exquisitos, pero este en especial sabía que ir al valle de Lavinia, lugar confesamente rebelde a quien ahora ostentaba el poder en Venteria, para hablar de economía de guerra, era cuando menos, osado.

—Si te he permitido esta reunión, Caldrio, es porque ya te conocía bien y desde tu posición en la corte como secretario de Dinorio siempre hubo buen entendimiento entre nosotros. Como sabes, carece de sentido hablar de impuestos cuando la deuda de la Corona con nuestras tierras asciende a unas cien mil monedas de oro contables antes del inicio de la guerra. Si a eso sumamos lo que el rey me pidió para el conflicto, podríamos hablar de cincuenta mil monedas más.

—Mi señor, el nuevo y recién erigido rey Lord Rosellón Corvian está al tanto de estas deudas que el anterior rey mantenía con vos, sin embargo entiende que en nada debieran interrumpir la acción recaudadora. Quiero subrayar que el monarca reconoce y promete que el pago de esas deudas, esas cien mil monedas comprometidas antes de la guerra, debe hacerse efectivo cuando Vestigia afronte una etapa de recuperación. Esto creo que coloca un antecedente bueno para nuestro entendimiento. El rey pagará. Pero si dejamos de atender a los impuestos, el reino no podrá revitalizarse y el tesoro, diezmado por años de desgobierno, no tiene recursos para esas deudas. Lo importante, querido Rolento, y el principal mensaje que hoy vengo a entregaros es que el nuevo rey desea cumplir sus compromisos.

—¡Ese cretino pretende que le paguemos los impuestos, después de lo que sucedió en Lamonien, después de usurpar el trono de Vestigia! —exclamó Patrio Véleron encolerizado.

Su padre levantó una mano para apaciguar las cosas.

—En mis arcas ahora mismo hay pagarés, en su mayoría del tesoro real de Vestigia, y no dineros, no estamos preparados para afrontar los impuestos, que si bien los hemos recaudado, unas siete mil monedas de oro, hemos creído más conveniente usarlos en otro modo distinto al habitual. Por las cuestiones sabidas, querido Caldrio, hemos reforzado la vigilancia en nuestras lindes y mantenemos nuestras compañías en maniobras, alerta por si tenemos que defender nuestra posición en esta Alianza de las noblezas del valle de Lavinia. Nuestro ejército es vasto y está bien surtido. Pero los cofres otrora repletos no podrán restituirse como es debido hasta que el bloqueo del puerto de Nurín se libere y las exportaciones de nuestros caldos y aceite regresen a la normalidad. Ahora mismo poco o nada podríamos aportar.

—¡Exacto, no vamos a pagar impuestos! —gritó Patrio echándose atrás en su butacón.

El recaudador sonrió limpiando con su pañuelo de seda el sudor de su frente.

—Mi señor, como usted sabe hay unas reglas para el economato de la guerra. Estas implican que los vencidos deben sufragar los pagos y las costas de los vencedores.

—Estás visitando una tierra que aún no ha sido vencida —interrumpió Lord Véleron.

Caldrio guardó una pausa decorosa y cuando el silencio regresó lo rompió con una sonrisa y de nuevo con su tono pausado.

—Los gastos de la guerra ahora mismo se cifran en más de un millón de monedas de oro, mi señor. —Hizo una pausa y miró a los ojos de los presentes que habían palidecido al escuchar la cifra—. Un millón de monedas de oro, insisto. Si no os avenís a pacto favorable, si no aceptáis lo que os traigo con total buena fe, mucho me temo que no solo perderéis la oportunidad de cobrar esas cien mil monedas de oro que la corona os debe, sino que además tendréis que reconocer una deuda superior a doscientas mil monedas de oro que se os adjudicará proporcionada a vuestra intervención en el conflicto. No se debe despistar del hecho de que la guerra deben pagarla los vencidos. Esto se calcula con total transparencia según los tratados económicos y, permitidme sugerir que si bien no se ha invadido esta tierra, sería mejor pensar en un escenario en el que eso no tenga que suceder. Se incrementaría el gasto y el costo de vidas humanas en vuestras familias y vasallos sería incalculable. Os ofrezco precisamente eso, no sucumbir a una batalla que destroce vuestros castillos y vuestras arcas. Os ofrezco además un pacto por el que no se os considera vencidos.

Lord Véleron se recostó en su asiento. Patrio estaba pálido. Las cifras de la guerra podían robarle el color a quien no estaba acostumbrado a oír en boca de un tercero la posible bancarrota que se le podía venir encima.

—En cambio, si aceptáis firmar este documento de sometimiento a nuestro nuevo orden económico, ya sabe su señoría que esto se refiere simplemente al mundo monetario y de mercado, que no en lo político, usted, pagando las módicas cifras impositivas que no se han elevado como podría suponerse, lograría su señoría que el nuevo rey reconociese por escrito la deuda de cien mil monedas de oro que el anterior monarca mantenía con estas tierras.

Uno de los recaudadores atrapó el documento de la mano de Caldrio y lo acercó cabizbajo, casi en perpetua reverencia hacia la mesa de Lord Véleron, dejándolo sobre otros documentos.

—¡Eso sería rendirle pleitesía al nuevo rey! —espetó el padre de Gaelio.

—No, querido Lord Marcalio, lo que nuestro recaudador expresa con dulzura es que precisamente estos pactos no son políticos, se trata de pactos económicos. Podemos seguir haciéndole la guerra al inteligente Lord Rosellón Corvian y pagar estos impuestos, seis mil monedas de oro, si no me engañan mis cálculos. Dineros que no tenemos porque se gastaron para los ejércitos.

—Son casi exactas —dijo el recaudador con exquisita precisión—. Sé que lo que deben deliberar sus señorías no es algo sencillo, por esto si me lo permiten me retiraré. Regresaré en quince días con el mismo afán con el que me he acercado en esta ocasión. Deseo trasladar un último mensaje. —Caldrio respiró hondo y el semblante risueño lo tornó en grave, como si fuese a darle el pésame a alguien; después su voz tocó el pecho de cada uno de los que estaban escuchándolo—. Sé la desconfianza y las incertidumbres que este periodo suponen para Vestigia. Un rey muere, una revolución esclavista, una guerra abierta… Nuestro reino, nos guste o no, debiera pretender una unidad o pronto tendremos en la frontera quien desee tomar su pedazo de justicia vieja. Debo subrayar la buena fe del rey, que me ha insistido en trasladaros que respetará la deuda y la afrontará con suma justicia. Las reformas que está promoviendo Lord Corvian os aseguro que pronto darán fruto y la prosperidad imposible con Tendón podría asomar en Vestigia. Sé que ahora somos enemigos, pero estas pequeñas muestras, estos asuntos de números podrían acercar las posturas y aliviar los odios. El pueblo desea y necesita una Vestigia unida. La invitación del rey al acto de su coronación es sincera y podría, sin vencidos ni victorias, realizarse entonces un pacto que incluyera este magnífico territorio de nuestra amada Vestigia dentro de los planes de prosperidad que el monarca observa como prioritarios.

Después de tan majestuosas palabras no hubo quien lo contradijese. Sus ayudantes recogieron sus bártulos, y con una reverencia sincera el tesorero real abandonó el salón para marcharse de regreso a la capital. Se marchaba sin una negativa y, sobre todo sin perder la unión de la cabeza y su gaznate después de estar en presencia del núcleo más duro de la resistencia.

Gaelio levantó la voz, después de un silencio que, de prolongarse más, habría parecido que representaba una afirmación total de las palabras altamente estudiadas de tan experto orador.

—Mi señor, esta es la trampa. Con ese documento firmado, Lord Corvian enviará una comitiva exactamente igual a esta hacia Odraela y otra a Mesolia, demostrará a nuestros aliados que Lord Véleron se pliega al interés económico y colabora con la Corona, a la que paga impuestos. ¿Qué razón de ser puede tener una guerra entonces? No creo que sea conciliable el absurdo de pagar y, al mismo tiempo oponerse al régimen de Corvian.

—Mesolia siempre se ha mantenido neutral y jamás prestó una sola moneda de oro a Tendón, no creo que estemos posicionados en el mismo lugar que ellos. Ellos no tienen nuestras deudas, pagarán sus impuestos sin problemas. Si no firmo ese documento, querido Gaelio estaré preparando la ruina de estas tierras. No me pagarán y para colmo estaré si cabe más endeudado. Sin hablar del bloqueo que ahora se nos hace en el puerto de Nurín.

—Tampoco el rey se ha comprometido en devolvernos lo que se nos debe en un plazo concreto de tiempo —comentó Patrio alineándose con Gaelio.

—¿Es eso lo que vale Lavinia y su Alianza, cien o doscientas mil monedas de oro? —preguntó Gaelio subiendo la voz, serio y mirando a los ojos a los demás nobles.

—Debemos meditar cuidadosamente lo que aquí se negocia.

—No puedo creerlo —sentenció Gaelio—. ¡Mi señor, hemos sangrado mucho para estar vivos aquí frente a vos! Todos pasamos apuros, para todos es un riesgo.

Pensó que Górcebal lo apoyaría, pero el general estaba pálido, tal vez porque veía en los nobles la misma actitud derrotista que contemplaba en el rostro de Lord Véleron. Ese hombre, esos números, ese pacto, realmente habían sembrado la duda en sus corazones.

—¡Mis hombres y yo estamos en guerra con ese usurpador! —gritó Gaelio, se levantó y sin reverencias, se marchó del salón. Antes de llegar a la salida escuchó la voz de Górcebal.

—Yo apoyo al muchacho. De otro me fiaría, pero conozco a Rosellón Corvian desde hace mucho tiempo. Ese hombre en su juventud era conocido como el diablo de Agarión, y no precisamente por su nobleza y virtud, no por respetar tratos o por ser solidario o consecuente con moral o valor alguno. El diablo de Agarión era un asesino que llegó a ser general de los ejércitos de Tendón, matando mejor que sus compañeros; fundó la Horda del Diablo, de la que se cuentan muchas historias terribles y a la que yo pertenecí durante bastantes años como para saber que son ciertas. Por eso no me creo la función de circo que acaba de realizar el tesorero en presencia de sus señorías. No, porque probablemente ese tirano hasta haya engañado al propio Caldrio. Rosellón Corvian tiene lo que tanto deseó en la sombra: poder. Y arrasará con todo aquel que piense puede amenazar su hegemonía.