CAPÍTULO 1

El muerto

Una pareja se acercó al cauce del arroyo, con la intención de bañarse en las termas. El aire gélido mecía los arboles sujetos a los peñascos que coronaban la poza. El sonido del agua no cesaba, se descomponía en matices burbujeantes cuando se extendía en el claro del bosque. Los cortinajes de vapor hacían presagiar la calidez de aquellas aguas termales. La muchacha dejó un petate que venía abrazando todo el camino en el regazo. Extrajo de él un mantel y lo extendió primorosamente sobre la hierba húmeda, después lo cubrió con una manta de pieles mullidas.

—¡No mires!

La chica se alarmó cuando escuchó la advertencia. No le hizo caso, miró. En la poza, entre las nieblas provocadas por las aguas calientes que bullían en el ambiente escarchado, una figura humana permanecía inmóvil, opaca y tenebrosa entre los vapores. Era un hombre de tez gastada, grisácea, macilenta, muy quieto, demasiado oscuro.

—¿Está muerto? —preguntó la joven con un hilo de voz.

—Creo que sí, está cocido en las aguas, desangrado.

Gela se tapó la cara mientras su prometido se acercaba con tiento a las aguas humeantes. El muerto flotaba inmóvil junto a la pequeña estatua de Eboé y Faldo.

—Cuánta sangre habrá salido, mira las piedras del cauce —advirtió Caleño señalándolas.

La poza contenía las aguas gracias a algunas rocas apiladas que hacían de presa. El agua se derramaba a favor de la pendiente suave que guiaba el rumbo de un arroyo que nacía en otras piedras donde era reunida y seguía un curso hacia el interior del bosque. En la ribera del riachuelo, varias manchas rojas advertían del paso de grandes cantidades de sangre.

—¿Quién será? ¿Cuánto tiempo llevará así?

—No lo sé, pero deberíamos avisar a los del pueblo, vámonos —susurró Gela con un miedo reverencial expreso en sus ojos.

—Se ha suicidado.

Caleño no dejaba de mirar la espada que el hombre había usado para quitarse la vida. Intentaba no toparse con sus ojos, uno más abierto que otro, de un verde seco y blanquecino, que sobresalía entre los vapores. Tenía una expresión desafiante en el rostro aquel muerto. Su espada era una visión mucho más agradable. Desde pequeño siempre lo habían fascinado las armas. Aquel hombre parecía un mercenario, un pirata, tal vez. Si lo hubiera descubierto solo, Caleño le habría quitado la espada sin problemas. Estaba seguro de que Gela gritaría si tocaba al muerto. Caleño pensó que tal vez, si avisaba y ofrecía ayuda a los hombres del alguacil, lo recompensaran de alguna forma. Pensaba más allá, que esa espada sería una buena recompensa. A Gela no le dijo ni una palabra, ella se opondría.

—Avisemos al alguacil.

Gela asintió aliviada de que a Caleño no se le hubiera ocurrido hacer tonterías.

—Espera. Si lo dejamos así, cualquiera que venga por aquí podría robarle la espada. Quizás incluso tiene oro en sus bolsillos. Si viene alguien con peores intenciones que nosotros, lo saqueará.

—Siempre me dices que nadie viene ya a esta poza…

Eso le decía porque ella no quería desnudarse. Esa era la verdad sin disfraces. Cuando se citaba con ella a las afueras del pueblo, cuando cogía su mano y echaban a correr hacia dentro de la espesura, él la deseaba. Gela era muy hermosa y tenía la esperanza de poder hacerle el amor antes de la boda. Faltaban todavía tres años para el casamiento. Caleño estaba todavía reuniendo la dote para construir la casa donde vivirían. Ella lo besaba y le permitía ciertos tocamientos por encima de la ropa. Caleño se moría por verla desnuda, por eso la llevaba a la poza. Como la joven debía estar de vuelta en casa antes del anochecer, debían ser muy cuidadosos en sus encuentros. Estaban prometidos oficialmente y no era decoroso que se vieran a escondidas. Acudir a la vieja poza que Calerio descubriera en las conversaciones furtivas de los operarios del taller de su padre había significado la aventura más provocativa a la que jamás se hubiera enfrentado. Gela accedía siempre a regañadientes. Lloraba en el camino de ida y se quejaba cuando después de bañarse tenía que secar su pelo con vehemencia para que nadie sospechase. Lloraba por los nervios, por su inseguridad y su falta de aplomo para ser feliz sin estar al abrigo de lo que sus familiares aprobaban.

—Me llevaré su espada —sentenció Calerio, cada vez más seguro de que se le escaparía una oportunidad de oro si no se quedaba con la espada.

—¿Estás loco?

—Si vienen los hombres del alguacil seguro que se la quedan ellos. No te puedo dejar sola aquí, y tampoco puedes ir tú a ver al alguacil.

—¿Por qué?

—Porque le contaría a tu padre que vienes aquí conmigo y se pensarían lo peor… ni siquiera te quitas el camisón para bañarte y ellos me enviarían al templo a hacer penitencia pensando que venimos aquí a otra cosa.

—Venimos aquí a otra cosa, Calerio.

Gela se puso colorada. Le daba miedo que Calerio le quitase la espada a ese cadáver, pero mucho más la aterraba el que alguien pudiera descubrirlos.

—Yo he encontrado a este hombre y esa espada si se la va a quedar alguien… debo ser yo.

Se subió al borde de la poza. Gela no se opuso más.

—Ten cuidado.

—Está muerto, no seas estúpida. Si aguanto la peste, esa espada es mía.

Gela odiaba cuando Calerio se comportaba así, cuando se obsesionaba con algo. A veces la humillaba, y cuando algo le salía mal o su padre lo reprendía por desatender el taller, Gela pagaba las consecuencias de su malhumor.

Calerio agarró la hoja de la espada que sobresalía del agua y tiró de ella. Había imaginado que sería fácil sacársela de la mano al muerto. Su familia tenía un negocio de confección y jamás en su vida había ido más lejos del puerto de Aligua. Ir a las cantinas del puerto y escuchar los relatos de los marinos era lo más parecido a viajar para Calerio. Cuando comprobó que la espada estaba trabada en los dedos del cadáver, pensó que igual el tipo no estaba fiambre. Se asustó en el instante en que sintió un tirón que le impidió sacar del agua la espada. Con el susto estuvo a punto de caer.

—¡Te vas a matar, ten cuidado! —le gritó Gela mientras lo sostenía para impedir que cayera.

—¿Lo has visto?

No pretendía asustar a Gela, pero ella se retiró varios pasos cuando entendió que la pregunta se refería al cuerpo inerte. Calerio lo miró. Se estaba moviendo. Su cara se hundía en el agua caliente mientras que la espada emergía hasta vérsele la mano. El cadáver no estaba anclado en las rocas como al principio pensó Calerio, flotaba simplemente y cualquier cambio o fuerza lo desplazaba en su inmersión. La espada quedó más a la vista. La empuñadura estaba modificada. Tenía un adorno un poco tosco pero que subía el valor del arma. Una piedra ahora cubierta de sangre oscura por la acción de las aguas.

—¡Estás robándole a un muerto!

El grito cogió a la pareja por sorpresa. Calerio perdió la estabilidad. Esta vez su cuerpo se venció hacia el interior de la poza. El equilibrio le hacía presagiar que caería dentro y tuvo que poner un pie hacia allí intentando buscar un apoyo. Sumergió su pierna en el agua y acabó cayendo entero. Olía peor que antes y pensó con horror que estaba cerca del cadáver. Sacó la cabeza del agua de inmediato para ver quién era el intruso.

—Eres un inepto, Calerio.

Pese a las vaharadas de vapor que emergían de las aguas ahora más revueltas, Calerio reconoció perfectamente a Nefred y dos de los hombres del alguacil. Nefred era de la misma edad que Calerio, pero aparentaba más años por su corpulencia.

—¿Con este hombre te vas a casar, Gela?

Nefred siempre miraba a Gela con avaricia. Calerio sabía que sus padres lo habían intentado casar con ella, pero la joven había preferido a Calerio. Nefred tenía fama de conflictivo, de meterse en peleas y problemas. El alguacil lo había reclutado para las patrullas de vigilancia. Calerio y la mayoría sabían que era una forma de darle al muchacho una oportunidad que lo alejase de las cantinas y las malas compañías. El puesto había provocado en Nefred una prepotencia y la envidia velada de Calerio.

—Sal de ahí…

Calerio no aceptó la ayuda de Nefred para salir de la poza. Sin mirar al muerto, se aupó en el murete resbaladizo y consiguió subir al poyete rocoso.

—Apestas más que el muerto.

Gela fue rápidamente a ayudarlo a salir.

—Lo acabamos de encontrar ahora…

—Ya veo —dijo Nefred mientras inspeccionaba el cadáver—. ¿Qué opináis, podría ser un pirata?

Sus dos acompañantes eran de la capital, de Aligua. Las patrullas se montaban en todas las localidades cercanas; los alguaciles trataban de ponerles las cosas difíciles a los saqueos constantes que sufrían por algunos clanes de piratas que acosaban los alrededores de los grandes puertos: fondeaban en las playas cercanas o hacían pasar sus bajeles por embarcaciones honradas, cometían el robo y levaban las velas zarpando con viento favorable.

—No parece un pirata —afirmó el más alto.

—¿Lo has matado tú, Calerio?

La pregunta de Nefred parecía seria. Calerio comenzó a sentir miedo; su novia lo miró desconcertada.

—Ese hombre se ha cortado las venas. Míralo tú mismo. Lleva días muerto.

Nefred rio como si todo se tratase de una broma.

—Vais a tener que dar muchas explicaciones cuando el alguacil os interrogue. Pero me divertiré más cuando vea la cara de tu madre, Gela, en el momento en que le expliques que andabas a solas con Calerio. ¿Qué diablos ibais a hacer aquí solos?

Ahora sus acompañantes miraron a los jóvenes y rieron.

—¿Ibas a explicarle de dónde vienen los niños, Calerio? —preguntó Nefred agarrándose obscenamente sus partes.

Calerio sintió que se le aceleraba el pulso. En su mente se le dibujaba la idea de sacar la espada del agua y hundirla en el abdomen de aquel estúpido engreído en el que se había convertido Nefred.

—Quiero su espada —afirmó como si no hubiera escuchado a Nefred.

—Y una mierda.

Ni siquiera Nefred y sus chicos tenían armas como aquella. Ellos llevaban dagas y un garrote con punta de hierro. Su trabajo no era más que el de vigilar y advertir al alguacil de cualquier persona forastera o comportamiento sospechoso. Los secuestros de los piratas se habían cobrado muchas víctimas y aquellas patrullas servían para alertar a las autoridades con rapidez y evitar muchas desgracias.

Nefred tardó lo indecible en decidirse a dejarlos marchar. Calerio corría tirando de Gela por el bosque. Le hacía daño para obligarla a ir más deprisa. Tenía la sospecha de que, si tardaba demasiado, Nefred robaría el arma nada más que para fastidiarlo. Avisaron al alguacil e inventaron una excusa para explicar a sus familias lo sucedido.

—Madre, le estoy hablando de un muerto y me seguís preguntando por…

—¡Es una vergüenza que te vean con él a solas! ¡Despídete de la fiesta de la luna de verano!

—¡A los dioses pido que la primavera sea larga entonces!

—¡Vete a tu habitación y de ahí no te atrevas a salir! ¡Como vuelvas a escaparte con él, romperé tu compromiso!

Así fue en casa de Gela. Calerio tuvo más suerte, pues la noticia del muerto llegó antes a su casa que la circunstancia de estar acompañado por Gela en el bosque. Su padre se interesó por las ropas del cadáver. Sabía que más tarde o más temprano vendría la reprimenda por lo otro, pero Calerio se entregó al relato sobre el cadáver flotante con energía para intentar que su padre se centrase en esa parte del suceso.

—Tenía una capa de viaje.

—Esos carroñeros seguro que lo dejan en cueros.

—Padre, ¿podría pedirle al alguacil que me dé su espada? Lo he encontrado yo, merezco algo a cambio.

—No. No mereces más que una regañina por andar con Gela por donde no debías, Calerio. ¿Es que quieres que esa familia piense mal de ti y se rompa el compromiso?

Ahora Calerio sintió calor en las mejillas.

—Padre, esa espada debiera ser mía…

—Debes quitar de tu cabeza esas tonterías de espadas y duelos; en la vida real, en la vida que tú vas a vivir, debes preocuparte por aprender de tejidos, como tu padre. En toda mi vida jamás usé un arma contra otro hombre. Deja de pensar en estupideces que no comprendes.

—Ya sé todo sobre tejidos.

—Todo… idiota, siempre hay que aprender más, siempre hay que mejorar. Las espadas son para caballeros y soldados que viven veinte años. Con la que hay liada en Vestigia, estoy seguro de que se harán levas pronto y entonces desearás no haber deseado jamás tener esas ilusiones de hazañas y estúpidas aventuras.

—Me habría gustado vivir en Nirtenia. Allí podías llegar a ser caballero como en Vestigia, sin ser hijo de un noble.

—¡Eres un iluso, hijo, un iluso!