Aquello todavía no era una cuestión de importancia, pero en cualquier caso ellos se la dieron.
Bat insistió en que a él le habían vendado más que a Tallow porque sus heridas eran más graves. Cuando le informaron, no de modo amable, de que Tallow también tenía una herida en la pantorrilla envuelta en vendas, las manos magulladas por sabe Dios qué motivo, medio hombro negro de cardenales y quemaduras, y que parecía como si le hubieran vaciado una pistola de clavos en la cara, Bat empezó a protestar porque alguien hubiera robado su Robot Jódete del apartamento de Tallow.
Añadiendo más mala leche, Bat además señaló que el Robot Jódete debía de ser lo único de valor del apartamento de Tallow cuando no habían robado nada más.
—¿Es que eres autista? —dijo Tallow. Scarly se rió y Bat le dijo que nunca volviera a presentarse ante ellos con mierdas de ese tipo.
El subdirector Turkel estuvo de baja durante esos cinco días posteriores a que Tallow estrellase su coche contra la parte trasera de las Tumbas. Se la habían concedido por la pérdida de uno de sus amigos más antiguos y queridos, Jason Westover, y también de la querida esposa de Jason, Emily. Se había producido en circunstancias tan trágicas —un pacto de asesinato/suicidio entre los dos, ¡y nada menos que en Aer Keep!— que Turkel se declaró incapacitado para el servicio mientras sufriera semejante dolor.
Extraoficialmente, Turkel se mantuvo muy entero durante dos días intensamente enervantes. Turkel no estaba al tanto de que Tallow había llevado al cazador al hospital Beth Israel y había pospuesto su propio tratamiento hasta que encontró un médico al que pudo convencer de que empezara a inyectar antipsicóticos a aquel hijoputa. Dos días después, el cazador empezó a manifestar cierto grado de sensatez y explicó a los agentes que le atendían que la llave y la placa se las había dado su buen amigo Al Turkel.
El propio Tallow se añadió al equipo encargado de registrar las zonas menos frecuentadas del sótano del Centro de detención. Resultó que había un sistema informal de trabajo según el cual a los policías cansados entre pesadas guardias se les permitía echar una cabezadita en celdas en desuso fuera de la vista de las actividades principales del centro. Tallow se sintió algo ofendido porque nadie le hubiera hablado nunca de eso.
Tres horas de registro (que fueron un infierno para la pierna de Tallow) dejaron al descubierto una celda en lo más hondo del centro que ofrecía indicios de haber sido utilizada de forma más regular. Alguien había estado pintando con los dedos en una pared. Espirales. Scarly encontró coincidencias entre estas pinturas y lo que se recuperó en la calle Pearl, y ellos ya fueron lanzados.
En ese punto, Turkel empezó a hablar tratando de salvar el pellejo, y explicó que le habían obligado a punta de pistola a llevarse la placa de un inspector muerto sin familia y darle la llave al cazador para que pudiera utilizar una celda del fondo de las Tombs como escondite. Tallow pensó que debía de haber sido muy agradable para el cazador poder esconderse tan cerca de la superficie enterrada de Werpoes. Puede que hasta se hiciera la idea de que estaba sentado dentro de un tipi o lo que fuera en el poblado de noche.
Machen, que inició involuntariamente todo el asunto, llevaba tiempo desaparecido. Había cogido un avión rumbo a México más o menos una hora después de la reunión en Central Park, y por el momento se desconocía su paradero. El paradero de una considerable cantidad de dinero también estaba siendo investigado. Tallow dudaba mucho de que volvieran a ver a Andrew Machen.
Lo que contaba Turkel se iba desmoronando a medida que el cazador seguía hablando. Éste hablaba como un hombre que no se había comunicado con nadie durante mucho tiempo y estaba decidido a resarcirse en el menor tiempo posible. Tallow, Scarly y Bat podían respaldar con pruebas gran parte de la historia que se estaba inventando el hospitalizado, y Turkel fue mantenido en arresto domiciliario.
Hoy, el caso se le había escapado a Tallow de las manos y ya estaba en aquellas enrarecidas alturas olímpicas de Jefatura, donde policías dioses decidían cómo ocuparse adecuadamente de los asuntos de los estúpidos mortales y los inspectores que cojean.
Tallow fue convocado a la oficina de su teniente en la plaza Ericsson para firmar de modo oficial un permiso de siete días.
Un permiso después del cual, le habían asegurado, se podría reincorporar. Pero él estaba en la calle Baxter aparcando un coche nuevo —nuevo para él, en cualquier caso, aunque parecía sacado de Los Picapiedra— y después dirigiéndose a las Tumbas.
—Gilipollas —murmuró un sargento cuando Tallow firmaba para entrar.
—¿Dónde está? —preguntó Tallow—. ¿En el mismo sitio?
—No sé de qué me hablas, tío —dijo el sargento.
Tallow firmó y leyó el nombre de la placa del sargento.
—Vale. Me aseguraré de dar tu nombre a la comisaria jefe cuando después me pregunte cómo van las cosas hoy por las Tumbas.
—Que te den por el culo —dijo el sargento—. Está en el mismo sitio. Justo detrás del patio. Gilipollas.
—Gracias, sargento —dijo Tallow animado, y se alejó cojeando.
El cazador estaba solo tumbado en un calabozo leyendo un libro. No tenía muchas más posibilidades que estar tumbado.
Sus muletas estaban apoyadas junto a su catre, tenía las piernas escayoladas casi enteras y llevaba una faja y un collarín. Los del equipo de traumatología le habían dicho a Tallow que el cazador había salido bien librado, en el fondo, y que la mayor parte de los daños los había sufrido al ser empujado contra la puerta más que porque el coche le hubiera golpeado, debido a que las paredes absorbían la mayor parte de la energía cinética cuando un coche se estampa contra ellas. Habían puesto al cazador prendas de un traje de mala calidad. Sus zapatos habían desaparecido.
—¿Qué hay, inspector? —dijo el cazador—. Perdone que no me levante. Por el momento, necesito dos personas para conseguirlo.
—¿Qué tal? —dijo Tallow, que todavía era incapaz de obligarse a utilizar el nombre de aquel hombre. Eso en cierto modo empequeñecería al hombre, y Tallow no quería hacerlo.
—Acabo de volver del juzgado —dijo el cazador, sin levantar la vista del libro—. Resulta que voy a vivir una larga y productiva vida.
—Eso he oído —dijo Tallow. Ya se había llegado a un acuerdo. A cambio de cooperar, y para evitar discusiones sobre la enojosa cuestión de si a un esquizofrénico no sometido a meditación se le podía hacer responsable de sus actos de los últimos veinte años, el cazador era condenado a cadena perpetua sin posibilidad de redención de pena en un centro de máxima seguridad, probablemente Sing Sing.
—Veamos —dijo el cazador, con los ojos todavía en el libro—. ¿Vamos a hacer más preguntas hoy?
—Sólo una —dijo Tallow—. ¿Qué formaban las armas de la pared? ¿Un wampum?
Los ojos del cazador se volvieron hacia Tallow con agrado.
—¡Un wampum! ¡Usted lo supo!
—¿Un wampum en forma de cinturón que rodearía todo el apartamento?
—Muy cerca, inspector, muy cerca. Era un wampum. Y un wampum es información. Lo mismo que el arte es información, y el canto es información, y la música y la danza. Puede imaginarlo… y, coño, ahora lo puedo imaginar yo, con toda la medicación que me están metiendo… como un instrumento gigante. Un instrumento muy grande del tamaño de un apartamento, como los antiguos ordenadores que llenaban una habitación y disponían de su propio código.
—Pero no estaba terminado, ¿verdad? —dijo Tallow—. Cuando entré, vi espacios vacíos. Elementos que faltaban.
—Así es. Aún no lo había terminado. Cada pieza tenía que ser exactamente la adecuada. Cada pieza debía tener su propia dosis de magia en el conjunto, su propio código.
—¿Para qué es?
—¿Qué sabe usted de la Danza de los Espíritus, inspector?
Tallow frunció el ceño.
—De esas historias antiguas suelo estar enterado. Sé que era algo de los nativos americanos. Algo mágico sobre matar a todos los blancos.
—Es una interpretación. La historia es mucho más compleja de lo que me permiten las fuerzas. Pero lo importante es que la Danza de los Espíritus era una danza ritual complicada, muy rica en información, que, si se realizaba de modo correcto hasta el final, provocaría varias cosas. La extirpación de los blancos y de todas sus maldades de América del Norte. Su devolución a los nativos muertos. Y la renovación y recuperación de la tierra. ¿Ve adónde quiero llegar, inspector?
—No lo sé —dijo Tallow, despacio.
—Estaba construyendo un instrumento ritual que, cuando estuviera terminado, tendría el mismo efecto que la Danza de los Espíritus. Cuando estuviera terminado y funcionase, o bailase o hablase o lo que fuera, Manhattan volvería a ser Mannahatta, la isla de las múltiples colinas, y mi pueblo regresaría.
—En realidad usted no es nativo americano, ¿verdad? —preguntó Tallow.
—Ni siquiera un poco —confirmó el cazador.
—Y construyó un instrumento con armas utilizadas en asesinatos para destruir Nueva York y reemplazarlo por las Praderas Eternas de Caza.
—En mi defensa, estaba completamente loco. —El cazador sonrió.
—Eso he oído —dijo Tallow—. ¿Sing Sing, entonces?
—Eso mismo —dijo el cazador, retorciéndose un poco en su camastro—. Una celda sólo para mí. Montones de libros y cuadros. Es probable que limitada relación con los otros reclusos, que imagino se ampliará antes de que pasen muchos años. ¿Sabe de dónde viene el nombre de Sing Sing, inspector?
Eso Tallow lo sabía, pero de todos modos negó con la cabeza.
—Viene de la palabra Sint Sinck. Los sint sinck fueron una tribu de Mohegan que vivió en esta costa. Vecinos de los lenape. En realidad Sing Sing está construido en tierras de los nativos americanos.
La sonrisa del cazador se hizo más ancha, enseñando los dientes.
Quince minutos después Tallow estaba fuera del coche, tanteándose los bolsillos en busca de las llaves. Hubo un ruidito en su chaqueta, y sacó un arrugado paquete de cigarrillos que llevaba una semana sin tocar. Los miró y pensó un momento. Eligió un cigarrillo y tiró el paquete por una alcantarilla. Arrancó el filtro y encendió el cigarrillo.
John Tallow, con las yemas de los dedos magulladas, soltó una bocanada de humo hacia el cielo por Emily Westover, y otra por Jim Rosato.
John Tallow soltó una espiral de humo hacia el cielo de algún otro también por sí mismo, y luego aplastó el cigarrillo y se dirigió al Primer Distrito.