Un barco para la reina
En la taberna las discusiones se elevaban por encima del humo del tabaco.
—¡Señores, silencio! —tronó Trento, alterado.
Desde que se habían establecido en un campamento a las afueras de Mesolia, todo habían sido dificultades. Trento se ocupó de buscar el mejor alojamiento posible para la reina, pero su decisión de no revelar la identidad de la señora instauró recelo en los comerciantes y propietarios de los negocios de hospedaje. No pudo controlar a los nobles que los acompañaban, que prefirieron por su cuenta y riesgo tomar habitaciones en las posadas más lujosas del pueblo. Mantener el secreto iba a ser muy complicado con esa desorganización. Trento intentaba hacer valer los documentos que le había entregado Górcebal, en los que la corona de Vestigia corría con todos los gastos de su hospedaje y traslado, pero cuando la noticia de la muerte del rey y el consabido pacto para exiliar a la reina fue de dominio público, al llegar a las notarías un comunicado directo de la notaría real de Venteria lo señaló como embaucador y mentiroso.
—¿Qué rey ha firmado esas cartas de garantía? —le preguntaban los contratistas.
La reina se iba de Vestigia, se marchaba a un exilio pactado. El gobernador de Mesolia les envió un mensaje apremiando su partida, como si no quisiera que lo señalasen como protector de la reina. Como siempre la región de los Puertos Azules intentaba pasar con total neutralidad por un conflicto que para ellos les era ajeno. Le dio náuseas ver cómo a la señora no la recibían acorde a su posición.
Convocó una reunión de contratistas para seleccionar los navíos que habrían de llevarlos a Plúbea y dejar atrás esa madriguera de lobos. No deseaba que la reina pagase de sus arcas el viaje, y los contratistas no dejaban de buscar excusas para aducir un precio desorbitado por llevar a sus hombres y a la reina a tan lujoso destino sin decidirse a aceptar las cartas de garantía.
—Dices que el nuevo rey firma esos documentos, ¿y si ese rey mañana es destronado? La guerra no terminará hasta que Odraela, Numir, el valle de Lavinia y nosotros rindamos pleitesía a ese rebelde que tan rápido se apresura a firmar pagarés como monarca. Que yo sepa, todavía eso no ha sucedido, ni siquiera se le ha coronado.
Los nobles y la camarilla oligárquica comenzaron a ponerse muy nerviosos. Temían que incluso el señor de la ciudad decidiera secuestrar a la reina o memeces similares. Trento intentaba hacer lo correcto. No creía justo cargar con ese gasto a la reina; sus consejeros lo apoyaban, pero los nobles se alteraban, solamente preocupados por escapar cuanto antes. De hecho ya hubo quien había pactado su propio transporte sin tenerlo en cuenta. Los contratistas aducían poca claridad en la oferta y no fiarse del pagador, así que cuando los nobles mostraban oro contante y sonante complicaban la tarea negociadora de un Trento obcecado en que la señora no tuviera que abrir sus cofres. Su empeño estaba motivado en que no sabía el talante con el que los poderosos en Banloria iban a recibirlos y prefería poseer oro suficiente para torcer voluntades llegado el caso.
—Ese Corvian no nos inspira confianza, ¿y si no tiene arcas suficientes para pagar la guerra y demora el pago de sus compromisos durante años?
Pasaban los días y Trento, acostumbrado a agilizar las conversaciones con cuchillos, no podía soportar la lentitud y los razonamientos burocráticos. Sentó de culo de un puñetazo a uno de los nobles después de aducir ciertas prebendas y lujos que debía tener su acomodo en el barco donde debiera ubicarse. Había cien soldados bien pertrechados de la guardia real dispuestos a ejecutar cualquier orden que Trento diera, así que podía ejercer cierta presión, y sus modos con los contratistas comenzaron a semejarse más al chantaje que a la negociación.
—Si no dispongo de los barcos que necesito en tres días, los abordaré con mis hombres y ya no haréis negocio alguno.
Su advertencia hizo elevar la voz de los contratistas, que lo acusaban de presionarlos en exceso e instaban al caudillo de Mesolia a proteger y reforzar la guarnición del puerto. Hasta tres alguaciles con destacamentos de cien hombres se desplazaron para contener posibles altercados.
Después de una sesión más de discusiones, Trento decidió ir con algunos de sus hombres a tomar una jarra de cerveza a las tabernas más alejadas que encontrasen en el puerto, en un intento desesperado de rescatar un resquicio de tranquilidad.
En una que olía a cerveza en abundancia después de que se le reventara uno de los toneles al dueño, clavó el codo en la barra y se dispuso a pedir cervezas para él y tres de sus hombres que lo acompañaban.
—Señor, creo que ese grandullón nos viene siguiendo desde hace rato.
El comentario de uno de los maestres lo hizo fijarse en un tipo realmente grande. Era negro como la madera caoba y miraba de soslayo con dos ojos grandes como rótulas. Se protegía del frío con una capa, una realmente enorme que, sin embargo, no le llegaba hasta los tobillos. En su apertura se podía divisar un cinturón más ancho que el brazo de cualquiera de sus hombres que ajustaba un chaleco de cuero sobre una blusa de marinero raída aunque de tejido noble. Tomó asiento al otro extremo de la barra. El gigantón era de los pocos clientes que se agachaban para sentarse en los taburetes de la barra de la taberna, como si fuera una silla. Su cabeza casi tocaba el techo estando en pie. En su mano, la jarra de cerveza parecía escasa, un vasito.
Trento miró con sospecha a los demás clientes por si aquella mole pudiera tener compinches.
—¿Tú eres el general al mando? —le preguntó entonces. Parecía asumir que Trento y sus hombres se habían percatado de su interés y, sin más, inició conversación.
—Sí.
—He oído hablar de vosotros.
Aquel mastodonte se acercó sorteando con agilidad algunos clientes que parecían más interesados en seguir bebiendo que en escucharlo. Trento llevaba demasiados años en el ejército como para verse intimidado por el tamaño de un hombre y sin embargo aquel lobo de mar le pareció extraordinariamente grande.
—Verás, tenía interés en hablar contigo y por eso me he acercado hasta aquí… sé que estás planeando hacer un viaje muy bien costeado a Plúbea. No es por contradecir, o simplemente poner ninguna pega al plan que tienes de viaje, pero creo que vas a conseguir que os maten a todos.
—¿Puedo saber con quién hablo?
—Mi nombre es Granblu y tengo un barco.
Decoró el final de sus palabras con una sonrisa amplia que en aquella boca gigantesca era como un desfiladero luminoso. Su voz extranjera tenía estilo, como el encanto de un truhán. Trento lo miró con desconfianza. Parecía de todo menos un contratista acaudalado que acostumbra a realizar negocios legales.
—La rifa terminó, ya tenemos contratista —mintió Trento.
Granblu hizo oídos sordos.
—Mi barco es pequeño, feo, con una tripulación que huele mal, con unos camarotes estrechos y una alfombra que se arruga y traba los pies, pero te llevaré a ti y a la señora al gran puerto de Banloria, sana y salva. Lo juro por los dioses.
Trento veía osado el ofrecimiento.
—No es que no me fíe de tu juramento. Pero mi… señora… necesita condiciones especiales para viajar. La descripción de tu barco me parece demasiado sincera y escasamente aproximada a lo que necesitamos. Un solo barco no será suficiente y te repito, ya tenemos contratista.
—Sí, lo supongo. ¿Cómo es tu nombre?
—Soy el general Trento.
—¿Puedo hablarte con franqueza? Me refiero a que si meto la pata por mi mala educación, no me dejaréis golpeado y sin lengua en la dársena menos iluminada del puerto.
Trento guardó la compostura, no había traído suficientes hombres consigo como para hacerle eso al gigante, pero disimuló bien.
—Habla.
—Creo que hay ya tres clanes piratas rifándoseos y apostando quién os saqueará antes. Vuestra fanfarria y esa especie de concurso de mentecatos os ha colocado en el disparadero de todo tipo de comentarios que confirman ciertos rumores.
Trento disimuló una vergüenza total. Aquel tipo hablaba con rudeza, pero tal y como él mismo habría hablado en su situación. Los ojos enormes se abrieron más ahora. Lo miraban como si fuesen a contarle un secreto inconfesable. Susurró pese a que sus labios gruesos y aquel cuello gigantesco pareciesen incapaces de otra cosa que no fuese vociferar.
—Sabed que aquí se esperaba desde hace días un séquito real que traería a una señora muy importante a Mesolia para llevarla a Plúbea, con ajuar y oro suficientes como para nadar en la abundancia por muchos años. La noticia no estaba en los postes notariales, pero se filtró por todas partes.
—¿Qué insinúas?
Granblu bajó la voz aún más.
—Que alguien pretende que no lleguéis a puerto plúbeo alguno, y se ha preocupado en propagar esos rumores en este lugar. Ni te imaginas los enlaces que los piratas tienen en los Puertos Azules de Mesolia. Estoy convencido de que os interceptarán antes de llegar a la segunda jornada de navegación.
Trento no pudo disimular su preocupación. De pronto las risas de la cantina y los clientes que los rodeaban comenzaron a parecerle sospechosos. Las habladurías de las que el grandullón lo estaba advirtiendo eran demasiado atractivas para los piratas. No sabía si podía fiarse del marino pero desde luego aquel puerto era mucho más inseguro después de su relato.
—Yo te ofrezco esta noche partir con la luna, alejados de las grandes dársenas, en mi pequeña y humilde galera, que pasará desapercibida. Un séquito reducido. Mañana estaremos muy lejos de estas costas. Y los nobles se los dejas de carnaza a los tiburones de este puerto y a los de la mar.
—¿Navegar hoy mismo?
—Esta noche, sí, sin discutir el precio, sin espera, sin que ninguno de esos informadores que ahora se emborrachan en estas tabernas tenga tiempo de reaccionar y establecer una relación entre quién eres tú y quién soy yo.
Pagó la cuenta y persiguió los pasos largos de Granblu hasta donde tenía su amarre. Fue sin la guardia. Inspeccionó el barco. Por los dioses que cuando Trento divisó el barco del que le había hablado el grandullón le pareció más decente de como se lo había imaginado al principio.
—Debo de estar loco —dijo Trento y aceptó aquella locura estrechando la mano del grandullón.