CAPÍTULO 14

Terror en la biblioteca

Cuando Birgenio divisó a los guardias que se le acercaban lívidos de pánico, comprendió que había llegado la hora. Temía ese momento desde que las tropas rebeldes habían entrado con vítores en Venteria. Él mismo había presenciado la caravana de la victoria hasta el Primio. Conocía perfectamente el riesgo cuando se expuso a que la biblioteca fuese el lugar en el que Lorkun atendiera a los infectados de la maldición. Ya había tenido visitas indeseables antes de la invasión de la ciudad. Supo que esta vez sería peor.

—Mi señor Birgenio, son secuaces del nuevo alguacil, tenemos orden de obediencia, quieren entrar en la biblioteca. Son muchos soldados.

—No deseo que vuestra vida se cobre como precio de sus pretensiones. Dejadlos pasar, traedlos hasta aquí.

Los soldados entraron en formación en la primera estancia del recinto y detuvieron su paso a la voz de uno de sus mandos. Entonces un encapuchado caminó despacio hasta que se puso en la cabeza del destacamento. Una guardia de seis hombres lo escoltó por las estancias hasta que tuvo frente a sí a Birgenio en el patio donde solía almorzar, en el claustro. El intruso retiró entonces la capucha. Era un hombre pálido de ojos azules, como de criatura nocturna.

—Mi nombre es Bramán Ólcir, supongo que habrás oído hablar de mí.

Birgenio permanecía sentado mientras preparaba una pipa para fumar. Los ruidos de las bestias silachs encerradas en las distintas celdas dormitorio venían agitados por aquella visita que emanaba olores nuevos. Bramán miró a uno y otro lado sonriendo al escuchar los chillidos de las criaturas.

—Esta biblioteca ha sido utilizada para fines más allá de albergar los gruesos tomos de conocimientos erróneos que suele albergar toda biblioteca.

—Eres un brujo, tu opinión sobre error o acierto es muy discutible.

Bramán tomó asiento como si se dispusiera a comer de la misma mesa que Birgenio. Desplazó su capucha hacia atrás con lentitud y en su rostro blanco sus labios finos adquirieron el tono violáceo de quien ha estado sumergido durante horas.

—Birgenio, en tus celdas albergas cientos de bestias silachs que seguramente poco a poco se maten las unas a las otras. Son huéspedes poco habituales y bastante engorrosos. He venido a llevármelos.

Birgenio comenzó a fumar después de prender la pipa con un cirio.

—Puedes llevarte por la fuerza cuanto desees, Bramán. Espero que un día obtengas respuesta a tus actos inconscientes.

—Mis actos son muy conscientes. Sé a quién sirvo y para lo que realizo cada una de mis acciones. Birgenio, tu pobre conocimiento de la existencia, tus estudios de moralidad y de religión o humanismo te llevan a conclusiones parciales sobre la vida y los objetivos de los seres humanos.

—Claro, eres tú quien puede iluminarme —repuso con ironía—. A estas alturas en tu juego de palabras estás dándote cuenta de que algo falla, de que Birgenio y su cabeza son un poco distintas a las de los demás, en esas mentes que para ti son pasillos transitables. Intentas leer mis pensamientos con tus habilidades y ves que no es posible. No obtendrás nada de mí.

Bramán no pareció alterarse y no mostró sorpresa o contrariedad.

—Quiero que me cuentes dónde está Lorkun Detroy. Me dirás todo lo que sabes de él, me contarás cómo hacía para curar la maldición, me lo explicarás desde lo que observaste cuando estuvo aquí realizando esa tarea. Me darás todos los detalles en los que tus ojos y tus oídos pudieron lijarse.

Parecía muy seguro de sí mismo, tanto que Birgenio ahora pareció vacilar. Comenzó a sentir en las costillas, con aquel atisbo de inquietud, como unas zarpas, unos aguijones que lo atravesaban. Era el miedo. El poder con el que el brujo lo atacaba era muy superior a lo que podía dominar con sus vagos conocimientos de protección mágica.

—Lo mejor de todo es que Lorkun se marchó sin decirme dónde iba. Buscarás en vano en mi cabeza.

Pero Birgenio no deseaba entregarle información delicada al brujo, no deseaba por ejemplo revelar la alianza que Lorkun había trabado con el sumo sacerdote de la Orden del dios Huidón en Venteria. Ni deseaba darle pistas al brujo sobre cualquier clave en el procedimiento de curación que, si bien él no llegó jamás a entender, tal vez aquellos detalles pudieran iluminar a Bramán. Intentó vaciar su mente y tampoco pensar en todo lo que se refería a la búsqueda de la Puerta Dorada, en lo que parecía significar para Lorkun, en sus anhelos por encontrar la ayuda de los dioses por la fractura de cierto pacto, el Pacto de las Cinco Montañas del que él no tenía conocimientos pero que Lorkun había comentado alguna vez con Nila, la joven sacerdotisa que había conocido en la isla de Azalea, lugar que sin duda había constituido para Lorkun todo un manantial de sabiduría, donde había sido instruido para curar la maldición de alguna forma que él desconocía. Realmente Birgenio había rozado esos conocimientos sin que jamás se le hubiese revelado información determinante, por lo que intentaba tranquilizarse. Hizo el esfuerzo por cerrar su cabeza donde residían imágenes de la afectuosa despedida allí mismo en la biblioteca cuando Sala, Lorkun y Nila se marcharon para unirse a quien siempre mencionaba Lorkun como su mejor amigo, Remo, hijo de Reco.

—Creo que eso era todo lo que deseaba saber.

Birgenio sintió escalofríos, se encontró temblando casi al borde del desvanecimiento. ¿Qué había sucedido?

—Cuantos más esfuerzos hacías por ocultarme información, más y más me abrías las puertas de tu mente. Así que el bueno de Lorkun persigue viejos mitos, la Puerta Dorada, el mito de Pasonte… No se marcharon por miedo a la invasión inminente de Venteria, sino para resolver esos misterios que piensan pueden servirles de ayuda contra nuestros planes. Desde luego, querido Birgenio, ha sido una visita muy interesante.

Bramán lo torturaba dándole detalles del conocimiento que sin querer le acababa de entregar en bandeja. Bramán hizo un gesto con la mano y uno de los soldados que lo había traído hasta allí se acercó solícito a recibir sus instrucciones.

—Quiero quemar la biblioteca. La nave central y todo el complejo de celdas y vivienda. Quiero que arda todo.

El soldado ni se inmutó. Cuadró su cuerpo cuando estimó que la orden estaba completamente expuesta y con paso marcial se alejó hacia los demás para cumplirla.

—¡Bramán, te suplico que no lo hagas! ¡En las celdas hay personas, hombres y mujeres que fueron contaminados!

—Exacto, querido Birgenio, este lugar está infestado con la maldición y la mejor manera de acabar con ella no es mediante los trucos de ese Detroy. El fuego limpiará la biblioteca.

—¡Arderán muchos libros irrecuperables, os suplico no lo hagáis! ¡Muchos de estos libros son incunables, imposibles de encontrar en otras bibliotecas!

—Los libros arden y se escriben otros, no sufras por ello, Birgenio.

Sin embargo la ira lo consumía cuando vio a los soldados repartirse antorchas para asesinar a todos los encerrados y convertir en ceniza lo que más amaba en este mundo, los libros de los que había sido custodio durante casi toda su vida. Sin pensárselo dos veces rebuscó en sus hábitos y alcanzó un cuchillo con el que solía romper los sellos de lacre que siempre llevaba encima. Cerró su mano fuerte sobre él y cuando vio que Bramán miraba distraído cómo sus hombres prendían llamas en las primeras antorchas, se lanzó hacia él para acuchillarlo. Tal fue su determinación que, siendo consciente de la importancia de pillar al brujo desprevenido, con temor de que le pudiera volver a leer la mente, Birgenio acabó por derrumbarse sobre él para clavarle el cuchillo en el pecho. Lo hundió con furia y como quiera que Bramán estaba inclinado por el terror inesperado de la agresión, acabaron los dos rodando por el suelo.

—¡Muere! —gritó Birgenio desde el suelo.

Bramán se incorporó con sorprendente agilidad. En sus manos comprobó que había sangre en abundancia y su faz, siempre de una palidez áspera, ahora se arrugaba con rasgos espeluznantes de pánico. Rápidamente extrajo el cuchillo. Lo soltó ruidoso al caer al suelo y alcanzó con premura una bolsita de cuero que pendía del cinto que ceñía la cintura de su túnica negra. Extrajo un frasco verde aceituno de la bolsa y, después de descorcharlo, mientras gemía de dolor, se lo llevó a la herida y luego bebió su contenido hasta haberlo apurado. Entonces, para maravilla de Birgenio, después de pronunciar unas palabras…, un fuego extraordinario comenzó a salir de la herida del pecho y poco más tarde de su boca. Exhalaba fuego y chispas hasta que cayó de rodillas exhausto. Birgenio entendió que necesitaría de otra cuchillada si deseaba causarle daño al brujo porque debía estar curándose de su ataque con aquel proceso mágico. Alcanzó el cuchillo pero, viendo cómo el brujo se iba recuperando, pensó que la opción más sensata sería huir hacia la biblioteca.

Cuando estaba encaminándose hacia allí percibió frío. Un frío lo recorrió y de nuevo aquellas punzadas de pánico le atravesaron el pecho, esta vez con mucha más violencia que en el interrogatorio. Era como sentir cierta ingravidez, como si quieto se sintiese como cuando saltaba una tapia en su niñez. Sí, esas punzadas llegaban hasta lo más profundo de su ser, en sus entrañas.

—Eres mío —sentenció Bramán.

El bibliotecario sintió miedo, terror, una poderosa presencia lo invadía y sintió su alma como un insecto a punto de ser aplastado. Tuvo un momento de lucidez y, por ahorrarse sufrimiento, teniendo bien asido el cuchillo pensó fingirse desvanecido, esperar que el brujo se le acercase y acuchillarlo de nuevo.

Cuando se echó en el suelo fingiendo el desvanecimiento, como efecto del poder con el que el brujo sin duda lo atacó provocándole aquella sensación horrible de tenaza nerviosa, pensó que podría engañarlo. Cerró sus ojos y esperó. Bramán caminó hacia él. Arrastraba los pies, seguramente todavía dolorido por la cuchillada.

—Muere, Birgenio.

Bramán no hizo nada más que decirlo. Los ojos de Birgenio se abrieron contra su voluntad. Las manos impulsaron su cuerpo hasta incorporarlo sentado sobre las piernas y con una mueca suya de terror, con su rostro inclinado para verlo, el propio Birgenio comenzó a acuchillarse. No tenía voluntad para dominar sus brazos y cada cuchillada mermaba sus fuerzas y su resistencia al propio instinto de matarse. Los guardias que estaban ocupados en propagar incendios se quedaron absortos viendo al pobre hombre hundirse la navaja en el pecho y el vientre de aquella forma compulsiva.

—Seguid con lo vuestro.