CAPÍTULO 11

Vida de perro

Las cuestas hacia el castillo pesaban en las piernas de Tomei. Arrastraba sus ropas harapientas, un sayo raído que se calaba con el agua, sus botas mal abrochadas, mientras la lluvia no dejaba de incordiarlo. Sus manos le faltaban para asearse como era debido, le faltaban para corregir el remolino de su pelo cuando dormía sobre los sacos de grano, le faltaban para remeterse en los calzones las faldas de su camisa cada día más oscurecida por la humedad y la mugre. No se afeitaba, no podía comer sin inclinarse sobre lo poco que cada día conseguía como un perro hambriento, apretando entre sus muñones el plato y hundiendo la cara sobre él como el hocico de un animal. Manchaba su cara y sus mangas servían de servilleta. Espiaba en los corrales de algunas casas y, cuando renovaban el agua para las bestias, Tomei se lanzaba para poder asearse. Lavaba esas mangas a base de remojarlas. Metía hasta la cabeza y podía así también asear su rostro no precisamente de restos de comida, sino de lágrimas, lágrimas que se le resecaban en la cara. Desde que había perdido sus manos profería más juramentos y daba rienda suelta a una ira poco conocida en él. Insultaba a los que no lo ayudaban, insultaba a quienes se reían de él, y terminaba por insultar a cualquiera que mantuviera cierta indiferencia o cambiase su paso para rodearlo como si fuese un apestado. Porque lo que a Tomei más le costaba aceptar es lo que precisamente era: un marginado, un manco inútil, irascible y amargado. Le faltaban las manos para defenderse de las personas que se aprovechaban de gente como él, ladrones o borrachos, gentes crueles que sencillamente disfrutaban pateando su cuerpo. De todo encontró Tomei.

Soñaba sus manos, apretar los puños, pero sobre todas las cosas soñaba caricias, el tacto suave que sentía cuando rozaba el cuerpo blanco de su mujer, cuando sostenía sus pechos tiernos. Esas sensaciones hacían que su sangre hirviera envenenada; entonces la pena lo hacía derivar sus recuerdos a otras visiones, por sobrevivir cuerdo: las ausencias de su preciosa Miabel y el tacto inigualable de los cabellos de Zubilda. Pensaba en cuando acariciaba el lomo de un caballo, cuando tocaba unas cortinas o repasaba la madera de un árbol. Soñaba siempre con el tacto de sus manos cuando las lavaba bajo un caño de agua fresca, o con trabajos imposibles a los que se entregaba. Dibujaba con precisión gracias a sus dedos experimentados, que se manchaban de carboncillo mientras se afanaba en dar vida en un plano a sus bosquejos más complicados o se prodigaba en un lienzo para realizar retratos o pinturas paisajísticas. Repasaba sus trabajos escultóricos, el tacto de la piedra mojada, la fuerza de sus dedos para agarrar el martillo y los cinceles. Soñaba, soñaba despierto en su maldición.

Para su desgracia, al dormirse sus pesadillas más hilarantes se centraban en el viejo plan de construir los cinco colosos. Las cinco estatuas más imponentes de su era, encargadas por el mismísimo rey Tendón. En ese sueño de pronto un día era consciente de que ya no tenía las manos y no podía dibujar ni esculpir, ni le servían para dar órdenes precisas o instruir a sus obreros, se percataba de que no podía realizar esa tarea importante para su destino. Soñaba que esas estatuas comenzaban a reírse de él. Que los dioses eran crueles y se jactaban mirando sus muñones. Entonces se ocultaba en cuevas y bajaba al inframundo, donde no podía evitar que las jerchas lo condujeran con los demonios más infames a páramos donde la lava ardiente regaba los árboles sagrados de hojas doradas que le servían de parapeto para espiar a los demonios. Desde allí, entre humaredas pestilentes veía cómo en una olla flotaban sus manos aderezándoles un guiso.

—¡Deseo recuperar mis manos! —aullaba en el sueño.

Pero impotente asistía al banquete de las jerchas y los demonios que devoraban sus manos con indiferencia.

El trauma de la mutilación solo era comparable a la extenuante desazón que le provocaba cada respiración que temblaba al hacer entrar en su cuerpo aire, un aire corrupto, en un mundo que le había arrebatado a su hija y a Miabel. La vida era una divagación que rodeaba esta idea. Las personas que lo rodeaban, la forma extraña en que comía, o cualquier otra eventualidad en su día a día viscoso y sufriente era todo una mera deformación de una idea poderosa: su hija y su esposa estaban atrapadas en las garras de Rosellón.

Al menos ya no le dolían los muñones. Estuvo al borde de la muerte cuando fue abandonado en los bajos fondos de Agarión. Había sido una prueba de vida, en pleno invierno.

Su preocupación desde que lo arrojaron a las calles era la de saber en todo momento cómo acudir a la notaría para cumplir la obligación que Lord Rosellón Corvian le había adjudicado. Fue penoso y, cuando encontró la notaría, decidió quedarse en las inmediaciones para no tener que soportar otro traslado como aquel inicial, donde le habían robado tres ladrones diferentes, donde casi estuvo a punto de morir por la paliza que recibió de unos tratantes de ganado. Tomei suplicaba, imploró con palabras educadas, pero aquellas mentes ebrias seguían golpeándolo. Estuvo a primera hora en la notaría para que se pudiera anotar su aviso y presencia, por si lo reclamaban desde el castillo. El operario de la notaría escribía con letra elegante y el mismo olor a la tinta le provocaba a Tomei recuerdos de la vida que hasta ese momento había llevado él, antes de caer en desgracia en Agarión.

Lo peor era no saber si acaso aquello servía de algo. Sus mujeres podían estar ya muertas, o sufriendo castigos inmerecidos y él, absurdamente, se dejaba las últimas energías que le quedaban intentando complacer la petición que le había sido impuesta.

—Tengo que venir una vez cada siete días —le explicaba al escribano mientras veía la poca pasión que este le dedicaba a su trabajo—. Por favor, es un aviso muy importante.

—Ya…, todos los son —decía mientras colocaba el documento sobre una pila de cuartillas de semejante tamaño igualando su importancia a la naturaleza de la suya.

Era lamentable observar la poca generosidad que encontró en las casas de huéspedes y en las posadas. Sin dinero… tullido, no podía ofrecer gran cosa a cambio. Tomei no mentía, explicaba su situación dramática a los encargados. Ellos lo compadecían, los más al principio le ofrecían una comida, después lo echaban porque entendían que el señor de Agarión podía interpretar en demasía su misericordia para con un hombre cercenado por traición. Todos asumían que si Tomei había sufrido tal amputación era por cometer algún crimen y no deseaban tener nada que ver con él.

La conquista de Venteria y la nueva situación política en Vestigia se proclamaron en Agarión por escrito en la notaría que contrató voceros para expandir aquellas nuevas. Tomei no sabía si alegrarse o sentir inquietud. Fue más bien lo segundo. Si Corvian era el nuevo rey de Vestigia, se mudaría a Venteria. ¿Se llevaría con él a su hija y a Miabel? ¿Seguía vigente para él el castigo de esa visita puntual a la notaría? ¿Acaso el nuevo monarca instalado en el éxito no podría aplicar cierta misericordia para con él? Tomei sufría ante tales elucubraciones, sufría tanto que después de presentarse como cada semana en la notaría, decidió que no podía soportar la incertidumbre. Se conjuró para ir andando hasta el castillo de Agarión y exigir a los centinelas que le averiguasen si aún sus mujeres permanecían en el castillo. Lo exigiría, sí, aunque eso acabase con sus rodillas hundidas en el barro y su boca besando las botas viscosas de los guardias, sí, aunque tuviera que soportar la mayor de las humillaciones, Tomei, el que en otro tiempo fuese considerado el mejor arquitecto vivo de su era, quien había sido glorificado en Agarión como uno de los artífices de la gran victoria de Lamonien, estaba dispuesto a comer gusanos si hacía falta por conocer cómo y dónde se encontraban sus mujeres.

No hubo carro que deseara llevarlo. Los transportistas que llevaban mercaderías se mostraban inflexibles.

—Las bestias sufren con esas pendientes empinadas y ya las llevamos bastante cargadas.

Excusas que lo bañaban en rabia. Tomei decidió andar. Y tardó dos días en cruzar toda la ciudad y llegar a la fortaleza negra. No estaba con fuerzas, y se encontró con innumerables obstáculos. Perdió la senda correcta varias veces que fue perseguido por maleantes. Sufrió lo indecible cuando tuvo que ascender por los caminos empinados, muchos de ellos pedregales con guijarros afilados que eran inclementes incluso para los coches de caballos. A Tomei lo primero que le habían robado eran sus botas. Tenía que andar por lugares escarchados con sus pies liados en telas gracias a la buena voluntad de Feodora, una panadera de la ciudad que lo había encontrado acostado en el murete exterior de su panadería.

—¿Qué haces ahí?

—Señora, busco calor y aquí, cuando usted prende el horno, se está caliente.

Feodora lo mantuvo vivo durante días, hasta que se empezó a hablar en el barrio sobre los favores que la panadera podía estar pidiendo a cambio del pan a Tomei. Las malas lenguas la acusaban de ser una mujer libertina. Tomei se marchó por no provocarle más molestias y cada día pensaba en regresar, pues pocas personas como ella se atrevían a ayudar a alguien como él. Ella lo proveyó de botas nuevas y lio sus pies con vendas y telas, de tal forma que cuando volvieron a robarle las botas, al menos, pudo conservar esa protección.

—Soy Tomei, por los dioses, misericordia.

Después de innumerables dificultades logró llegar al castillo y se coló en los jardines. Logró zafarse de la mayoría de centinelas hasta la puerta de servicio. Allí solo había un guardia, y el trasiego habitual de los pinches de cocina y otra servidumbre que lo conocían de sobra. Cuando lo vieron, fue inmediatamente reconocido por una camarera, una chica liberta que fue a abrazarlo.

—Mi señor Tomei, ¿cómo está así, helado de frío?

El centinela hizo la vista gorda después de que la camarera lo mirase suplicante. El aspecto de aquel mendigo ilustre le despertó compasión.

—Dadle de comer y después echadlo fuera, no quiero tener problemas.

Cuando lo pasaron a las cocinas, dentro del castillo, la calidez del ambiente casi le pareció abrasiva. No podía ni hablar combatiendo el frío que lo tenía vapuleado por el calor que lo rodeaba ahora y la emoción de encontrar amabilidad.

—Mi niña… mi mujer… mi niña… mi mujer.

Tomei fue lo único que lograba decir después de llorar agradecido.

—Tomei, eres proscrito, no podemos ayudarte.

Tomei sabía lo que eran la soledad y el frío cómo únicos compañeros. Sabía perfectamente que moriría de ansiedad si no era capaz de obtener cierta información. Respiró hondo y apartó la niebla de sus últimos días. La urgencia le dio lucidez.

—No sé dónde están… al menos decidme si se las llevó a Venteria o siguen aquí. Mi hija y mi esposa.

Las cocineras avisaron a su supervisor. Era un buen hombre, misericordioso. No era un secreto que en las cocinas trabajaban al menos media docena de personas más de las que se necesitaban. Padelio tenía buen corazón y cuando vio a Tomei, otrora uno de los señores del castillo, en el estado lamentable en que se encontraba, reprendió a sus trabajadoras por no ponerle de inmediato un plato de comida y agua para saciarse. Pero Tomei rehusaba cualquier ofrecimiento que no tuviera que ver con su objetivo máximo. Comía mientras Padelio le explicaba que no le diría nada sino atendía su barriga.

—Mi querido Tomei, lamento… lamento esto que voy a decirte, pero tu familia murió.

Algo se le rompió. En su rostro se esfumó algo invisible y dejó sus pupilas tiritando. La cuchara cayó al suelo.

—Cuando te expulsaron de aquí, hubo mucho revuelo, nos reunieron en un salón y castigaron a muchos de nosotros para sacar información sobre ti y lo que Lord Corvian suponía que era una conspiración para traicionarlo. Ellas… fue horrible.

Tomei se levantó y caminó sin que nadie lo detuviese. Franqueó el umbral de las cocinas haciendo volar la cortinilla de seda, subió escaleras arriba perseguido por Padelio. Atravesó el corredor del gran patio central y se encaminó hacia la torre principal. Subió los peldaños con agilidad. Padelio le suplicaba en voz baja que retrocediese, que desistiera. El castillo estaba prácticamente deshabitado, pues el gobernador de Agarión tenía residencia en la ciudad y Rosellón se había llevado todo su séquito con él. En el castillo tan solo quedaba…

—¡Mi buen amigo Tomei de Venteria!

Blecsáder se lo topó por el corredor que enlazaba las dos torres más altas, en la segunda altura del castillo, desde cuyos ventanales podía verse el muro asomado al precipicio más escarpado de la fortaleza. Tomei hizo caso omiso al general Blecsáder.

—Parece que no has sido invitado a Venteria… —recriminó Tomei.

—Creo que sé lo que buscas. Debes mirar hacia allí, hacia la torre.

Blecsáder se apoyó en una de las jambas de la ventana y miró con ojos teatralmente soñadores, como si tuviese delante un atardecer colmado de melancolía, hacia la torre donde hubiera residido por mucho tiempo apresado su querido amigo Tondrián. Entre la torre y el muro había…

—¡Dioses!

Dos cadáveres pendían encadenados. Eran prácticamente esqueletos. La lógica hablaba de buitres y cuervos que los habían devorado en días pasados. Sus cabellos largos eran poco reconocibles, pero Tomei tenía la faz estirada por el dolor. Cayó de rodillas. Gritó y no pudo escuchar las palabras de Blecsáder. La crueldad de Rosellón, sus intenciones más truculentas se habían hecho realidad y Tomei, que siempre había tenido la sospecha de que aquello podía haber sucedido y que su condena a presentarse cada semana en la notaría central fuese una forma macabra de burlarse de él, ahora tenía ante sí una enigmática frontera entre el bien y el abismo de negrura punzante que era el mal. No podía albergar comprensión de cómo Rosellón podía haber sido tan retorcido, y no podía por menos que sentirse cercano a la muerte.

—Parece que ya no tiene sentido que vagues libre por Agarión. No creo que el rey desee tu muerte, pero no se me ocurre otra cosa que hacer contigo.

Tomei dejó de llorar.

—Blecsáder, alguna vez tuvimos conversaciones que pudieran haberse acercado a lo que se llamaría una relación cordial de amistad.

El general asintió reuniendo sus cejas en una expresión un poco solícita a ser condescendiente. Era un hombre enigmático el nural, majestuoso como para ser líder y pragmático como para esperar su oportunidad para serlo.

—Baja a mi hija y mi mujer de ese muro y dales sepultura en sacos de seda. Te lo suplico arrodillado a tus pies.

Tomei, que permanecía de rodillas desde que había visto los cadáveres, aún se inclinó más. Blecsáder apartó su faz irónica. Un hombre como él, que estaba siempre en la frontera de matar o morir, que contemplaba el dolor humano desde una postura fraternal, no era fácil de conmover. Para alguien como él todo parecía poco importante y podía asimilar su vida usando ironía y viendo divertido lo irracional. Pero algo en los ojos de ese hombre destrozado que tenía delante le hizo adoptar cierta postura comprensiva. La mirada de Tomei, para quien había conocido los tiempos luminosos de ese hombre, era una fractura con la condición humana, un destierro del ser.

—Todavía recuerdo, Tomei, tu esplendor, la gran victoria de Lamonien. Daremos sepultura a tus hijas en memoria de aquel día. Márchate después y elige tú mismo la muerte que mejor desees.

En mitad de aquella vorágine de sentimientos que ahora escocían el alma de Tomei, que iban desde un agradecimiento macabro a ese hombre cruel, y el odio a los dioses y el destino…, podía quedarse con uno, podía desatender ya todos los demás y no era precisamente la necesidad de suicidarse lo que alumbraban las pocas velas de su consciente aún lúcido: Tomei quería venganza.